Tiempo de cenizas (18 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

—Pensadlo, aunque no tenemos mucho tiempo.

Unos días después, a media mañana, Niccolò le pidió a Joan hablar a solas en el salón pequeño. Debía de ser algo importante, pues mostraba un gesto preocupado.

—¿Sabéis la última de Juan Borgia?

—No, ¿de qué se trata? —Joan se interesó de inmediato. Estaba muy atento a todo lo concerniente al duque de Gandía.

—El cardenal Ascanio Sforza, que, como sabéis, es tío de Giovanni Sforza, el marido de Lucrecia, dio anoche una cena en honor de Juan Borgia por su victoria en Ostia. Durante la cena salió el asunto de la anulación del matrimonio del sobrino del cardenal y la hija del papa con la excusa de que ella es aún virgen a pesar del tiempo que llevan casados. Ya sabéis que el esposo de Lucrecia rechazó ese argumento y que el papa le requirió para que demostrase su virilidad con una cortesana, frente a testigos.

El caso es que el marido se negó a semejante humillación a pesar de que su otro tío, Ludovico el Moro, el dictador de Milán, se lo exigía para salvaguardar el honor de la familia Sforza. Bueno, pues Juan Borgia, que presume de ser un amante cuya fogosidad no tiene rival, tuvo el mal gusto de bromear sobre el tema durante la cena.

»El secretario del cardenal Sforza, hombre de agudo ingenio, salió en defensa del sobrino del anfitrión acosando con mucha gracia y chispa al Borgia, coreado por las carcajadas de los invitados. El hijo del papa demostró una completa falta de recursos e inspiración frente a las chanzas de su rival; ni él fue capaz de defenderse ni nadie frenó al secretario del cardenal. Todos celebraban sus gracias. Al final, Juan Borgia, duque de Gandía, portaestandarte vaticano y capitán general del ejército, tuvo que abandonar el palacio Sforza, avergonzado, entre las risas de los asistentes.

—Me alegro —dijo Joan sonriente—. Le está bien empleado.

—No termina aquí la cosa —continuó Niccolò—. Ultrajado y furioso, Juan Borgia acudió al Vaticano, y no se sabe si habló con el papa o no, pero al rato se presentaba nuestro amigo don Michelotto con un cuerpo de guardia en el palacio del cardenal para detener al secretario. El cardenal le dijo que él hablaría con el papa al día siguiente, le presentaría las disculpas que hiciesen falta y que el asunto quedaría resuelto. Don Michelotto dijo, sonriente y amable, que sin duda todo quedaría aclarado, que no se preocupara, aunque, lamentándolo, debía cumplir órdenes y detener al secretario. Que podría verle a la mañana siguiente cuando fuera a hablar con el papa. Y se lo llevó preso.

»Cuando esta mañana Ascanio Sforza ha ido a hablar con Alejandro VI para presentarle sus excusas, se ha encontrado con el cadáver de su secretario. Le dijeron que lo ahorcaron ayer noche.

—¿Ahorcado? —se asombró Joan—. ¿Por unas bromas con unas copas de más?

Niccolò afirmó con la cabeza.

—Roma está consternada —dijo—. A todos les parece un castigo excesivo. Los
catalani
transmiten un mensaje muy claro a sus rivales; de los Borgia no se ríe nadie. Dan miedo, y entre ellos hay uno cuyo nombre aterroriza: vuestro amigo don Michelotto. Aparentemente, el secretario no fue ahorcado, sino que Miquel Corella le dio garrote con sus propias manos.

Joan quedó impresionado por la brutalidad del suceso y más aún por lo que iba conociendo de Miquel Corella. Aquella misma tarde, el valenciano se presentó en la librería y Joan le preguntó directamente sobre el incidente de la noche anterior.

—Juan Borgia llegó muy alterado al Vaticano y nos hizo llamar a su hermano César y a mí —le explicó Miquel después de pedirle que no contase aquello a nadie—. Alejandro VI se había retirado ya a su habitación. César quiso que su santidad conociera lo ocurrido de inmediato y su secretario nos consiguió una audiencia con él. El papa dijo que actuáramos a nuestro criterio, pero que nadie en Roma podía reírse del capitán general de las tropas vaticanas. Así que detuve al secretario del cardenal Sforza, lo juzgamos y le estrangulé.

—Y ¿no os parece excesivo el castigo? —inquirió Joan—. Unas bromas no son motivo suficiente para matar a un hombre.

Miquel Corella le observó impasible y después se encogió de hombros.

—Quizá no lo sea en la opinión de muchos —dijo al rato—. Pero la ejecución del secretario no tiene que ver demasiado con lo que este hizo.

—Entonces, ¿con qué tiene que ver? —preguntó Joan asombrado.

—Con lo que Juan Borgia no hizo o no tuvo.

El librero se quedó mirando a don Michelotto intentando comprender qué quería decir.

—Si el hijo del papa hubiera tenido el ingenio necesario para devolverle las pullas al secretario —continuó el valenciano—, este no estaría hoy muerto. Si Juan Borgia hubiera sido prudente y no se hubiese comportado con altanería y desconsideración en casa del cardenal, que en ocasiones ha sido amigo y en otras enemigo de su padre, hoy ese gracioso no estaría muerto. Y si el duque de Gandía fuera capaz de infundir respeto con su presencia, el secretario no se habría burlado de él, los invitados no se habrían atrevido a reírse y ese hombre estaría aún vivo. Si en lugar de Juan el portaestandarte del papa hubiera sido César, el secretario continuaría hoy poniendo el sello del cardenal en el lacre de sus cartas.

—Así que la culpa la tiene Juan Borgia.

—No. La culpa la tiene la risa —sentenció Miquel Corella—. Ambos la provocaron, ambos son culpables. Pero el capitán de los ejércitos del papa no puede dar risa, aunque sea un mozalbete presuntuoso e insolente. Y la risa se acaba con el miedo.

27

A raíz del asalto sufrido en la librería, Joan decidió no alejarse demasiado de Anna e insistió en que no saliera a la calle. Ya no guardaba las armas en el armario, y los empleados que así lo deseaban podían tenerlas al alcance de la mano. Niccolò y los demás florentinos, que le estaban agradecidos por el refugio que les proporcionaba, habían sido decisivos para vencer a los enmascarados de negro, y le expresaron espontáneamente su fidelidad. Defenderían a la
signora
y la librería, que consideraban baluarte de su propia libertad, con su vida si hiciera falta.

Sin embargo, después de conocer lo ocurrido con el secretario del cardenal Sforza y de oír los comentarios de Miquel, a Joan le pareció que las precauciones tomadas eran insuficientes para proteger a su esposa y decidió acelerar su partida.

—Anna, debéis salir hacia Nápoles lo antes posible.

—¿Por qué tanta prisa?

—A no ser que queráis entregaros a Juan Borgia.

—Pero ¿qué decís? —inquirió ella escandalizada—. Jamás lo haría, prefiero el exilio.

—Os habéis convertido en un asunto de honor para él. Absurdo, pero así es.

Y le contó lo ocurrido la noche anterior con el secretario del cardenal Sforza.

—Esa gente no se detiene ante nada, Anna. ¡Imaginaos! ¡Con lo poderoso que es el cardenal Sforza! ¿Qué no harán con nosotros?

—De acuerdo, Joan. Dadme dos días para preparar el equipaje con las criadas y viajaré a Nápoles en la primera caravana segura que salga.

—Tomad solo lo imprescindible, Anna —repuso él. Su voz mostraba inquietud—. Yo os acompañaré y cuando os encontréis a salvo regresaré a Roma para vender la librería y reunirme con vos tan pronto como pueda.

Ramón tenía ya catorce meses y se movía con toda autonomía, con unos andares vacilantes a veces y acelerados otras cuando algo llamaba su atención y decidía investigarlo. No le gustaban nada las barreras que le ponían en las escaleras y en la puerta de la cocina y que reducían el ámbito de sus correrías al salón y las habitaciones del primer piso. Joan le miraba con cierta envidia cuando Anna lo levantaba con una sonrisa feliz y le hacía muecas mientras él reía moviendo brazos y piernas en el aire. Era muy gracioso y con sus andares y parloteo motivaba las risas tanto en el primer piso con las criadas y la familia como en la librería y los talleres, cuando Joan le tomaba de la mano para llevarle a explorar mundos nuevos y a saludar a los empleados. Ya pronunciaba algunas palabras y a Joan le daba un vuelco al corazón cuando le llamaba papá. ¡Le hubiera gustado tanto que fuera de verdad su hijo! Sin embargo, a veces le lanzaba aquella mirada que no tenía nada de infantil y que a Joan le hacía estremecer. Era la mirada acusadora de Ricardo Lucca, el anterior esposo de Anna, al que él mató. Había sido una acción de guerra que tuvo lugar cuando la galera de Joan abordó la carabela en la que Anna y Ricardo viajaban, un combate a vida o muerte, y todos habían absuelto a Joan de aquel hecho. Menos él mismo, que en ocasiones pensaba que quizá hubiera podido evitar el choque con su rival. Entonces el librero sentía que le había robado al napolitano la esposa, el hijo y la vida.

Joan temía otro ataque de un momento a otro, así que cuando Niccolò le dijo que en unos días Juan Borgia partiría hacia Nápoles para representar al papa en la coronación del nuevo monarca, respiró aliviado. Y pensó que quizá fuera conveniente retrasar el viaje de Anna hasta el regreso del duque de Gandía. No quería coincidir con él en Nápoles, allí sería tanto o más peligroso. Había tomado todas las precauciones posibles en Roma a sabiendas de que la fuerza de su enemigo era mucho mayor, y estaba decidido a impedir que este alcanzara su propósito aun a costa de su propia vida. Su esposa estaba relativamente segura en la librería y pensó que el hijo del papa no se atrevería a intentar otro asalto de inmediato. Si uno de sus hombres moría en el intento, de nada servirían los antifaces, y el escándalo sería tal que ni siquiera él podía permitírselo.

Sin embargo, el golpe llegó antes y por donde menos lo esperaba Joan.

Anna no salía de casa por temor a un mal encuentro, así que una criada se encargaba de que Ramón paseara cada día un rato al aire libre. Y el paseo de aquella mañana se truncó dramáticamente cuando un par de enmascarados le robaron al niño sin importarles las decenas de testigos que presenciaron el secuestro. Los gritos de la criada no lograron que nadie, en una calle repleta de gente, hiciera nada para impedir que aquellos sicarios de negro escaparan a caballo. Imaginaban quiénes eran y los temían.

Cuando la criada entró en la librería entre gritos y llantos diciendo que le habían robado al niño, Anna se puso pálida y Joan tuvo que sujetarla para evitar que cayera al suelo desfallecida. Él supo que Juan Borgia había ganado y se maldijo por ser tan estúpido de no haber previsto aquello.

—Yo no he tenido nada que ver con eso —le dijo Miquel Corella a Joan—. Evito involucrarme con cualquier asunto particular de ese muchacho. Solo atiendo a cuestiones militares o que atañen directamente al papa y a su familia en general.

Joan había acudido a su amigo en busca de cualquier información que pudiera darle sobre el paradero de Ramón. Había ido a caballo, al trote cuando las concurridas calles se lo permitían, y lo había encontrado en los cuarteles de la guardia vaticana.

—Ese secuestro tiene aspecto de ser obra de los secuaces de Juan Borgia —continuó el valenciano—. Lo siento, pero no os quedará más remedio que someteros a sus caprichos si queréis recuperar al niño. Ya te lo advertí, Joan. Era de esperar algo así.

—¿Creéis que serían capaces de matar a Ramón?

Por unos instantes, la posibilidad de la muerte del niño, el hijo de su rival, recordatorio permanente del duelo en el que le mató, se le antojó a Joan un mal menor. De inmediato desechó su pensamiento, sacudiendo la cabeza con repugnancia. Se avergonzaba de sí mismo, le había prometido a Anna querer a aquel niño como si fuera suyo y cuidar de él. Era la penitencia de amor que le perdonaba el pecado cometido al matar a Ricardo Lucca. Y la cumpliría a toda costa.

Sin embargo, cuando pensaba en el precio que tendrían que pagar por la liberación de Ramón, le entraban náuseas.

—Sí. Lo hará matar —repuso Miquel

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Joan angustiado.

El valenciano le miraba con las mandíbulas apretadas y sus ojos despedían chispas.

—Nada. Solo puedes someterte —dijo—. No sabemos dónde está el niño. Luego tu mujer y tú estáis en su poder.

—Y ¿si los acuso ante el papa?

—¡Qué ocurrencia! —exclamó Miquel después de reír de mala gana y de forma siniestra—. Alejandro VI es un hombre recto a su manera y no sabe nada ni de esta ni de la mayoría de las miserias de su hijo. En lo que respecta a Juan, no se entera ni de lo que tiene frente a sus narices; su exagerado amor de padre le ciega. Jamás te creería.

Joan apoyó los codos en la mesa y escondió la cara entre las manos. Don Michelotto apuró su vino de un trago y le dijo:

—Lo lamento. Ven a verme cuando esto termine.

Aquella tarde, el escudero de Juan Borgia se presentó en la librería y dijo que quería hablar a solas con la
signora
Anna.

—Tendrá que ser delante de mí —repuso Joan arrastrando las palabras. Pensaba que aquel individuo habría participado, cubierto con una máscara, en el asalto a su librería y que sería, con toda seguridad, uno de los secuestradores de Ramón.

El escudero se encogió de hombros y esperó a que los tres se encontraran en la intimidad del salón pequeño para transmitir su mensaje.

—Mi amo se ha enterado de lo ocurrido con vuestro hijo y está muy preocupado —dijo mostrando una sonrisa untosa—. Ha enviado a algunos de sus agentes a investigar y esta noche tendrá información sobre el paradero del niño.

—Y ¿cuándo lo sabremos nosotros? —preguntó Anna con angustia.

—De inmediato. Encontraréis a un hombre de negro enmascarado delante de la Posada del Toro en el Campo de’ Fiori al atardecer. Seguidle y sabréis de vuestro hijo.

—¿A qué viene esta comedia? —estalló Joan—. ¡Vosotros sois los secuestradores! —Y le propinó un empujón al hombre que le hizo retroceder tres pasos hasta chocar contra una estantería.

El escudero perdió la sonrisa y su mano buscó la empuñadura de su espada.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Anna interponiéndose entre ambos—. ¡Conteneos, Joan! Estamos en sus manos.

—¡Seré yo quien vaya! —dijo él.

El escudero negó con la cabeza; aquella sonrisa miserable había regresado a su rostro.

—No, la que tiene que ir es la
signora
Anna —dijo.

—No irá sola.

—A mi amo no le importará que la acompañéis —afirmó aquel individuo—. En realidad, es eso lo que quiere. Llevad vuestras monturas.

28

Al caer la tarde, Joan, a caballo, y Anna, en una mula, llegaron frente a la posada. Él descendió de su montura para sujetar las bridas de los animales y ella, que se cubría con una capa y una capucha, esperó montada. Apenas habían hablado en toda la tarde y se quedaron en silencio viendo cómo las antorchas que señalaban las puertas de las posadas se encendían y el bullicio de la plaza se iba reduciendo conforme recogían los restos del mercado. La espera se hacía insufrible.

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