Tetrammeron (9 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Relato

—¿Qué te ha parecido la historia?

¡Esa es una pregunta fácil! La dama revela más sutileza y compasión que el bruto del señor Formas. Para recompensarla, Soledad no responde con un simple adjetivo.

—El señor Lupino obtuvo lo que quería.

Las nubes de tabaco se desperezan como serpientes de humo.

—¿Y qué era lo que quería el señor Lupino?

Esto se le antoja más difícil. ¡Así que la señora Lefó también puede enredarla, si lo desea!

—No… No lo sé. Ver a esa mujer vestida de esa manera, quizá…

Lo gracioso es que, tanto el señor Formas como el Obispo se toman a pecho la pregunta y responden casi a la vez que ella:

—Obediencia —dice el primero.

—Placer —dice el Obispo.

La señora Lefó los ignora: se concentra en Soledad.

—Lo preguntaré de otro modo. ¿Crees que es bueno o malo lo que obtuvo?

—Es bueno —responde ella sin dudarlo, aunque no sabe por qué.

—Bien. —La señora ha encendido otro cigarrillo—. Veamos qué opinas de mi siguiente historia. Se titula «Jennifer Budoski»…

Soledad escucha mientras acaba de servir: al señor Formas y al Obispo, para regresar sobre sus pasos y rellenar la copa de la señora de blanco, a la que había olvidado momentáneamente, porque nunca habla. Luego pone la botella en la mesa y permanece entre las dos damas. Antes tenía frío, ahora siente calor. La camisa de manga corta se pega a su piel sudada.

Pero eso no le impide seguir escuchando.

JENNIFER BUDOSKI

Allí, en Cavennes, hay historias. En todos los pueblos las hay, pero en Cavennes hay tantas y tan fantásticas que cansan a la verdad, la derrotan por agotamiento. Uno acaba creyendo que la verdad y la mentira no existen en Cavennes. Porque, allí lo saben, ambas son solo dos historias más, intercambiables, y cuando pasa el tiempo suficiente, incluso igual de verídicas.

Por eso fui a Cavennes hace dos inviernos y pasé una noche escuchando historias. La mayoría, claro, sobre Lustucru.

—Lustucru era un chaval despierto, señora —me decía uno de mis mejores informadores, un compadre de piel cenicienta surcada de arrugas, gorra gris y ojos pequeños que bebía sorbitos de un vino inacabable—. De esos buenos mozos que ya no quedan, porque la mayoría se marcha ahora a estudiar a la capital. Pero Lustucru era de los de antes, señora, de los de Cavennes, de los que no emigraban porque les gustaba el pueblo y el campo. Todos los vecinos lo comentaban: qué suerte había tenido su familia con él.

Qué suerte, hasta que vio aquella foto arrugada.

Yo me pregunto, señora, quién demonios la dejaría allí, en mitad del camino entre las acequias. Porque era una página arrancada de una revista, de eso está todo el mundo casi seguro, pero quién la dejaría, y por qué.

A mí me lo contaron unos a quienes otros que lo vieron les contaron esto: que un mediodía ciego de sol, cuando Lustucru regresaba de trabajar en el campo, la suerte quiso que hallara esa hoja arrugada y la recogiera, más que nada porque al pobre chaval no le gustaba que nadie tirase porquerías al camino.

—¡Eh, Lustucru! —lo llamaron sus compañeros.

Pero él no respondió y siguió contemplando aquel papel arrugado y oscuro.

—¿Qué es eso, Lustucru? —le decían—. ¿Qué miras?

Y lo vieron guardarse la hoja en el bolsillo y alejarse de ellos tan callado como un estanque en invierno, señora, o como una piedra pequeña.

Al día siguiente, la madre lo comentaba en la plaza. Hablaba con unos y otros, sin saber muy bien a quién acudir.

—¡Y qué bicho le habrá picado a mi Lustucru! Ayer llega del campo, va y se encierra en el cobertizo, no come en todo el día, le llamo y me dice que no tiene hambre, le pregunto si le duele la cabeza y me dice: «Sí, mamá, me duele la cabeza de tanto sol.» ¡Mira que si se nos enferma ahora!

El padre decía lo mismo, por su lado:

—¡Mira que si se nos pone malo el Lustucru!

Y es que era el único varón, y lo necesitaban para que los ayudase en las faenas. Pero los compañeros de Lustucru le dijeron al padre que no, que no estaba malo, que había visto una hoja suelta de revista y estaba obsesionado.

—Mi Lustucru no lee —dijo el padre.

—Pero es que era una foto —le respondieron—. De una chica, seguro. ¡Está enamorado, el Lustucru! —Y se reían a carcajadas.

El buen hombre no necesitó más burlas para comprenderlo todo. Regresó a casa cabizbajo, sin atreverse siquiera a llamar a su hijo, que seguía en el cobertizo.

—¡Tiene dieciséis años el chaval, y apenas ha visto mundo! —Se lamentaba.

—Sí que ha visto —le discutía su mujer—. Podrá tener dieciséis años, pero ya conoce las revistas, ha oído la radio, ha ido al cine. Te digo que a mi Lustucru le pasa algo.

—Le pase lo que le pase, mañana va al campo o le rompo esa foto —zanjó el padre.

—La culpa es de la chica de la foto —terció la hija, la preferida de la familia, una metomentodo pequeña y revoltosa, de vocecilla aflautada—. ¡Se llama «Yenifeboski» y brilla por la noche!

Resulta que la niña había entrado en el cobertizo al anochecer, colándose por un agujero entre las tablas, y se había puesto a espiar a su hermano. Lustucru estaba en calzoncillos sentado en el suelo, mirando la hoja y repitiendo con voz gutural aquel nombre. Ella, que era la reina del universo, empezó a gritarle.

—¡Lustucru, déjame verla! ¡Enséñame a Yenifeboski, Lustucru, o les digo a todos que brilla por la noche!

Lustucru la miró como si no la conociera, repitió una vez más aquel nombre, si es que era eso, y, sin enseñársela, guardó la hoja en el puño y trepó por una escalera hasta la parte más oscura del cobertizo, donde a la niña le daba miedo ir.

—¿Es verdad eso de que brilla de noche? —preguntó el padre.

—¡Sí, sí que brilla! —La niña, al asentir, movía esa larga coleta que a su padre tanto le gustaba—. ¡Brilla como una estrella!

—¡Como una estrella, sí, pero de cine! —les explicó al otro día, con buen humor, don Gaspar, el médico de Cavennes, al que los padres habían llamado para que hablara con Lustucru, un hombrecillo afable y sabio—. Ese es todo el misterio: Lustucru ha encontrado la página de una revista con la foto de una actriz de Hollywood y se ha enamorado. Uno de esos amores imposibles que todos sentimos cuando tenemos su edad. No hay de qué preocuparse, se le irá pasando. Este mundo de hoy día nos tienta cada vez más con visiones falsas y perfectas, y el chico está en la edad de obsesionarse.

Padre, madre e hija lo escuchaban, asombrados ante su sapiencia.

—¿Todo eso se lo ha dicho él? —preguntó el padre.

—No, qué va. Pero los que tenemos ya cierta experiencia sabemos extraer conclusiones, hombre. Al principio, ni siquiera quería dejarme pasar. Yo le decía: «¡Lustucru, abre, que soy yo, don Gaspar!» Y él, nada. Solo repetía aquel nombrajo una y otra vez, hasta que al fin comprendí lo que decía. Sonreí y le dije: «¿Ese es su nombre, Lustucru?
¿Jennifer Budoski?
» No respondió, pero al poco rato me abrió la puerta y allí estaba, algo desaliñado y pálido, pero el mismo Lustucru de siempre. «Se llama así, ¿verdad? —le dije—. Ese es el nombre de la chica de la foto, ¿no?» Y él asintió. «¿Quién es? ¿Una actriz? A mí no me suena, pero ya soy viejo y no conozco ni a la mitad de las famosas de hoy. ¿Es una actriz de Hollywood?» Y volvió a asentir. Entonces, más tranquilo, ganada su confianza, agregué: «Lustucru, hijo, ¿puedo explicarte algo?» Y estuve hablándole media hora. Él me escuchó muy atento. Le dije que no es bueno poner tanta pasión en un sueño. Que las actrices y actores de Hollywood son sueños, que yo había estado enamorado a su edad de una llamada Bette Davis y que si él llegaba a conocer en persona a la tal Jennifer seguro que iba a decepcionarse. Que tener imaginación está muy bien, le dije, pero que hay que poner los pies en la tierra. Añadí que su conducta les preocupaba mucho a ustedes, y le pedí que saliera de su encierro y regresara a la vida. Todo lo aceptó. Ya ven. Dentro de poco volverá a ser el Lustucru de siempre. ¡Si todos los problemas de los jóvenes se resolvieran así!

—Pero la foto brilla en la oscuridad —insistió la niña.

—¡Qué va a brillar, jovencita! ¡Tú tienes más imaginación que tu hermano!

—¿Usted la ha visto?

—No, no me la enseñó. Y dudo que deban obligarle a que lo haga. Esa foto es su pequeño e inocente secreto.

Fácil es imaginar la felicidad con que acogieron casi todos, dentro y fuera de la familia, el buen juicio de don Gaspar. Y si digo casi todos quiero decir que no fueron todos. O sea, que había alguien que siguió infeliz, y era la madre. Los que la oyeron en la plaza esa mañana les contaron a otros que luego me contaron a mí que decía:

—Mi Lustucru le ha mentido al doctor.

Lo mismo repetía en casa, hasta que el padre, que ya se había hecho a la idea de recuperar a su hijo para el trabajo, perdió la paciencia.

—¡Qué sabrás tú!

—¡Lo sé de sobra! Mi Lustucru no está enamorado. Recuerda cuando se enamoró de Simone, la de los Jonfret. ¡Era otra cosa!

—¡Sabrás más que el médico, tú!

—¡Soy su madre y lo conozco!

—Entonces, dime, ¿qué le pasa?

Durante un rato solo se oyen el agua que cae al fregadero y el restregar del estropajo contra los platos. Un sollozo se une a esos ruidos.

—Algo terrible —dice ella al fin.

Pero hasta la madre terminó dándole la razón al doctor cuando esa misma tarde Lustucru abandonó el cobertizo y cenó con la familia. Habló poco, es verdad, pero comió con apetito, y ver comer así a un hijo tranquiliza a cualquier madre. Esa noche la buena mujer se sintió tan bien que incluso accedió a los reclamos del marido, que la deseaba desde hacía días. Y cuentan que estaban en mitad de la cosa cuando los gritos los interrumpieron. Eran tan espeluznantes que la casa se sacudía entera. Todos corrieron como muertos en vida hasta el cuarto de Lustucru y hallaron al pobre chico en pelotas encorvado sobre la cama, agarrándose las piernas y temblando.

—¡Mamá! —gemía despavorido—. ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!

—¡Mi Lustucru! —gritaba la señora, abrazándolo—. ¡Hijo mío! ¡Mi Lustucru!

Dicen quienes lo supieron que pasó media hora antes de que el chaval pudiese soltar dos palabras distintas. Tal era la forma en que entrechocaba los dientes que el padre le enrolló una punta de la sábana y se la puso en la boca, para que no se mordiera la lengua. Y cuando pudo hablar, contó algo rarísimo.

Había tenido un sueño, dijo. Soñó que había ido a Hollywood en un tren, a ver a Jennifer Budoski. Y Hollywood era un campo lleno de estatuas bajo la luz de la luna por donde paseaban personas en silencio. Y al mirar a esas personas sintió un escalofrío, porque sus ojos les brillaban como las perlitas de las lágrimas en las tallas de los santos.

Llegado este punto volvió a gritar, y ya todo lo que dijo a partir de entonces no lo entendió nadie. Que las personas se habían quitado la ropa, y ya no eran personas sino perros. Y los perros se tocaban las partes entre sí y se perseguían como una rehala feroz de las que baten los montes, y tenían los cuellos llenos de joyas, los dientes montados como si fuesen falsos, las pezuñas como el azogue de los espejos, el pito como un hongo venenoso y la cosa de las hembras abierta y sangrante como un tajo de navaja en la piel de un bebé. Y de repente tampoco fueron perros, sino algo muy distinto. Algo que nada tenía que ver con animales o personas. Y entre ellos estaba Jennifer Budoski, y al verla él supo que iba a enloquecer. En el mismo, mismísimo momento en que Jennifer Budoski lo mirase, su cerebro se cuajaría como leche pasada y rebosaría agrio por sus orejas. Y por eso había despertado gritando.

—Ah, bueno —dijo el padre—. Solo fue un sueño.

Pero hasta él mismo estaba impresionado de oír a Lustucru contar aquello.

(«Cualquiera lo estaría», piensa Soledad estremecida. «¿Qué clase de sueño fue ese? ¡Ni siquiera soy capaz de repetirlo!»)

El pobre Lustucru pasó dormido todo el día siguiente y al caer la noche desapareció. Fue la madre quien lo supo antes que nadie, cuando se levantó de madrugada para asegurarse de que el chaval descansaba tranquilo.

—¡Lustucru! —gritó al descubrir la cama vacía—. ¡Ay, Dios mío!

En la cocina, las puertas de la alacena estaban abiertas y faltaba queso, algo de leche y una hogaza de pan. La puerta de la casa también estaba abierta, y por ella salieron todos, hasta la hermanita, en pijama o camisón.

—¡Lustucru! ¡Lustucru, eh! —lo llamaban.

La noche era negra, porque las nubes escondían la luna, una noche oscura y torpe como un escarabajo.

—¡Se ha ido a «Jólibud»! —dijo la niña llorando.

Fue más tarde, al recoger la sábana caída en su cuarto, cuando la familia halló aquel papel oscuro y arrugado que sin duda Lustucru, antes de huir, había dejado atrás. Y cuentan que, desde entonces, la niña pasaba el tiempo en clase mirando un punto en la cal cuarteada del techo de la escuela con ojos tan blancos como la propia cal. Que el padre iba al campo pero no trabajaba: se quedaba quieto sobre las tierras cosechadas, con la boca muy abierta y babeante. Que la madre, sola en casa, mondaba y mondaba las patatas con un cuchillo hasta convertirlas en hilos que seguía mondando, y no paraba hasta que era su propio dedo lo que mondaba, y luego el hueso. Y si alguien les preguntaba cualquier cosa ellos respondían siempre dos palabras que te sonaban como «Jennifer Budoski», aunque puede que no dijeran eso, porque ese nombre se le había ocurrido solo al doctor Gaspar y a ningún otro.

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