Al rato sacaron el cuerpo del agua, y después de secarlo, lo depositaron sobre la cama cubierto por una sábana. El médico le puso la mano en la frente y proclamó:
—La fiebre remite.
«Y ¿cómo no?», se dijo Joan.
A continuación, Joan acompañó a Miquel Corella a la cámara del papa. Caía la tarde y después de la oración de vísperas, se le dio la extremaunción al moribundo, que luchaba por recobrar el aliento. Joan solo había hablado un par de veces con el papa, pero su personalidad le había cautivado, y verle agonizar le producía una gran tristeza. Se dijo que mayor pena sufriría Miquel Corella viendo cómo aquel hombre al que consideraba su padre se asfixiaba. Miquel observaba al pontífice con las facciones crispadas por el dolor, los ojos húmedos y la mano derecha aferrada a la empuñadura de su espada. Al poco, el papa Alejandro VI expiraba.
Las historias sobre el papa que circulaban en Roma se multiplicarían de forma asombrosa poco después de su muerte. Contarían que de repente se había incorporado del lecho gritando: «Es justo, ¡ya voy, ya voy! Pero aguarda un poco más…». Dirían que le hablaba a Satanás, al que le había vendido su alma para lograr la tiara pontificia, y que este había cobrado su deuda al expirar los once años pactados. También se murmuraría que, en su agonía, siete diablos habían irrumpido en su dormitorio dando saltos y que cuando un cardenal quiso atrapar a uno, con aspecto de mono, el papa se lo impidió gritando: «¡Soltadle! ¡Soltadle!».
Pero Joan lo único que vio y oyó fue a un hombre grueso de labios hinchados soltando su último suspiro. Solo Jofré Borgia, arrodillado al borde de la cama, dejó ir un lamento. Los cardenales se quedaron orando en voz alta mientras contemplaban al muerto y calculaban sus siguientes movimientos. Sin embargo, fue don Michelotto el primero en moverse, sorprendiendo a todos al ordenar a sus tropas el cierre de todas las salidas del Vaticano y la ocupación de escaleras y accesos para evitar cualquier desplazamiento. La orden incluía a los cardenales, que quedaron presos con el cadáver. Miquel salió de la habitación para regresar con Vicent y varios hombres más de su absoluta confianza. Los prelados, que habían iniciado una agitada discusión, callaron al verle entrar, le miraron con temor y retrocedieron unos pasos hasta la pared conforme el valenciano, seguido de Joan y el resto, avanzaba amenazante.
Don Michelotto se dirigió al cardenal Casanova, que, en su puesto de camarlengo, encarnaba el poder de la Iglesia desde la muerte del papa hasta la elección de su sucesor, y tendió la mano hacia él.
—Dadme las llaves.
—¿Qué llaves? —preguntó el hombre sofocado.
—Las del tesoro papal.
—El tesoro no pertenece al pontífice, sino a la Iglesia. —Tragó saliva ante la mirada del valenciano—. Por lo tanto, no os puedo entregar esas llaves; le corresponden al próximo papa.
—Dadme las llaves. —Y don Michelotto desenfundó su daga con parsimonia, recreándose en la expresión aterrorizada del hombre, que sudaba de angustia.
—Yo no puedo…
—Hacedlo. Si no, os haré volar por esa ventana después de rebanaros la garganta.
Tembloroso, el cardenal le dio las llaves. A un gesto de Miquel, Joan y los demás le siguieron a un recinto detrás de la alcoba papal y cargaron con cofres llenos de joyas y monedas de oro por un valor superior a cien mil florines.
—Adecentad a su santidad para los funerales, y ya podéis hacer sonar las campanas —les dijo Miquel a los cardenales después de bajar aquella fortuna a la habitación de César Borgia.
Aquella noche, las mujeres y los niños de la familia Borgia se trasladaron, con el tesoro, a la fortaleza de Sant’Angelo por el pasadizo secreto que la unía con el Vaticano. Allí, Jofré Borgia ordenó sacar los cañones por las troneras del castillo como advertencia a cualquier posible asaltante. Mientras, las iglesias de Roma doblaban sus campanas en toque de difuntos, una tras otra, conforme llegaba la noticia.
Miquel Corella se quedó junto a una guardia fiel al lado de César, en el Vaticano. El hijo del difunto papa continuaba siendo el portaestandarte y aquel era su lugar. Además, aún se encontraba muy débil y, aunque la fiebre remitía, el médico aconsejaba no moverle.
—Si no precisáis más de mis servicios, quisiera regresar a mi librería —le dijo Joan a Miquel—. Temo que sea atacada.
—La misión se ha completado con éxito —repuso el valenciano poniéndole la mano en el hombro—. Debes guardar silencio sobre lo que has visto y hemos hecho.
—Así lo haré.
—Gracias y cuídate. Los próximos días serán turbulentos.
Joan galopó hacia la librería a medianoche a través de una Roma despierta. Mientras, calculaba dónde estaría acampada la caravana en la que viajaba su familia después de dos días de camino. Cuando los alcanzara la noticia estarían cruzando ya la frontera del reino de Nápoles, bajo la protección del ejército español. Respiró tranquilo, nadie los detendría.
En la calle había gentes con antorchas celebrando la noticia mientras otros, temerosos, se encerraban en sus casas. Las campanas entonaban su canto lúgubre interrumpido por estampidos que el librero no supo precisar si eran disparos o solo fuegos de artificio. Al llegar a la librería comprobó, satisfecho, que un par de aprendices montaban guardia en las ventanas, apuntando hacia la calle con sus arcabuces. Paolo se mostró feliz al verle sano y salvo.
—El papa ha muerto —le explicó el romano—. He puesto la librería alerta por si nos atacan.
—Sí, lo sé. Estuve en el Vaticano.
—¿Qué ha ocurrido?
—Si os lo contara, no lo creeríais.
Las furias que anticipaba Miquel Corella se desataron, primero en Roma y después, conforme la noticia se extendía, en los estados de la Iglesia conquistados por César. Se decía que ambos, padre e hijo, habían muerto. Los numerosos desposeídos por el Vaticano en los últimos años se apresuraron a regresar a sus antiguos feudos para recuperarlos. En Roma, las grandes familias a las que César y su padre habían reprimido reaparecieron ansiosas de poder y venganza. Los Orsini salieron de sus escondites dispuestos a controlar la ciudad, los Colonna formaron un pequeño ejército que marchaba sobre Roma con Próspero, que luchaba junto a las tropas españolas del Gran Capitán, a la cabeza, y los Savelli reaparecieron fortificándose en su antiguo palacio después de asaltar la cárcel de la ciudad y liberar a todos los presos. Eran enemigos seculares entre ellos y se odiaban, pero parecía como si hubieran acordado olvidar sus diferencias para acabar con el poder que les quedaba a los
catalani
.
El clan de los Orsini, hambriento de venganza, se destacaba en la comisión de todo tipo de atrocidades: pillaje, secuestro, asesinato y violación. Fabio Orsini, hijo de Paolo Orsini, uno de los ejecutados por don Michelotto a raíz de los sucesos de Senigallia, llegó a embadurnarse las manos y el rostro con la sangre de un miembro lejano de la familia Borgia al que apuñaló en un ataque al barrio español cerca de la vía Bianchi.
La represalia de don Michelotto no se hizo esperar. La noche siguiente, en lugar de usar el puente de Sant’Angelo, con lo que habría alertado a los Orsini, cruzó el Tíber con sus hombres en varias barcas, amparándose en la oscuridad. Sorprendieron a los centinelas y asaltaron y prendieron fuego al barrio de Monte Giordano, feudo de los Orsini, que ardió por sus cuatro costados. Los Orsini devolvieron el golpe con el asalto a un par de palacios
catalani
y el secuestro de sus mujeres, y don Michelotto respondió con otro ataque y más incendios.
Las habladurías no daban tregua. Los Borgia ya no eran solo crueles envenenadores, lujuriosos, incestuosos y ladrones de los bienes de la Iglesia, sino también nigromantes. Se repetían las historias de los siete diablos que habían acudido en busca del alma del papa y de la brujería de la cura aplicada a César con el toro, el símbolo heráldico de los Borgia. El hecho de que el cuerpo del papa, ya gordo de por sí, se corrompiera con rapidez a causa de su enfermedad y del calor de agosto, inflándose y tomando un aspecto negruzco a la vez que desprendía un olor nauseabundo, no hizo más que fomentar aquellos relatos. Nadie se quería acercar a él y los criados tuvieron grandes dificultades para introducirlo en el ataúd por culpa de su extrema hinchazón. Estuvo expuesto al público detrás de una reja y se le enterró con prisas después de las mínimas ceremonias protocolarias. Aquellas historias contribuían a inflamar los ánimos del populacho contra los
catalani
, y grupos ansiosos de sangre y rapiña se lanzaron a las calles a cazarlos.
Joan mantuvo la librería abierta a pesar de las columnas de humo de los incendios que se alzaban en la ciudad. Un aprendiz permanecía de guardia en el piso superior y los arcabuces estaban cargados; sabía que el establecimiento era un referente en la ciudad y que sería atacado. El primer asalto ocurrió al mediodía siguiente, pero estaba mal organizado y se desbarató después de los primeros tiros de aviso. Aun así, nadie se engañaba, tarde o temprano volverían.
Cuando la calle recobró la normalidad, las barricadas se convirtieron en mesas donde exponer libros y artículos de escritura, y la librería mantuvo su horario habitual. A Joan le sorprendió la aparición de algunos clientes, aunque solo acudían en busca de noticias y la mayoría iban escoltados. Se hablaba de los conocidos muertos en los asaltos y se comentaba de los palacios, que, al igual que la librería, se defendían con barricadas y gente armada. Hordas de facinerosos recorrían las calles gritando: «Muerte a los
catalani
»; atacaban a todo aquel que parecía extranjero y saqueaban sus propiedades a la menor oportunidad. Joan decidió acoger a un par de familias que no podían defenderse en sus casas.
Una mañana, apareció Miquel Corella al frente de una abundante tropa.
—¡El orden se restablece en la ciudad! —clamó para que le oyeran todos—. Dentro de poco Roma volverá a ser segura.
Joan le invitó a tomar un vaso de vino y algo de comer en el primer piso. Se alegraba de verle y quería saber la verdad de lo que ocurría.
—César continúa enfermo —le confesó—. Apenas puede hablar y tiene mucha fiebre. Sin embargo, cuando esta remite recupera la lucidez.
—¿Podréis restablecer el orden?
—No mientras César no se recupere y no tengamos nuevo papa; controlamos el Vaticano en su totalidad y el Borgo, al otro lado del río, y solo zonas de esta orilla. Para empeorar la situación, los cardenales nos piden que abandonemos el castillo de Sant’Angelo, a lo que nos negamos. Sin embargo, como precaución, enviaremos a nuestras mujeres y niños a un castillo seguro fuera de Roma.
—¿Cuándo se procederá a la elección?
—Pronto, resiste como puedas.
Joan afirmó con la cabeza. Estaba dispuesto a hacerlo.
Pocos días después, a primeros de septiembre, Miquel Corella apareció de nuevo en la librería.
—Vengo a despedirme —le dijo a Joan—. Se va a proceder a la elección del nuevo papa y el colegio de cardenales, según dicta la costumbre, ordena a todos los grupos armados que abandonen la ciudad para que no influyan en la votación.
—¿Qué va a ocurrir con los
catalani
que nos quedamos en Roma?
—Lo mismo que hasta ahora, os tendréis que defender por vosotros mismos. Me llevo a César, que continúa enfermo, y al resto de la familia —dijo Miquel, que sonrió al añadir—: Y también el tesoro, que tengo a buen recaudo. Servirá para mantener nuestro ejército.
—Y ¿qué ocurre con Sancha de Aragón? —inquirió Joan—. ¿Continúa presa en el castillo?
Don Michelotto bufó antes de responder.
—¡Menuda mujer y pobre de su marido! Poetisa, culta, bella, sensual y con un carácter endiablado. La pusimos en libertad y decidió regresar a Nápoles, donde continúa siendo princesa de Esquilache, pues el rey Fernando de España respetó los títulos de los parientes del papa.
—A Anna le encantará verla.
—Irá bien acompañada. Acaba de recuperar la libertad y ya tiene otro amante.
—¿Quién?
—Nada menos que Próspero Colonna.
—¡Si le dobla la edad!
Miquel hizo un gesto con los labios y se encogió de hombros quitándole importancia a aquel detalle.
—Pero es poderoso. Está al frente de una importante tropa que envía el Gran Capitán con la excusa de mantener el orden en Roma. En realidad pretenden presionar para que se elija un papa favorable a España. —El valenciano se llevó el índice a los labios para pedirle a Joan que guardara el secreto—: A pesar de su enfermedad, César continúa controlando a once cardenales y está negociando a dos bandas con franceses y españoles para lograr un papa que nos favorezca.
—Espero que haya suerte.
—Quizá tardemos mucho tiempo en vernos —dijo Miquel—. Si todo sale bien, César regresará a Roma como portaestandarte del nuevo papa, pero yo lucharé en las provincias. Los venecianos invaden la Romaña y los condotieros a los que expulsamos quieren recuperar sus feudos. No sé cuándo volveré.
Joan adivinó lo que Miquel pensaba. «Quizá no regrese nunca.»
—Cuidaos, amigo —le dijo el librero dándole un abrazo para evitar que le viera los ojos húmedos—. Gracias por todo.
El valenciano le estrechó con fuerza y Joan notó que estaba tan emocionado como él.
A la mañana siguiente, un imponente cortejo acompañado de música de timbales y trompetas salió del castillo de Sant’Angelo. Eran las últimas tropas en abandonar la ciudad antes de que los cardenales se reunieran para elegir al nuevo papa, y Joan fue a presenciar el desfile. Doce alabarderos vestidos de rojo y gualda portaban una lujosa litera cerrada con cortinas de paño carmesí, donde viajaba César, enfermo, seguida por un palafrenero vestido de negro que llevaba de las riendas su caballo de combate cubierto con terciopelo negro con las armas de los Borgia y de Francia. A continuación venía don Michelotto al frente de un destacamento de caballería y, junto a él, un jinete atado a su montura y con la cara cubierta. Joan pensó que sería un rehén importante que evitaría ataques del clan Orsini. Después seguía un largo desfile de carros, infantes y jinetes.
Joan estaba absorto contemplando el cortejo sobre su montura cuando notó un contacto en su espalda. Se giró llevando su mano a la empuñadura de su arma cuando vio el rostro sonriente de su cuñado, Pedro Juglar. También iba a caballo y tenía aspecto de llegar de un largo viaje.