Ahora, en el retrete de caballeros de la casa de comidas, metió de nuevo sus cosas de aseo en la maleta, y, como una torpona ave acuática, levantando primero una pierna y luego la otra a modo de precaución contra el repulsivo peligro del sucio suelo, fue quitándose los pantalones de algodón y la camisa azul de faena. La camisa y el traje que sacó de la maleta estaban algo arrugados, pero presentables. La corbata ya no tenía tan buen aspecto como dieciocho meses antes, cuando todavía era seminueva, comprada de segunda mano a un estudiante de tercer curso que se entrampaba jugando al póquer. Los zapatos oscuros con que sustituyó los de gimnasia que llevaba puestos conservaban aún cierto brillo.
Al salir de nuevo al comedor, se dio cuenta que la vaca de detrás del mostrador le miraba como preguntándose si no se habrían visto antes.
Fuera, hacia más sol. Un taxi zumbaba una suave canción mecánica junto a la cuneta; el taxista, perdido en la contemplación de un boleto de apuestas de las carreras de caballos, soñaba el eterno sueño de la riqueza inesperada. Adam le preguntó si el Hospital General del condado de Suffolk estaba muy lejos.
—¿El hospital del condado? Desde luego.
—¿Cómo se puede ir hasta allí? El taxista le sonrió:
—A patita y andando. Cruzando la ciudad entera. Es demasiado temprano para los autobuses y no hay ninguna boca del Metro cerca.
Dejó a un lado el boleto, seguro de contar con un cliente.
¿Cuánto tendría en la cartera? Desde luego, menos de diez dólares. Ocho, nueve. Y faltaba un mes para cobrar el sueldo.
—¿Me lleva por un dólar?
Una mirada de asco.
Recogió la maleta y fue calle abajo, llegando hasta BENJ. MORETTI E HIJOS, HORTALIZAS. Entonces el taxi pasó junto a él y se detuvo.
—Siéntese atrás —dijo el taxista—, es mi trayecto habitual. Si me para alguien, usted se baja. Por un dólar.
Subió, agradecido. El taxi iba por las calles a poca velocidad, y Adam, asomado a la ventana abierta, se imaginaba la clase de hospital que le esperaba. Las calles eran viejas y tristes, flanqueadas por casas de pisos miserables, con escalones rotos y cubos de basura desbordantes, vecindario de gente pobre, apiñada en un derroche de pobreza. Sería un hospital cuyos bancos clínicos se llenaban todas las mañanas de enfermos y tullidos, víctimas de una de las trampas que la sociedad se ha tendido a sí misma.
—Es duro —dijo silenciosamente a las víctimas que dormían detrás de las ventanas ciegas, mientras el taxi seguía su camino—. Pero para mi bien; un hospital donde quizás aprender‚ algo de cirugía.
El complejo del hospital se levantaba como un monolito en la mariana perlina, con grandes farolas de aparcamiento aún encendidas y amarillas en torno a la plaza desierta del patio de ambulancias.
La entrada interior era sombría y anticuada. Un viejo de mejillas arrugadas y fofas y pelo absurdamente negro estaba sentado en la portería. Adam miró la carta que había recibido del administrador cuatro semanas antes, y luego preguntó por el encargado del servicio quirúrgico, doctor Meomartino.
—Ah, italianos —pensó—; estamos por todas partes.
El otro consultó una lista.
—Cuarto servicio quirúrgico. A lo mejor está dormido —dijo, dubitativo—. ¿Quiere que le llame?
—No, por Dios.
Le dio las gracias y salió. Al otro lado de la calle una luz relucía aún a la entrada de una cafetería, y Adam fue hacia allá. En el mostrador, un hombre pequeño y oscuro añadía agua a la fuente del café; pero la puerta estaba cerrada y el hombrecillo ni miró siquiera cuando Adam la golpeó. Volvió al hospital y preguntó al hombre del pelo teñido por dónde se iba al cuarto servicio quirúrgico.
—Baje por este pasillo, todo derecho, más allá de la clínica de urgencia, y luego suba al piso siguiente. Cuadra de Quincy. No tiene pérdida.
Al acercarse a la clínica de urgencia se le pasó por la imaginación la idea de ofrecer sus servicios. Menos mal que la desechó sin más, antes incluso de entrar en la gran sala y no ver en ella un solo paciente. Un interno, en una silla, leía. Una enfermera estaba sentada en el otro extremo del cuarto, haciendo calceta, medio dormida. En una litera, en la esquina, yacía un ayudante dormido como un oso, con la boca ligeramente abierta.
Subió al piso de arriba, hacia la cuadra de Quincy, pasando por las salas silenciosas.
Sólo vio a un interno rubio y delgaducho, cuyo cuello abierto caía contra la barbilla cubierta de acné como bandera en día sin viento.
Excepto por las luces nocturnas, la cuadra estaba a oscuras. Los pacientes yacían en hileras, algunos como bultos, pero otros inquietos, y poseídos, en el sueño, por los diablos.
«Habéis sido llamado, ¡Oh, Sueño!, el amigo del dolor, pero sólo los felices os han llamado así. Southey
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», dijo la computadora.
De una de las camas le llegó el ruido de una mujer que lloraba. Se detuvo.
—¿Qué le pasa? —preguntó, con suavidad, al rostro escondido.
—Tengo mucho miedo.
—No hay ningún motivo.
«Sal de aquí —se dijo a sí mismo, furioso— a lo mejor hay motivos sobrados».
—¿Quién es usted?
—Soy médico.
La mujer inclinó la cabeza.
—También Jesús lo era.
Esto le dio la oportunidad de alejarse.
En el cuarto de las enfermeras dio con una veterana acostumbrada a ver médicos nuevos. Le dio café y panecillos frescos y duros y mantequilla de la cocina de la cuadra, todo ello deliciosamente gratis.
—Todo lo que quiera, doctor; este condado es rico. Me llamo Rhoda Novak —de pronto se echó a reír, y añadió—: Pues tiene suerte de que esta noche no estuviese de servicio Helen Fultz; ésa no da ni los buenos días.
Se fue antes de que Adam terminase de comer los panecillos. Quería otro más, pero se sintió agradecido por lo que se le había dado. Un hombrón con ropa de sala de operaciones entró en el cuarto y suspiró al taponar una silla con su enorme trasero. Por debajo del gorro quirúrgico le salía el pelo rojizo, y a pesar de su tamaño tenía el rostro suave y sin formar, como de niño. Saludó a Adam con un movimiento de cabeza, e iba a acercarse a la cafetera cuando sonó el aparatito de avisos que llevaba en la solapa.
—¡Ah! —exclamó.
Se dirigió hacia el teléfono y llamó, dijo unas pocas palabras y salió corriendo.
Adam dejó los posos del café y fue detrás del hombrón de verde, bajando por una laberíntica serie de pasillos, hasta llegar a la zona quirúrgica.
En el hospital de Georgia la cirugía era limpia, brillantemente luminosa, libre de obstáculos. Esta luz era, en el mejor de los casos, incierta. Los pasillos parecían depósitos de muebles sobrantes, como camillas, estanterías y piezas sueltas de maquinaria; durante las horas de mayor actividad probablemente ponían también aquí a los pacientes antes y después de la operación. Las puertas de las salas de operaciones estaban gastadísimas a ambos lados, donde habían chocado y raspado los bordes de innumerables camas, dejando al descubierto capa tras capa de madera terciada, como calculadoras de tiempo o anillos arbóreos.
Había una escalera y Adam subió por ella, hasta el observatorio anatómico, que estaba a oscuras y empapado de un jadeo extraño y sonoro. Era el jadeo del aparato intercomunicador, que había sido conectado y dejado demasiado alto. Incapaz de dar con la luz, Adam fue tanteando hasta un asiento de primera fila, donde se dejó caer. A través del cristal veía al hombre echado en la mesa, como de cuarenta años, casi calvo y con aire de animal arrinconado, y evidentemente dolorido, que miraba a la enfermera preparar los instrumentos. Tenía los ojos como empañados: probablemente había recibido un calmante antes de venir aquí, sin duda escopolamina.
Pocos minutos después, entró, limpio y enguantado, el hombrón que había estado tomando café en la cocina.
—Doctor —dijo la enfermera.
El gordo asintió sin interés y comenzó a anestesiar. Sus dedos como salchichas juguetearon con el brazo izquierdo hasta encontrar sin la menor dificultad la vena antecubital sirviéndose entonces del catéter intravenoso. Luego enrolló el otro brazo con una correa y comenzó a tomar la tensión.
—Con esto sí que no contábamos —dijo la enfermera.
—Y podíamos haber prescindido de él perfectamente —dijo el gordo.
Administró el relajador muscular con una dosis de pentotal, luego entubó la tráquea del paciente y pasó la tarea de respirar de éste a un ventilador.
Entró el interno, el sujeto delgado y alto que Adam había visto ya. Ni el anestesista ni la enfermera parecieron darse cuenta de su presencia. Comenzó a preparar el abdomen, limpiándolo con antisépticos. Adam observaba con interés, deseoso de ver cómo se hacían las cosas. Parecía que el interno ponía en práctica una solución sencilla. En el hospital de Georgia tenían que lavar primero con éter, luego con alcohol, y después, por tercera vez, con betadina.
—Ya habrá notado usted lo bien que está afeitado, Mr. Peterson —dijo el interno—. A su lado, el culo de un niño es una selva virgen.
—Richard, ya sé que eres buen barbero —dijo el gordo.
El llamado Richard terminó de lavar el vientre y comenzó a cubrir al paciente con telas esterilizadas, dejando al descubierto nueve decímetros cuadrados de carne, enmarcados en un campo de tela.
Entró un extraño. Meomartino, el encargado del servicio de cirugía, supuso Adam, pero no estaba seguro, del todo, porque nadie le había saludado. Era un hombre corpulento, con la nariz aquilina, y una antigua cicatriz, casi invisible, en la mejilla. Bostezó y se estiró, con un súbito escalofrío.
—Estaba teniendo unos sueños maravillosos —dijo—. ¿Qué tal va la úlcera perforada?
¿Sangra el paciente?
—Creo que no —respondió el gordo—. Los latidos cardíacos son noventa y seis, y la respiración, treinta.
—¿Y la tensión?
—Máxima once y mínima diez.
—Pues vamos. Te apuesto a que es como una quemadura de cigarrillo.
Adam le vio coger el bisturí que le tendía la enfermera y hacer acertadamente la incisión paramedial, cortando a propósito la carne de modo que se formasen dos labios donde antes había habido un vientre fofo. Meomartino cortó la piel y el tejido subcutáneo graso y amarillo. Adam vio con interés que al interno le habían enseñado a contener la hemorragia con esponjas en lugar de pinzas, usando al mismo tiempo la presión de la esponja para ampliar el margen de la herida, de modo que se pusiese al descubierto el reluciente envoltorio gris de la aponeurosis.
«Esto está muy bien» —pensó—; nunca se le había ocurrido a él hacerlo de esta manera. Por primera vez sintió una punzada de felicidad. Aquí hay cosas que aprender.
Meomartino había hecho la incisión lenta y cuidadosamente pero ahora cortó la aponeurosis rápida y limpiamente. Hacerlo así, de un solo golpe, sin cortar el músculo recto que está justo debajo, significa que este hombre tiene que haberlo hecho bien muchas veces; esto Adam lo veía perfectamente. Durante un estúpido momento se permitió sentir cierto resentimiento por la facilidad y pericia de aquel detalle. Casi se puso en pie para ver mejor, pero el animal del interno movía la cabeza y los hombros entre él y el campo operatorio, reduciéndole la zona de visibilidad.
Se retrepó en el asiento y cerró los ojos en la oscuridad. Veía mentalmente lo que estaría haciendo ahora el cirujano: levantaría la aponeurosis y la inclinaría con el borde cortante del bisturí, apartándola luego con el borde romo, de manera que quedase al descubierto la intersección media del recto. Luego levantaría el músculo y efectuaría una retracción lateral para dirigirlo por el peritoneo y penetrar en la cavidad abdominal.
En la cavidad abdominal. Para una persona como él, que quería dedicarse a la cirugía general, donde se presentan tantos casos abdominales, ésa era la frase clave.
—Bueno, ahora es tu turno, Richard, ahí lo tienes —dijo el cirujano un momento después.
«Su voz era grave, y su inglés, un poco demasiado preciso» —pensó Adam—, como un segundo lenguaje, aprendido.
—Tiene que ser precisamente a través de la pared anterior del duodeno, ¿qué hacemos ahora?
—¿Dar puntadas?
—¿Y después?
—¿Vagotomía?
—Richard, hijo, por Dios, no acabo de creerlo. Ser tan joven y tan brillante y tener casi razón, hijo mío. Una vagotomía y un procedimiento de drenaje. Entonces sí que se curaría como Dios manda. Vamos, una pica en Flandes.
Después de este diálogo trabajaron en silencio y Adam sonreía a sus espaldas, en la oscuridad sintiendo como suyo propio el disgusto del interno, igual que él mismo lo había sentido tantas veces en situaciones parecidas. Hacía calor en el anfiteatro, que era del color de una matriz. Se adormiló y tuvo de nuevo una vieja pesadilla: dos hornos que había tenido que alimentar de combustible durante sus veladas de primer curso, hasta acabar odiando aquellas bocas sonrosadas y abiertas, siempre hambrientas de más y más carbón, más del que él podía darles de un solo golpe.
Sentado en el oscuro anfiteatro, gimió entre sueños; luego, se despertó sobresaltado, sintiéndose rígido y desgraciado, momentáneamente inseguro de por qué había cambiado tanto su estado de ánimo. Y de pronto recordó, se relamió los labios y sonrió; era aquella condenada pesadilla. Hacía mucho tiempo que no la tenía. Debíase, sin duda, al hospital nuevo, a la situación insólita en que se encontraba.
Más abajo, a sus pies, el equipo quirúrgico seguía trabajando.
—Ayúdame a cerrar el vientre, Richard —dijo el residente principal—. Yo hago las suturas y tú los ligamentos. A ver si queda como a mí me gusta, bien tirante.
—Se lo voy a dejar tan tirante como el de su primer amor —dijo Richard, hablando a Meomartino, pero mirando a la enfermera, que no dio muestras de haber oído.
—Más tirante todavía, doctor —dijo Meomartino.
Cuando, por fin, asintió, satisfecho, y se apartó de la mesa de operaciones, Adam corrió escaleras abajo, para cogerle antes de que saliese de allí.
—Doctor Meomartino.
El encargado del servicio quirúrgico se detuvo. Era más bajo de lo que le había parecido a vista de pájaro. «Debiera de haber sido hijo de mi madre», pensó Adam, ilógicamente, al acercarse a él. Pero no era italiano, decidió; quizás español. Color de aceituna, ojos oscuros, piel atezada a pesar de la palidez, habitual en los hospitales, el pelo, bajo el gorro quirúrgico, oscuro de humedad, pero casi completamente gris. «Este individuo es más viejo que yo», pensó.