—No, a Calvin J. Priest, presidente de la compañía de seguros «American Eagle». Spur, guapo, ¡es de color!
Esto era absurdo.
—Tienes que haber visto mal, mamá. A lo mejor, lo que pasa es que es blanco, pero oscuro.
—Te digo, Spur, que es tan negro como tú. Y si Calvin J. Priest puede llegar a ser tan importante, nada menos que presidente de la compañía de seguros «American Eagle» ¿por qué no va a poder también subir Spurgeon Robinson? Hijo, hijo, vamos a acabar viendo la tierra de la miel y la leche, te lo prometo.
—Te creo, mamá.
El vehículo que les llevó a la tierra prometida fue, naturalmente, el tío Calvin.
Cuando llegó a ser hombre, Spurgeon ya conocía a Calvin Priest, cómo había sido después, y también antes de entrar en sus vidas. Esto se debía a que Calvin era un hombre muy comunicativo, que usaba la voz para establecer contacto con la gente, acercándose a Roe-Ellen y a su hijo con palabras que eran como manos. Los pedazos dispersos de su vida fueron siendo recogidos y juntados por Spurgeon a lo largo de mucho tiempo, en el transcurso de muchas conversaciones, después de escuchar sus constantes recuerdos e historias inconexas, hasta que, por fin, comenzó a emerger la verdadera historia de aquel hombre, su padrastro.
Había nacido el 3 de septiembre de 1907, en medio de una tormenta tropical, en la ciudad rural de Justin, Estado de Georgia, tierra de melocotones. La inicial media de su nombre era abreviatura de Justin el apellido del fundador de la comunidad, en cuya casa había sido esclava y criada la abuela materna de Calvin, Sarah.
El último superviviente de la familia Justin, Osborne Justin (fiscal, secretario del Ayuntamiento, bromista inveterado y heredero, encima, de una serie de funciones y deberes tradicionales), había ofrecido a la vieja Sarah diez dólares a condición de que su hija llamase a su hijo Judas, pero la vieja era demasiado orgullosa y demasiado lista para aceptar. Lo que hizo fue dar al niño el nombre de la familia del hombre blanco, a pesar de que, según la leyenda local, sus relaciones en los días de su juventud habían sido algo más íntimas de lo que es normal entre la esclava joven y el hijo del amo, o quizá fuera por eso por lo que lo hizo.
Además ella sabía perfectamente que la tradición exigía que, en cualquier caso, el viejo blanco hiciera un regalo al niño como reconocimiento a aquella deferencia por su apellido.
Calvin creció y se educó como un negro campesino. Mientras vivió en Georgia la gente siempre le llamó haciendo énfasis en el segundo nombre: Calvin Justin Priest, y quizá fuera este vínculo con la clase alta y agüero de grandezas futuras lo que le permitió recibir una educación más extensa. Era religioso y le gustaba el ambiente dramático de las plegarias en común, hasta el punto de que durante mucho tiempo pensó en hacerse predicador. Su niñez fue feliz, a pesar de que sus padres murieron en la epidemia de gripe que, procedente de las ciudades, barrió el campo, tardía pero implacablemente, en 1919. Tres años más tarde, Sarah comprendió que, aunque Dios le había concedido una vida larga y rica en experiencias, el fin se acercaba. Dictó una carta al joven Calvin, que la transcribió con dificultad y la envió a Chicago, el lugar de las oportunidades y la libertad. En ella, la vieja ofrecía el dinero de su entierro, ciento setenta dólares, a unos antiguos vecinos apellidados Haskins si accedían a tener al nieto en su casa y tratarle como a un hijo. Estaba segura de que Osborne Justin correría con los gastos de su entierro: era una última oportunidad de gastarle una buena broma a sus propias expensas.
La respuesta llegó en forma de una tarjeta postal barata en la que alguien había escrito a lápiz:
ENBIA AL CHICO
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Cuando volvió a Georgia, Calvin ya era todo un hombre.
Moses Haskins resultó ser un matón repulsivo, que pegaba a Calvin y a sus propios hijos con periódica imparcialidad por lo que el chico se escapó de la casa antes de un año de vivir con los Haskins. Se dedicó a vender el Chicago American y a limpiar zapatos; luego, atribuyéndose más edad de la que realmente tenía entró a trabajar en una casa de envase de carne. El trabajó era durísimo (¿quién hubiera pensado que los animales muertos pesaban tanto?), y al principio se dijo que no aguantaría mucho tiempo allí, pero su cuerpo fue fortaleciéndose, y, además, el sueldo era bueno. A pesar de todo, dos años más tarde, cuando se le presentó la oportunidad de trabajar de peón en un circo o carnaval itinerante, aunque por menos dinero, la aprovechó con entusiasmo. Viajó por el país con el espectáculo, absorbiéndolo todo: la gloria, las alturas y los valles remotos, las distintas clases de gente.
Hizo un poco de todo, generalmente trabajos que requerían una espalda robusta, como empaquetar la carpa del circo, subir y bajar las tiendas de campaña, alimentar y abrevar a los desgraciados animales: unos pocos gatos sarnosos, unos cuantos monos, una jauría de perros amaestrados, un oso viejo, y un águila con las alas recortadas y encadenada a una percha, con las plumas blancas de la cola colgando lacias. El águila acabó sus días en Chillicothe, Estado de Ohio.
Cuando Calvin llevaba ya diez meses en el circo, este carnaval puso proa al Sur. El día que llegaron a Atlanta ayudó a levantar las tiendas y luego dijo al capataz que tenía que ausentarse por unos días. Cogió un autobús y no bajó de él hasta que llegaron a Justin.
Sarah había muerto varios años antes, y Calvin ya la había llorado, pero quería ver donde estaba enterrada. No consiguió localizar la tumba, y cuando aquella noche fue a ver al predicador el viejo estaba de mal humor porque se había pasado el día entero cosechando melocotones, pero acabó cogiendo una linterna y yendo con Calvin a buscar la tumba, que era pequeña, no tenía nombre alguno y estaba en el rincón de los pobres.
Al día siguiente, Calvin contrató a un hombre para que le ayudase. No había sitio libre junto a la tumba de su madre, pero sí un poco más allá, y allí fue donde llevaron a la abuela.
La caja en que estaba enterrada se deshizo al levantarla, pero, así y todo, no estaba tan mal después de dos años de coexistir con la húmeda y roja arcilla. Aquella tarde Calvin oyó al predicador espetar sus bellas frases bíblicas contra el cielo oscuro. En algún lugar, muy arriba, un pájaro revoloteaba orgullosamente. «Un águila», se dijo Calvin; pero era completamente distinta del ave cautiva del circo, ya muerta. Ésta se movía libremente por el aire, que era suyo, y, observándola, Calvin se echó a llorar. Se dio cuenta de que, al relegar a la vieja negra a su tumba de pobres, Osborne Justin, fiscal secretario del Ayuntamiento, bromista inveterado y heredero de ciertos cometidos tradicionales, había sido el último en reír. Calvin dejó dinero al predicador para pagar la lápida y volvió a coger el autobús, reintegrándose al circo. A partir de entonces se llamó sencillamente Calvin J. Priest.
Cuando la economía americana se vino abajo
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, Calvin tenía veintidós años. Había visto el país entero, las ciudades gigantescas y las pequeñas villas campesinas, y llegado a la conclusión de que lo amaba apasionadamente. Sabía que era un país que realmente no le pertenecía a él, pero sus mil setecientos dólares sí que le pertenecían, y los tenía muy bien guardaditos en el calcetín marrón.
La Bolsa se derrumbó cuando el circo ambulante comenzaba su gira por el Sur, y a medida que iban a la quiebra empresas y compañías la profundidad de la depresión saltaba a la vista incluso en el hecho de que a cada función acudía menos público, hasta que, en Memphis, Estado de Tennessee, el espectáculo no tuvo más que once espectadores, y fue también a la quiebra.
Calvin se consiguió una habitación en dicha ciudad y pasó el otoño tratando de pensar qué haría. Al principio se limitó a vagabundear. Había sido un verano seco, y él pasaba los días pescando con un tenedor y un saco de arpillera, arte que le había enseñado un gañán de Missouri. Iba al lecho seco del río y abría la corteza de barro agrietado hasta llegar al fondo húmedo y fangoso, donde como joyas cebadas, se refugiaban los bagres hasta la llegada de las lluvias invernales. Los cosechaba como si fueran patatas y volvía a casa con el saco lleno de bagres, ayudaba a su patrona a despellejarlos y limpiarlos y toda la pensión cantaba hosannas a su pericia con la caña y el anzuelo. Por la noche yacía en la cama y leía en los periódicos noticias de hombres blancos que habían sido millonarios y ahora se tiraban por las ventanas de los rascacielos, mientras él se llevaba la mano al bolsillo y acariciaba su dinero, como un hombre se toca el sexo distraídamente, mientras pensaba si le convendría o no ir al Norte.
La patrona tenía una hija alocada llamada Lena, de ojos como charcos blancos en el rostro oscuro y el pelo estirado
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y la boca caliente; Lena jugaba con su cuerpo, y una noche se acostó con la chica en el cuarto, tratando de hacer el amor sobre el colchón donde tenía escondido el dinero, pero el ruido de alguien que lloraba les distraía.
Calvin preguntó a la chica quién lloraba y ella le dijo que su madre.
Cuando le preguntó por qué, Lena le explicó que el Banco donde su madre tenía el dinero del entierro acababa de quebrar, y ahora la pobre mujer derramaba lágrimas por el funeral que ya no iba a tener.
Cuando se fue la chica, Calvin se puso a pensar en la vieja Sarah y en el dinero del entierro que solía llevar cogido con alfileres a la ropa interior. Se acordó de la miserable tumba de Justin, en Georgia.
A la mañana siguiente fue a dar una vuelta por Memphis. Luego, después de comer, salió de la ciudad y cruzó los suburbios hasta llegar a campo abierto. Después de cinco días de búsqueda se decidió por dos acres de tierra pobre, entre un bosquecillo de pinos y la orilla de un río cubierta de maleza. Le costaron seis billetes de cien dólares y le temblaban las manos al pagar el dinero y recoger el título de propiedad, pero nada hubiera podido detener sus planes, porque lo había pensado muy bien y sabía que era una cosa que tenía que hacer, fuera como fuese.
Le costó otros veintiún dólares con cincuenta centavos aprestar un gran letrero en blanco y negro, que decía:
CEMENTERIO SOMBRAFLOR.
Sacó el nombre del Libro de Job que había sido el favorito de Sarah.
Brota como una flor y se marchita;
huye como una sombra sin pararse.
Encontró a su patrona en la cocina de la pensión, hirviendo un gran puchero lleno de ropa, con los ojos rojos y lagrimeando entre el vapor de lejía, había una jarra de leche cremosa. Calvin se sentó y bebió tres vasos sin decir nada luego puso una moneda de níquel sobre la mesa para pagarlos y comenzó a hablar. Le habló de los planes que tenía sobre «Sombraflor», las preciosas tumbas, más espaciosas que las de los blancos, los pájaros canoros entre los pinos, e incluso los enormes peces que había en el río, aunque no los había visto, pero daba por supuesto que tendría que haberlos.
—No sigas, muchacho —dijo ella—, mi dinero del entierro ha desaparecido.
—Tiene que tener algo de dinero, tiene usted pupilos.
—Eso no es dinero que pueda gastarse así como así, ni siquiera para mi entierro.
—Bueno, veamos —dijo él, tocando la moneda que había dejado caer sobre la mesa—, tiene usted esto.
—¿Una moneda de níquel? ¿Vas a darme una tumba por una moneda de níquel?
—Le diré —respondió— usted va y me da una moneda de níquel todas y cada una de las semanas de lo que le quede de vida y la tumba es suya.
—Pero, hombre —replicó la mujer—, ¿y si me muero dentro de tres semanas?
—Pues saldría yo perdiendo.
—¿Y si no me muero nunca?
Él sonrió.
—Pues entonces los dos seríamos muy felices, amiga. Pero todo el mundo acaba muriéndose tarde o temprano, ¿no es cierto?
—Pues claro que lo es —respondió ella.
Le vendió tres tumbas, una para cada una de sus hijas.
—¿Tiene amigos que hayan perdido el dinero del entierro con las quiebras de los Bancos?
—Sí que los tengo. ¿Una tumba por una moneda de níquel? Hasta a mí me cuesta creerlo.
—Pues déme sus nombres e iré a verles —dijo Calvin.
Y así fue como comenzó la compañía de seguros «American Eagle».
Spurgeon recordaba el día en que mamá trajo a Calvin a casa. Estaba sentado en el cuarto haciendo los deberes cuando oyó la llave de la cerradura, y se dijo que tendría que ser mamá. Se levantó para ir a saludarla y al abrirse la puerta vio que había también un hombre, no alto, medio calvo, con gafas con montura de plata, ojos oscuros e inquisitivos, que le miraban a la cara, sopesándole, juzgándole, y, evidentemente, aprobándole, porque le sonrió y le cogió la mano, apretándosela con seguridad y firmeza.
—Soy Calvin Priest.
—¿El presidente?
—¿Cómo? Ah, ya —rió él—, sí.
Miró despacio la habitación, observando el techo manchado de humedad, el papel de pared viejo, los muebles rotos y baratos.
—No puedes seguir viviendo aquí —le dijo a su madre.
A su madre, la voz se le atragantó en la garganta.
—No se haga ideas falsas sobre mí, Mr. Priest —murmuró—. Yo no soy más que una chica de color como tantas otras, ni siquiera soy una verdadera secretaria. Yo lo que he sido casi toda mi vida es camarera.
—Eres una señora —dijo él.
Siempre que Roe-Ellen contaba esto, una y otra y otra y otra vez, durante el resto de su vida, aseguraba y requeteaseguraba que lo que había dicho era: «Eres mi dama», como Don Quijote a Dulcinea.
Ni Spurgeon ni Calvin se molestaban en contradecirla.
A la semana siguiente ya les había instalado en el apartamento de Riverdale. Su madre tuvo que haberle contado a Calvin muchas cosas sobre ellos. Cuando llegaron vieron sobre la mesa del comedor una botella de champaña en una cubeta llena de hielo, y al lado un plato con miel.
—¿De modo que por fin triunfamos, mamá? —preguntó Spurgeon.
Roe-Ellen no le supo contestar, pero Calvin le acarició la lanosa cabeza.
—Cruzaste el río, compadre —dijo.
Se casaron una semana después y se fueron a pasar un mes de luna de miel en las Islas Vírgenes. Una mujer gorda y alegre llamada Bessie McCoy se quedó con Spurgeon. Se pasaba el día entero haciendo crucigramas, y guisaba grandes banquetes, y le dejaba en paz cuando le preguntaba palabras extrañas que no sabía.
Cuando los recién casados volvieron, Calvin dedicó varias semanas a la tarea de escoger un buen colegio para él, decidiéndose finalmente por el de Horace Mann, colegio liberal preuniversitario que no estaba lejos del apartamento de Riverdale, y después de los exámenes y trámites iniciales Spurgeon fue admitido, lo que fue para él un gran alivio.