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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

Tiempo de cenizas (6 page)

—Fue mi amor de la infancia —respondía Anna—. Y sigo amándole.

—Y ¿qué tiene que ver el amor con el matrimonio? —insistía la princesa—. Los amantes son para el amor, el matrimonio es un negocio. Y vos hicisteis un mal negocio. El mío es una alianza política que al papa le interesa conservar, y yo, por mi parte, hago lo que quiero.

—Vos sois muy audaz, señora.

—Y vos podríais ser la reina de Roma. La gracia y la belleza en una mujer cotizan mucho más que en un hombre. Son poder. Y vos lo desperdiciáis casada con un villano. ¿En qué estabais pensando para aceptar semejante boda?

Anna recordaba muy bien las circunstancias en las que Joan le había pedido matrimonio. Había guerra, acababa de enviudar, estaba embarazada, el palacio de su marido había sido saqueado y quemado y los familiares de él la habían dejado en la ruina. Además, la pequeña nobleza napolitana le daba la espalda después de una imprudente declaración pública de amor de Joan hacia ella. Le había rechazado cuando supo que había sido precisamente él quien había matado a su marido. Pero Joan la convenció, con una tenaz insistencia, de que la muerte de su esposo fue un acto puramente de guerra, y supo seducirla con su amor y con la promesa de un brillante futuro entre libros para ella y su hijo. Y hasta el momento había cumplido sobradamente su palabra.

—Le quiero.

—Ya os he dicho que eso es una tontería —respondía la fogosa princesa—. ¿Os habéis fijado en cómo os miran los hombres? Seguro que sí. Gozad de su admiración ahora que sois joven, que ya tendréis tiempo de recataros cuando os arruguéis. Buscaos un amante interesante.

—¡Por Dios, Sancha! —contestaba Anna escandalizada—. No sabéis lo que decís.

Sancha reía echando su negra melena hacia atrás y elevando la barbilla.

—¿Me decís que no sé lo que es un amante?

—Somos distintas.

—No tenéis por qué acostaros si sois tan casta. Pero no hay nada de malo en que permitáis que los hombres os admiren. Claro que ellos quieren consumar, pero vos sois dueña de detener el juego donde os plazca. Tenéis la clase y el estilo para manejar cualquier situación. Dejad que os adulen, que os deseen con la mirada. ¡Gozad de la vida como una buena napolitana!

—No todas las napolitanas coquetean.

—Pero su princesa sí —concluía Sancha riendo.

Aquellas conversaciones se habían repetido y Anna empezaba a pensar que no había nada malo en sonreír y en acercarse un poco más o en mantener una mirada. Ciertamente gozaba de la admiración que causaba y pronto observó que los varones la preferían a ella antes que a la exuberante princesa. Aquella competición secreta, que iba ganando, la halagaba en grado sumo.

8

Niccolò dei Machiavelli era un hábil observador del comportamiento humano y había detectado una creciente inquietud en Joan con respecto a su esposa y a la corte de caballeros que revoloteaban a su alrededor. Ella se mostraba simpática y agradable con todos y era la perfecta anfitriona, manteniendo siempre su estilo de gran dama. El florentino se consideraba un buen amigo del librero, y precisamente Anna fue la causa del primer incidente habido entre ambos desde que se conocían.

A Niccolò le gustaba bromear y caía particularmente gracioso a las señoras. Pasaba muchas horas junto a Anna en la librería, a ella le encantaban los chismes y noticias que el extrovertido florentino recogía de aquí y de allí y que sabía contar con gracia y salero. Aquel día Anna se había reído mucho con una historia acaecida en la Posada del Toro del Campo de’ Fiori con un cardenal, una criada y el marido de esta. Y después había vuelto a reír con otras gracias de cosecha propia del florentino; en una de ellas, Anna le palmeó en el hombro en un gesto de divertido reproche. A Niccolò le encantaba ver a Anna entornar los ojos, mostrar sus blancos y regulares dientes, que se formasen unos graciosos hoyuelos en sus mejillas y oírla reír. Era una mujer bella, simpática e inteligente, y el florentino era uno de sus admiradores. Durante el resto del día había visto a Joan enfurruñado, pero no lo había relacionado con Anna. Cuando por la noche cerraron la librería y se quedaron solos, sin previo aviso, Joan le agarró de la pechera de su jubón y sin consideraciones le empujó contra una estantería de libros.

Niccolò abrió los ojos asombrado sin saber qué decir ante la fiera mirada de Joan.

—¿Os gusta mi mujer? —inquirió este con voz ronca.

—Sí, claro —balbució Niccolò—. Es una mujer muy bella.

—Pues cuidado con lo que hacéis —insistió—. Es mi mujer.

—¡Claro que sé que es vuestra mujer! —repuso el florentino—. Y como tal la respeto.

Joan se quedó mirándole a los ojos como si quisiera leer en ellos la sinceridad de las palabras de su amigo y le soltó.

—No es por mí por quien debéis preocuparos. ¡Soy vuestro amigo y ella es vuestra! La defendería a ella y a su honra con la vida.

El librero se mantuvo en silencio unos momentos, observándole, y al final dijo:

—Gracias, Niccolò. Os creo. Disculpadme, últimamente estoy un poco nervioso. Que tengáis una buena noche.

Y sin decir más, Joan se retiró cabizbajo hacia el primer piso. Se sentía orgulloso del estilo y la belleza de su esposa y no quería coartar su libertad pidiéndole que se mostrara distante con los caballeros. Sin embargo, empezaba a acusar las exageradas atenciones que estos le dedicaban. Entre ellos se encontraba Niccolò, que, al contrario que él, era noble, miraba con deseo a su esposa y esta le reía siempre las gracias. Aquel día no había podido contenerse y, aunque lamentaba la escena de celos, pensó que quizá fuera una advertencia oportuna.

Niccolò, por su parte, se quedó pensativo. Su patrón estaba muy alterado y se dijo que debía ser más cuidadoso en el futuro al tratar con Anna.

Por todo esto, el florentino se preocupó cuando, días después, Joan, que había salido pronto por la mañana para negociar unos pedidos de papel con unos comerciantes, volvió antes de lo previsto a la librería. Le habría gustado que el duque de Gandía, que últimamente los visitaba con demasiada frecuencia a unas horas de la mañana en las que Joan acostumbraba a ausentarse, se hubiera ido ya.

Joan saludó al aprendiz que barría la calle frente a la librería y se percató de la presencia de tres caballos y dos hombres armados, de negro y vestidos a la española, que aguardaban frente a su establecimiento.

Al entrar y ver la mirada de Niccolò, comprendió que algo iba mal. La habitual expresión sonriente del florentino le había abandonado; sin decirle nada, con solo un movimiento de sus ojos, dirigió la atención de Joan al otro extremo de la sala. Allí estaba Anna, junto a la puerta que daba al gran salón. Lucía un vestido de terciopelo verde de ancha falda, con un corpiño sin escote que le elevaba el pecho y que hacía su figura particularmente atractiva. Sus ojos verdes miraban con intensidad al hombre al que tenía enfrente, que le susurraba algo y que estaba tan cerca que parecía querer empujarla dentro del salón. Anna, con una sonrisa en los labios, se erguía arrogante, y cuando aquel individuo se acercó aún más, ella, negando con la cabeza, le frenó poniéndole la mano en el pecho. Él reaccionó cogiéndole la mano con las suyas. A Joan le dio un vuelco el corazón. El hombre estaba de espaldas, pero el librero supo de inmediato, a la vista de su lujoso vestido, su porte altivo y los soldados que esperaban en la calle, quién era. Nadie más podía atreverse a aquello.

Se trataba de Juan Borgia, duque de Gandía, que, reclamado por su padre, el papa, había regresado de España hacía casi tres meses. Alejandro VI le había recibido con fiestas y gran alegría, nombrándole confaloniero, portaestandarte de la Iglesia, título que le daba la autoridad suprema sobre los ejércitos vaticanos. Era el hombre más poderoso de Roma después del pontífice.

Joan refrenó su primer impulso de abalanzarse sobre el intruso, conocedor del riesgo que un enfrentamiento violento comportaría para él y su familia. Conocía a Juan Borgia de antes de su regreso a Roma y sabía cuán desconsiderado, vanidoso y salvaje podía ser cuando deseaba algo.

Joan y el hijo del papa se habían encontrado por primera vez en una taberna de Barcelona cuatro años antes. Juan Borgia era un muchacho engreído y malcriado que había llegado a la ciudad, corte entonces de los reyes de España, para casarse con la viuda de su hermano fallecido, María Enríquez, prima del rey. Era condición obligada para recibir el ducado de Gandía como herencia.

Sin embargo, el hijo del papa hacía todo lo que su padre le había ordenado no hacer. Jugaba a los dados en las tabernas y, en lugar de consumar su matrimonio con su altiva esposa, requería los favores de las jóvenes taberneras, a las que pretendía conseguir impresionándolas con su apostura y nobleza. El método no le funcionaba, y entonces recurría al dinero y a la fuerza bruta para saciar su deseo. La combinación de juego, bebida y mujeres acababa en riñas que Juan Borgia no evitaba, confiado en que Miquel Corella le sacaría del apuro.

Miquel Corella, valenciano como el papa, era ya entonces capitán de la guardia vaticana, gozaba de la entera confianza del pontífice y este le había encomendado la incómoda misión de proteger a su hijo durante su estancia en Barcelona. Miquel era fiero en la lucha y experto en todo tipo de armas; sin embargo, consciente de su responsabilidad y del resultado incierto de las trifulcas tabernarias, trataba de evitar a toda costa los enfrentamientos. La actitud del muchacho le contrariaba mucho y hubiera disfrutado disciplinándolo, pero carecía de tal poder. Joan había conocido al valenciano en una taberna y le causó tan grata impresión que no vaciló en ayudarle en el altercado que poco después provocó Juan Borgia. Al acompañarlos aquella noche a su residencia, Joan había observado con asombro cómo el joven duque de Gandía, sin escuchar a Miquel, ensartaba con su espada, para aplacar su ira, a cualquier perro o gato que se le cruzaba por el camino.

Miquel, complacido con la forma en la que Joan los había ayudado a salir del apuro, le ofreció una buena suma para que los escoltara en sus visitas a las tabernas. El joven no aceptó pago alguno a pesar de que terminó acompañando a Miquel durante su estancia en Barcelona todo el tiempo que sus obligaciones laborales en la fundición de cañones le permitían. Con ello se ganó el agradecimiento del valenciano.

Sin embargo, el duque de Gandía no había apreciado la ayuda de Joan; era demasiado orgulloso para aceptar que un villano solo unos años mayor que él se comportara mejor frente al peligro y le protegiese. Mostraba una mezcla de rivalidad y desdén hacia Joan que aumentó considerablemente cuando la más hermosa de las taberneras despreció su nobleza y dinero haciéndole saber que Joan había sido su amante.

—Seré puta para quien yo quiera, pero para vos soy la Virgen María —le espetó la muchacha al duque en respuesta a sus insultos despechados.

El incidente que en aquel momento enorgulleció a Joan ahora le llenaba de preocupación. El hijo del papa había dejado a su esposa en Gandía, cuidando de sus hijos y del ducado, y su conducta con las taberneras de Barcelona se repetía ahora en Italia con cualquier mujer agraciada, sin importarle condición ni estado civil. Continuaba igual de arrogante y ávido, solo que ahora gozaba de un poder que era capaz de vencer cualquier resistencia.

Joan sospechaba que la primera vez que el Borgia visitó la librería lo hizo atraído por la fama de su esposa. Sin embargo, al reconocer a Joan, aquella antigua y absurda rivalidad se despertó, haciendo de Anna una presa aún más apetecible.

En sus visitas, el duque de Gandía se había mostrado demasiado halagador y amable con ella y desdeñoso con él. Joan pensó que quizá la actitud del duque era la causa de su inquietud y sus pesadillas.

En aquel momento, en la librería, Joan vio que estaba ocurriendo ante sus propios ojos lo que él tanto había temido. Juan Borgia había pasado de una pegajosa amabilidad con Anna a galantearla de forma descarada y en su propia casa. Estaba tan cerca de ella que traspasaba los límites de la decencia e incluso se atrevía a sujetarle la mano con las suyas. Vaciló unos instantes y después se dijo que le era indiferente quién fuese aquel tipo y el poder que tuviera; no le permitiría acosar a su mujer. Sentía la sangre palpitando en sus sienes y la furia transformándose en un nudo en su estómago. Vio la espada en el cinto de su rival y no le importó a pesar de que él iba desarmado; se le acercaría tanto que le impediría desenvainarla. El duque debía aprender a respetar a su esposa.

Se precipitó hacia aquel individuo, pero Niccolò, atento, le detuvo en el camino.

—¡Conteneos! —le susurró—. Si le agredís, os ahorcarán. Además, hay dos hombres aguardándole en la puerta de la librería.

—Dejadme —murmuró con rabia.

Y apartando a su amigo a la fuerza, Joan se fue hacia el duque de Gandía.

9

Juan Borgia acababa de tomar las manos de Anna entre las suyas cuando ella vio venir a Joan, que se había desembarazado de Niccolò. Al ver la expresión de su cara se estremeció de temor; estaba a punto de producirse un desastre.

La había incomodado ver aparecer al duque de Gandía a una hora tan temprana, en la que era él único cliente. El Borgia había cruzado el umbral con paso decidido. Llevaba daga y espada al cinto, vestía un jubón negro de seda de cuello cerrado, se cubría con una capa de terciopelo rojo y se adornaba con un grueso collar de oro. Le acompañaban dos hombres de armas que se quedaron curioseando el material de escritura y los libros en la mesa que atendía el aprendiz en la calle. El duque lucía una barba recortada y la librera desconfió de su mirada lobuna de ojos oscuros y de su sonrisa breve, que mostraba dientes de animal de presa.

Anna recordaba aquella sonrisa entre agresiva y aduladora, y los requiebros que en ocasiones anteriores le había dedicado cuando Joan, como en aquel momento, no se encontraba en la tienda. Sabía que aquel joven de aspecto ávido se interesaba por ella y al principio la había halagado que el hombre más poderoso y pretendido de Roma le dedicara más atención que a la seductora Sancha de Aragón. Su amiga Sancha estaba casada desde hacía dos años con Jofré Borgia, el hermano menor del duque. Aquella boda, garantía de una alianza del papa con Nápoles, entre un niño de trece años y una vital adolescente de dieciséis no tuvo ni buen inicio ni buena continuación. Se rumoreaba que el duque engañaba a su propio hermano con Sancha y que esta había tenido antes amores con César, su otro cuñado. Anna tenía una privilegiada relación de amistad con la princesa, que le había confiado, sin demasiado pudor, la certeza de sus amores con Juan.

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