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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

Tiempo de cenizas (19 page)

—¿Creéis que vendrán? —musitó ella al rato.

—Pienso que sí. Juan Borgia no renunciará a gozar de su victoria.

—¿Estará bien Ramón?

—En eso confío.

Y se sumieron de nuevo en aquel silencio angustioso. Desde la visita del escudero, Joan no había dejado de pensar en distintos planes, a cuál más descabellado, para sorprender al Borgia y rescatar a Ramón. Ninguno le ofrecía garantías de que el pequeño no terminara degollado a manos del Borgia o de su escudero. No se le ocurría nada que no arriesgase la vida del niño, al que había jurado proteger, o incluso la de Anna, y aun así se sentía un miserable mientras esperaba allí, sumiso, la humillación de su esposa.

Anna sentía una terrible opresión en el pecho, sufría por su hijo al tiempo que se censuraba. Todo aquello había ocurrido por su culpa. Los caballeros la requebraban y su amiga Sancha, la princesa de Esquilache, le había dicho que usara sus gracias para postrarlos a sus pies. Se había creído la mujer más hermosa y con mayor estilo de Roma; incluso había llegado a pensar, por un momento, que la librería era poco para ella y que merecía un lugar más alto. ¡Qué estúpida vanidad! Creía que los cumplidos recibidos después de recitar poemas en las reuniones de las señoras nobles la convertían en una de ellas. Había tardado en pararle los pies al duque de Gandía; pensó que el hombre más poderoso de Roma sería un caballero y jugó con él a ser una gran dama. Pero aquel individuo era un miserable. ¡Se arrepentía tanto de las veces que le correspondió con una sonrisa! Ella no era princesa como Sancha de Aragón y nunca lo sería. ¿Por qué había querido competir con su amiga por la admiración de los hombres? ¿Adónde la había llevado aquel juego? A poner en peligro la vida de su propio hijo y a convertirse en una mercancía de usar y tirar. ¡Cuánto lo lamentaba ahora!

Se puso a rezar para que le devolvieran a Ramón sano y salvo sin ensañarse demasiado con ella. No quería pensar en lo que vendría, solo le suplicaba a Dios misericordioso que le permitiera abrazar de nuevo a su hijo. Bajó un poco la cabeza, deseando ocultarla más aún en la capucha con la que se cubría. Le hubiera gustado desaparecer, dejar de existir. Se le escapó un sollozo.

Joan tomó la mano de su esposa para transmitirle su cariño y ella le sujetó con fuerza. Le tenía a él, se dijo, gracias a Dios, aún le tenía a él.

Al rato se acercó un hombre montado en un alazán, con antifaz y de negro; se identificó como aquel al que esperaban y les dijo que le siguiesen. Obedecieron. Poco después, Joan comprobó que un par de hombres también de negro y con antifaces los seguían a cierta distancia. Anduvieron hacia el oeste y después de cruzar varias calles llegaron a una zona en la que las ruinas de la vieja Roma asomaban entre la vegetación en forma de arcos, columnas y paredes. Allí, su guía despidió con un gesto a los que los seguían y los condujo hasta una casa medio escondida entre la vegetación. Tenía el aspecto de estar abandonada y había sido construida entre las ruinas aprovechando paredes, columnas y otros materiales. El hombre les dijo que descendieran y que entrasen en la casa mientras él se ocupaba de las monturas.

Dentro se encontraron en una sala en cuyo extremo opuesto se abrían dos puertas. En el centro se alzaba una mesa sobre la que descansaban vasos, botellas de vino y dos candiles que iluminaban la estancia. Sentados a ella, los esperaban dos hombres con vestimentas oscuras y antifaces de carnaval. Se oía llorar a un niño.

—¡Ramón! —exclamó Anna—. ¡Quiero verle!

—Primero el traidor debe dejar que le atemos —dijo uno de los individuos, que se cubría con una máscara con una especie de pico de pájaro de color y aspecto fálico.

Joan creyó identificar la voz del escudero, aunque no dijo nada y le ofreció sus puños para que lo maniatase. Sin embargo, prefirió atarlo sentado en una silla. Cuando el hombre quedó satisfecho con los nudos, abrió la puerta de la derecha; estaba oscuro y se oyó el llanto más alto. El individuo cogió a Ramón y lo acercó a Anna.

—¡Mamá! —chilló el niño.

Anna sintió un alivio infinito; por un momento notó que su corazón, encogido dentro de su pecho, se expandía. Tomó en brazos a su hijo hablándole bajito para que se calmara y, acariciándolo, se lo mostró a Joan. Parecía que el pequeño se encontraba bien. Pero de inmediato el hombre se lo reclamó y ella tuvo que dárselo para que lo encerrara en aquella habitación oscura. El niño empezó a llorar de nuevo y Anna contuvo un sollozo.

—¡Miserables, cobardes! —los increpó Joan.

El pájaro fálico se acercó a él. Levantó lentamente la mano y a continuación descargó sobre Joan tal bofetón que le derribó junto con la silla a la que estaba atado. Cayó con estrépito y Anna temió ya no solo por su hijo, sino por su esposo. Aquellos hombres le odiaban y quizá fueran a matarlo. La angustia la atenazaba; poco le importaba lo que le hiciesen a ella con tal de que los tres salieran vivos de aquel lugar.

—Incorpóralo —ordenó el que aún no había hablado y que lo observaba todo sentado en una silla—. Quiero verle la cara.

Se cubría con un gran antifaz dorado que representaba el sol. Anna le identificó de inmediato por su barba y por la voz: era Juan Borgia. El tipo de la máscara de pájaro, demostrando su fuerza, colocó de pie la silla con Joan atado a ella. Anna vio que un hilo de sangre se escurría de los labios de su esposo. Su faz reflejaba rabia, confusión, temor e impotencia. El individuo que parecía Juan Borgia contemplaba a su esposo sonriendo complacido. Después la miró a ella y le dijo levantándose de la silla:

—Señora, ha llegado vuestro momento. —Y le tendió la mano caballerosamente para que ella se la tomase, pero Anna, sintiendo un nudo en el estómago, la rechazó—. Si queréis salir de aquí los tres con vida, os aconsejo que os mostréis cariñosa, señora —la advirtió el hombre sol sin inmutarse y manteniendo su sonrisa y su mano tendida.

Ella lanzó una mirada a Joan, que, inmovilizado en la silla, apretaba las mandíbulas con rabia. Él vio pena, temor y vergüenza en aquellos ojos verdes que tanto amaba. Una lágrima se deslizaba por la mejilla de su esposa. Era como si le pidiese permiso, y él sintió que una mano de hierro le arrancaba las entrañas. No podía consentir, tampoco podía negarse. Estaban en poder de aquellos hombres; sus vidas y la de Ramón estaban en juego, podían hacer lo que quisieran con ellos. Cerró los ojos para no ver más y apretó con fuerza puños y dientes hasta sentir dolor, como si con ello pudiera hacer desaparecer aquella imagen insoportable.

Anna rechazó de nuevo la mano que Juan Borgia le ofrecía y él la agarró del brazo empujándola hacia la puerta de la segunda habitación. Mientras, se escuchaba el llanto de Ramón encerrado en la otra estancia. Ella se resistió aun sabiendo que no debía hacerlo y al fin cedió, refugiándose en el rezo para sumergir en él la vergüenza y ahogar sus pensamientos. De un golpe, el hijo del papa cerró tras ellos la puerta, aunque esta quedó entreabierta una pulgada.

—Ahora es cuando te hacen cornudo, librero —le dijo el tipo del pene en la máscara con su sonrisa asquerosa.

—Hijo de puta —masculló Joan con una rabia que solo las fuertes ligaduras podían contener.

El hombre rio, sin golpearle esta vez. Después calló para escuchar lo que ocurría en la otra habitación. A pesar del llanto del niño, Joan oyó unos murmullos, algún sollozo y, transcurrido un tiempo eterno, al hombre gimiendo de placer mientras gritaba obscenidades. Joan sentía una desesperación y una impotencia agónicas. Cuando al fin terminó, el individuo de la máscara solar salió sonriente ajustándose los calzones.

—Ahora te toca a ti, Pollas —le dijo al escudero.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó el de la máscara de pájaro levantándose.

—Estupendo, se ha comportado más que bien.

El escudero entró en la habitación dando un enérgico portazo que hizo que la puerta chocara contra el marco y quedase entreabierta. Ahora se podían distinguir los gemidos de ella y las órdenes de él. El de la máscara solar se sentó frente a Joan y, mirándole a los ojos, empezó a hablarle.

Le contó todo tipo de obscenidades sobre su esposa, sonriente, observando su expresión. Le describió el cuerpo de su propia mujer, detalló todo lo que le había hecho y lo que Anna le había hecho a él, y dijo que ella no solo había colaborado, sino que lo había gozado todo. Joan creyó enloquecer, imaginándolo, aunque se esforzaba para aparentar una tranquilidad que no sentía. Aquel tipo repugnante mentía para causarle un mayor dolor; sabía que disfrutaba con su sufrimiento.

—Mentís, miserable —le dijo—. Mi mujer nunca ha cedido, la habéis violado.

Aquel individuo rio.

—Eso es lo que quieres creer. Pero te engañas.

Y continuó torturándole con su cháchara asquerosa. Al fin, después de otro tiempo eterno, el individuo pájaro salió de la habitación.

—¿Bien? —quiso saber el de la máscara solar.

—La mejor a la que me he beneficiado en mucho tiempo.

—Ya te lo decía yo —dijo Juan Borgia, y dándole un cachete a Joan añadió—: ¡Alegra esa cara, hombre! Tu mujer ha conocido hoy a dos hombres de verdad, le hacía falta. Hembras tan bien hechas no deberían tener a un traidor maricón como tú de marido. ¡Aprende, estúpido!

Joan no respondió. Se mantenía con los ojos cerrados en su silla, y cuando el hijo del papa comprendió que ya no le sacaría una sola palabra más, le dijo a su compinche:

—¡Vámonos!

29

Dieron un portazo al salir y Joan se quedó solo en aquella lúgubre estancia, atado a la silla, oyendo el llanto cansado e intermitente de Ramón tras la puerta mientras se preguntaba por su amada lleno de angustia.

—¡Anna! —gritó.

Escuchó con atención sin oír siquiera un murmullo y a su zozobra se unió un temor terrible. ¿Estaría malherida, quizá muerta? Se debatió como un loco con sus ataduras, balanceando peligrosamente la silla al tiempo que musitaba unas oraciones. Pero le habían atado a conciencia y solo logró que las cuerdas se hundieran más en su carne.

—¡Anna! —aulló desgarrado.

Las llamas de los dos candiles de la mesa oscilaron, quizá por una tenue corriente de aire o por el propio aliento desesperado del librero, y las sombras de las columnas jónicas, algunas libres y otras emparedadas entre los muros de la casa, se movieron de forma siniestra. Joan comprendió entonces que aquel lugar había sido un templo romano cuyos restos se habían aprovechado para construir una casa; aún conservaba algún mueble, pero sin duda estaba abandonada. La idea de un templo le inspiró un nuevo temor al recordar la máscara solar de Juan Borgia y el toro del escudo de su familia. Mitra, pensó. ¡Un templo al dios Mitra! Había leído sobre aquella religión mística masculina y guerrera que en su momento rivalizó en la antigua Roma con el cristianismo. Se organizaba en sociedades secretas de varones, adoraban al sol y su dios se representaba matando a un toro. ¡Igual que los espectáculos taurinos que los Borgia ofrecían a los romanos! Joan había oído rumores de que en la Roma moderna, donde lo antiguo renacía de forma turbulenta, existían varias sociedades secretas paganas. Nada más apropiado para Juan Borgia y su máscara solar. ¿Habrían sacrificado a Anna conforme a un rito a Mitra? Trató de rechazar aquellos pensamientos diciéndose que serían puras estupideces de su mente extraviada. La angustia hacía que las ideas más absurdas le asaltaran una tras otra.

Él tenía la culpa de lo ocurrido por su desatinado sentido de la libertad y la dignidad. Si no se hubiera mostrado desdeñoso con aquel chico fatuo y arrogante cuando lo conoció en Barcelona… Si hubiera agachado la cabeza cuando el Borgia se pavoneaba en su librería… Si hubiera acudido de inmediato cuando le reclamó para combatir contra los Orsini…

Se había mostrado muy digno, había querido comportarse como un hombre libre, pero cuando el Borgia descargó contra él su poder, condujo sumiso a su esposa cual oveja al matadero, a los brazos de aquel miserable. Se mordió los labios con rabia. Él tenía la culpa.

—¡Anna! —gritó de nuevo.

Solo recibió respuesta en el llanto entrecortado de Ramón, que callaba por momentos, quizá para caer en un breve sueño de agotamiento. Joan rezó suplicando que estuviera viva y se dijo que si Dios le concedía tal don, dedicaría su vida a cuidarla, a que se recuperase del infierno que había vivido. Ya no le importaba su humillación, ni la de ella, la rabia se iba para dejar solo el temor a perderla. Renunciaría a la venganza, agacharía la cabeza frente a aquel joven tiránico y soberbio que era el inmerecido capitán general de los ejércitos del papa. ¡Pero que ella viviera! Al poco, uno de los candiles parpadeó antes de apagarse. Se había agotado el aceite. Joan se dijo que en breve, cuando ocurriera lo mismo con la otra lámpara, la oscuridad se sumaría a su angustia. Sentía un nudo en la garganta y contenía en su pecho un llanto que quería estallar. De rabia, de impotencia, de humillación, de ansiedad, de culpa y de una pena inmensa.

Todo era confuso para Anna. Quería abrir los ojos, pero sentía miedo. Temía que su tormento no hubiera terminado aún y que otro de aquellos bastardos esperara para caer sobre ella y poseerla. Un silencio prolongado le dio al fin la respuesta. «Sigo viva», pensó, pero un tremendo dolor extinguió su pensamiento. Todavía no había espacio en ella para la rabia, solo dolor, mucho dolor. Las imágenes llegaban a su mente deshilvanadas: deseos de vivir, también de morir, y dolor en su cuerpo y en su alma. Y aquel olor nauseabundo que lo impregnaba todo. Pasó un tiempo, no supo cuánto, y se echó a llorar. No deseaba otra cosa que llorar y hacerse toda ella lágrimas y desaparecer. Pero no ocurrió, y poco a poco, a través de sus ojos nublados, vio aquella habitación cuyo olor jamás olvidaría. Vio sus paredes desconchadas y aquel ventanuco al que había estado mirando para no ver a sus violadores y por el que había soñado que escapaba volando. De nuevo aquel tufo. Sentía asco y estaba a punto de vomitar.

Se preguntó qué había pasado. Lo sabía, pero necesitaba repetirse: «Anna, te han violado. Esos hijos de puta te han violado». Y en aquel momento llegaron la rabia y más ganas de llorar. Estaba cansada, muy cansada, y se acurrucó en el suelo en posición fetal. Quería dormir y olvidar. Entonces oyó, quizá por segunda o tercera vez, la voz de Joan que la llamaba, y la realidad acudió a ella sobresaltándola. «¡Mi hijo! ¡No le oigo! ¿Estará vivo?» Sin embargo, apenas era capaz de moverse, y se concentró intentando recuperar sus fuerzas. Oyó a Joan de nuevo, su voz resonaba en su cabeza y cuando al final logró incorporarse del suelo notó una especie de líquido que se escurría entre sus piernas; despedía también aquel olor inmundo. Hizo un esfuerzo para andar y al fin alcanzó la puerta.

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