Tiempo de cenizas (24 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

No deseaba ver al papa, y no solo por lo ocurrido con su hijo. Aquella audiencia, que le honraba, le habría ilusionado de haber ocurrido unas semanas antes; sin embargo, ahora, la tristeza de su esposa diluía sus emociones, y la reflexión ocupaba el lugar de la ilusión. Hablar con el papa en nada cambiaría su vida, aunque debía hacerlo para no desairar a su amigo.

Sus pensamientos fueron a la profunda religiosidad de don Michelotto; le sorprendía aquel hombre que asistía a diario a misa. Estaba convencido de que su amigo no acudía a los oficios solo por dejarse ver, sino porque lo sentía.

«¿Cómo puede compaginar su fe con su trabajo cotidiano? —escribió—. ¿Se confesará de sus crímenes?»

Reflexionando, Joan llegó a la conclusión de que Miquel Corella obedecía todos los mandamientos menos el quinto: no matarás. Ese no existía para él.

«Quizá mata, en su opinión, a mayor gloria de Dios», anotó.

35

Cuando Miquel Corella le confirmó a Joan su cita con el pontífice, la noticia le dejó indiferente. Aun así, su expectación creció conforme la fecha se acercaba. Él, el hijo de un pobre pescador analfabeto, iba a conversar en privado, sobre libros, con el personaje más importante de la cristiandad.

Al hacérselo saber a su esposa, esta pareció salir de su abatimiento.

—Pedidle su bendición —le dijo—. Bien sabe Dios cuán necesaria nos es la gracia.

Pocos días después, Joan, ataviado de negro de pies a cabeza a pesar del calor de agosto excepto por la camisa blanca que asomaba por el cuello del jubón, se dirigió a caballo al Vaticano con unos libros de muestra y una lista de otros que quizá interesasen al pontífice.

Dejó su montura y sus armas en el cuerpo de guardia, donde conocía a los oficiales, y fue recibido como alguien de la casa. Tras una breve espera, un mayordomo le condujo a las habitaciones privadas del papa.

Joan siguió a aquel hombre a través de unas salas de rico mobiliario, bellos cortinajes y paredes y bóvedas decoradas fastuosamente con vivos colores. En aquellas pinturas brillaba el oro y la plata y representaban escenas alegóricas y religiosas con frecuentes apariciones del toro del escudo de los Borgia. En Roma se comentaba la belleza de aquellas habitaciones pintadas por Pinturicchio y su equipo de aprendices, aunque pocos habían gozado de su contemplación.

Después de un largo trayecto llegaron a una puerta custodiada por dos guardias, y el mayordomo golpeó con los nudillos. El hombre esperó a oír respuesta y entonces abrió una de las hojas, hizo una gran reverencia y anunció:

—Joan Serra de Llafranc, el librero.

Hizo pasar a Joan y este sintió que la puerta se cerraba a sus espaldas. Se encontraba en una gran habitación iluminada por un ventanal a su derecha, cubierta por arcos góticos que formaban dos bovedillas decoradas con motivos vegetales, geométricos y medallones. Los arcos ojivales de la parte superior de las paredes albergaban unas espléndidas pinturas que Joan rápidamente identificó gracias a los comentarios admirados oídos en su librería. Era la sala de los Misterios de la Fe, y en ella se representaban siete episodios sagrados, desde la Anunciación y la Natividad a la Resurrección y el Pentecostés. A Joan le hubiera gustado poder admirar la belleza de las pinturas, pero era consciente de que el papa le esperaba.

—Venid aquí, Joan —oyó que le decía en valenciano.

El pontífice se encontraba arrodillado en un reclinatorio situado frente a un crucifijo del que se levantó con esfuerzo.

—Vuestra santidad —murmuró Joan, que acudió a besar el anillo papal que Alejandro VI le tendía.

—Sentaos aquí —le dijo el papa mostrándole una silla—. Y dejad en la mesa lo que traéis.

Joan depositó en ella los libros, con excepción del que le llevaba como regalo, y esperó a que el pontífice se sentase para hacerlo él. Alejandro VI se acomodó en un sillón tan cercano a Joan que podía tocarle extendiendo el brazo.

—Me alegra veros otra vez —le dijo con una sonrisa en los labios—. He oído comentarios muy buenos sobre vuestra librería.

A Joan le costaba identificar al hombre al que tenía enfrente con el que había conocido cuando el Gran Capitán le presentó al celebrar la victoria de Ostia. Le recordaba como un hombre alto y corpulento vestido con ropajes suntuosos, y ahora tenía frente a él a alguien que, aun conservando la estatura, se encorvaba y había perdido mucho peso. Hacía calor y vestía un austero hábito oscuro, calzaba sandalias de fraile y sus manos, sin los guantes habituales, mostraban una única joya: el anillo papal. Su cabeza estaba descubierta y dejaba ver un cráneo afeitado en tonsura con una única franja de cabello que le cubría por encima de las sienes y la parte posterior de la cabeza, pasando justo por encima de las orejas. Una prominente nariz aguileña, más destacada ahora en su rostro a causa de la delgadez, dominaba una cara macilenta y afeitada en la que se marcaban las líneas que partían de la nariz y limitaban las mejillas y la boca. Un cuello flácido mostraba, en pliegues, los restos de una antigua papada. Tenía enrojecidos sus oscuros ojos, y Joan pensó que no hacía mucho había llorado. Sin embargo, su mirada mantenía la intensa vivacidad que Joan recordaba.

—Vuestra familia, vuestros capitanes y prelados me honran con su presencia en mi casa, Santo Padre —repuso tratando de devolverle la sonrisa—. Son muy generosos elogiándola.

—No solo hablan de vuestra librería, también de vos —continuó el papa—. Y lo hacen muy bien. Y más después de Ostia. Vos sois ese paisano mío que, además de abrir brecha con sus cañones en la fortaleza, fue el primero en penetrar en ella.

—Seguí a un soldado español, un chico joven. En realidad entramos juntos.

—Aun así fuisteis el primero; os lo agradezco, Joan. —Tenía una voz envolvente y no dejaba de mirarle—. La toma de Ostia representó una gran victoria.

—El mayor de los méritos es para los reyes de España y su general Gonzalo Fernández de Córdoba.

Joan vio cómo la sonrisa desaparecía de inmediato de la faz del papa.

—Con los reyes tenemos nuestras cuentas saldadas —dijo cortante.

Sin embargo, pronto recuperó la compostura y continuó la conversación con su voz cálida, amable y aterciopelada.

—También elogian a vuestra esposa. Ensalzan su conversación, su gentileza, su prudencia y dicen que es una de las mujeres más bellas de Roma.

A Joan se le hizo un nudo en la garganta. El papa no sabía que Anna ya no se dejaba ver por la librería, que aquella luz que irradiaba se había apagado, que apenas salía del dormitorio, que no era la misma. Y después pensó en el hijo de aquel hombre que tanto mal les había causado y se mordió los labios para no gritárselo como su corazón le pedía. Sintió que sus manos se crispaban en el libro que mantenía en su regazo y se dijo que el pontífice solo quería ser amable con él, que sin duda desconocía las fechorías de Juan Borgia. Entonces sintió la mirada observadora de Alejandro VI en él; ponderaba su expresión, había notado algo.

—Muchas gracias —dijo tratando de disimular. Tragó saliva y le ofreció el libro—. Esto es para vos.

—¿Para mí? —preguntó el papa con la expresión ilusionada de alguien que aprecia los regalos—. ¿Qué es?

—Un humilde presente. El primero de los libros impresos en vuestro obispado de Valencia.


¡Les trobes en lahors de la Verge Maria!
—exclamó feliz.

—Veo que lo conocéis —repuso Joan decepcionado—. Debí suponerlo.

—No importa, no puede haber mejor regalo para mí —dijo el pontífice tomando el libro y acariciándolo.

Lo hojeó brevemente y se lo devolvió a Joan, que le miró sorprendido.

—Abridlo por cualquier página. Leedme un poco —le pidió.

Joan obedeció y buscó un fragmento que le parecía particularmente bello—.
Senyora dels angels / Regina del cel…

—Lum guia del mon / Vos fes medecina
—continuó el papa.

—¡Lo sabéis de memoria! —exclamó Joan sorprendido.

—No todo, tan solo aprendí los versos que más me gustaban.

Y siguió recitando, aunque de pronto su voz se hizo débil y Joan, desconcertado, vio que el pontífice empezaba a llorar. Dejó de declamar y con un gesto le pidió el libro. Joan se lo dio y Alejandro VI lo estrechó entre sus brazos, sollozó y agachando la cabeza continuó con un llanto silencioso del que se escapaba de vez en cuando un hipo que le hacía estremecerse. El librero le miraba petrificado, no sabía qué hacer.

—Siento mucho lo de vuestro hijo —dijo sabiendo que mentía en lo referente a Juan Borgia, aunque era sincero al lamentar el dolor de Alejandro VI. Aquel hombre le caía bien; había sucumbido a la legendaria seducción que el sexagenario ejercía tanto sobre mujeres como hombres—. No quería traeros recuerdos dolorosos con mi regalo. Lo siento, ya me voy.

—No, quedaos. —Y le detuvo con un gesto—. No es deshonra para un hombre llorar cuando lo siente. Y menos si es por la muerte de un hijo.

Le miraba con los ojos llenos de lágrimas, abrazando el libro de la Virgen, y Joan no pudo menos que comparar aquella figura de hábito pobre y oscuro con la que aparecía en la imagen a sus espaldas. Era un esplendoroso fresco de Pinturicchio que mostraba el misterio de la Resurrección de Jesucristo. Este se elevaba de su tumba en el centro de una mandorla, un halo ovalado al estilo de los pantocrátores románicos, solo que el de la pared era brillante y lleno de luminosos rayos de oro. Estaba rodeado de querubines y era un Jesucristo triunfante que sostenía una bandera blanca con una cruz roja. Abajo, al pie del sepulcro, dormían unos soldados ricamente ataviados, y a la derecha y por debajo del Salvador estaba representado el propio papa Borgia.

Se encontraba arrodillado contemplando plácidamente la escena, con las manos enguantadas, juntas en oración, mostrando el anillo papal. Estas emergían, al igual que la cabeza, de una lujosísima casulla cuajada de pedrería e hilos de oro que le cubría todo el cuerpo y se extendía por el suelo. Alejandro VI mostraba su tonsura, pues a sus pies reposaba la tiara papal cubierta de oro y piedras preciosas, una triple corona que representaba la unión de sus tres poderes, los de papa, obispo y rey. La pintura mostraba a un hombre sano, grueso, sereno y feliz. Todo lo contrario del aspecto que ahora presentaba.

—También he visto pena en vos —le dijo el pontífice a Joan—. Rezad conmigo, si os place, a la Virgen, la gran intercesora ante el Señor, para que este nos libre del sufrimiento.

Se levantó trabajosamente, dejó el libro sobre la mesa y se arrodilló en el reclinatorio. Joan lo hizo en el suelo. Y el papa empezó su oración con los versos del poema del libro y después los adaptó a su propio rezo:

—Señora de los ángeles, Reina del cielo. Luz, guía del mundo; vos sois la medicina para el afligido…

Su cálida voz en la lengua materna, interrumpida a veces por el llanto, impresionó a Joan, que trataba de seguirle repitiendo sus palabras. Oía las súplicas y el rezo de aquel hombre por el alma de su hijo mientras él revivía las imágenes de su daga hundiéndose precisamente en el pecho de ese mismo hijo. Una y otra vez, mientras brotaba la sangre. Él se sabía el causante del mal que afligía al papa, pero, al tiempo, el monstruo que aquel hombre había engendrado era la causa de su padecimiento. Anna, pensó en Anna y en su dolor. Y rezó para que el alma de su amada sanase de sus heridas. El dolor unía, pensó, y en aquellos momentos él se sentía unido al papa, que era a la vez su víctima y el origen de sus males.

De repente notó que su pena se transformaba en un nudo en su pecho, dejó de repetir la oración, no pudo contenerse y estalló en llanto. Quiso hacerlo en silencio, pero el pontífice vio las lágrimas en sus mejillas y poniendo la mano en el brazo de Joan le dijo:

—No me equivoqué al reconocer vuestro dolor. La pena se alivia cuando se comparte. Yo os he hecho partícipe de mi sufrimiento y mis oraciones. Si queréis contarme lo que os aflige, será secreto de confesión.

Joan se quedó mirando aquellos ojos vivaces que ahora le miraban con ternura; deseaba contárselo todo, pero no podía.

—Se trata de vuestra esposa, ¿verdad? —dijo el papa.

El librero se sobresaltó. ¿Sabría algo? Vaciló aún unos instantes y después, a borbotones, le describió con todo lujo de detalles cuánto amaba a su esposa, su belleza, su gracia, el acoso sufrido por un poderoso y después la terrible venganza de este al no conseguir su propósito.

—Ya no me preocupa mi honra ni la de ella —continuó Joan—. Ni siquiera el tener un hijo que no sea mío, sino de un miserable violador. Mi pena es su propia pena. Ruego al Señor que la sonrisa regrese a sus labios, que vuelva a ser la misma de antaño. Esa mujer llena de belleza, gracia y felicidad de la que le hablaron a vuestra santidad.

—Creí que no había mayor pena para un padre que perder a un hijo —repuso Alejandro con un suspiro—. Pero traer al mundo a un niño fruto de una violación, un hijo al que odias y amas a la vez, debe de ser también terrible.

Hizo el gesto de incorporarse, Joan le ayudó y se volvieron a sentar donde antes estaban. Alejandro mantenía el contacto de su mano en el brazo de Joan.

—Dicen que el mayor de mis pecados es el amor a las mujeres —le explicó—. Yo no lo creo. Amar es bueno y mi verdadero pecado es el de la carne, que acompaña a ese amor. Sin embargo, siempre las he respetado; ellas vinieron en todo momento a mí por esa atracción que Dios quiso que hubiera entre hombres y mujeres.

Joan no pudo evitar pensar que aquel hombre abatido, macilento y arrepentido tenía como amante, o al menos la había tenido hasta hacía unos días, a Giulia la Bella, la mujer más hermosa de Roma, cuarenta y tres años más joven que él.

—Me admira el milagroso poder de crear vida que poseen y esa sensibilidad de la que los hombres en general carecemos. Por ello soy tan devoto de la Virgen María. No sabéis cuánto le rezo suplicando el perdón de mis pecados. Solo un miserable puede hacer lo que le hicieron a vuestra esposa y solo el Señor, a través de vuestro amor y vuestra ayuda, puede curarla de tan terrible mal.

»Dicen que la muerte de mi hijo es el castigo a mis pecados. El deseo de poder, el amor al lujo, la vanidad, la concupiscencia… Y tienen razón, Joan Serra de Llafranc, tienen razón. Soy papa y, sin embargo, soy también el mayor de los pecadores. Sé que quienes proclaman eso son mis enemigos, mientras que mis amigos me disculpan. Aunque estoy convencido de que el miserable que asesinó a Juan fue la mano ejecutora de mi castigo y un aviso del Señor. Por lo tanto, le perdono, porque creo que así yo también me haré merecedor del perdón divino.

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