—Uno de estos días tendremos que darle también a él un riñón. Si tenemos la suerte de encontrar un donante con sangre B negativa.
—Pues no va a ser fácil. Los B negativos son raros.
Adam se encogió de hombros.
—Yo diría que el próximo trasplante se hará a Mrs. Bergstrom —comentó.
—No estés tan seguro.
Una de las cosas más irritantes de la amistad que unía al residente principal y al encargado era que cuando uno de ambos recibía información que aún no había llegado a oídos del otro, el afortunado encontraba difícil resistir a la tentación de dar la impresión de que Dios mismo le contaba todos los secretos. Adam arrolló las prendas verdes y las tiró al cesto de la ropa sucia, que estaba, lleno, en un rincón.
—¿Y qué demonios quieres decir con eso? Mrs. Bergstrom recibirá el riñón de su hermana gemela, ¿no es eso?
—Es que su hermana no está muy segura de que sea su deber dárselo.
—¡Vaya por Dios!
Sacó las prendas blancas del armario y se puso los pantalones, que le parecieron sucios. Se dijo que al día siguiente tendría que conseguir otros nuevos.
Cuando salió Meomartino, Adam estaba ya atándose los cordones de los zapatos. Le apetecía un cigarrillo, pero el pequeño monstruo electrónico que tenía en el bolsillo de la solapa resonó con un suave gruñido, y cuando telefoneó a ver qué pasaba se enteró de que el padre de Susan le estaba esperando, de modo que fue inmediatamente a verle.
Arthur Garland estaba empezando la cuarta década, pero ya se le notaba gordo, con ojos azules inseguros y el pelo, ralo, de un castaño rojizo. Era distribuidor de artículos de cuero, le pareció recordar a Adam.
—No quería irme sin hablar con usted.
—Yo soy aquí uno de tantos. Sería mejor que hablase con el doctor Kender.
—Acabo de hablar con el doctor Kender. Me dijo que todo ha ido lo bien que cabía esperar.
Adam asintió.
—Bonnie, mi mujer, insistió en que le viera a usted. Me dijo que ha sido usted muy comprensivo. Quería darle las gracias.
—No es necesario. ¿Cómo está su esposa?
—La mandé a casa. Esto ha sido muy duro para ella, y el doctor Kender dice que no podría ver a Susan hasta dentro de un par de días.
—Cuanto menos contacto tenga ahora con la gente, incluso con la gente querida, tanto menos probable es que coja alguna infección. Los medicamentos que estamos usando para impedir que su cuerpo rechace el riñón nuevo debilitan también su resistencia física.
—Comprendo —dijo Garland—. Dígame, doctor Silverstone, ¿le parece a usted que todo va bien?
Adam estaba seguro de que Garland ya había hecho la misma pregunta al doctor Kender. Frente a un hombre que lo que necesitaba era un signo cabalístico garantizador de que todo iba a las mil maravillas, Adam se dio claramente cuenta de su propia impotencia.
—La operación quirúrgica fue bien —dijo—. El riñón era bueno y esto nos da una gran ventaja.
—¿Y qué hay que hacer ahora?
—Vigilarla.
Garland asintió.
—Un pequeño obsequio como muestra de gratitud —sacó una cartera del bolsillo—. Es de piel de caimán, un artículo de mi empresa.
Adam se sintió confuso.
—Di otro también al doctor Kender. No tenga la osadía de darme a mí las gracias. Ustedes me están devolviendo a mi hija.
Los ojos azules, acosados, se volvieron relucientes, crecieron, se desbordaron. Avergonzado, Adam apartó la vista, fijándola en la pared.
—Mr. Garland, está usted muy cansado. Si me lo permite, le recetar, un calmante y se va usted a casa.
—Sí, por favor —dijo el hombre, sonándose las narices—. ¿Tiene usted hijos?
Adam movió negativamente la cabeza.
—Es una experiencia que no debiera usted perderse. ¿Sabía que a Susan la adoptamos?
—Sí.
—A Bonnie le costó mucho convencerme. Cinco años. Estaba avergonzado. Pero finalmente la acogimos. Tenía seis semanas...
Garland cogió su receta, comenzó a decir algo más, pero movió la cabeza y se fue.
El trasplante se había efectuado un viernes. El miércoles siguiente, Adam se decía que la cosa iba ya por buen camino.
La tensión de Susan Garland era todavía alta, pero el riñón le funcionaba como si se lo hubieran diseñado a la medida.
—Nunca pensé que el corazón se me iba a parar sólo porque alguien pide un orinal —le dijo Bonita Garland.
Aún pasaría algún tiempo para que su hija se sintiese perfectamente. La incisión la molestaba, y los medicamentos que habían impedido a su sistema rechazar el riñón la habían debilitado. Se sentía deprimida. Respondía con irritación a preguntas llenas de buena voluntad, y de noche lloraba. El jueves recibió la visita de Howard y se reanimó; resultó ser un muchachito delgado y sumamente tímido.
Lo que dio a Adam la idea fue el efecto que había producido en ella la visita de Howard.
—¿Cuál es su locutor de radio favorito?
—Me parece que J. J. Johnson —respondió su madre.
—¿Y por qué no le telefonea y le pide que dedique a Susan algunos números en su programa del sábado por la noche? Podíamos invitar a Howard a visitarla. No podrá bailar con él ni bajarse de la cama, pero en estas circunstancias el chico podría resultar un buen sustitutivo.
—Debiera ser usted psiquiatra —dijo Mrs. Garland.
—¿Una fiesta para mí sola? —Dijo Susan cuando le contaron la idea—. Tengo que lavarme el pelo; está muy sucio.
Su estado de ánimo cambió tan radicalmente que comenzó a entusiasmarse. Silverstone encargó por teléfono un ramillete de flores y se gastó en rosas un dinero que tenía apartado para otras cosas. Luego puso en una tarjeta: «Que te diviertas, chata».
El viernes, su moral era alta, pero iba bajando a medida que se acercaba la tarde. Cuando Adam llegó para la visita supo que se había quejado a la enfermera de varias cosas.
—¿Qué te pasa, guapa?
—Me duele.
—¿Qué?
—Todo. El estómago.
—Era de esperar. Después de todo, has sufrido una operación muy seria.
Sabía que era fácil caer en la trampa del mimo excesivo. Examinó la herida quirúrgica, que no tenía nada de particular. Su pulso era un poco más rápido, pero cuando le tomó la tensión sonrió satisfecho.
—Normal. Por primera vez. ¿Te gustaron las manzanas?
—Mucho —sonrió ella.
—Ahora duérmete un poco, para que mañana por la noche lo pases bien en tu fiesta particular.
Ella asintió y Adam se marchó a toda prisa.
Seis horas más tarde, la enfermera del piso, al entrar en el cuarto de Susan con medicinas, comprobó que la muchacha había muerto, víctima de una hemorragia interna, durante la noche, mientras dormía.
—El doctor Longwood quiere que se discuta el caso Garland en la próxima reunión del Comité de la Muerte —dijo.
—No me parece justo —comentó Adam.
Estaban sentados, con Spurgeon Robinson, en una mesa junto a la pared. Adam trataba de comer el terrible cocido que servía el hospital todos los sábados. Spurgeon comía el suyo con apatía, mientras Meomartino lo consumía vorazmente. ¿Quién habrá inventado eso de que los ricos tienen el estómago delicado?, se preguntaba Adam.
—¿Y por qué?
—Pues porque los trasplantes de riñón están empezando ahora y son experimentales. ¿Cómo vamos a echar la culpa a nadie de una muerte así, en un tipo de operaciones sobre el que aún tenemos tan poco control?
—Estas operaciones ya no son experimentales —dijo Meomartino, tranquilo secándose la boca—. Están siendo realizadas en hospitales en el país entero, y con éxito. Si nos empeñamos en hacer una operación clínicamente no tenemos más remedio que asumir la responsabilidad.
A él le era fácil hablar así, se dijo Adam; el único papel de Meomartino en este caso había consistido en extraer el riñón al cadáver.
—¿Tenía buen aspecto cuando la viste anoche? —preguntó Spurgeon Robinson.
Adam asintió y miró hoscamente al interno. Luego se obligó a sí mismo a calmarse. Spurgeon, al contrario que Meomartino no tenía complejos que lidiar.
—No creo que el doctor Longwood debiera presidir esta vez —dijo Robinson—; no está bien de salud y preside las Reuniones de Mortalidad como si fueran la inquisición, y él Torquemada.
Meomartino sonrió.
—Su salud no tiene absolutamente nada que ver con esto. El viejo siempre ha dirigido las reuniones de la misma manera.
En ellas era fácil acabar para siempre con las esperanzas profesionales de cualquiera, pensó Adam. Dejó el tenedor y echó hacia atrás la silla.
—Dime una cosa —dijo a Meomartino, sintiéndose con ganas de pelea—: tú eres el único de este servicio que cuando hablas del doctor Longwood le llamas el viejo. ¿No te parece poco respetuoso?
Meomartino sonrió.
—Al contrario; lo que pasa, sencillamente, es que me parece una expresión de afecto —respondió sin alzar la voz.
Y siguió comiendo con el mismo entusiasmo de antes.
Más allá de la plataforma de carga y descarga del almacén contiguo, un vagabundo - entrevisto oscuramente como mera forma, bulto, fantasma, su padre- apuraba las últimas gotas de una botella y luego la tiraba al vacío, contra él, que corría, agitando ahora los brazos, perseguido por un dolor de espaldas y el sonido cortante del cristal roto. Dio la vuelta a la esquina. Hacia la parte más oscura, la cara oculta de la Luna. Más allá de las casas negras del suburbio vacío del otro lado de la calle misericordiosamente dormido.
Más allá del coche aparcado, donde las formas entrelazadas no interrumpieron su ritmo, aunque la chica miró, a través del cristal, por encima del hombro de su amante, a la forma espectral que corría calle adelante. Más allá de la calleja, el ruido de sus pies asustó a algo que estaba vivo y era pequeño, garras que rasgaron la tierra apisonada al pasar él corriendo hacia el túnel. Dio la vuelta a la esquina. De nuevo las farolas. Los pulmones le quemaban, incapaces de respirar, la cabeza echada hacia atrás, el dolor cortante del pecho, esforzándose por romper la cinta aunque nadie gritaba a su lado... Llegó Maxie’s, se detuvo y vaciló.
Santo Dios.
Apuró aire, tragó aire, sabía que iba a encontrarse mal, eructó sonoramente y luego se dijo que no.
Se sentía húmedo en los sobacos y entre las piernas. Su rostro estaba húmedo. Idiota. Jadeando, se apoyó contra la ventana de Maxie’s, que crujió peligrosamente; y se inclinó sobre ella hasta que las nalgas se apoyaron sobre el alfeizar de madera pintada de rojo en que descansaba el cristal.
El alfeizar le escocía. Al diablo todo, la ropa blanca estaba ya sucia.
Echó hacia atrás la cabeza y miró al cielo sin estrellas.
No tenían derecho a rezarme a mí, se dijo. ¿Por qué no te piden promesas a ti?
Dejó caer unos pocos grados la trayectoria de sus ojos y sintió la presencia del edificio, sólo un poco más bajo que el cielo; vio el viejo ladrillo rojo oscurecido por la suciedad y el humo de la ciudad de que vivía rodeado, y percibió la estúpida paciencia de la fachada llena de cicatrices.
Recordó la primera vez que había visto el hospital, apenas hacía unos meses, y, sin embargo, eran ya miles de años.
Aquella noche, antes de salir del hospital, Adam se acordó del ramillete de rosas.
—¿Flores? Sí, llegaron, doctor Silverstone —dijo la enfermera—. Las mandé llevar a casa de los Garland. Es lo que solemos hacer.
Que te diviertas, chata... Por lo menos podríamos haberles evitado eso, pensó.
—¿Hicimos bien, doctor?
—Sí, sí.
Subió al cuartito del sexto piso y se sentó a fumar cuatro cigarrillos, seguidos sin el menor entusiasmo. Se puso a morderse las uñas lo que le sorprendió cuando se dio cuenta de lo que hacía, porque era una costumbre que él creía haber abandonado hacía tiempo.
Pensó en su padre, de quien no sabía nada desde hacía algún tiempo. Iba ya a telefonearle a Pittsburgh, pero decidió, con alivio, dejarle en paz.
Al cabo de largo rato salió del cuarto y bajó las escaleras. Al salir a la calle, vio que Maxie’s estaba cerrado y a oscuras. Las farolas, como balas luminosas, abrían un camino de luz por entre la oscuridad, interrumpido algo más allá, donde los niños habrían roto a pedradas la bombilla.
Se puso a andar.
Luego comenzó a correr.
Al llegar a la esquina, sintió que la acera de cemento le raspaba los pies. Dio la vuelta a la esquina.
En la avenida, empezó a correr más de prisa.
Un coche pasó ruidosamente junto a él; chilló el claxon, y una mujer gritó algo y rió. Adam sintió en el pecho una leve sensación y corrió más y más, a pesar del dolor que notaba en el costado derecho.
Dio la vuelta a la esquina.
Pasó por el patio de las ambulancias. Vacío. La verdosa sombra metálica de la gran luz que iluminaba la entrada vacilaba a la brisa nocturna, telegrafiando sombras móviles a todo lo largo del patio.
EL VERANO
ADAM SILVERSTONE
Las estrellas se habían ido escondiendo lentamente en el cielo blanquecino. Cuando el asmático camión salió del portazgo de Massachusetts marchando roncamente por los desiertos suburbios la larga hilera de farolas callejeras que bordeaba el río relucieron dos veces para hundirse luego en la oscuridad. El día se acercaba caluroso, pero la pérdida de la hilera de luces daba un frescor engañoso y triste al amanecer.
Adam miró por el polvoriento parabrisas. Boston se iba acercando a él, y pensaba que aquella era la ciudad que había forjado a su padre, rompiéndole y pisoteándole luego en el polvo.
Eso a mí no me lo harás, les dijo a los edificios que pasaban a su lado, al cielo, al río.
—Pues no parece una ciudad muy dura —dijo.
El conductor del camión le miró con sorpresa. La conversación de ambos había ido desenmarañándose en zigzag y terminando en un silencio fatigado de trece kilómetros, entre Hartford y Worcester, como consecuencia de un desacuerdo tenso, breve, sobre la Sociedad John Birch
[3]
. Ahora, el otro le dijo algo poco claro, cuyo significado se perdió a causa del persistente ronquido del motor del camión.
Adam movió la cabeza.
—Dispense, no le oí bien.
—¿Pues qué le pasa? ¿Está sordo?
—Un poco, pero sólo del oído izquierdo.
El otro frunció el ceño, husmeando sorna.