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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

Tiempo de cenizas (20 page)

Joan vio cómo la llama del segundo candil disminuía antes de apagarse junto a su esperanza, pero al fin percibió un leve ruido que provenía de detrás de la puerta entreabierta que tenía al frente y a su izquierda. Llamó de nuevo a su esposa y al escuchar otro ruido su corazón se aceleró ansioso. Al rato, aquella puerta dejó paso a una sombra en la que reconoció a su mujer, que se apoyaba trabajosamente en la jamba. Estaba despeinada y su aspecto, siempre pulcro, era ahora desordenado.

—¡Anna! ¿Estáis bien? —inquirió Joan sintiendo un alivio inmenso. Ella no respondió y él comprendió lo estúpida que había sido su pregunta—. Id primero a por Ramón —le dijo para animarla.

Ella lo hizo arrastrando los pies, como alelada, y al entrar en la otra habitación tuvo que buscar en la oscuridad. Al fin encontró al niño dormido en el suelo y después de recogerle con suavidad lo llevó torpemente junto a Joan. A continuación, sin proferir palabra, empezó a desatar sus ligaduras mientras él le hablaba, diciéndole que se recuperaría pronto, que la amaba con locura y que haría todo lo posible y lo imposible para que se sintiese bien de nuevo, para verla sonreír otra vez, y que volverían a ser felices los tres. Muy felices.

Anna sentía náuseas. Se notaba sangrar y aquel horrible olor la perseguía. Se esforzó en desatar los nudos, pero sus dedos estaban torpes. Por fin, cuando lo logró, Joan la abrazó y ella se acurrucó contra él. Él quiso depositar un beso en sus labios y, aunque se sentía muy débil, ella lo apartó con toda la energía que consiguió reunir. Aún notaba aquel olor, aquel asco. Entonces él la besó en la frente, todo se oscureció para ella y se desvaneció en sus brazos.

Joan esperó paciente a que se recuperase acariciándole la mejilla con suavidad, y cuando lo hizo, tomó al niño en brazos y a ella por la mano y anduvo hasta la puerta de salida, que habían dejado solo ajustada. El caballo y la mula los esperaban atados a un arbusto. Anna tuvo dificultades para montar, aunque su silla, preparada para sentarse de lado, le permitía una relativa comodidad. Joan montó a Ramón delante de él, a la jineta, tomó las riendas de la mula y, a paso lento, se dirigió hacia la librería.

En el extremo de la calle, a cierta distancia, donde apenas llegaba la luz de las antorchas, Joan distinguió a Miquel Corella montado en su caballo. Preocupado por Anna, ignoró al valenciano, quien tampoco hizo ademán de acercarse. En la puerta de la casa, llamó a su madre y a su hermana, y estas, a la partera, mientras Anna insistía en bañarse porque estaba sucia. Los aprendices sacaron agua del pozo del patio y las criadas la calentaron en la cocina, donde instalaron un barreño. La partera trajo ungüentos y medicinas, hizo salir a Joan de la estancia, inspeccionó a Anna a conciencia y la ayudó después en el baño. Al terminar, la curó, dejándola acostada en la cama.

—Le han hecho una salvajada —le dijo a Joan.

—¿Tardará mucho en sanar?

—Semanas, quizá pasen meses —contestó ella, y tocándose la sien con el dedo índice añadió—: Pero eso solo es el cuerpo.

—¿El cuerpo? —inquirió Joan.

—Sí, el cuerpo. Porque sus peores heridas se encuentran en sus sesos, o en el alma si preferís. Esas tardarán más en curar.

—Y ¿cuánto tarda en curarse el alma?

La mujer se encogió de hombros.

—No lo sé. Depende de cuán profunda sea la herida y de la medicina.

—¿Medicina?

—Sí. Amor.

—Lo tendrá todo —afirmó Joan tajante.

Al acostarse abrazó a su esposa y ella se acurrucó contra él sin hablar. No respondió a ninguna de las frases de consuelo que él le dedicaba y ambos se quedaron en silencio. Joan no podía hacer otra cosa que darle cariño. Lo haría con toda su alma.

Con Anna entre sus brazos, Joan recordó la presencia de Miquel Corella en las inmediaciones de su casa. El librero comprendió que sentía en su corazón un odio profundo a todo lo relacionado con los Borgia, incluido Miquel. No volvería a hablarle.

Sin embargo, fue don Michelotto quien lo hizo. Al día siguiente se presentó temprano en la librería, atendida por Niccolò, Joan y un aprendiz. Al verle, Joan le dio la espalda para no saludarle, pero Miquel Corella le tomó del brazo y le empujó hacia el salón pequeño mientras le decía:

—Quiero hablar contigo. —Volviéndose a Niccolò, que los observaba, le ordenó—: Pedidle a una criada que nos traiga una botella de vino y un par de vasos. Por favor.

Niccolò se quedó mirándolo unos instantes con sus perspicaces ojillos negros sin responder ni moverse. No estaba acostumbrado a semejantes órdenes. Sin embargo, decidió obedecer porque Miquel Corella les había protegido a él, a su primo y a la colonia de refugiados florentinos desde su llegada a Roma. Sin que Joan le hubiera confiado su angustia a raíz del secuestro de Ramón, había sido testigo de las idas y venidas en la casa, y se había formado una idea bastante aproximada de lo ocurrido. Lo lamentaba mucho y se dijo que no era momento de mostrarse rebelde.

—No bebo vino tan pronto —objetó el librero.

—Pues hoy lo harás. ¿Cómo está ella? —preguntó sentándose frente a Joan.

—Mal, muy mal.

Cuando la criada apareció con el vino y los vasos, don Michelotto le dijo que no dejase entrar a nadie en el salón; después se dirigió a Joan:

—Cuéntamelo todo. Quizá te parezca duro, pero por muy duro que sea, te aseguro que yo he visto cosas mucho peores.

Joan dudó, aunque al comprender que necesitaba deshacer el nudo que tenía en el corazón, empezó a relatar lo ocurrido. Primero hablaba vacilante, después, acelerado, y al llegar al momento en el que se llevaron a Anna, rompió en lágrimas. Miquel se mantuvo en silencio escuchando atentamente sin interrumpir, afirmando a veces solo con la cabeza para manifestar su comprensión, y cuando el relato terminó, le preguntó:

—Y ahora ¿qué vas a hacer?

Joan se encogió de hombros con los ojos aún llorosos. Miquel le observó unos instantes e incorporándose ligeramente en su silla para colocar las manos en los hombros de su amigo, le sacudió con rudeza.

—¡¿Qué vas a hacer?! —le gritó; la mirada del valenciano echaba chispas.

El catalán se sintió como un tarro al que agitaran, y en su interior se removió la bilis más amarga, todos sus propósitos de dedicar su vida solo al amor se esfumaron en un momento y escupió más que dijo:

—¡Le voy a matar!

—¿Qué has dicho?

—Que le mataré. —Su llanto se había convertido en una cólera fría—. Le mataré tarde o temprano por mucho que vos queráis impedirlo.

—¿Impedirlo? —repitió Miquel—. ¿Cómo sabes que quiero impedirlo?

—Porque don Michelotto es el perro de los Borgia. A eso habéis venido, ¿verdad? A sonsacarme para saber si puedo ser un peligro para el hijo de vuestro amo. ¿No es cierto? Y ahora que lo sabéis, ¿qué vais a hacer? ¿Me mataréis como hicisteis con el desgraciado secretario del cardenal Sforza?

—Lo lamento, Joan, porque te aprecio, pero esa es mi obligación.

El librero miró fijamente al capitán vaticano y puso la mano sobre la empuñadura de su daga. No se dejaría sorprender, vendería cara su vida.

30

Sancha de Aragón apreciaba y admiraba a su suegra, la condesa Vannozza dei Cattanei, la que había sido por muchos años la amante del papa cuando aún era el cardenal Rodrigo de Borgia, y acudió encantada a la cena que esta ofrecía a sus hijos. Celebraban la partida de Juan y César Borgia hacia Nápoles para investir al tío de Sancha como nuevo rey, en nombre del papa.

A pesar de los rumores que corrían en Roma sobre las relaciones de Sancha con los tres hijos de Vannozza, esta, con gran estilo, no se daba por enterada y trataba a Sancha con cariño. Quizá fuera, se decía la princesa, porque su suegra, con cincuenta y cinco esplendorosos años, también había vivido su vida con intensidad. Le había dado cuatro hijos al papa Alejandro, y antes había sido amante del cardenal Della Rovere, enemigo acérrimo del pontífice cuyo odio hacia el papa quizá tuviera su origen en que Vannozza le abandonó por este. Por otra parte, la condesa, a pesar de sus amoríos con distintos cardenales, siempre estuvo casada, y su cuarto marido, un hombre bien parecido, afable y sonriente, varios años más joven que ella, la acompañaría en la cena.

Aquella prometía ser una larga y placentera tarde de finales de primavera, y Vannozza había decidido cenar en el jardín del palacio, desde donde se divisaba, a través de los parterres de rosales floridos, el extenso viñedo de su propiedad.

La gran mesa estaba cubierta por manteles de encaje de buen lino de Flandes y decorada con guirnaldas de flores. Tenía vajilla y copas venecianas, cubertería de oro y candelabros de plata que serían encendidos una vez que los comensales disfrutaran de la puesta de sol.

Sancha observó complacida a Vannozza, que estaba resplandeciente con su elaborado moño de bucles rubios, y se dijo que ni siquiera aparentaba los cincuenta años. Para ella, era un modelo. A Sancha la acompañarían su cuñada Lucrecia Borgia y su amiga Julia Farnesio, amante actual del pontífice. La princesa era consciente de que en Roma las llamaban
las tres hembras del Vaticano
.

Completaban la mesa dos cardenales, Juan Borgia Lanzol, primo de los hijos de Vannozza, y Alejandro de Farnesio, al que en Roma llamaban el cardenal «de las faldas» porque había recibido el capelo cardenalicio, sin ser ni siquiera sacerdote, gracias a las relaciones íntimas de su hermana Giulia la Bella con el papa.

Cuando llegó el último de los invitados, los músicos empezaron a tocar, Vannozza asignó a cada uno su lugar en la mesa y los criados trajeron jofainas de plata dorada con agua de rosas para que los asistentes se lavasen las manos, y copas de jengibre verde para acompañar las salsas. Después llegaron las fuentes de plata con perdices y dorados faisanes, y mientras unos criados se apresuraban a trinchar las aves, otros acercaban a los invitados unos barcos con velas desplegadas, también de plata labrada, que contenían las salsas, sal y especias. El vino era de la propiedad de Vannozza, y en un momento dado, esta levantó la copa reclamando un brindis circular entre sus hijos.

—Este brindis es en honor de mi hijo Juan, que con veintiún años es ya duque de Gandía, capitán general de los ejércitos del Vaticano y hombre agraciado cuyo brío de toro es comidilla y admiración de las más bellas damas romanas. —Esperó a que terminaran las risitas que había producido su comentario—. En un par de días saldrá hacia Nápoles, donde el rey Federico le concederá los títulos de duque de Benevento, Pontecorvo y Terracina.

—¡Y sus sustanciosas rentas! —añadió el cardenal Farnesio provocando nuevas risas.

Una vez que hubieron bebido, se levantó Juan Borgia, que según su costumbre vestía en seda negra, su jubón dejaba ver una camisa blanca con encajes y sobre el pecho lucía un collar de oro. Llevaba los guantes y la espada en el cinto y cubría su cabeza con un gran gorro también de seda negra con un medallón de oro. Su rostro lobuno mostraba una afilada barba y una sonrisa suficiente. Levantó su copa y su brindis, como correspondía, lo dedicó a César.

—Por mi hermano César, cardenal de Valencia, que en nombre de nuestro querido padre va a investir al nuevo rey de Nápoles. César hace el trabajo y el rey me concede a mí los ducados. —Hubo más risas—. Querido hermano —dijo mirando a César—, con mis nuevos ingresos os regalaré un buen caballo para que no tengáis que montar más en mula.

Algunos rieron; era costumbre que los cardenales montaran mulas y no caballos. César ni siquiera sonrió, y después de una ligera mueca se quedó mirando serio a su hermano mientras este celebraba su gracia con Sancha, que acostumbraba a reírle los chistes. Sin embargo, la princesa solo sonrió con discreción, pues aunque Juan era su amante actual, César lo había sido antes, sabía que las relaciones entre los hermanos eran tensas y no quería tomar partido.

Cuando César se levantó para brindar se mantuvo serio y en silencio unos momentos contemplando a los asistentes con su copa levantada. Vestía de negro y se tocaba con el capelo cardenalicio rojo. Lucía una barba más recortada que la de su hermano y Sancha pensó que su aspecto era viril, de fuerza contenida. Una fuerza mayor que la de Juan. Se le notaba seguro y sus ojos mostraban audacia e inteligencia. Al fin, cuando posó su mirada en Lucrecia, sus labios dibujaron una sonrisa tierna y dijo:

—Mi brindis va por mi hermana Lucrecia, que junto a Sancha y Julia es una de las tres mujeres más bellas de Italia. —Hizo una pausa para que los concurrentes aplaudieran su elogio—. Con la anulación de vuestro matrimonio recobráis la libertad y estoy seguro de que nuestro padre os encontrará un nuevo marido que os haga tan feliz como merecéis. ¡Brindo por vuestra felicidad!

Todos corearon sus deseos.

—Y seguro que será también una buena alianza política y un buen negocio para el papado —le susurró el cardenal Farnesio a su colega.

Lucrecia se levantó elevando su copa y se hizo el silencio. A sus diecisiete años mostraba una belleza serena con un rostro de nariz recta, ojos azules, mejillas sonrosadas y labios carnosos. Iba peinada con unos bucles rubios a la moda y una capa roja cubría un vestido blanco de sedas y vaporosas gasas.

—Dedico mi brindis a mi queridísimo hermano Jofré, príncipe de Esquilache —dijo con una sonrisa tan segura como llena de gracia—, que a sus dieciséis años deja de ser ya el dulce muchacho al que tanto he amado para convertirse en el hombre fuerte al que siempre querré.

Los invitados entrechocaron sus copas y al rato se levantó Jofré. Su rostro aún no mostraba barba, lucía un jubón granate y sus formas eran inseguras.

—Brindo por Vannozza dei Cattanei, nuestra madre —dijo con voz débil—. Por lo mucho que todos la queremos.

Y se sentó apresurado una vez que los invitados brindaron, sintiendo en él la mirada burlona de su fogosa esposa Sancha. El círculo de los brindis de familia se había cerrado.

Continuaron con varios platos de pasteles de carne y verduras, y la cena terminó con «el manjar blanco», llamado así por consistir en dulces elaborados a base de huevos, leche y azúcar. A estos los siguieron los vinos dulces y confites.

El ocaso estaba cercano y fue entonces cuando Sancha invitó a sus amigas Lucrecia y Julia a que la acompañaran. Llevaba días preparando la representación. Con una música suave de fondo recitó unos versos de su composición que presentaban la danza de las Gracias celebrando la primavera. Sancha instruyó a los músicos y cuando las jóvenes se despojaron de sus capas rojas, quedaron a la vista sus ligeros vestidos de vaporosas sedas y gasas que no dejaban ver por entero sus cuerpos desnudos, pero que insinuaban, semitransparentes, las formas femeninas. Para deleite de los presentes, que aplaudieron con entusiasmo, las tres danzaron en honor a la fuerza vital del solsticio al estilo de las Gracias de Sandro Botticelli en su cuadro
La primavera
, según una copia llegada a Roma.

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