Tiempo de cenizas (32 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

Joan no compartía su entusiasmo y pronto se ausentó de la conversación. Se veía obligado a abandonar a Anna justo cuando ella se restablecía del horror pasado y volvían a vivir la pasión de sus primeros días. Sentía cariño por Ramón, su hijastro, y, tal como le había prometido a su esposa, hacía lo posible por comportarse con él como si fuera su propio hijo. Sin embargo, aún no tenía uno de su propia sangre. Y lo deseaba más incluso por su esposa que por él mismo, pues sabía que ella quería dárselo como símbolo físico de su unión. Miraba melancólico las riberas del Tíber que se deslizaban tras la borda al ritmo pausado pero incansable de la corriente. Pasaría mucho tiempo antes de que volviese a ver a Anna y la misión era peligrosa, quizá jamás regresara. Se dijo que debía alejar aquellos pensamientos tristes y se ocupó en observar los falconetes y charlar con los artilleros sobre sus prestaciones. Le pidió al capitán que le dejara efectuar algunos disparos contra rocas de la orilla y comprobó, satisfecho, que no había perdido su puntería. Quería ahuyentar con el estampido de aquellas pequeñas piezas artilleras su añoranza y su melancolía, aunque apenas se distrajo unas horas.

Cuando al fin divisaron el puerto de Ostia, Joan contempló, recortándose en el horizonte de poniente, la familiar silueta de la fortaleza que él había ayudado a conquistar, con su torre principal y las dos secundarias. Al poco pudo distinguir la Santa Eulalia, la nave capitana del almirante Vilamarí, en la que él había servido como galeote y artillero, y pronto su olfato percibió aquel tufo infecto que, como cualquier galera, despedía. El librero se preguntó si sería capaz de diferenciar por su olor aquella nave de otras, al modo en que los perros distinguen a los humanos. Era un hedor mezcla de orines, excrementos, sudor, potaje de garbanzos y habas, madera corroída por el mar, sufrimiento y miseria. Hacía ya más de dos años que había abandonado aquella nave y en sus pesadillas aún se veía encadenado a sus bancos, sometido a los latigazos de los alguaciles y al abuso de los matones de siempre. No pudo evitar un estremecimiento cuando le vino la imagen del momento en el que se vio obligado a izar, en su palo mayor, el cadáver ensangrentado de su amigo Carles, muerto a latigazos, para que las aves le devoraran y los galeotes supiesen el castigo del rebelde.

En el muelle se encontraron con el almirante Vilamarí y el capitán Genís Solsona. Bernat de Vilamarí los recibió con su enigmática sonrisa y una chispa irónica en sus ojos oscuros. A pesar del amplio sombrero con el que se cubría, de seda azul marino con un medallón de oro, a juego con su jubón, su tez se mantenía bronceada como siempre. Era alto y se tuvo que inclinar para abrazar afectuosamente a Miquel Corella. Se conocían de cuando cuatro años antes Vilamarí había transportado a Miquel y Juan Borgia a Barcelona para la boda del segundo con María Enríquez, viuda de su hermano mayor y prima del rey Fernando. Congeniaron en el viaje y su amistad se había ido reforzando en los periodos en los que, como en aquel momento, el almirante trabajaba a sueldo del papa.

Vilamarí tendió entonces su mano a Joan, y este creyó percibir en la chispa irónica de su mirada un destello especial. De nuevo aquel hombre producía un torrente de emociones contradictorias en el librero. Fueron unos instantes incómodos para todos; parecía que Joan no correspondería al almirante, que mantenía su mano tendida, su sonrisa y su mirada, como si no tuviese la menor duda de que el librero acabaría estrechándosela. Cuando al fin lo hizo, notó la mano grande, firme y cálida de Vilamarí sujetando la suya con fuerza al tiempo que le decía:

—Hola, Joan Serra de Llafranc.

—Hola, almirante —le respondió, serio y desafiante, sosteniéndole la mirada.

Se separaron cuando Miquel presentó a Niccolò al marino, pero Joan continuó notando el calor y la fuerza del almirante en su mano. Después saludó con un abrazo a Genís Solsona, el capitán de la Santa Eulalia, su amigo, que se mostró tan feliz como él de verle.

Terminadas las presentaciones, el almirante se dirigió con Miquel Corella a la fortaleza, en la que el gobernador de Ostia los había invitado a cenar. Por su parte, Genís ordenó a unos marinos que transportaran los equipajes a la galera y anduvo junto a Joan y Niccolò hacia una de las tabernas del burgo de Ostia.

—La oficialidad acostumbra a hacer las comidas principales en tierra firme cuando estamos en el puerto —les explicó Genís.

—No me extraña —dijo Niccolò con una expresión en su boca mitad mueca, mitad sonrisa a la vez que se tapaba la nariz con el índice y el pulgar—. Y lo más alejados posible de la galera…, ¿verdad?

Al entrar en la taberna, Joan se vio sorprendido por un vozarrón estridente.

—¡Pero si ese es Joan Serra! ¡El mejor espadachín de toda Italia!

Después de una breve búsqueda, el librero localizó al propietario de la voz. Era un tipo corpulento, de pelo color paja y ojos azules, cercano a la cuarentena, que se había levantado de la mesa y con su mano derecha sostenía un vaso de vino en un gesto de brindis. Joan lo reconoció de inmediato, era Pere Torrent, el oficial de asalto que tenía a su mando toda la infantería embarcada. El tipo era un chulo y un abusón al que Joan había llegado a odiar profundamente. Sin embargo, había sido él el encargado de enseñarle esgrima y contra él tuvo que batirse en duelo para evitar que hiciera suya a Anna por su derecho a primicia en el botín. Joan continuaba preguntándose si aquel hombretón violento y rudo tenía unos sentimientos que se esforzaba en ocultar y le había dejado ganar en aquel combate.

—¡Capitán Solsona! —volvió a gritar—. ¡Traedlo aquí! Os haremos sitio en la mesa.

Joan reconoció a su acompañante, era el cómitre de la galera, el oficial encargado de las maniobras a remo y responsable de los galeotes. El cómitre y sus alguaciles administraban los castigos y daban a los forzados una vida miserable. Sentía un gran rechazo hacia aquel hombre, al que había aprendido a temer cuando él mismo remaba en la Santa Eulalia. Genís, riendo, empujó a Joan y a Niccolò hacia el hombretón y no tuvieron más remedio que dirigirse a la mesa. Pere recibió a Joan con un abrazo de oso que olía a sudor.

—Cuéntanos, Joan —dijo el oficial de asalto cuando se acomodaron—, ¿qué ha sido de tu vida en estos años? Me han dicho que te casaste con aquella muchacha. ¡Menuda belleza! ¡Maldita la vida en la galera! Tú duermes calentito cada noche con ella, que huele a rosas, y nosotros dormimos sin hembra y oliendo a mierda.

El librero concluyó que apreciaba al rubio a pesar de que le continuaba disgustando su chulería. Y le apreciaba mucho. Fue una cena alegre, abundante en vino, y, a pesar de la presencia del cómitre, Joan rio feliz con sus amigos olvidando su melancolía.

Aún no había pisado los tablones de la galera, pero sentía que regresaba a un extraño hogar. Cruel, inhóspito, injusto, lleno de sufrimiento y miseria. Pero hogar para aquellos hombres que le rodeaban. Y lo sería para él también, al menos en los próximos días.

47

Con las primeras luces del día, la Santa Eulalia se puso en movimiento. Bajo las órdenes de Genís Solsona se soltaron las amarras que la unían al puerto, sonó la corneta del cómitre, los alguaciles empezaron a pasearse por la crujía amenazando con sus látigos a los galeotes, y los remos, primero los de estribor y después, cuando la nave estuvo suficientemente separada del puerto, los de babor tocaron el agua. La embarcación se desplazó con suavidad hasta el centro de la corriente del río, y a boga pausada hizo su camino hasta el mar abierto, donde la esperaban las otras dos galeras de la flotilla. Los oficiales de unas y otras se saludaron en la distancia, desde la Santa Eulalia un marino transmitió con banderines las órdenes del almirante y las naves izaron velas poniendo rumbo noroeste.

Desde la carroza de la Santa Eulalia, donde había pasado la noche junto a los oficiales, Joan contemplaba a los ciento cincuenta y seis hombres que sostenían otros tantos remos, encadenados a veintiséis bancos a cada lado de la galera. Se levantaban para hundir su remo en el mar y dejarse caer después en el asiento con toda la fuerza de su cuerpo, impulsando así su pala y con ello la nave. Los oficiales habían desayunado ya y Joan sabía que los galeotes tardarían aún en tomar la primera de las dos únicas comidas del día: un plato de estofado de habas con un poco de arroz y galleta, un pan recocido duro como la piedra. Joan conocía bien su miseria, la había sufrido en carne propia, y sentía piedad por ellos. Remaban de espaldas a proa, mirando a la carroza, así que podía ver las caras de los que habían sido sus compañeros de infortunio. Se estremeció al reconocer solo a unos pocos. A no ser que se tratara de un buena boya, un remero voluntario, o en el extraño caso de que un reo cumpliese su condena, nadie abandonaba el servicio vivo. Joan supuso que prácticamente todos aquellos a los que había conocido dos años antes estarían muertos.

Después anduvo por la crujía, el pasillo central de la nave, hasta la zona de arrumbada, en la proa; saludó a los marinos artilleros a los que había tenido a su mando y acarició el frío metal del cañón y las culebrinas. Observó satisfecho que todo se encontraba en orden y charló con sus antiguos subordinados, que se alegraron de verle. Estaban ocupados y, para no alterar el servicio, Joan les dijo que regresaría en otro momento.

Las naves navegaban paralelas a la costa, el mar estaba un poco agitado, pero el viento era favorable. Cuando dieron descanso a los remeros para navegar solo a vela, Joan saludó a los cuatro a los que pudo reconocer entre más de ciento cincuenta. Sabía que estaba mal visto que alguien que viajaba en la carroza de la nave hablase con la chusma, pero a él no le importaba. Se detuvo donde Amed, el galeote musulmán que había sido su compañero de banco, e intercambió con él algunas palabras. No tenía mal aspecto, debía de ser un hombre muy resistente, aunque la conversación fue breve, pues el forzado continuaba sin hablar apenas la lengua de sus captores.

—¿Estás aún resentido con el almirante? —le preguntó Miquel Corella en un momento en el que ambos coincidieron en la proa viendo la costa deslizarse a estribor.

—¿Cómo no he de estarlo? —repuso Joan mirando a su amigo con extrañeza—. Vos conocéis mi historia. Ese hombre es el responsable del asalto a mi aldea, de la muerte de mi padre y de la miseria y esclavitud de mi madre y mi hermana.

—Sí; sin embargo, fue él quien te dio la libertad y puso en tus manos la libertad de Anna, haciendo posible vuestro amor.

—Si no hubiera ordenado el asalto a mi aldea, jamás habría necesitado yo de esos favores suyos.

—Mira, Joan, lo de tu aldea fue una acción de guerra, no iba contra ti ni contra tu familia en particular. Solo tuvisteis la desgracia de estar allí.

—No era una acción de guerra, sino de piratería. Estábamos en tiempo de paz y además éramos compatriotas. No hay excusa.

—Escucha. —Miquel Corella mostraba un tono conciliador extraño en él—. Cuando tienes gente que depende de ti, en ocasiones hay que tomar decisiones incómodas. Los soldados que pasan hambre no distinguen entre combatientes y civiles, y a veces ni siquiera entre amigos y enemigos. En la toma de una población por una tropa, las más de las veces es inevitable que los soldados roben y violen a los civiles sin importarles que estos no tengan culpa alguna de los actos de sus señores. Ocurre en todos los ejércitos.

—Fue mi familia y no la vuestra la que sufrió las consecuencias de sus actos, ¿verdad? Si estuvierais en mi lugar, no le disculparíais.

—Piensa que eres quien eres por su causa. Conociste a Anna en Barcelona y hoy es tu esposa gracias a él. Si no fuera por él, hoy serías un pescador que ni siquiera sabría leer.

Y sin decir más, don Michelotto se alejó hacia la crujía, camino de la carroza de la nave, dejándole sumido en sus pensamientos mientras contemplaba cómo la proa se abría paso entre las aguas agitadas de aquel día nuboso.

A Joan le hubiera gustado tener en la galera su libro de aprendiz. Era incompatible con su misión y sin embargo lo necesitaba. Más tarde buscó el librito de plegarias que formaba parte de su disfraz de dominico y no pudo evitar hacer una pequeña anotación en uno de sus márgenes. «Cambió mi vida, pero no fue favor que agradecer.»

El día siguiente amaneció con un cielo encapotado y soplaba un viento a ráfagas que hinchaba las velas de forma inconstante. El mar estaba picado y la galera daba bandazos. Joan se sentía cómodo asentando sus pies sobre cubierta, en la proa, en la base del espolón de la nave, respirando el aire que le libraba, a ratos, del hedor que las fragancias que el perfumista esparcía en la carroza apenas conseguía aliviar. Joan echaba en falta la cháchara de Niccolò. El florentino era mal marino y trataba de soportar su mareo de la mejor forma posible, tumbado sobre la cubierta en la carroza. Los oficiales le contemplaban con una sonrisa condescendiente. Tampoco don Michelotto era buena compañía, pues, agarrado a la borda, intentaba fijar su vista en el horizonte para evitar el mal que castigaba a su compañero de viaje. Antes del mediodía, la flotilla cruzaba el estrecho que separa la península de Monte Argentario de la isla de Giglio, que se destacaba en el horizonte de poniente con un color gris azulado. Joan contemplaba los impresionantes rompientes que se elevaban a estribor sobre el mar cuando oyó a sus espaldas la voz de Genís Solsona.

—Veo que prefieres el duro espolón de proa, la arrumbada y la artillería a la comodidad de la carroza como corresponde a un oficial.

—Así es, mi capitán —repuso Joan volviéndose sonriente—. Y bien sabes que tú no eres la causa de que me aleje de los oficiales.

—Bueno, pues te traigo un mensaje de ese a quien te refieres.

—¿El almirante?

—Sí. Quiere que si entramos en combate, mandes tú la artillería.

—¿Se ha vuelto loco? Hace más de dos años que dejé mi puesto.

—No lo aceptará como excusa. Nos enteramos de tu brillante actuación en Ostia.

—No lo haré.

Genís se echó a reír.

—Sé de tus sentimientos hacia él y también que conoces al almirante casi tanto como yo. Si te resistes, solo conseguirás ponerte en ridículo, porque terminarás haciendo lo que él diga. No importa que alegues que no perteneces a la tripulación. Te humillará. Como capitán, yo mando sobre todos los que viajan en la galera, ya sean tripulación o pasajeros, como tú. Y él manda en mí. Por lo tanto, estás bajo sus órdenes.

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