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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Tengo ganas de ti (11 page)

Estaba hablando de eso.

—Sí, claro, lo he entendido. El señor Romani a las dos en Vanni. —Resoplo—. Perdóname, ¿eh?

Después bajo veloz por la escalera, sin pararme a mirar atrás. Poco después estoy en la moto. Tengo prisa por alejarme de allí. Tengo ganas de marcharme lejos. Cambio de marcha y aumento la velocidad, y no sé por qué, me gusta más que de costumbre.

Catorce

Babi, ¿dónde te has metido? Una bonita canción decía que es fácil encontrarse incluso en una gran ciudad. Hace días que doy vueltas. Sin querer, la busco. Esa canción se ha burlado de mí. No hay ni rastro de ella. Sin darme cuenta, me encuentro debajo de su casa. Fiore, el portero, no está. La barrera está bajada. Hay una nueva tienda de ropa allí cerca, donde antes había un garaje. Incluso Lazzareschi ya no está. Hay un nuevo restaurante, Jacini. Elegante, completamente blanco. Es como si alguien quisiera obligarnos a mejorar. Pero yo me quedo así, tal como soy, con mi cazadora Levi's algo rota y la moto con los tubos de escape flojos.

—Oye, pero ¿tú no eres Step?

Me vuelvo y no puedo creerlo. ¿Ésta quién es? Estoy sentado en la moto delante del quiosco cuando se me acerca una cría con el pelo castaño claro, aire divertido, de impunidad, y los brazos en jarras, como si no la hubiera entendido.

—¿Entonces, eres o no eres?

—¿Y quién eres tú?

—Me llamo Martina. Vivo aquí, en los Stellari. ¿Y bien?

—¿Por qué me lo preguntas?

—¿Qué pasa, tienes miedo de contestar?

Casi me hace reír, es valiente. Tendrá unos once años.

—Sí, soy Step.

—¿De verdad eres Step? No me lo creo, no me lo creo. No me lo puedo creer… No me lo creo…

La miro divertido. Soy yo quien no puede creerlo.

—¿Entonces?

—Tú quizá no te acuerdes de mí… Debió de ser hace dos años, yo estaba en la escalera del bloque con dos amigas mías y estaba comiendo pizza con tomate y tú subías corriendo y dijiste «Hum, esa pizza tiene buena pinta», y yo no te contesté pero pensé un montón de cosas, ¡y te hubiera dado un poco!

—A lo mejor tenía hambre…

—No, pero eso no tiene nada que ver.

—No estoy entendiendo nada…

—Quería decirte que para mí, mejor dicho, para nosotras, hiciste algo genial. Mis amigas y yo, te lo juro, siempre hablamos de esa inscripción en el puente de corso Francia… «Tú y yo… A tres metros sobre el cielo.» Madre mía, siempre lo decimos… ¿Cómo se te ocurrió? Quiero decir, ¿de verdad la hiciste tú?

No sé qué contestar, pero no importa, porque no me da tiempo.

—Quiero decir que, para mí, es la frase más bonita del mundo. Cuando mamá me acompañaba al colegio la miraba. ¿Pero sabes que luego alguien hizo esa misma inscripción en otro lado? ¡O sea, que te han copiado! La frase está también en otros sitios de Roma. Te lo juro, es una pasada, ¡está en un montón de sitios! ¡Y una amiga mía, este verano en la playa, me dijo que la había visto también en su ciudad!

—La verdad es que no pretendía empezar una moda.

Imagino por un instante que si ahora pasaran mis amigos, los de antaño, y me vieran aquí entretenido con esta cría… Pero, sin embargo, me gusta.

—Bueno, de todos modos es una pasada. Todas soñamos con un chico que escriba una frase así para nosotras. ¡Pero no es fácil encontrar a un tipo así!

Me mira y sonríe. En su opinión, me ha hecho un cumplido.

—¿Ves a ese de allí…?

Me señala, disimulando, a un chico cerca de la salida del bloque. Está sentado en la cadena que va de un pilar al otro. Se balancea empujándose con sus gruesas zapatillas de deporte. Lleva el pelo largo, recogido en una especie de cola con una goma de color en la punta, y es un poco gordito.

—Se llama Thomas, me gusta un montón y él lo sabe.

El tipo la ve y sonríe de lejos. Levanta la barbilla como para saludarla. Parece intrigado porque Martina esté hablando con un chico mayor.

—Sí, yo creo que lo sabe. Hace a propósito el imbécil con mis amigas, ¡y me da una rabia! Si pillo a quien se lo dijo… Pero como no estoy segura… ¿Cuándo se le ocurrirá una inscripción tan bonita como la tuya a ese de ahí, eh?

Miro a Martina y pienso en todo lo que le queda por vivir. En lo bonito que será su primer amor, en lo que será, en lo que no esperas nunca que pueda acabar siendo.

—Como mucho hace
grafitti
estúpidos para el equipo de fútbol… ¿Sabes una cosa? Esto te lo tengo que contar. Una vez, mi padre y mi madre, que hace un montón de tiempo que están juntos, al menos, desde poco antes de que naciera yo, bueno, pues un día estaban peleándose como locos en casa. Yo estaba en mi habitación y los oía, y en un determinado momento, mi madre le dijo a mi padre: «Lo tuyo no es amor. Sopesaste un par de cosas y viste que yo era una buena chica y que podía servirte… Pero el amor no es eso, ¿entiendes? El amor no es como hacer las cuentas en el colmado. El amor es cuando haces una locura, como esa inscripción del puente. "Tú y yo… A tres metros sobre el cielo." Eso, eso es amor.» Le dijo eso, ¿lo entiendes? Bonito, ¿no? ¿Eh? ¿Qué piensas, Step? Tiene razón mi madre, ¿verdad?

—Esa inscripción era para una chica.

—Claro, ya lo sé, ¿cómo no?, era para Babi. Vive aquí, en los Stellari, en la puerta D, la conozco y la veo de vez en cuando. Ya sé que era para ella, ¿qué te crees?, lo sé todo.

Empieza a incordiarme. ¿Qué puede saber? ¿Qué sabe? No quiero saberlo.

—Bueno, gracias, Martina, ahora tengo que marcharme.

—Mis amigas y yo decíamos siempre que era muy afortunada. Además, una inscripción así… Yo a un chico que me dedica una frase como ésa no lo dejaría nunca. ¿Te puedo hacer una pregunta?

No me da tiempo a contestar.

—¿Por qué lo dejasteis?

Me quedo un momento en silencio. Después arranco la moto. Es lo único que puedo hacer.

—No lo sé. Si tuviera la respuesta, te juro que te la daría.

Parece desilusionada de verdad. Después, es presa en seguida de su alegría.

—Bueno, de todos modos, si pasas otra vez por aquí quizá podamos comer juntos un trozo de pizza con tomate, ¿eh?

La miro y le sonrío. Yo y Martina, once años, comiendo pizza. Mis amigos se volverían locos. Pero no se lo digo. Al menos ella, a su edad, que se mantenga aferrada a sus sueños.

—Claro, Martina, si paso por aquí…

Quince

Paolo no ha regresado. Tal vez no vuelva para comer. La casa está perfectamente en orden. Preparo el saco: calcetines, calzoncillos, camiseta, una sudadera y pantaloncitos cortos. Pantaloncitos… Pollo me tomaba siempre el pelo porque usaba diminutivos para cualquier cosa. «Damos una vueltecita. ¿Te apetece un cafecito? Me irían bien dos deditos…» Debe de habérmelo pegado mi madre. Se lo dije una vez a Pollo y él se echó a reír. «Eres como una mujer —me decía—. Llevas una mujer dentro.» Y mi madre se rió cuando se lo conté. Cierro la cremallera de la bolsa. Te echo de menos, Pollo. Echo de menos a mi mejor amigo. Y no puedo hacer nada para que vuelva. No puedo verlo. Cojo la bolsa y salgo. A tomar por el culo, no quiero pensar en eso. Me miro al espejo mientras el ascensor baja. Sí, no quiero pensar más. Comienzo a cantar una canción en inglés. No me acuerdo de la letra. Era la única que oía siempre en Nueva York. Una vieja canción de Bruce. Ostras, cantar sienta bien. Y yo quiero estar bien. Salgo del ascensor con la bolsa al hombro. Canturreo:
«Needs a local hero, somebody with the right style…
—Sí, era algo parecido. Pero no importa. Pollo ya no está. Pequeño héroe—.
Lookin' for a local hero, someone with the right smile…
—Me gustaría tanto hablar un poco con él, pero no puede ser. En cambio, mi madre vive en algún sitio pero no tengo ganas de hablar con ella. Lo intento otra vez…—.
Lookin' for a local hero
.» Joder, no he aprendido nada de esa canción.

Flex Appeal, mi gimnasio, nuestro gimnasio, nuestro, de nuestros amigos. Bajo de la moto. Estoy emocionado. ¿Qué habrá cambiado? ¿Habrá más máquinas? ¿Y a quién me encontraré? Me paro un momento en la plazoleta que hay antes de la entrada y miro el ventanal empañado por el cansancio y el sudor.

Unas chicas bailan al ritmo de una canción en inglés en la sala grande. Entre ellas hay sólo dos hombres que intentan desesperadamente seguir el ritmo del
bodywork
de Jim. Eso leo en la hoja que hay colgada en la entrada, que indica la clase especial o lo que debería ser. Llevan zapatillas, bodies, monos y tops, casi todo de marca. Parece un pase de modelos. Arabesque, Capezio, Gamba, Freddy, Magnum, Paul, Sansha, So Danca, Venice Beach o Dimension Danza. Como si ocultas detrás de un nombre pudieran bailar mejor. ¿Cómo coño se las arreglan dos hombres para no avergonzarse de esa miserable tentativa de gimnasia? Además, en medio de todas esas mujeres… Bodies de colores, maquillajes perfectos, mallas negras, pantalones cortos o ajustados…, y después, dos hombres en calzoncillos, uno calvo, el otro casi. Llevan una camiseta larga que les disimula la barriga. Saltan sin coordinación, jadeantes, persiguiendo desesperadamente el ritmo. Pero no lo encuentran. Es más, alguien debe de habérselo escondido con cuidado desde la infancia. En resumen, dan pena. Avanzo y entro. En la secretaría hay un chico medio teñido, con el pelo largo y la cara bronceada. Habla en voz baja por el móvil con una hipotética chica. Me ve y sigue hablando, después levanta la mirada y se disculpa con una tal «Fede» que está al teléfono.

—¿Sí?

—Querría hacerme la tarjeta. Para todo el mes.

—¿Ya has estado aquí alguna vez?

Miro a mi alrededor y después lo miro a él.

—¿No está Marco Tullio?

—No, ha salido. Lo encontrarás mañana por la mañana.

—Bien, entonces me apuntaré mañana; soy amigo suyo.

—Como quieras…

No le importa demasiado; por otro lado, el dinero no es suyo. Me dirijo al vestuario. Dos chicos se están cambiando para entrenarse. Se ríen y bromean. Hablan de esto y de lo otro y de cierta chica.

—Nada, fuimos a cenar a la pizzería Montecarlo. Oh, no sabes… Cada dos minutos le sonaba el móvil. Era el tipo que está haciendo la mili. Y ella allí, hablándole de tonterías.

—¡No puede ser!

—Te lo juro.

Escucho mientras me cambio, pero ya imagino cómo acabará:

—Y ella que le decía: «No, no, estoy cenando con Dora. Sí, ¿te acuerdas de ella?, la que tiene el negocio, la peluquera…»

—No me lo puedo creer, ¿y él?

—¿Y él qué podía hacer? La creía. Al final fuimos a su casa, y mientras me hacía una mamada, sonó otra vez su móvil.

—¡No! ¿Y tú qué hiciste?

—¿Yo? Contesté, ¿qué iba a hacer?

—¿Y qué le dijiste?

—«Lo siento, pero en este momento no puede ponerse, ¡está discutiendo con Dora!»

—¡No puede ser! Es demasiado fuerte.

Y venga carcajadas.

—Así que he decidido llamar
Dora
a mi polla a partir de ahora. Aquí está… —Se la saca y se la enseña al amigo—. ¡Hola,
Dora
, saluda a Mario!

Se ríen como locos mientras el tipo con
Dora
en la mano salta con los pies descalzos sobre el suelo mojado. Al final resbala y se cae. El otro se ríe aún más mientras yo voy a entrenarme.

—Guárdame las llaves, las pongo aquí.

Meto las llaves con las que he cerrado la taquilla en un bote de lápices del mostrador. El tipo de la secretaría asiente con la cabeza y sigue hablando por el móvil. Después cambia de idea. Pone la mano encima del móvil y decide decirme algo.

—Oye, jefe, por hoy puedes entrenarte, pero mañana tienes que hacerte el carnet. —Me mira satisfecho intentando poner cara de duro, pero en verdad pone cara de gilipollas. Después, con una sonrisa idiota, sigue hablando por teléfono. Se vuelve y me da la espalda. Presume. Se ríe. Oigo sus últimas palabras—: ¿Lo ves, Fede? Acaba de llegar y se cree que está en su casa.

No le da tiempo a acabar. Lo agarro del pelo y casi lo levanto del asiento. Se pone rígido, con la cabeza ligeramente ladeada hacia mí. Que te tiren del pelo hace un daño horrible. Lo sé. Me acuerdo. Pero ahora es el suyo.

—Cuelga el móvil, gilipollas.

—Te llamo luego, ¿eh?, perdona —tartamudea, y cuelga.

—Para empezar, ésta es mi casa. Y en segundo lugar… —Le tiro del pelo con más fuerza.

—Ah, ah, me haces daño.

—Pues escúchame bien: no vuelvas a llamarme «jefe» en tu vida. ¿Lo has entendido?

Intenta decir que sí con la cabeza, pero sólo logra articular un pequeño movimiento. Tiro más fuerte para asegurarme.

—No te he oído… ¿Lo has entendido?

—Ah, ah… Sí.

—No te he oído.

—¡Sí! —grita de dolor. Tiene lágrimas en los ojos. Hasta me da un poco de pena.

Lo suelto con un pequeño empujón. Se afloja sobre la silla y se frota en seguida la cabeza.

—¿Cómo te llamas?

—Alessio.

—Eso, sonríe. —Le doy un par de cachetes en la mejilla—. Ahora puedes volver a llamarla si te apetece. Dile, si quieres, que te has enfrentado a mí, que me has sacado del gimnasio, que me has pegado, dile lo que te parezca, pero… no lo olvides: no vuelvas a llamarme «jefe».

Después oigo una voz a mi espalda:

—Entre otras cosas, porque deberías saber que se llama Step.

Me vuelvo sorprendido, un poco a la defensiva. No esperaba oír mi nombre. No he visto a ninguno de mis amigos, a nadie que pueda saber mi nombre. Y en cambio hay alguien. Él. Es delgado, mejor dicho, delgadísimo. Alto, brazos largos, el pelo con un corte normal, cejas algo espesas, unidas en el centro encima de una nariz larga que sobresale encima de unos labios finos que forman una boca grande. Quizá sea tan grande porque sonríe. Parece francés. Seguro de sí mismo, tranquilo, tiene las manos en el bolsillo y la mirada divertida. Lleva unos pantalones largos de chándal y una sudadera de color rojo desteñido. Encima lleva una cazadora Levi's de color claro. No sé clasificarlo.

—No te acuerdas de mí, ¿verdad? —No, no me acuerdo—. Mírame bien, quizá he crecido. —Lo miro mejor. Tiene un corte encima de la frente, escondido por el pelo, pero nada grave. Se da cuenta de qué estoy mirando—. Fue el accidente de coche. Venga, si hasta viniste a visitarme al hospital…

Joder, ¿cómo no iba a acordarme?

—¡Guido Balestri! Hace siglos… íbamos juntos al colegio.

—Sí, e hicimos los dos años de instituto. Después lo dejé.

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