Tetrammeron (6 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Relato

Hasta aquí mi historia.

Añadiré que creo que le hicimos un gran favor a Grigori y otro a la verdadera Afrodita. Porque la verdadera Afrodita no existe: es solo espuma, mito, recuerdo, olor del mar que nunca huele por sí mismo, al igual que tampoco existió nunca la verdadera Sophia sino solo la pasión de un hombre y su felicidad al morir. Y si la falsa Afrodita y la falsa Sophia fueron, por un instante, indistinguibles de las reales, que es lo máximo a lo que puede aspirar cualquier fantasía, ¿qué importancia tiene que fueran falsas?

¿Tú qué crees, niña?

¡Ella no esperaba una pregunta! Se queda mirando al señor Formas.

—¿Estabas distraída? —dice este último.

—No… ¡No, qué va! ¡Lo escuchaba!

—Entonces, contesta. ¿Qué crees?

Su expresión no es amenazadora, pero sí insistente, como a veces la de papá. A ella ya se le ha olvidado a qué se refiere la pregunta, así que responde como puede.

—Me… Me dio pena ese señor… Grigori.

—Yo lo hice feliz.

A ella le irrita eso. Tiene más cosas que decirle.

—Usted le mintió. Le engañó. ¡Se burló de él!

—Le di más felicidad que toda la que había sentido durante su vida. —El señor Formas habla con calma, en un tono de fría lógica que ella empieza a odiar.

—Pero se burló de él. Y le hizo daño. En el fondo, eso es lo que usted hace. Daño. También se burló de su amigo el psicólogo, y de Gertrudis y Dobbin… Usted no cree en nada ni en nadie.

Cuando acaba de hablar nota calor en la cara. Los cuatro adultos no parecen impresionados por su coraje. La señora de rojo le ha dado la espalda y sigue fumando. El señor Obispo se contempla las manos sobre la mesa. La señora de blanco permanece de perfil, inmóvil. En cuanto al señor Formas, se encoge de hombros.

—Y eso me hace detestable, ¿no? —Curva los perfectos pelos del mostacho—. Sabía que me odiabas, niña.

Un recuerdo súbito la asalta. Se le antoja que ocurrió hace muchísimo tiempo, en otro siglo. Estaba en clase, sentada en el pupitre, cuando su profesora la llamó y le dijo que su padre vendría a buscarla pronto esa mañana. Papá llegó, en efecto, se la llevó de la mano y durante el viaje en coche le dijo: «Sol, mamá ya no está con nosotros.» Y agregó: «Así es la vida, hija.» O quizá esto lo dijera más tarde, al abrazarla.

Mamá había muerto de cáncer, así era la vida. Papá era rico, y desde que había enviudado varias mujeres iban y venían a su alrededor, así era la vida. La frase de papá martilleaba ahora sus oídos. Así es la vida, ¿quién puede negarlo? Ella ya tiene edad suficiente como para saberlo: nadie, salvo los locos, vive ningún sueño fantástico. Y nadie tiene la culpa, ni su padre ni el señor Formas, ni Grigori ni Dobbin. Nadie ha hecho la vida tal como es, la vida se ha hecho a sí misma.

Pensar eso la tranquiliza. Parpadea varias veces antes de hablar en voz baja.

—No, no estoy de acuerdo con usted, pero no le odio… Y por cierto, el mar sí que huele, lo que pasa es que a usted solo le interesa la tierra —añade mirándolo.

—Esta niña es más inteligente de lo que pensamos —dice el Obispo.

—Sea como sea, que pague. —El señor Formas parece haber perdido su apellido, como si la respuesta de ella lo exasperara de algún modo: da un golpe en la mesa con la mano abierta—. ¿O se ha olvidado ya de que cometió una falta antes, señor Obispo?

—No, señor Formas, no me he olvidado. Lo someto al parecer de todos.

—Pobrecita, no abusemos —dice la señora de rojo—. Que sirva el vino, tan solo.

—No, no solo eso, señora… —El señor Formas pronuncia de nuevo aquel nombre francés. Soledad decide llamarla «señora Lefó», como suena. El señor Formas alza un dedo antes de añadir—: Que sirva el vino… y que se quite una prenda.

Soledad siente frío en el estómago.

—Decida cuál, señor Formas —pide el Obispo.

—Acércate, niña.

Se le ocurre que todo pasará pronto si se comporta con naturalidad. A fin de cuentas, el señor Formas no está haciendo otra cosa que seguir burlándose, ¿no? Y si ella no le da motivos para reír, sus burlas se agotarán por sí mismas. De modo que camina hacia la mesa y permanece de pie en el espacio entre este y la señora Lefó. Solo las manos traicionan sus nervios, porque aunque las deja caer a los lados del cuerpo, los dedos de la izquierda se agitan luchando contra un pequeño pellejo del pulgar.

Los ojos del señor Formas la rastrean haciendo una mueca. Su faz nunca le ha parecido más falsa a Soledad como ahora, parecida a la de las marionetas. Por algún motivo, eso no le asusta.

—La chaqueta —dice al fin el tipo—. Que se quite la chaqueta.

—Primero servirá el vino. —El Obispo hace un gesto.

La botella pasa por encima de la mesa, de la mano del Obispo a la del señor Formas, de la de este a la de ella. Toca el cristal: muy frío, aunque es como si el líquido que contiene estuviese tibio. Como si apoyara la mano sobre una piel helada y húmeda y percibiera el fluir de la sangre debajo. Decide servir primero a la señora Lefó, luego a la de blanco. Debe pasar por detrás de esta última para alcanzar una región hasta entonces inexplorada, junto al Obispo, y al hacerlo la llama de la vela en esa esquina retiembla. Mientras inclina la botella hacia la copa del Obispo percibe algo por primera vez: la mesa no es negra del todo. En su superficie hay dibujada una circunferencia de color plata que alcanza casi hasta el borde y dentro de ella algo así como dos pequeños animales, dos lagartos o salamandras persiguiéndose mutuamente.

Dios sabe lo que significan, si es que significan algo. Ahora lo que le importa es que por detrás del Obispo ya no hay espacio suficiente para pasar, de modo que rehace el camino hasta el señor Formas, que no ha dejado de mirarla en todo el rato.

—La chaqueta —le recuerda el Obispo recuperando la botella que ella le tiende—. Puedes ponerla junto a la mochila.

Avergonzada, quiere mirar al suelo, pero esto solo al principio. Enseguida decide que es mejor enfrentarse directamente a los ojos del señor Formas. Ya no le atemoriza: piensa, incluso, que es un individuo realmente triste. Sus opiniones son vacías como globos. Descubre que siente tanta pena por él que sus burlas no la alcanzan. Se despoja de ellas igual que de la chaqueta. La manga derecha se vuelve sobre sí misma descubriendo el forro blanco. Ella la coloca en su sitio pero reprime el deseo de doblarla con meticulosidad, como hace en casa. La arroja sobre la mochila tal cual, y el escudo plateado del colegio Valdelosa queda bien visible sobre el bolsillo superior, contrastando con la tela casi negra. Luego se frota los brazos desnudos bajo las mangas cortas de la camisa blanca. Para su alegría, aquella especie de pulso silencioso que ha mantenido con el señor Formas parece haber finalizado, y ella es la clara triunfadora. El señor Formas aparta la vista, no sonríe, hasta da la impresión de que deja de ser importante.

—Y ahora, señora Lefó, su primera historia, por favor —indica el Obispo.

—Con mucho gusto.

La señora Lefó expulsa varias bocanadas de humo hacia el techo. Soledad se desplaza un poco a la izquierda para poder verle la cara. La señora le sonríe y ella la imita. ¡Qué diferencia con el antipático del señor Formas! Una mujer comprensiva y afectuosa, una auténtica dama. Aunque lleva la cara toda cubierta de maquillaje, y pese al peinado de cabellos rojizos y flores amarillas, no deja por eso de parecer más natural que su compañero. Su tono de voz, como su perfume, arrebatan. Algo en sus ademanes resulta exagerado cuando habla, pero también hipnótico. Soledad siente mucha curiosidad por conocer su primer cuento.

—Se titula «La decoración» —dice, y comienza—: Hace años, la triple coincidencia de un robo…

Dentro de la caja de madera repujada de piedras encuentras otra de laca roja veteada de azufre. Tócala. Está caliente pero no quema. No hay llave: su cerradura es un sello de lacre. Para abrirla, debes derretir el lacre con una llama. Hazlo. Ligero humo, ya está. No retrocedas ante ese resplandor de fuego.

LA DECORACIÓN

Hace años, la triple coincidencia de un robo, una vieja amistad y una orgía me permitió contemplar una decoración asombrosa.

El robo fue lo más prosaico de todo, y sin embargo constituyó el suceso político de la década, origen de pavorosos cambios en el orden mundial: me estoy refiriendo a la desaparición de las bragas de Katharina Karsova. En cuanto a la orgía, se trataba de una de esas fiestas a las que suelo acudir. Se celebró en una embajada de París, y recuerdo que andróginos desnudos y bañados en plata tomaban tu tarjeta a la entrada y te guiaban al salón, tú caminando tras ellos reflejándote en sus bruñidas nalgas. Por lo demás, contaba con una decoración nada excepcional, mucho más común que aquella a la que se refiere el título de mi historia, aunque su relación con esta última se hará evidente muy pronto. Si acaso, había uno o dos detalles llamativos que me propongo describir.

Permítanme ahorrarme las lámparas, columnas y mesas transparentes sobre las cuales copas y platos parecían flotar ingrávidos. También pasaré por alto los cortinajes de piel de boa, fríos al tacto, que reptaban cuando los descorrías. Todo eso es conocido. Más original resultaba el reloj de cuco obsceno, una delicada miniatura del siglo
XVII
que, al abrirse, revelaba una diminuta habitación en cuya cama con dosel copulaba una parejita. Merced a una lupa incorporada podías ver hasta el agüíscula microscópica del vaso en la mesilla de noche oscilando con las sacudiditas del lecho, y si aplicabas el oído escuchabas pequeños maullidos de éxtasis.

Los espejos también merecen algunas palabras. Junto a los usuales cóncavos y convexos, los había multiplicadores, que te reflejaban cincuenta veces, de modo que con solo dos personas llenabas todo el salón. Y vampíricos, que te engañaban ocultando tu reflejo. O los llamados «narcisos», que reflejaban a todo el mundo pero con tus facciones y la forma de tu cuerpo, y al mirarme en ellos fui también los camareros que pasaban a mi lado, los invitados, los mayordomos, incluso, ay, dos perros con bozal (desnudos ellos como desnuda me veía yo, con correa y a cuatro patas) propiedad de uno de los invitados que también era yo. O ese otro, aún más extraño, que solo reflejaba a una muchacha que
no
estaba en la fiesta y que bailaba sosteniendo una máscara de cerdo en una mano y una pistola en la otra.

Pero la pecera que adornaba el centro del salón era lo más curioso de todo. Grande como una mansión victoriana, tallada en una sola pieza de cristal esférico de mil aumentos, los peces en su interior semejaban vacas adultas vistos desde fuera. Lo morboso, sin embargo, era que habían sido maquillados y vestidos: ojos alargados por el rímel, boquitas de carmín, aletas dorsales torcidas bajo el peso de collares años veinte, arrastrando en su inagotable natación gasas de tul y faldas de lentejuelas en un decorado
art déco
submarino. A su alrededor nos movíamos los seres humanos, largas lenguas de lamé tornasolado y trajes de esmoquin, yo misma envuelta en una pieza rojo de Gante, guantes tricolor y sombrero de mosquetero con una pluma de faisán africano y un cigarrillo en el extremo de una boquilla de laca escarlata. Bastante usual todo.

(«¿Bastante usual?» Soledad se pregunta a qué clase de fiestas acude la señora Lefó. ¿Ha habido alguna vez una fiesta así?)

Mi cigarrillo, precisamente, me presentó a Katharina Karsova.

Fue un encuentro hermoso y aterrador. Recuerdo que me hallaba frente a otro de los espejos, que aún no les he descrito por no sobrecargar la decoración de mi propio cuento. Era uno que te reflejaba como un animal diferente cada vez, aunque sin duda inspirados en tu verdadera imagen. Al pasar frente a él, me vi convertida en un ave fénix de fuego con alas que espolvoreaban una confitura de ascuas. Y advertí, a espaldas del pájaro fabuloso, una pantera de pelaje carbón con iridiscencias cobalto y ojos esmeralda que se estiraba silenciosa y peligrosa, a punto de atacar.

—¿Me da fuego, por favor?

Al volverme contemplé a una mujer no muy distinta de la pantera: alta, fina, musculosa, cabello azabache corto, pómulos eslavos y ojos verdes. Su vestido era más negro que una noche en el ártico. Sostenía un cigarrillo entre los dedos.

—No faltaría más —dije y le acerqué la boquilla. En el espejo, mi Fénix sopló una llamarada que la pantera tragó de un solo bocado. Me presenté, más para obtener su nombre que para regalarle el mío, y supe así que se llamaba Katharina Karsova y era genuinamente rusa, como su acento. Luego la pantera se escabulló, y no volví a verla hasta un poco más tarde, cuando el primer acto del drama ya había concluido. En aquel momento dejé de pensar en ella. Lo que más me gusta de las fiestas es lo que poseen de vida proyectada aceleradamente: gente que nace y muere a tu alrededor, tú yendo de unas a otras, olvidando a las que marchan, sonriendo a las que vienen. Y un instante después de que la Karsova se esfumara, se materializó una compañera de viejos fastos preguntándome algo que creí no haber escuchado bien.

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