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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

Tiempo de cenizas (17 page)

El portaestandarte papal se quedó mirándola con aquellos ojos lobunos hambrientos mientras vacilaba ante la pregunta.

—Os lo diré, señor —continuó ella con su dulce voz—. Es como un encantamiento por el cual, a pesar de ver y apreciar las virtudes de otros, solo se desea estar con una única persona y amarla. No existe nadie más. Y ese es mi caso con mi esposo. No hay en Roma hombre con más méritos que vos para ser amado por una mujer, pero me es imposible aceptar vuestra invitación. Le quiero a él.

El duque se mantuvo unos momentos en silencio, parecía que trataba de comprender lo que Anna le decía, sin lograrlo. Al final se irguió altivo y dijo:

—A mí no me importa todo eso. Yo siempre obtengo lo que quiero.

—Pues a mí tampoco me importa de quién seáis hijo —repuso Joan al tiempo que volvía a encararse con aquel individuo—. Esta es mi mujer y esta es mi casa. Salid de aquí y no volváis más.

—Pero esta es mi ciudad —dijo el Borgia con una sonrisa torva—. Y si aún no lo sabéis, pronto lo vais a comprobar, traidor.

Aquella amenaza alarmó a Anna, que le reprochó a Joan su comportamiento impulsivo.

—Yo tenía la situación bajo control —dijo—. Le hubiera parado con diplomacia, sin crear problemas. Os dije que confiarais en mí.

—¿Para qué? —contestó él acalorado—. Ya he visto de qué nos ha servido hasta ahora. Ni siquiera os atrevéis a salir a la calle por temor a esos hombres de negro.

Ella se quedó mirándolo con las lágrimas asomando en sus ojos, sin responder.

—Claro que confío en vos —dijo Joan al verla llorosa, ahora suave, cariñoso—. Pero individuos como ese son incontrolables. Le conozco, es un miserable.

Ella le lanzó una última mirada y le abandonó furiosa para subir al primer piso.

Joan vio que Niccolò le contemplaba en silencio. Lo había presenciado todo. Se acercó a hablarle, necesitaba un amigo.

—Me gustaría poder comentarle esto a Miquel Corella —le dijo Joan—, pero conozco su respuesta: que Anna se entregue a ese desgraciado. No me ayudará en nada.

—Ya os advertí lo que toda Roma sabe. Don Michelotto es fiel a los Borgia y lo será sin importarle si son injustos o incluso criminales. Es su sicario.

—¡Lo sé!

—Su fidelidad está por encima de la amistad que os profesa —continuó el florentino—. Le conozco bien. Recordad que fue él quien nos presentó.

—Jamás pensé que llegaría a lamentar la belleza de Anna. Ojalá no fuese tan atractiva.

—No os engañéis, Joan. Anna es una mujer muy hermosa, pero el verdadero interés de Juan Borgia ha dejado de ser ella; lo sois vos.

—¿Es que ahora le gustan los hombres? —preguntó Joan irónico.

—No es sexo, Joan, es orgullo, es vanidad. Y vos lo sabéis.

El librero guardó silencio a la espera de que Niccolò hablara. Intuía dónde quería ir a parar su amigo.

—Os odia, Joan. Juan Borgia os odia a vos mucho más de lo que desea a vuestra esposa.

—Le sería muy fácil hacer que me mataran. Y sin embargo, a pesar de vuestros temores, no lo ha hecho.

—La situación ha cambiado. No os quiere muerto, y menos ahora, que sois un héroe. Quiere que sufráis, os quiere humillar, quiere haceros cornudo con vuestra esposa.

—Pero…

—Ya os odiaba antes, pero ahora mucho más. Piensa que no quisisteis poneros bajo sus órdenes en la guerra de los Orsini, donde él fue derrotado y humillado. Sin embargo, os convertisteis con los españoles en el héroe de Ostia. Siente que le desafiáis, que le habéis traicionado.

—Y ¿qué debo hacer? —preguntó Joan indignado—. ¿Ir a verle con mi esposa de la mano, humillarme y pedirle que la posea? Eso es lo que me insinúa Miquel.

Niccolò se encogió de hombros. Estaba muy serio. La sonrisa que acostumbraba a reinar en su cara afilada no se había mostrado en toda la conversación.

—¡Nunca! —le gritó Joan sin esperar más respuesta—. ¿Me oís? ¡Nunca! Antes dejo que me mate.

—No estáis solo, Joan —le dijo el florentino con suavidad—. Pensad en vuestra familia.

25

Era media mañana y Joan se encontraba en el mercado de caballos del Campo de’ Fiori; tenía intención de cambiar de montura y observaba el dentado de un buen macho pinto cuando vio llegar a Niccolò corriendo.

—¡Joan! —dijo jadeante—. Unos enmascarados están asaltando la librería, echaron a los clientes, han encerrado a la gente en el patio del taller y retienen dentro de la casa a la
signora
Anna.

—¡Juan Borgia! —exclamó echando a correr hacia su casa.

Al llegar frente a la librería vio a un grupo de clientes junto a vecinos y curiosos. Tres hombres vestidos de negro guardaban la puerta con las espadas desenvainadas y los rostros enmascarados. Uno vigilaba a una docena de caballos que habían atado a las argollas de la pared y los otros impedían el acceso. Era imposible forzar la entrada sin resultar herido. Joan rezó para que ninguno de ellos fuera Miquel Corella.

—Niccolò, ¿me ayudáis con la espada? —El florentino manejaba bien las armas.

—Podéis contar conmigo y también con mis paisanos que están encerrados en el patio, pero estoy desarmado.

Joan miró desesperado a su alrededor; ninguno de los mirones tenía aspecto de querer desafiar a aquellos hombres, a los que todos identificaban como españoles de la guardia vaticana a pesar de sus máscaras. Se dijo que, de no encontrar otra solución, se enfrentaría él solo a aquellos tipos, aunque fuera un suicidio. Ninguno de los curiosos iba armado. ¿Querría alguno de sus vecinos prestarle una espada a Niccolò? Entonces oyó gritos desde el interior de la librería. Era Anna. ¡No había tiempo!

—Tenemos armas dentro —dijo descorazonado—. Pero nos impiden el paso. ¡Por Dios, pedid una espada a alguien! Voy a entrar.

—¡Esperad! —Niccolò lo detuvo agarrándole del brazo—. Antes de salir he cogido las llaves que guardáis en el despacho.

El patio interior de la librería, en cuyo pórtico estaban instalados parte de los talleres de encuadernación e imprenta para aprovechar la luz natural, comunicaba directamente con el Largo dei Librai por un portón. Aquel era el acceso usado para la entrada de caballerías, y para descargar papel, cuero y otros materiales en el patio evitando el acarreo a través de la librería.

—¡Dádmelas!

El edificio hacía esquina y Joan pudo abrir el portón situado en el Largo dei Librai sin que los enmascarados que mantenían a raya al público lo percibieran. Desconocían la existencia de aquel acceso, que no se veía desde donde montaban guardia. Joan se encontró a todos los de su casa en el patio, operarios, aprendices, criadas, a su madre, su hermana y sus sobrinos. Después de unos instantes de silencio, su madre y los maestros empezaron a contarle, a la vez, lo que ya sabía. Las ventanas que daban al patio estaban protegidas por rejas y las puertas, cerradas por dentro; no se podía acceder por ellas.

—¡Silencio! —les pidió—. Ayudadme a subir al primer piso.

Rápidamente colocaron unas mesas y entre varios auparon a Joan a una ventana que daba a la cocina de su casa. Estaba cerrada, pero desenfundó la daga y con el pomo pudo romper la cerradura y entrar. Mientras corría hacia su habitación oyó gritos y forcejeos; Anna resistía abajo. Sin embargo, cuando cogió la llave del armario de las armas, escondida bajo el colchón de su cama, un pensamiento le inmovilizó un instante. Si el Borgia consumaba la violación, los dejaría tranquilos de una vez, tal como Miquel insinuaba. Su familia estaría a salvo.

Entonces sus ojos fueron a la azcona de su padre, colgada en la pared junto a la puerta, y se avergonzó de semejante ocurrencia. Ramón Serra había muerto frente a sus ojos, con aquella arma entre las manos, defendiendo a su familia, y él, en cambio, dudaba en socorrer a su esposa. Se sintió miserable y furioso consigo mismo. Con una rapidez a la vez fría y desesperada, Joan abrió el armario y tomó un arcabuz y los correajes de la munición. Después se asomó a la ventana y se lo lanzó a Niccolò.

—Usadlo solo para descerrajar la cerradura, no disparéis en el interior. No quiero muertos, solo ahuyentarlos. Si matamos a alguien, la situación empeorará.

Corrió de nuevo al armario para regresar cargado de espadas enfundadas que lanzó a los operarios.

—Id algunos a la entrada principal, por fuera, por la calle —les dijo Joan—. Pero no ataquéis, solo amenazad. Dejad que escapen.

Un instante después se oía un gran estampido y un grito de triunfo.

—La puerta está abierta —gritó Niccolò mientras tiraba el arcabuz y cogía una espada.

Joan se lanzó escaleras abajo empuñando su arma y confiando en que Niccolò y los demás entrarían desde el patio. Mientras saltaba los escalones se decía que aquellos tipos le habrían vencido sin dificultad en combate a caballo, eran caballeros que dedicaban su vida, desde la infancia, a la práctica guerrera sobre sus monturas; él, en cambio, apenas sabía montar. Sin embargo, no los temía en una lucha cuerpo a cuerpo. Le habían enseñado bien en la galera. De nuevo oyó gritar a Anna. «¡Por Dios, aguantad!», pensó.

Una vez descerrajada la puerta, Niccolò entró en la casa usando un banco a modo de ariete empujado por varios de los operarios y gritando a todo pulmón. Alcanzaron a un par de enmascarados que pretendían cerrarles el paso y a punto estuvieron también de llevarse por delante a Joan, que llegaba del piso de arriba. Continuaron empujando a los enmascarados con el banco hasta la tienda mientras Joan se dirigía a los salones. En el pequeño vio a Anna, despeinada, con la falda rota, jadeante, incorporándose del suelo, donde habían logrado tenderla, y a dos enmascarados que acababan de soltarla para desenvainar sus espadas. Joan respiró tranquilo, estaba viva. No sabía si habían consumado la violación o no, pero al menos estaba viva. Con toda su furia se lanzó sobre los hombres, aunque se aseguró de colocarse de forma que la puerta quedara despejada. Aquellos individuos comprendieron que la aventura se les torcía y se abrieron paso hacia la salida. Uno le entretuvo chocando espadas mientras el otro escapaba. «Ese es Juan Borgia», se dijo el librero con rabia.

Los enmascarados se reunieron en la zona de ventas, protegiéndose del acoso de los operarios.

—¡Dejadles franca la salida! —gritó Joan.

Pero al mismo tiempo dio un salto adelante separándose de los suyos y le lanzó una estocada al enmascarado que tenía más cerca, que la paró con dificultad con su espada. Le hubiera gustado pelear con el que creía era Juan Borgia, pero aquel tipo salía ya a la calle rodeado de los hombres de negro. Joan fue tras ellos, seguido de los operarios, acosando a los intrusos en su retirada. Fue entonces cuando en un intercambio de golpes hirió en el hombro a uno de los rezagados, que, lanzando un grito, soltó su espada.

Los hombres de negro, viendo que tenían vía libre, montaron en sus caballos y se retiraron llevándose al herido.

—¡Juan, cobarde! —gritó Joan arrepintiéndose de sus palabras en el acto.

Corrió hacia Anna, que lloraba apretando los puños con rabia. María y Eulalia trataban de confortarla junto a las criadas.

—¿Estáis bien? —dijo Joan dejando caer su espada para acudir a abrazarla.

Ella le mojó la cara y el cuello con sus lágrimas mientras se apretaba contra su cuerpo.

—No ha podido —dijo después en voz baja—. Ha estado a punto de lograrlo, pero no ha podido.

Joan la besó en la mejilla y volvió a preguntar:

—¿Cómo os encontráis?

Ella, en lugar de contestarle, le apartó para gritar y que todos la oyeran:

—¡No han podido! ¡No han podido violarme!

Se incorporó como una fiera y salió a la calle. Allí se encaró con los clientes a los que los enmascarados habían echado de la tienda, con los vecinos y con los mirones.

—¡No han podido! —repitió gritando—. ¡Esos miserables no han podido violarme!

Después se volvió hacia la librería y se derrumbó llorando en los brazos de Joan. Él notó su cálido cuerpo y la humedad de sus lágrimas. Cuando notó que empezaba a relajarse de la terrible tensión sufrida, se dio cuenta de que le dolían todos los músculos y que apenas podía sostener a su esposa. Sentía sensaciones agridulces. Anna estaba bien y se habían librado sin grandes males de los rufianes de Juan Borgia. Pero sabía que el hijo del papa no iba a aceptar su derrota y que no cejaría en su infame pretensión de poseer a Anna por cualquier medio.

«Debo proteger a mi familia —escribió aquella noche en su libro—. Debo proteger a mi esposa aun a costa de mis sueños.»

26

—Anna, debéis regresar con vuestros padres —le dijo Joan la noche siguiente al asalto.

Se acostaban y él anticipaba otra noche de insomnio. Juan Borgia volvería a por ella, estaba convencido.

—¿A Nápoles?

—Sí, debéis poneros a salvo, el duque de Gandía tratará otra vez de violaros, no me cabe la menor duda.

—Pero ¡aquí está nuestro hogar! —repuso ella angustiada—. Me prometisteis una vida feliz entre libros y lo estáis cumpliendo de sobra. Y ¿queréis ahora que nos separemos?

—Sí, creo que debéis salir de inmediato hacia Nápoles; estáis en peligro y yo no puedo protegeros como quisiera. El hijo del papa es muy peligroso.

Ramón ya dormía en su cuna; ella se introdujo en la cama en silencio, pensativa, y él hizo lo propio desde el otro lado del lecho.

—No quiero que nos separemos.

—Trataré de vender la librería y reunirme con vos lo antes posible. Nos instalaremos en Nápoles o regresaremos a Barcelona.

—Pero, Joan, ¡esta librería es vuestro sueño!

—Sí, era mi sueño. Sin embargo, vos sois también mi sueño. Un sueño más importante. No puedo permitir que ese lobo os devore.

Ella se acurrucó contra él y Joan la abrazó. Después se besaron.

—Ni yo puedo permitir que renunciéis a vuestras ilusiones por mí —dijo ella al rato—. Además, ahora también son las mías. Las compartimos. Soy feliz aquí, Joan.

—No es solo por vos, Anna. También se trata de la libertad y la dignidad por las que siempre he luchado. Ese maldito se cree con derecho de pernada aquí, en Roma, y se ha obsesionado con vos y conmigo. No podremos librarnos de él.

Anna guardó silencio unos instantes, pensativa.

—Sin embargo, hasta el momento hemos resistido bastante bien, ¿no?

—Pero volverá, Anna. Volverá con tanta fuerza que no podremos hacer nada.

—Dejadme que lo piense, Joan. Dejar Roma, nuestra vida aquí, es un gran sacrificio.

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