—¿El momento decisivo? —repitió Joan irónico. Le divertía la habilidad argumentativa de su amigo.
—Sí que lo es —insistió el florentino—. Nuestra misión marcará el principio del fin de la tiranía teocrática en mi patria. Joan, juntos hemos superado situaciones difíciles. Os ruego que me acompañéis en esta. Lucharemos por la libertad.
—Sois muy elocuente, amigo Niccolò, y os respondo lo mismo que a Miquel Corella. —Joan sonrió—. Lo pensaré.
—No sé si ha sido iniciativa del propio Niccolò o me ha hablado a instancias de Miquel —le contaba Joan a su esposa—. Pero tiene razón nuestro amigo. Todo lo que he hecho hasta el momento, incluso todo lo que soy, me empuja a aceptar.
—Estoy segura de que es don Michelotto quien maneja los hilos —repuso ella—. Parece un soldado, pero es un hábil conspirador. Os conoce bien y hace que los argumentos de unos y otros se sumen. Niccolò es su marioneta. Y va a usaros como lo hizo en el asesinato de Juan Borgia.
—Lamento que lo veáis así.
—Negaos, pues.
Joan se quedó mirándola sin hablar y se dijo que deseaba ir. Negarse era traicionar a sus amigos y a sí mismo.
—No podéis, ¿verdad? —dijo ella ante su silencio.
—No, no puedo. —Joan miraba con intensidad a los ojos de su esposa, como si quisiera penetrar en sus pensamientos—. Sé que os contraría y que me voy a jugar la vida. Quizá la pierda. Sin embargo, quiero partir con vuestro cariño y vuestra sonrisa, sin enojos.
Ella no contestó. Pensaba que nada de lo que le dijese a su marido le haría cambiar de opinión, y decidió resignarse a lo inevitable. Él vio cómo los ojos de Anna empezaban a humedecerse y que le abría los brazos. Acudió a ellos para estrecharla en silencio.
Joan debía afrontar la evidencia y proveer para el futuro de su familia en el caso de que él no regresase. A pesar de los sentimientos de Anna con respecto a los
catalani
sabía que estos la protegerían a toda costa si enviudaba. Estaba seguro de que Anna, con el apoyo del clan, sería capaz de sacar la librería adelante, aunque era más que conveniente la presencia de otro varón adulto en la familia Serra. Además, si los pronósticos de Innico d’Avalos se cumplían, los florentinos de la librería pronto regresarían a su tierra. Joan se dijo que aquel era el momento oportuno para hablar con Pedro Juglar, el sargento aragonés de la guardia vaticana que llevaba un tiempo cortejando a su hermana María. El aragonés conocía y aceptaba el pasado de la muchacha, y cuando se le invitaba a cenar jugaba con los hijos de esta, Andreu y Martí, que le adoraban.
—Quisiera dejar resuelto el futuro de Pedro y María antes de partir a Florencia —le dijo Joan a su esposa.
—Me parece bien. Pedro solicitó el permiso de María para hablar con vos y pedirla en matrimonio. Estaba esperando el momento oportuno.
—Pues el momento ha llegado —repuso Joan, encantado con la noticia—. He pensado en ofrecerle a Pedro un puesto en el negocio como parte de la dote.
—Es un hombre de armas, y se nota en su estilo —replicó ella—. Sabe latín, pero no el suficiente para atender en la librería.
—Sin embargo, le gustan los libros —continuó Joan—. Ya era habitual de la librería antes de pretender a mi hermana.
—Aquí se conocieron —dijo Anna con una sonrisa que denotaba una gran sintonía con los sentimientos de su cuñada—. Me gusta mucho Pedro. La hará feliz.
—El latín no será problema, puede aprenderlo. Además, debería empezar como aprendiz de encuadernación e imprenta. Le haríamos pronto maestro. Es un hombre espabilado.
—¿Creéis que aceptará?
—Si quiere a mi hermana…
—No —repuso Anna con semblante severo—. No podéis negociar con eso. Vuestra hermana ama a ese hombre y deben casarse aunque él no quiera ser librero. Ni se os ocurra forzarle.
—De acuerdo —aceptó Joan a regañadientes—. Le enviaré recado al Vaticano para que nos veamos hoy mismo. No dispongo de mucho tiempo.
—Amo a vuestra hermana y me gustan los libros. Sin embargo, no me había planteado dejar la carrera militar.
Pedro Juglar era un hombre recio, de porte marcial, contaba con veintisiete años —dos más que Joan—, era casi tan alto como este y más corpulento. Su cara afeitada mostraba la sombra de una barba cerrada, lucía media melena, tenía una mirada inteligente de ojos oscuros y una sonrisa fácil que dejaba ver una dentadura blanca y regular.
—Creemos que seríais un buen librero. Os ruego que lo consideréis.
—Os lo agradezco, Joan —repuso Pedro con un gesto de preocupación—. Lo consideraré, aunque estoy comprometido por dos años con la guardia vaticana, y es un compromiso que debo honrar.
—No os preocupéis por eso. Pienso que si vos lo deseáis, puedo arreglarlo con Miquel Corella. —Joan sonrió—. Será parte de una negociación que tenemos pendiente.
—Quisiera, con independencia de vuestra oferta, fijar una fecha de boda con vuestra hermana —insistió el aragonés.
—De acuerdo. ¿Qué os parece si la decidimos con María y mi madre?
Pedro afirmó con la cabeza. Sonreía ilusionado.
—Desconocemos dónde guardan el
Libro de las profecías
—dijo César Borgia—, pero estamos seguros de que se encuentra en el convento de San Marco.
Cuando Joan le hizo saber a Miquel Corella que aceptaba aquella misión, el valenciano le citó dos días después con César Borgia y le pidió que llevase a Niccolò consigo. No dio muestras de contento al conocer la respuesta del librero. Actuaba como si ya contara con ello, y aquella suficiencia molestó a Joan. Quizá Anna estuviera en lo cierto. El encuentro tenía lugar en la misma sala que la primera vez, y los tres escuchaban al hijo del papa atentamente.
—Esos dominicos forman un núcleo muy cerrado en el que solo tienen cabida los de su orden que tengan un sentido tan fanático e intolerante de la religión como ellos —continuó el portaestandarte papal—. El círculo más íntimo lo forman los frailes Domenico de Pescia, Silvestro Maruffi y el propio Girolamo Savonarola. Y a su alrededor está toda la comunidad de monjes dominicos del convento de San Marco, que los protegen.
—Y a su vez, a ellos los protegen los órganos de gobierno de la ciudad y del estado, controlados por los seguidores de Savonarola, los llamados
llorones
por su continuo lamento y contrición por todo tipo de pecados —continuó Niccolò—. Y en las calles son los propios llorones, conformados en grupos armados, y las compañías blancas quienes imponen la ley de Savonarola.
—¿Compañías blancas? —se interesó Joan.
—Sí, compañías blancas —confirmó Miquel Corella—. Son bandas de niños vestidos de blanco y rapados que no tienen otra instrucción que la religiosa y que imponen su «moral» a los mayores a pedradas.
—En efecto —tomó la palabra César Borgia—. Existe toda una trama, muy difícil de penetrar, que como capas de cebolla rodea y protege a Savonarola y a los suyos.
—Así que tenemos que introducirte en ese círculo cerrado para que averigües dónde está el libro, lo consigas y nos lo traigas —dijo Miquel Corella mirando a Joan.
—¿Tan fácil? —ironizó este—. ¿Voy a Florencia, pido una entrevista con Savonarola y le exijo que me dé el
Libro de las profecías
? Para eso no hace falta un librero. Cualquiera lo puede hacer.
—No. Bien sabemos que no será fácil —repuso César—. Y creemos que solo vos podéis ejecutar nuestro plan con éxito. Contaréis con la ayuda de don Niccolò dei Machiavelli, que os apoyará desde el exterior del convento.
—Pero ¿por qué yo? —inquirió Joan—. Savonarola jamás confiaría en un seglar desconocido que habla su lengua con acento extranjero y que odia la tiranía religiosa que él impone. Pienso que soy el menos idóneo.
—Algunas de esas cosas se pueden arreglar y otras funcionarán a nuestro favor —dijo Miquel—. Precisamente que seas español será una gran ventaja. Savonarola conoce a los dominicos italianos, bien sea en persona o por referencias. Sabe quiénes simpatizan con él y quiénes lo rechazan. No podemos inventar un fraile dominico italiano, pero sí uno español.
—¿Un fraile dominico? —repitió, incrédulo, Joan—. Queréis decir que…
—Que te convertirás en un dominico español —le confirmó Miquel—. Un inquisidor.
—¿Un inquisidor? —dijo Joan poniéndose en pie de un salto—. ¡Jamás seré un inquisidor!
—¡Siéntate! —le ordenó el valenciano.
Joan continuó de pie.
—No, no lo haré —insistió con las mandíbulas apretadas—. Vi cómo Antoni Ramón y Joana Corró, que me trataron como a un hijo, fueron condenados a la hoguera por los inquisidores y cómo ardían en ella. Olvidaos de mí, buscad a otro.
Se quedó mirando a don Michelotto. El valenciano no se había movido de su silla y sus ojos echaban chispas. Se disponía a hablar cuando el Borgia se le adelantó.
—No tenemos a otro, don Joan —dijo pausado, con una sonrisa amable nada frecuente en él—. Y precisamente porque odiáis a los inquisidores os debería deleitar la burla de la que les vamos a hacer objeto. Escuchad. Y si lo hacéis sentado, todos lo apreciaremos.
Joan vaciló unos instantes y comprendió que no se podía negar a la cortés petición del hijo del papa. Observó a Niccolò; su habitual sonrisa irónica estaba ausente y le miraba serio. Sabía que su temperamento impetuoso le acarreaba problemas con frecuencia y decidió obedecer. César lo agradeció acentuando su sonrisa antes de empezar a hablar de nuevo.
—Reunís todas las condiciones para engañarlos. Os criasteis en un convento y, por lo tanto, conocéis cómo viven y actúan los frailes.
—Solo pasé unos años en el convento, y eran monjes del Santo Sepulcro, no dominicos.
—Habláis y leéis latín, como un fraile culto —siguió el hijo del papa sin prestar atención al comentario de Joan—. Y habéis visto actuar a la Inquisición muy de cerca.
—Pero disto mucho de poder engañar a un fraile dominico haciéndome pasar por otro.
—Lo haréis, Joan —afirmó con decisión el Borgia—. Porque pondremos todos los medios del Vaticano a vuestra disposición y porque sois el único que reúne las condiciones precisas.
—Y porque lo necesitamos —dijo Miquel, que ahora imitaba el tono suave y convincente de su jefe—. Los continuos ataques al papa de Savonarola y su apoyo a Francia debilitan al pontífice, y por lo tanto a todos los que le apoyamos. Tus amigos. No nos puedes abandonar.
Joan sabía que no, que no podía abandonarlos, y por múltiples razones. La primera era que se sentía en deuda con Miquel y los
catalani
, y la última era que estos no perdonaban una traición. A todo ello se sumaba la súplica de Niccolò y la amable sugerencia de Innico d’Avalos. Comprendió que era infantil resistirse y que le convenía, por su bien y el de su familia, mostrar buen talante.
—Vos conocéis mi historia, Miquel —dijo dirigiéndose al valenciano en el mismo tono conciliador. Quería reparar el resentimiento que este pudiera albergar contra él tras hacerle frente en presencia del hijo del papa—, y comprenderéis el rechazo que siento por la Inquisición. Estoy seguro de que tenéis un buen plan, pero dudo de mi capacidad para llevarlo a cabo. Conocéis la repulsión que siento por los inquisidores y, sin embargo, sabéis que cumpliré con mis compromisos con el clan. Incluso en algo que me desagrada tanto como esto. Os ruego que entendáis mi reacción.
Sorprendido, Joan vio en la dura faz del valenciano una expresión emocionada. Sus ojos se humedecieron y extendió el brazo hasta apoyar la mano en el hombro de Joan. Este notó una presión firme, reconfortante; sentía una extraña sensación de fuerza que provenía del contacto.
—Te conozco bien, Joan —le dijo—. Sé de tus sentimientos respecto a los inquisidores. Pero también sé que eres el hombre para esta misión y que la ejecutarás con éxito.
De regreso del Vaticano, Joan anduvo pensativo mientras Niccolò se mostraba tan locuaz como prudente en sus comentarios.
—Creo que tienen un buen plan —decía—. Mi papel de apoyo será menos arriesgado que el vuestro, pero contad conmigo. Estaré allí y no os abandonaré.
Anna mostró preocupación cuando Joan le contó los detalles en la intimidad de su habitación.
—Si me ocurre algo, Miquel Corella y los
catalani
cuidarán de vos y del resto de la familia —le dijo él—. No tengo la menor duda.
—Temo por vos.
—La decisión ya está tomada. —Joan le puso las manos en los hombros, cariñoso, y miró dentro de sus ojos forzando una sonrisa—. No hay vuelta atrás. Regresaré sano y salvo, no temáis.
Ante lo inevitable de la situación, Anna decidió hacer un esfuerzo, quitarle importancia al asunto y mostrarse animosa. Amaba a su marido, no quería añadir angustia a sus preocupaciones, pero un nuevo temor la asaltó. Que aquella aventura llevara a su marido a la muerte sin siquiera haber cumplido la mayor de sus ilusiones: darle un hijo. Decidió hacer un esfuerzo y rebajar la tensión con humor y picardía.
—Rezaré por ello. Todo irá bien. Estoy segura de que os convertiréis en un magnífico fraile.
Él la miró extrañado y vio que Anna cambiaba su expresión grave por una divertida, y que después dejaba ir una risita.
—¿Qué ocurre? —preguntó él.
—¡Que os van a tonsurar!
—¿Que me raparán la parte superior de la cabeza? —Joan no había caído en la cuenta de aquel detalle.
El rapado era humillante y se aplicaba a galeotes y delincuentes. Aquella era en parte la finalidad mística de la tonsura en los eclesiásticos. Como la que mostraba el papa. Era una muestra de humildad frente al Señor. Sin embargo, a él no le hacía ninguna gracia. Anna interpretó su expresión y rio alegre.
—Jamás he amado a un fraile y no puedo esperar a que os tonsuren —dijo tirando de él hacia el lecho—. Estoy impaciente por acariciar vuestra calva.
Joan se dejó llevar maravillado por cómo de repente aquel asunto se convertía en algo divertido. Su esposa no se mostraba pícara desde antes de su trágica violación, y su actitud era una fascinante novedad que Joan no pensaba desaprovechar, con lo que olvidó por completo sus pesares.
Sin embargo, tampoco en esta ocasión Anna fue más allá de las caricias y del dulce cariño. Su pasión progresó hasta cortarse en seco en un momento determinado. Se deshizo de Joan con unos besos tiernos y unas carantoñas y pronto cayó dormida. O al menos lo aparentó. Joan quedó insomne e inquieto. Intuía que estaba a punto de romper el muro invisible que los separaba de la pasión, que faltaba ya poco. Mil y un pensamientos se agolpaban en su mente, pero al final siempre se detenía en uno, y se levantó del lecho para escribir: «La muerte me rondará en ese viaje. Señor, no dejéis que muera sin que antes Anna me dé un hijo».