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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

Tiempo de cenizas (16 page)

Aquella mañana, en un descanso del fuego artillero, un oficial de infantería había ordenado a un par de soldados jóvenes que fueran a recoger, protegidos por los arcabuces y las ballestas españolas, los virotes de ballesta y las lanzas que se encontraban en la tierra de nadie situada entre las defensas de madera construidas por los sitiadores y la barbacana de la fortaleza. Joan observó atentamente la operación, pues no se le escapaba que el oficial, aparte de recoger munición, quería medir la vitalidad de los defensores. Nadie disparó a los muchachos, y uno de ellos, envalentonado, se acercó a los pies de la barbacana, que en aquel punto estaba lo suficientemente derruida, y la escaló sin dificultad. Del otro lado encontró lanzas, virotes y saetas, las recogió sin que le molestaran y pudo regresar a las líneas españolas sano y salvo.

—Algo extraño ocurre —le comentó Joan al oficial—. Nadie responde. Este flanco ha sufrido un gran castigo artillero, pero no creo que hayan abandonado su defensa.

—Sí que es raro —confirmó el hombre—. Enviaré al muchacho de vuelta.

El oficial ordenó disparar y, cubierto por el fuego de sus compañeros, el joven soldado volvió a cruzar el foso, se acercó a la barbacana y, sin que nadie se lo impidiese, escaló el murete derruido para penetrar en ella. Sin pensarlo dos veces, Joan saltó al foso por el mismo lugar por el que lo había hecho el muchacho y fue tras él. Quería comprobar la solidez del muro. Después de trepar por los restos de la barbacana se dejó caer al otro lado.

—Aquí no hay nadie —le susurró el joven soldado.

El muchacho estaba en lo cierto; sin embargo, a Joan le pareció oír gritos y estampidos del otro lado de las murallas.

—Hay que buscar alguna grieta por donde se pueda entrar al castillo. Tiene que haberla.

Y se dirigió al lugar donde había estado concentrando el fuego de las culebrinas. Había montones de cascotes y tras de uno de ellos Joan vio, asombrado, una gran brecha en la muralla, que desde el patio del castillo habían tratado de cubrir con piedras y maderas. Llamó al chico y ambos se pusieron a despejar la abertura. No encontraron quien se les opusiera y enseguida vieron que el patio de la fortaleza estaba desierto. Entonces fue cuando distinguieron con claridad los estampidos y el griterío que provenía del lado norte. Garcilaso de la Vega había lanzado a sus hombres con escalas al asalto de los muros del pueblo, parcialmente derruidos y mucho más bajos que los de la fortaleza. Con toda seguridad, los defensores estaban socorriendo a sus compañeros del norte desguarneciendo el sur. Joan trepó por el murete de la barbacana hasta donde podía ver a sus camaradas, se quitó la capa y volteándola sobre su cabeza para llamar la atención del oficial gritó:

—¡Hay una brecha! ¡Al asalto!

El oficial vaciló un momento, hubiera preferido recibir la orden del general en lugar de un librero convertido en artillero eventual, pero comprendiendo que no podía desperdiciar la oportunidad, hizo tocar al corneta la orden de asalto. Los infantes tomaron sus picas y cuando el tambor inició su redoble se lanzaron gritando con todas sus fuerzas hacia donde Joan se encontraba. El Gran Capitán y sus oficiales aparecieron de inmediato a caballo, animando a los asaltantes.

—Vaya, no pensé que el librero fuese a lograr agujerear ese muro tan pronto —murmuró el general con una sonrisa de satisfacción.

Joan tomó una azcona que encontró tirada en la tierra de nadie y regresó al patio de la fortaleza junto al muchacho. En uno de los extremos divisó a un centinela al que antes no habían visto. El hombre echó a correr hacia la puerta de una de las torres gritando al arma, y Joan le lanzó la azcona. Le dio en la espalda y le derribó, aunque rebotó al chocar con una de las piezas metálicas del coselete del hombre. Joan oyó gritos procedentes de la torre principal y con un gemido el joven soldado que le acompañaba cayó alcanzado por una saeta. Un par de flechas más chocaron en el suelo cerca de Joan, que veía que el hombre al que había derribado trataba de incorporarse espada en mano. Él también desenfundó la suya. Había que aguantar hasta que llegara la tropa.

Alertado por los gritos, un grupo de soldados salió al patio desde un par de puertas de la fortificación. Joan se mantuvo en su posición protegiendo al chico herido y rezando para que sus camaradas llegaran cuanto antes. El primero de los defensores que se le echó encima era un hombre corpulento y barbudo armado con una lanza. Justo cuando el librero estaba esquivándola el hombre cayó con el cuello atravesado por una saeta. Joan respiró aliviado y sorprendido por semejante puntería. Apelotonándose, más de un centenar de infantes penetraba ya por la brecha gritando a todo pulmón, y en unos instantes chocaban con los defensores. Joan se apartó de la primera línea de combate arrastrando consigo al joven herido, que tenía una saeta clavada en un muslo. El choque fue breve, pues tan pronto como Menaldo de Aguirre comprobó que le era imposible detener a sus enemigos, que entraban en masa en el patio de la fortaleza y se encaramaban incluso a las murallas y a las torres, ordenó un repliegue de los suyos hacia la gran torre principal. Ejecutaron la maniobra a la perfección, perdiendo solo un par de hombres, y atrancaron de inmediato la puerta.

Mientras, en el norte, los soldados de De la Vega tomaban ya el pueblo, cuyos habitantes se habían encerrado en sus casas sin ofrecer resistencia. Los hombres de Aguirre se recogieron en el interior de la fortaleza y desde allí se unieron a sus compañeros refugiados en la torre principal. El librero admiró la precisión del repliegue. Eran buenos profesionales.

Joan calculaba dónde colocar la artillería para demoler la torre principal cuando los defensores hicieron ondear la bandera de parlamento. En esta ocasión, Aguirre y el Gran Capitán, con Joan como traductor, se encontraron frente a frente en la puerta de la torre que daba al patio.

El vizcaíno fue elocuente y a Joan le sorprendió el discurso en lenguaje caballeresco e incluso poético que pronunció aquel mercenario con fama de pirata. Aguirre insistió en su condición de vizcaíno y dijo que, a cambio de su rendición, esperaba de la famosa generosidad del Gran Capitán que respetara de él y sus hombres vida, libertad y patrimonio, de forma que pudiesen salir con sus armas y con el dinero ganado honradamente como mercenarios. Fernández de Córdoba se mostró respetuoso, incluso impresionado, y repuso que lo haría siempre que le jurasen regresar a Francia de inmediato después de participar en el desfile de la victoria en Roma. Sin embargo, debían rendirse sin condiciones, pues el papa tenía la autoridad suprema y, por lo tanto, la última palabra. Aun así, le prometió usar toda su influencia frente al pontífice para que este aceptara el trato.

Menaldo de Aguirre hizo una reverencia al aceptar y dijo:

—Lamento muchas cosas; la primera de ellas es tener que entregar la fortaleza y la villa que el rey de Francia me encomendó. Sin embargo, lo único que no lamento es que sea vuestra excelencia quien me derrote, pues dadas sus virtudes merece vencer a cualquiera.

Y con ese triste discurso, pero sintiendo que su honor continuaba intacto, Menaldo de Aguirre entregó Ostia.

El ejército hizo su entrada triunfal en Roma el 9 de marzo de 1497. El pueblo romano, cansado de las miserias causadas por el bloqueo de Ostia, lo acogió con el mayor de los entusiasmos. Anna no había recibido ninguna de las cartas que Joan le había escrito y vivía momentos de incertidumbre. Así, se apresuró a acudir al desfile junto con María, Eulalia, Niccolò y la mayoría de los empleados de la librería. Ignoraba la suerte de su esposo y rezaba ansiosa escrutando a cada uno de los jinetes con la esperanza de reconocer en él la familiar estampa de Joan. Ella fue la primera en distinguirle y no pudo reprimir un grito de alegría al verle tan apuesto, sano y salvo. Además, para su sorpresa, desfilaba en un lugar de honor, nada menos que junto al general español. Gritó su nombre con todas sus fuerzas saludándole con las dos manos, y los demás se unieron a ella aclamando al patrón.

A Joan le dio un vuelco el corazón al ver y oír a su esposa, y una sonrisa feliz iluminó su rostro. ¡La había añorado tanto! Esperaba anhelante el momento de abrazarla. Después vio a su madre, a su hermana y a todos los demás. Sintió en su pecho un nudo producido por el inmenso gozo de estar de nuevo con su familia y sus amigos, y les devolvió el saludo irguiéndose aún más en su montura y agitando la mano.

Siguiendo al ejército español marchaban los vencidos, con Menaldo de Aguirre a la cabeza. Al terminar el desfile, el vizcaíno y sus hombres pudieron partir libres hacia Francia conservando sus pertenencias, según lo acordado.

Detrás de los españoles desfilaba triunfante Juan Borgia, portando orgulloso el estandarte papal, y le seguían las tropas vaticanas, que saludaban al pueblo como si la victoria fuera suya. A pesar de los esfuerzos del embajador De la Vega por hacer patente que la conquista de Ostia debía agradecerse a los reyes de España, no pudo evitar que el pueblo lo considerase mérito también del ejército papal y de Juan Borgia. Para las gentes de Roma, Gonzalo Fernández de Córdoba era otro
catalano
, y no distinguían entre unos españoles y otros.

Alejandro VI recibió al Gran Capitán con los máximos honores y le entregó la Rosa de Oro, distinción que cada año concedía a quien más se había destacado al servicio de la Iglesia. Fue el propio Gonzalo, en el banquete que siguió a la ceremonia de entrega del galardón, quién presentó a Joan Serra al pontífice. Envió a un criado a buscarle a la mesa donde comía junto a los oficiales españoles.

—Este es Joan Serra de Llafranc —dijo el andaluz al presentarle—. Gracias a su excelente trabajo al mando de mi artillería logramos conquistar Ostia en solo ocho días.

Alejandro VI le recibió con una gran sonrisa; tenía sesenta y seis años, un cuerpo voluminoso y mirada inteligente. Había majestad en sus maneras, algo altivas a la vez que paternales. Joan hizo una genuflexión y el papa le dio a besar su anillo.

—He oído hablar de vos —le confió el pontífice—. Sin embargo, solo sabía de vuestro buen hacer como librero; desconocía vuestras habilidades artilleras. Vuestra casa es bien conocida en Roma y hace tiempo que deseaba pediros que vinierais al Vaticano con una lista de libros para recomendarme. Hablad con mi camarlengo para acordar un día.

—Así lo haré, vuestra santidad.

—Os agradezco vuestra ayuda a la causa de la Iglesia —añadió el pontífice en valenciano. Y como despedida, le bendijo en latín.

Al regresar a su mesa, Joan se convirtió en el centro de atención de la concurrencia; que el Gran Capitán le hubiese presentado al papa era un doble honor. Se sentía honrado y feliz, pero al cruzarse con una de las miradas que se posaban en él notó como si le hiriera una daga. El odio y la envidia en los ojos de Juan Borgia le hicieron estremecer de temor.

24

La noticia del reconocimiento recibido por Joan tanto por parte del pontífice como del Gran Capitán se extendió con rapidez, y el retorno a la librería fue triunfal. Al amor y la calidez de la familia se sumaba la admiración de sus empleados y clientes. La toma de Ostia era una noticia inmejorable para el papa y sus
catalani
, y la concurrencia experimentó un considerable aumento. Los habituales le felicitaban y los nuevos le observaban con atención a la espera de una oportunidad para conversar. La librería era, más que nunca, el centro social de Roma.

Joan no mencionó a Anna aquella mirada de Juan Borgia ni la aprensión que le había producido, pero el temor a la siguiente visita del hijo del papa a su casa le impedía gozar plenamente de su triunfo. El duque de Gandía tardó unas semanas en presentarse; al fin lo hizo una mañana, cuando no había clientes. Joan, que llegaba de negociar un cargamento de cuero para la encuadernación, reconoció en la puerta al escudero del duque, que, junto a otro de sus secuaces, esperaba conversando al cuidado de los caballos. La tensión acumulada durante aquel tiempo le pudo y, lanzando una maldición, se precipitó dentro de la librería. ¿Cómo se atrevía aquel individuo a regresar a su casa después de intentar secuestrar a su esposa?

Niccolò le recibió con gesto incómodo, moviendo la cabeza en dirección a la puerta del salón pequeño. Se oían voces desde dentro.

—Dejadme salir —decía Anna enérgica.

—¿De verdad que deseáis salir? —Juan Borgia apoyaba su mano en el quicio de la puerta y le impedía el paso.

—Sí, duque, por favor —repuso ella ahora con voz amable—. Sed gentil y franqueadme la salida.

—¿No os gustaría más…? —empezó a decir el hijo del papa.

—¡Dejadla salir! —le ordenó Joan, al que la rabia le nublaba la vista; llegando por la espalda del Borgia, le cogió del hombro y le empujó contra la pared.

La cara del duque reflejó sorpresa primero y después ira.

—¡Cómo te atreves, librero de mierda! —dijo poniendo la mano en el pomo de su espada.

Pero no osó desenvainar porque la punta de la daga de Joan le pinchaba ya la nuez de Adán.

—Sé que eran vuestros hombres quienes quisieron secuestrar a mi mujer —le dijo Joan mientras aumentaba la presión sobre el cuello del duque—. ¡Miserable!

De inmediato, Anna se interpuso entre los dos forzando a su marido a guardar el arma. Una gota de sangre se mostraba en la garganta del hijo del papa.

—¡Por favor, caballeros, calmaos, no ocurre nada! —dijo—. Don Juan, disculpad a mi esposo, me quiere demasiado.

—Aquí solo hay un caballero —repuso el Borgia, acalorado, mientras recomponía su postura—. Él es un patán. Y me es indiferente lo que sea vuestro; sois vos la que debéis decidir si venís conmigo; y creedme que os conviene. Él no me importa nada.

Dijo lo último mirando a Joan con desprecio. Este apretó las mandíbulas y calló sosteniéndole la mirada a aquel cretino que se creía el mejor semental de Roma. Le temblaban las manos y trataba de contenerlas mientras se imaginaba desenfundando de nuevo su daga para clavársela a aquel miserable en el corazón. Sin embargo, sabía que era una quimera irrealizable, pues apuñalar al duque comportaría el mayor de los desastres para su familia.

—Sois un hombre muy agraciado y gentil, un caballero apuesto, un héroe triunfador en Ostia, duque —le dijo Anna con voz cariñosa, acariciando suavemente el antebrazo derecho del Borgia con la esperanza de calmarle o, en el peor de los casos, evitar que desenvainase su arma—. Cualquier mujer os preferiría a vos antes que a mi marido. Sin embargo, yo le amo a él. ¿Sabéis, señor, lo que es el amor? ¿El amor pleno, el amor de verdad? —inquirió ella con toda intención.

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