Tiempo de cenizas (64 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

Joan resopló; a él también le haría feliz reunirse con su hermano Gabriel y reencontrarse con Bartomeu, Abdalá y el resto de los amigos a los que hacía casi diez años no veía. Pero pensaba que no debía dejar que las emociones mandasen cuando se trataba de calibrar riesgos. Y él no quería arriesgar a su familia.

—Me siento orgullosa de lo que hicimos en Roma —murmuró Anna—. Y en España hay una necesidad mucho mayor.

—¡En España queman a la gente en hogueras!

—Aunque menos, aquí también, y nunca sentimos temor.

—Pero no es lo mismo… —dijo él, casi hablando para sí mismo.

Ambos quedaron mirándose en silencio y Joan comprendió que ya nada tenían que ver en aquello Innico, Constanza y Antonello, era entre él y su esposa. La conocía; si él era testarudo, ella lo era más. Soltó una tosecilla nerviosa y se dirigió a los napolitanos.

—Gracias, damas y caballeros —dijo solemne, tratando de recuperar el control de la situación—. Mi esposa y yo terminaremos de tratar el asunto en privado y os comunicaremos nuestra decisión.

—Gracias a ambos por considerarlo —repuso, cortés, el gobernador de Ischia moviendo ligeramente la cabeza hacia delante como en una pequeña reverencia, primero hacia Anna y después hacia Joan—. Haríais un gran servicio a la libertad.

«Barcelona, reto y amenaza —escribió Joan aquella noche—. Me tienta y me preocupa.»

Al levantar la vista de su libro vio que Anna, amamantando a Caterina, le miraba con sus bellos ojos verdes. Le sonrió con ternura y él se dijo que la amaba tanto como el primer día que supo que la amaba, y suspiró al comprender que deseaba complacerla incluso en aquello. Hizo un esfuerzo por controlar sus sentimientos, pero no pudo. «¿Qué hubiera hecho mi padre?», anotó. Cerró los ojos y su interior se iluminó con el cielo y el mar brillantes y azules de su aldea veinte años antes. Y vio y escuchó a Ramón en sus últimos momentos.

CUARTA PARTE
96

Un marino gritó «tierra» y Joan acudió, arrebujado en su capa, a la proa de la carraca. Habían llegado, al fin, a la costa catalana, que se dibujaba como una línea oscura en el horizonte. Era un amanecer gris, frío y desapacible de febrero. El viento silbaba en las jarcias del buque levantando espuma en el oleaje, y el cielo y el mar mostraban colores azules sombríos y grises plúmbeos. La travesía desde Nápoles se había demorado más de un mes y había sido dura, como lo eran por lo común las invernales. Al poco de cruzar el estrecho de Bonifacio, que separa la isla de Córcega y Cerdeña, la carraca se había encontrado con una violenta tempestad que a punto estuvo de hacerla zozobrar. Viendo aquellas olas gigantes que parecía iban a tragarse la nave, Joan invocaba a los santos, al tiempo que agradecía el fuerte casco de calado profundo de la embarcación, que esperaba pudiera resistir aquel mar. Pocas naves eran capaces de soportar una tormenta de tal magnitud.

Iba a Barcelona a preparar la llegada de los suyos, que viajarían a finales de primavera, cuando las condiciones del mar permitiesen navegar a las galeras que proporcionaban un viaje más rápido, cómodo y seguro. Aquel mes embarcado había sido severo para Joan, en lo físico y en lo emocional. No era solo la añoranza de su familia y la inquietud por un destino incierto que debería labrar en Barcelona junto a los suyos, sino que había algo más. Y se manifestaba en un amargo gusto a bilis que a veces notaba de improviso en la boca: el sabor de la traición.

Niccolò dei Machiavelli estaba en lo cierto en cuanto al nuevo papa. Julio II se había librado de su «queridísimo hijo» César enviándole a recuperar las plazas perdidas en la Romaña, a la que viajaría embarcándose en Ostia para llegar a la Toscana y cruzarla con un salvoconducto que el pontífice había solicitado a Florencia. Y lo había hecho a través de su embajador, el propio Niccolò dei Machiavelli.

Don Michelotto y sus capitanes viajaron como avanzadilla a Florencia, y César se quedó en Ostia con el grueso de su ejército esperando la autorización. Sin embargo, fue prendido a traición y enviado a Roma cargado de cadenas por orden del papa.

Mientras, don Michelotto y sus hombres eran encarcelados en Florencia, y cuando el antiguo cardenal Della Rovere, ahora Julio II, recibió la noticia declaró que la detención del valenciano le producía una alegría inexplicable, mayor incluso que la de César. Añadió que con la confesión de don Michelotto quedarían desvelados ante el mundo entero los asesinatos, robos, sacrilegios y crueldades sin número y sin nombre cometidos por los Borgia en los últimos once años.

Miquel Corella fue sometido a tortura para hacerle confesar los crímenes ordenados por César Borgia; el nuevo papa quería su declaración para poder juzgar y ejecutar al hijo de su antecesor y presentarse limpio frente a la opinión pública romana e internacional. Quería justificar su traición. Julio II fomentó entonces todos los relatos y rumores sobre el comportamiento impúdico del anterior papa y de su familia. No le bastaba con acabar con ellos físicamente, quería destruir su reputación y convertirlos en monstruos para la historia.

—Odiaba a Alejandro VI ya en el tiempo en el que ambos eran cardenales y Vannozza dei Cattanei le despreció porque estaba enamorada del Borgia —le había comentado indignado Joan a Anna cuando conoció la noticia en Nápoles—. Su odio creció al perder frente a su rival en su competencia por el papado y después al no lograr que el rey francés le depusiera cuando invadió Italia. Y sin embargo, fingió arrepentimiento y el papa Borgia le perdonó.

—Ya nos advirtió Niccolò de que el perdón no disminuiría su rencor. Y que, al contrario, los Borgia debían haber acabado con él cuando tuvieron la ocasión.

—Niccolò —murmuró Joan—. Él es el mayor traidor en esta historia.

—Defiende los intereses de su patria.

—Sí, pero usando la traición como arma —repuso Joan ceñudo—. Miquel Corella le amparó a él, a su primo y a sus amigos en los tiempos de Savonarola. Y si en un principio le acogí en la librería, fue a instancias del valenciano. Después, ya como embajador de Florencia, se esforzó en cultivar la amistad de César durante sus campañas en la Romaña e incluso llegó a ser su confidente. Y ahora no solo ha planeado esta traición junto al papa, sino que ha sido su brazo ejecutor. ¿Os creéis que Miquel Corella hubiera viajado a Florencia y César a Ostia sin que su amigo Niccolò dei Machiavelli, embajador de la república, les hubiera dado la seguridad de que les concederían el salvoconducto? Ha sido el propio Niccolò quien ha recomendado a la Señoría de Florencia no concederlo y apresar a Miquel Corella y a los suyos. ¡Qué sucia traición!

—No debería extrañaros —dijo Anna—. Él repetía que quien quiere engañar siempre encontrará a alguien que se deje engañar. Y ¿no engañó César a sus condotieros en Senigallia y todo el mundo, Niccolò el primero, lo aplaudió?

—Aquello fue distinto. Él era su señor, ellos le habían traicionado y le preparaban una trampa.

Anna se encogió de hombros.

—Me es difícil diferenciar entre unos traidores y otros. Para mí todos lo son. En cualquier caso, este es el fin de los
catalani
, se lo merecen y me alegro. Y ante todo me alegro de que estéis aquí en Nápoles a salvo, conmigo. Y en parte debo agradecérselo a Niccolò, que os advirtió de lo que ocurría y os instó a dejar Roma.

—Cierto es que se comportó conmigo como un amigo —reflexionó Joan—. Sin embargo, tampoco obtenía beneficio traicionándome. Aunque ¿por qué debería ser yo distinto de Miquel o César?

Estudió a su esposa. Había perdido la confianza en Niccolò y Anna podría haber sido un buen motivo de traición. Recordaba cómo la miraba a veces. Ella adivinó sus pensamientos y se sintió turbada. No tenía nada que reprocharse, pero se censuraba haberle ocultado a su esposo las insinuaciones de Niccolò. Temió enrojecer y se dijo que no era su culpa si los hombres se interesaban por ella.

—¿Os propuso algo? —Ahora él la miraba con recelo.

—Podéis sospechar de la fidelidad de Niccolò, pero no admito que dudéis de la mía —le contestó devolviéndole una mirada ceñuda.

—No os pregunto sobre vuestra fidelidad. Sino sobre la de él.

Ella dudó un instante; casi con toda seguridad Joan no volvería a ver a Niccolò en su vida y, sin embargo, no se atrevió a contarle la verdad.

—Os fue fiel —dijo.

—Aunque en aquel momento me arrepintiera por impulsivo, me alegro ahora de haberle dado un aviso con respecto a vos —comentó él pensativo—. Me ha decepcionado con su traición a César Borgia y Miquel Corella, pero entiendo que no podía esperar otra cosa. El mundo es así y aún considero a Niccolò mi amigo.

Anna calló.

La tristeza que le causó a Joan la desgracia de sus amigos vino a ser aliviada por la alegría del regreso de Pedro sano y salvo. A finales de diciembre, los ejércitos español y francés se encontraban en el norte del reino de Nápoles separados por el río Garellano, que bajaba crecido por las continuas lluvias que empantanaban los campos. Los intentos franceses de cruzarlo y acometer a las tropas del Gran Capitán habían sido rechazados; consideraron que guerrear en aquellas condiciones era imposible y decidieron levantar su campo.

Sin embargo, en un genial movimiento estratégico, el 28 de diciembre, el Gran Capitán cruzaba el Garellano por un puente de barcas construido a toda prisa la noche anterior. La caballería ligera de Bartolomeo d’Alviano, el Orsini protector de la librería, cayó por sorpresa sobre los franceses, que se retiraban a Gaeta a pasar el invierno. Le seguían el resto de las tropas españolas. Los franceses trataron de reorganizarse, pero se vieron superados y se produjo una huida en desbandada. El descalabro fue tal que Gaeta, a pesar de sus excelentes fortificaciones, se vio obligada a capitular el 1 de enero de 1504, y su fortaleza lo hizo dos días después. Al Gran Capitán le restaba solo eliminar algunos focos de resistencia y el reino de Nápoles sería español por completo.

Pedro Juglar entró en la ciudad de Nápoles desfilando triunfal junto a las tropas de Gonzalo Fernández de Córdoba, y toda la familia lo festejó con entusiasmo. Joan esperó impaciente su turno para abrazarle; apreciaba al aragonés, era un hombre noble, incapaz de traición, y su retorno sano y salvo le llenaba de felicidad. Era Pedro quien cuidaba de la familia ahora en Italia, hasta que, junto a ella, viajara a Barcelona en primavera.

Aun así, el sabor amargo de la traición regresaba a su boca. Imaginaba a Miquel siendo torturado y notaba un nudo en la garganta. Era un sicario, un verdugo, un asesino, pero a su manera era también un hombre decente. Lamentaba aquella situación y más aún el protagonismo de Niccolò en ella.

La carraca siguió paralela a la costa y al poco Joan pudo distinguir en el horizonte la silueta verde oscura de la montaña de Montjuic, los campanarios de Santa María del Mar y la catedral y las torres de la muralla, tras la cual se apiñaban las casas de la ciudad. Barcelona tenía el mismo aspecto que cuando, hacía más de veinte años, la vio por primera vez. Entonces era un niño andrajoso, un huérfano de doce años que acudía a la urbe en busca de amparo para él y su hermano pequeño.

Recordaba aquello con una mezcla de nostalgia y pena. Al contemplar los intimidantes muros y torres de la ciudad, Gabriel, encogido y temeroso, le agarró con fuerza la mano, y él le prometió que todo iría bien y que nunca le dejaría solo. Únicamente pudo cumplir su palabra durante algún tiempo, y ahora, transcurridos ocho años desde su último encuentro, se emocionaba pensando en que le volvería a ver. Juntos tuvieron que enfrentarse al mundo y superar momentos difíciles y dolorosos, pero ahora eran los más dulces de aquellos recuerdos los únicos que acudían a su memoria. Quería a su hermano con devoción. Había sido su compañero de juegos, su única familia, y había tratado de protegerle y sustituir a sus padres desaparecidos. Los fuertes lazos que los unieron entonces jamás desaparecerían, y solo pensar que pronto vería a Gabriel le producía un cosquilleo de placer anticipado en el estómago. ¡Deseaba tanto abrazarle!

Al aproximarse la nave a la ciudad vio que la muralla del mar continuaba derruida en el tramo cercano a la isla de Mayans, tras cuya protección y la del muelle de la Santa Creu, que unía la isla con la playa, fondeaban las naves. Recordó que cuando lo vio por primera vez sintió tanto temor como esperanza, y se dijo que sus sentimientos ahora no eran muy distintos. Tenía amigos y familia en Barcelona y era un hombre de treinta y dos años que vestía con cierto lujo, portaba en su cinto daga y espada y ambas las manejaba con soltura. Sin embargo, a pesar de su madurez, sentía tanta desconfianza como entonces; notaba una oscura prevención, un profundo temor. Aquella era la ciudad de sus pesadillas y encerraba un monstruo llamado
Inquisición
. Y allí debía labrar su futuro y el de los suyos.

97

Una chalupa le llevó a la playa con su equipaje, y allí contrató a unos mozos de cuerda para que cargaran con sus pertenencias. Entraron en la ciudad por el tramo de muralla derruida que había frente a la plaza del Vi y Joan no pudo evitar la comparación con Nápoles, que mantenía unas murallas del mar poderosas y en perfecto estado. Su hermano le contó en una carta que tres años después de que la ciudad fuera capaz, con grandes esfuerzos, de reconstruir aquellos muros una tormenta los destrozó de nuevo. Daba impresión de miseria y Joan recordó la opulencia de las ciudades italianas a pesar de las guerras que las azotaban.

Los porteadores se dirigieron, pasando frente a la iglesia de San Sebastiá y la Lonja, a la plaza de les Falsies. Allí la horca aún daba la bienvenida en forma de advertencia siniestra a los marinos, y Joan consideró de buen augurio que no hubiese ningún cadáver colgando de ella. La primera imagen que guardaba de la ciudad al entrar en ella de niño era el cuerpo de un ajusticiado que se balanceaba en aquel patíbulo mientras unos cuervos lo picoteaban.

Cumplidos los trámites de la aduana del General, que fueron fáciles, ya que solo transportaba su equipaje, les pidió a los mozos que continuaran hasta la calle Tallers, donde vivía su hermano, siguiendo el mismo trayecto que recorrió a su llegada de niño a Barcelona. Estaba impaciente por ver a Gabriel y sentía un cosquilleo anticipado en el estómago, pero quería recordar.

Los porteadores tomaron la calle de Cambis Vells y Joan se detuvo en las bancas de los cambistas que se alineaban frente a las casas. Después de negociar con un par de ellos, cambió sus florines y ducados italianos por moneda barcelonesa; libras, dineros de vellón y sueldos. Continuaron hacia Santa María del Mar, donde los mozos se santiguaron frente a la iglesia de su patrona para seguir después por la calle Argentería. Allí, los orfebres y plateros mostraban sus trabajos en mesas adornadas con coloridos toldos. A las conversaciones de los transeúntes se unía el suave repicar de las herramientas en el metal de los artesanos, que, cuando no proclamaban el mérito de una joya o regateaban con un cliente, trabajaban en la pieza que tenían entre manos.

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