El Comite De La Muerte

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

 

En el Hospital General de Suffolk un tribunal de médicos se reúne, una vez por semana, para determinar si las muertes acontecidas en esa institución se hubieran podido evitar. El llamado Comité de la Muerte, con veredicto acerca de la labor realizada por los jóvenes médicos, marcará fatalmente sus destinos.

Tres hombres brillantes, entregados a la medicina, tendrán que decidir a lo largo de esta narración quién y qué ocupa el lugar más importante de sus vidas. Así es como Noah Gordon, el famoso autor de El médico, nos envuelve en una trama apasionante donde acción y reflexión andan juntas para ofrecer al lector una muestra de impecable ficción.

Noah Gordon

El Comite De La Muerte

ePUB v1.1

CharlyRB
10.07.12

Título original:
The Death Committee

Autor: Noah Gordon, 1972

Traducción: Jesús Pardo

Editor original: CharlyRB (v1.1)

ePub base v2.0

A mis padres: Rose y Robert Gordon

y a Lorraine

A
GRADECIMIENTOS

La cita de “For the Birthday of a Middle-Aged Child (Para el cumpleaños de un niño adulto) está tomada de Selected Poems, de Aline Kilmer, con permiso de la editorial Doubleday & Co. Inc.

Estamos agradecidos a:

Los propietarios de la revista Medical World News por habernos permitido usar una cita de la página 72 del número del 16 de Junio de 1967, que aparece al comienzo de esta novela.

A los propietarios de la revista
Massachusetts Physician
y a los propietarios de
The New England Journal of Medicine
, por su gentileza al permitirnos usar sus títulos e imitar su estilo. De nuevo a Lorraine, la muchacha con quien me casé y la mujer en que se convirtió. Muchas personas se han mostrado amables conmigo durante el tiempo que pasé escribiendo este libro. Los médicos que tuvieron la paciencia de aguantar mis interminables preguntas y me dieron tanta información y tanto estímulo no pueden ser considerados en modo alguno responsables de mis opiniones ni de los errores que puedan encontrarse en mi obra. Siempre han merecido mi respeto; ahora tienen también mi gratitud.

Quiero dar aquí las gracias a Andrew P. Sackett, doctor en Medicina, presidente de la Junta directiva del Departamento de Hospitales y Salud Pública de Boston, y a James V. Sacchetti, doctor en Medicina, vicepresidente de la misma Junta, por permitirme entrar en el Hospital de Boston en calidad de técnico quirúrgico voluntario; a Miss Mary Lawless, enfermera profesional, supervisora de la Sala de Operaciones del Hospital de Boston por enseñarme a conducirme debidamente en dicha Sala; y a Mr. Samuel Slattery, empleado médico de la Sala de Operaciones gracias al cual de esta experiencia mía guardaré un memorable recuerdo.

En respuesta a la pregunta que se me hará inevitablemente, diré que el Hospital General del condado de Suffolk es un producto de mi imaginación y no imitación de ningún hospital del mundo, como tampoco el Colegio Médico mencionado en esta novela ha sido trasunto de ningún otro.

Estoy agradecido a Lawrence T. Geoghegan, doctor en Medicina, ex jefe residente de los cirujanos del Hospital de Boston, por permitirme seguir a sus subordinados en sus visitas de la tarde, y, por el mismo favor, doy las gracias también a Mayer Katz, doctor en Medicina, que sucedió al doctor Geoghegan como jefe residente de los cirujanos cuando éste fue a Vietnam, a donde también el doctor Katz le siguió más tarde.

Por permitirme asistir a las conferencias sobre mortalidad en sus respectivos hospitales, estoy agradecido a Paul Russell, doctor en Medicina, director de Cirugía de Trasplante del Hospital General de Massachusetts; a Samuel Proger, doctor en Medicina, jefe de médicos de los hospitales del Centro Médico de Nueva Inglaterra; y a Ralph A. Deterling, Jr., doctor en Medicina, cirujano jefe de los hospitales del Centro Médico de Nueva Inglaterra y director del Primer Servicio Quirúrgico del Hospital de Boston.

Como fueron tantos los que me ayudaron, y dado que mis notas y mi memoria son imperfectas, quiero pedir perdón a aquellos cuyo nombre debiera ser mencionado en esta página y no lo sea. Por su ayuda y cooperación quiero dar las gracias a Paul Dudley White, doctor en Medicina; a Robert Kastenbaum, doctor en Filosofía; a Lester F. Williams, doctor en Medicina; a Anthony Monaco, doctor en Medicina; a R. Lipsitt, doctor en Medicina; a Carl Bearse, doctor en Medicina; a Miriam Schweber, doctora en Filosofía; a Blaise Alfano, doctora en Medicina; a Robert M. Schlesinger, doctor en Medicina; a Benjamin E. Etsten, doctor en Medicina; a Richard A. Morelli, doctor en Medicina; al rabino Hilel Rudavsky; a Mr. Patrick R. Carroll y al fiscal Charles J. Dunn.

Richard Ford, doctor en Medicina, examinador médico del condado de Suffolk, que, hace largo tiempo, con tacto y sensibilidad, mostró a un joven periodista una autopsia por primera vez, me permitió más tarde asistir junto a él a otras y, a lo largo de los años, se mostró conmigo un asesor paciente y hábil.

Mi agradecimiento especial a Jack Matloff, doctor en Medicina, y a John Merrill, doctor en Medicina, que me dispensaron generalmente su tiempo y sus conocimientos y que, junto con Susan Rako, doctora en Medicina, tuvieron, además, la amabilidad de leer mi manuscrito.

Por su ayuda en la preparación del manuscrito quiero dar las gracias a Mrs. Lamb; por su ayuda en general, a Miss Lise Ann Gordon, y por su cooperación y cortesía, al personal de las bibliotecas públicas de Framingham, la biblioteca del colegio estatal de Framingham, la biblioteca médica de Boston y la biblioteca Francis A. Countway de Medicina.

Por su constante e incondicional ayuda y valiosas sugerencias quiero dar las gracias a mi agente literario, Miss Patricia Schartle y a mi supervisor literario Mr. William Goyen. Gracias a ellos, y a Lorraine Gordon, pudo escribirse este libro.

N. GORDON 1966-1969.

Una persona da dinero al médico. Quizá se cure. Quizá no se cure.

El Talmud Tratado Kezubot: 105.

Un residente entra por un extremo de un túnel, algo ocurre en su interior gradualmente, al cabo de seis o siete años más, vuelve a salir convertido en cirujano.

Medical World News 16 de junio de 1967.

P
RÓLOGO

Cuando Spurgeon Robinson había pasado treinta y seis horas en ambulancias y otras treinta y seis descansando, sin parar, durante tres semanas, el conductor, Meyerson, ya le había puesto nervioso desde hacía tiempo y se sentía como aturdido por tanta sangre y desconcertado por los traumas. Su trabajo no le gustaba en absoluto. Encontraba que a veces conseguía escapar a la realidad con ayuda de la imaginación, y esta vez ya había conseguido convencerse a sí mismo de que no estaba en una ambulancia, sino nada menos que en una nave espacial. Tampoco él era interno de hospital sino el primer negro en órbita. El quejido de la sirena era la estela del cohete, convertida en sonido.

Pero Maish Meyerson, el muy patán, rehusaba cooperar haciendo de piloto.

—Wehr fahrbrent —gruñó al conductor de un terco Chrysler descapotable haciendo a la ambulancia dar una vuelta en torno a él.

En una ciudad como Nueva York podrían perderse buscando el edificio en construcción a donde habían sido llamados, pero en Boston no había todavía muchos edificios realmente altos. A causa de la pintura roja que cubría el desnudo acero, la estructura esquelética apuñalaba el cielo gris como un dedo ensangrentado.

Parecía llamarles a la escena misma del accidente. Spurgeon cerró de golpe la portezuela en el momento en que cesó el quejido de la sirena. Mientras, un grupo de hombres rodeaba a la figura yaciente.

Se agachó. La mitad intacta de la cabeza le dijo que el paciente era un hombre joven. Tenía los ojos cerrados. Un levísimo goteo le caía del carnoso lóbulo de una oreja.

—A alguien se le cayó una tuerca desde el tercer piso —dijo un sujeto tripudo, el capataz, en respuesta a una pregunta no hecha.

Spurgeon separó con los dedos el pelo apelmazado y bajo la carne lacerada se movió un fragmento de hueso, suelto y cortante como una cáscara de huevo rota. Era probablemente fluido cerebroespinal lo que goteaba de la oreja, pensó. Era inútil hacer nada allí, con el pobre hombre tendido en el suelo, por lo que se limitó a coger un trozo de gasa esterilizada y aplicarlo sobre la herida, donde en seguida se enrojeció.

La bragueta del caído estaba abierta, con el pene al descubierto. El capataz tripudo se dio cuenta de la mirada de Spurgeon.

—Estaba orinando —dijo.

Spurgeon se imaginó la escena. El trabajador aliviando apremiantemente su vejiga y sintiéndose más y más satisfecho al bautizar el edificio mismo que estaba ayudando a levantar; la tuerca, entretanto, cayendo, cayendo, con certera puntería, como si Dios estuviera irritado por aquellos pequeños y sucios actos humanos.

El capataz mordisqueó su puro sin encender y miró al herido.

—Se llama Paul Connors. No hago más que decirles a estos imbéciles que se pongan el casco metálico. ¿Cree usted que morirá?

—Aún no se puede decir —respondió Spurgeon.

Abrió un párpado cerrado y vio que la pupila estaba dilatada. El pulso era muy irregular.

El gordo capataz le miró con recelo.

—¿Es usted médico, negro?

—Sí.

—¿Va a darle algo para aliviarle el dolor?

—No siente dolor.

Ayudó a Maish a sacar la camilla y en ella depositaron a Paul Connors, metiéndolo luego en la ambulancia.

—¡Eh! —Gritó el capataz, mientras Spurgeon cerraba la portezuela—. ¡Voy con ustedes!

—Es antirreglamentario —mintió Spurgeon.

—Lo he hecho en otras ocasiones —dijo el otro, indeciso—. ¿De qué hospital son ustedes?

—Del Hospital General del condado.

Tiró de la portezuela, que se cerró de golpe. En el asiento delantero, Meyerson puso el motor en marcha. La ambulancia se estremeció y arrancó. El paciente jadeaba de manera anhelante y suave, y Spurgeon le puso en la boca el tubo de aire otofaríngeo de goma negra de modo que la lengua no se lo obstruyese, y conectó acto seguido el respirador. Puso la máscara en el rostro del paciente y la presión positiva de oxígeno comenzó a penetrar a golpes rápidos y breves, haciendo un ruido como el de un niño pequeño que eructa. La sirena emitió un leve quejido y de nuevo estalló la gruesa y espesa cinta de sonido electrónico. Los neumáticos de la ambulancia raspaban sonoramente el pavimento. Spurgeon se puso a pensar en cómo se podría orquestar musicalmente el incidente. Tambores, cuernos, flautas. Se podrían usar todos los instrumentos.

Casi todos, pensó ajustando el fluir del oxígeno.

Sólo que sin violines.

Dormitando, con la cabeza sepultada entre los brazos, Adam Silverstone estaba apoyado contra la dura superficie del escritorio de la oficina del residente principal soñaba que era la cama de hojas secas y crujientemente curvas, resultado de largas acumulaciones otoñales pasadas en que había yacido en otros tiempos, de muchacho, con la mirada fija en un tranquilo estanque, en pleno bosque.

Aquello había sido a finales de la primavera del año en que cumplió los catorce, mal año para él, porque su padre había cogido por entonces la costumbre de responder a las indignadas maldiciones italianas de su abuela con beodos insultos en yiddish de invención propia para huir de Myron Silberstein tanto como de la vieja
vecchia
había salido un buen día a la carretera y andado durante tres horas sin destino, parando coches con la mano, alejándose del humo y el polvo de Pittsburgh y de todo cuanto representaba, hasta que un motorista le dejó junto a la carretera, en un trecho flanqueada a ambos lados por un bosque. Más tarde, había tratado media docena de veces de encontrar de nuevo aquel lugar, pero jamás consiguió recordar el sitio exacto, o quizá fuese que cuando volvió, el bosque había sido ya violado por un bulldozer y engendrado casas.

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