Tiempo de cenizas (30 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

Joan sabía que Niccolò acostumbraba a acudir a la taberna de la Liebre los jueves y se dijo que quizá se le hubiera adelantado y se encontrase ya en el interior. También era posible, aunque improbable, que él no le hubiese reconocido a causa de su máscara. No podía esperar más y se decidió a entrar, consciente de la sorpresa y el escándalo que provocaría. Porque él era un monje y aquella taberna, un burdel.

—¿Sabéis qué lugar es este? —le preguntó un hombretón a la entrada cerrándole el paso.

—Sí, lo sé —respondió Joan, que continuaba cubriéndose con la capucha de su capa.

—No podéis entrar aquí, padre.

—No vengo como cliente, sino que busco a un hombre.

El hombretón rio de forma desagradable.

—¿Sois bujarrón? Pues sabed que aquí solo ofrecemos mujeres. Buscad hombres en otro sitio.

—No soy sodomita —repuso Joan, molesto por los malos modos del individuo—. Solo quiero ver si está aquí quien yo busco.

—Quien esté aquí o deje de estar no os interesa.

—Es muy importante. Dejadme ver si se encuentra aquí. Por favor.

—Si es tan importante, esperad fuera a que salga de madrugada. —El tono del hombre iba haciéndose más agresivo y desdeñoso.

—No puedo esperar.

—¡Largaos! —dijo el tipo propinándole un empujón.

Pareció que el fraile obedecía y, humilde, retrocedía dos pasos, pero de pronto dio una zancada hacia delante e impulsando su cuerpo con toda sus fuerzas, estrelló un puñetazo en la boca de aquel individuo. A pesar de su tamaño, el hombre, pillado por sorpresa, trastabilló y tropezó con una mesa. Joan se abalanzó sobre él para apoderarse de la daga que había visto en su cinto al tiempo que le propinaba un empujón. Soltando maldiciones, el tipo cayó de espaldas llevándose consigo la mesa y las sillas. Una vez dentro, Joan se encontró en una taberna con un mostrador a un lado y mesas iluminadas con candiles. Varias estaban ocupadas solo por mujeres a la espera y otras por parejas que bebían y charlaban.

La gente miraba asombrada a aquel fraile de hábito blanco y capa negra con capucha calada, plantado en medio de la sala principal del prostíbulo, mostrando el brillo de una daga en su mano derecha y con las piernas separadas en posición de combate.

Sabía que no podía perder tiempo; el gigantón le caería encima en unos instantes y trató de reconocer a Niccolò entre las miradas atónitas que le contemplaban. No le vio, y se dijo que quizá estuviera en alguna habitación interior.

—¡Niccolò! —gritó—. ¡Busco a Niccolò Il Machio!

Sin embargo, Joan sabía que Niccolò no solo acudía a aquel lugar para satisfacer su deseo físico, sino que disfrutaba conversando con las mujeres y también con los taberneros y algún que otro parroquiano. Le había explicado a Joan, en confidencia, que era asombroso lo que los hombres llegaban a contar a una prostituta cariñosa y amable, en especial después de un encuentro feliz. Él sabía quiénes eran los clientes habituales de cada una y cuando perseguía alguna información concreta sobre uno de ellos, acostumbraba a persuadir a la chica para que sonsacara a su asiduo.

Pero Joan no tenía tiempo para aquellos pensamientos y, dirigiéndose al pasillo que llevaba a estancias más discretas, volvió a gritar:

—¡Niccolò! ¡Busco a Niccolò Il Machio!

Al girarse vio que el hombre de la puerta iba hacia él con una garrota seguido de otro. De inmediato se hizo con un taburete, lo cogió con la mano izquierda y se cubrió con él plantando cara a los que llegaban. En su derecha tenía la daga lista para herir.

—Maldito fraile —gruñó el hombretón—. Te voy a zurrar el hábito.

—¡Como te acerques, te corto los huevos! —repuso el monje en voz lo suficientemente potente para que se oyera en toda la taberna.

—¡Lárgate de aquí! —dijo el otro, sin hacer gesto de acometerle. El taburete y el brillo de la daga le contenían.

—No me iré sin antes saber si está aquí quien yo busco. —Y volvió a llamar a Niccolò a gritos.

Le siguieron unos instantes de tenso silencio mientras los contrincantes se observaban cautelosos, uno con la garrota levantada y el otro con el taburete y la daga.

—¡Ya voy! —se oyó entonces gritar desde el interior.

Y apareció Niccolò arreglándose la ropa. Joan sintió un gran alivio, pero no por ello dejó de encarar al hombre de la puerta.

—Soy yo —le dijo a su amigo cuando este estuvo a su altura—. Os necesito, Niccolò.

Una sonrisa divertida apareció en la cara del florentino después de observarle. Se interpuso entre los contendientes diciéndoles a los matones:

—Tranquilos, le conozco. Ya nos vamos.

Los otros se relajaron; Niccolò era muy conocido y apreciado en el local.

—Lleváoslo antes de que me condenen por matar a un meapilas —gruñó el bravucón de la entrada.

Al cruzar la sala principal, el florentino se dirigió a la asombrada concurrencia con los brazos en alto:

—No pasa nada. Solo es mi confesor, que, preocupado por la salvación de mi alma inmortal, ha venido a rescatarme de este lugar de vicio.

Salieron entre risas de los asistentes y Joan esperó a estar en la calle para desprenderse de la daga.

—Debéis ayudarme a entrar en casa sin que me vean con este aspecto —le dijo a Niccolò de camino al puente Sisto—. La librería estará ya cerrada, no tengo ni siquiera las llaves y quiero ver a Anna.

—Don Michelotto estuvo por la librería y nos dijo a la
signora
Anna y a mí que habíais decidido quedaros en el Vaticano haciendo vida monástica con objeto de lograr la preparación adecuada para vuestra misión. Que necesitabais absoluta concentración y que vuestra esposa no os vería hasta el regreso.

—Hijo de… —murmuró Joan con rabia—. Imaginaba algo así. Me tenía secuestrado.

—Deberéis explicárselo bien a la
signora
. No le agradó vuestra decisión y menos que se lo comunicarais a través de semejante mensajero.

—No fue mi decisión —repuso Joan cortante.

A Niccolò le divertía tanto la situación como el aspecto de su jefe y no se molestaba en ocultarlo.

—A don Michelotto no le va a gustar nada vuestra fuga.

Joan se encogió de hombros.

—¡Que le zurzan!

Tal como esperaba, la librería estaba cerrada; Niccolò tenía llaves de la puerta principal que daba a la Via dei Giubbonari y entraron sin encontrar a nadie. Los habitantes de la casa habían cenado ya y estaban en el lecho. Niccolò se anticipó para evitar encuentros no deseados y, al no topar con nadie, Joan se precipitó escaleras arriba hacia su habitación.

Llamó con los nudillos suavemente a la puerta y no tardó en recibir respuesta:

—¿Quién es?

—Fray Ramón de Mur, del convento de Santa Caterina de Barcelona.

—¿Qué? —Por la voz supo que ella estaba justo detrás de la puerta.

—Dios os bendiga, hermana.

—¡Joan! ¿Sois vos?

—Quizá.

Oyó como su esposa trasteaba en la habitación y al regresar a la puerta le dijo:

—Os reconozco por la voz. Aunque tendréis que decirme algo más si queréis que abra.


Pater noster qui es in caelis sanctificetur nomen Tuum adveniat regnum Tuum…

—¡Qué bobo sois! —dijo ella descorriendo el pestillo para abrir un resquicio en la puerta. Llevaba un candil en la mano izquierda y una daga en la derecha.

Joan había dejado caer su capucha hacia atrás y mostraba con plenitud su calva, que brillaba a la luz del candil cual luna llena. Ella se llevó la mano con la que sujetaba la daga a la boca para evitar la estridencia de una carcajada y le hizo pasar. Dejó la luz y el arma encima de la mesa mientras él se apresuraba a cerrar con pestillo la puerta y a abrir sus brazos, a los que ella acudió tratando de silenciar en lo posible su risa.

Se abrazaron y Joan creyó morir de dicha sintiendo el calor de su amada, su contacto y sus caricias. ¡La había añorado tanto al pensar que partiría hacia Florencia sin verla! Se amaron; sin embargo, Joan se sintió defraudado al comprobar que, a pesar de su pasión, Anna no lograba vencer aquella resistencia que la atenazaba.

—Lo lamento —se disculpó ella.

Cuando los besos y las caricias cesaron, ella le dijo cuánto necesitaba de su presencia y cariño y él le explicó aquel cambio de personalidad forzado por Miquel y que este había tratado de encarcelarle.

—¡Qué sinvergüenza! —exclamó ella indignada—. A mí me contó algo muy distinto; que os recluíais por el bien de la causa y de forma voluntaria. No me importa que sea un asesino que haga temblar de miedo a Roma entera. Me oirá cuando le vea.

—Dejadme que resuelva yo el asunto. No va con vos, sino conmigo.

—¿Que no va conmigo? —inquirió ella furiosa—. Me engañó e hizo que me enfadara con vos. ¿Quién se ha creído que es? ¡Maldito manipulador!

44

Joan salió de la librería antes del amanecer sin que nadie le viera. Llevaba consigo las llaves atadas a la cintura a modo de cilicio por debajo del hábito y le dejaba a Anna la promesa de que mientras estuviera en Roma trataría de huir por la noche para verla.

Se encontró con el valenciano cerca del puente de Sant’Angelo cuando los campanarios del Vaticano respondían a los de la ciudad con el toque de la hora prima. El sol empezaba a iluminar las torres más altas y Joan vio a un grupo de cinco jinetes que se acercaban al trote en su dirección. Al frente iba don Michelotto, y el librero no tuvo duda alguna de que iba en su búsqueda y de que estaba muy enojado. El capitán de la guardia vaticana detuvo su corcel frente al fraile dominico y ambos se miraron sin decir nada. El jinete tenía en su faz aquella expresión que aterrorizaba a las gentes. Los orificios de su nariz aplastada se abrían como los de un toro listo para embestir.

—Subid —dijo, y le tendió la mano derecha a Joan.

Este la tomó, puso su sandalia sobre la bota de Miquel y dándose impulso montó a horcajadas detrás del valenciano. Sin más ceremonia ni palabras emprendieron el camino, también al trote, hacia el puente. Poco después, la guardia vaticana les franqueaba el paso con todo tipo de saludos militares.

—No creo que comprendas lo que nos jugamos en esto —le recriminó Miquel, furioso, en la pequeña celda de Joan.

Junto a él se encontraba fray Piero Matteo, callado, cariacontecido, mirando al suelo con las manos cruzadas de forma que quedaban ocultas en las mangas del hábito.

—Si los de Savonarola llegan a saber que usas un hábito dominico sin estar ordenado, te quemarán vivo en la hoguera —continuó—. Debes quedarte aquí por la noche, familiarizarte con los rezos nocturnos y prepararte espiritualmente para la prueba. Te dije que nada de mujeres. No he ido esta noche a la librería a por ti para evitar un escándalo que habría perjudicado la misión que César y su padre nos han encomendado. Aunque te aseguro que no me faltaban las ganas; rabiaba por hacerlo.

—¿Mujeres? —repuso Joan notando sus mejillas coloreadas por la indignación—. ¿Qué diablos queréis decir con mujeres? No he ido con mujeres. He estado con mi esposa. Hay muchas posibilidades de que me deje la piel, en la hoguera o no, en esta loca aventura dominica en la que me habéis embarcado. No soy un fraile ni lo quiero ser. Soy un librero que ama su oficio. —Hizo una pausa para tomar aliento antes de continuar—. Le mentisteis a mi esposa diciéndole que si no regresaba a casa, era por mi voluntad; le dolió, y eso no os lo consiento bajo ningún concepto. No podéis imaginar cuánto la quiero, aún no se ha repuesto de su violación y me necesita a su lado. Pasaré las noches con ella o dejaré de ser fraile durante el día. Y si no os gusta, me voy.

—No puedes irte.

—Pues no hay más rezos.

Los dos se miraron furiosos durante un tiempo interminable. Don Michelotto no estaba acostumbrado a que le sostuvieran la mirada, y al fin dijo:

—Te voy a encerrar hasta que cambies de opinión.

—¡Iros al diablo!

El valenciano dio media vuelta soltando un bufido y salió de la celda. Joan se quedó unos instantes de pie y después, ignorando al fraile dominico, se tumbó en el catre.

—¿Queréis que recemos? —dijo este con su suave voz al rato—. Os hará bien.

—Dejadme vos también, fray Piero. Quiero estar solo.

El dominico abandonó la celda murmurando algo que quizá fuera una bendición y Joan se quedó boca abajo en el lecho, rememorando la calidez, la suavidad, la gracia y el amor de su esposa. ¿Por qué tenía que ocurrirle aquello cuando Anna empezaba a recuperarse gracias a su cariño? No tenía su libro, pero se imaginó escribiendo en él: «Maldito destino que nos separa».

Asistió a la comida con fray Piero, escuchó la amena conversación del dominico, que le contaba historias que nada tenían que ver con conventos, y también su recomendación de no tomarse las cosas tan a la tremenda. Sin embargo, se negó a los rezos de la hora sexta y la hora nona. No hizo ademán de salir del recinto, aunque pudo ver que había guardia en la puerta. No le dejarían irse. Se paseaba por el patio observando el edificio; era de dos plantas y se dijo que encontraría el momento oportuno para subir a la superior en busca de ventanas desde donde descolgarse sin ser visto, pues en la planta baja todas tenían rejas.

Faltaba poco para las oraciones de vísperas cuando vio aparecer a Miquel Corella. Aunque se puso en guardia, el adusto gesto que mostraba el valenciano por la mañana había cambiado a tranquilo. Incluso sonrió al verle.

—Ya está todo arreglado —le dijo.

—¿Arreglado? —repuso Joan extrañado.

—Sí, lo he hablado con tu mujer, negociamos y tenemos un acuerdo.

—¿Mi esposa? ¿Qué tiene ella que ver en esto?

—Todo. Si no fuera por ella, tú no te habrías puesto tan estúpido como un gato en celo.

Joan le observó receloso. No conocía aquel recurso del valenciano. Su especialidad era cargar como un toro y ver cómo todos se apartaban a su paso. Pero por lo visto también sabía negociar antes de dar con la cabeza en el muro.

—Ah, ¿sí? Y ¿cuál es el acuerdo?

—Tu esposa, que es más lista que tú, entiende la importancia de nuestra misión. Y la necesidad de que asistas a los rezos nocturnos y te familiarices con el ritmo de dormir dos horas e interrumpir el sueño para rezar y dormir dos más para volver a rezar.

—Me extraña que lo entienda —dijo Joan escéptico.

—Pues lo entiende. Pero también desea tenerte en su lecho por la noche. Así que hemos acordado que pases una noche aquí rezando y otra en la librería, a la que entrarás cuando esté cerrada y nadie te vea, con la ayuda de Niccolò, y saldrás antes de que se abra y sin que tampoco te vea nadie. Los operarios creen que estás de viaje.

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