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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

Tiempo de cenizas (51 page)

—Escuchad, Anna. —El semblante de Joan se iba oscureciendo a pesar de que, en contraste con el de su esposa, su tono era calmado—. Si voy, es porque soy un hombre libre. Decidí libremente venir a Roma y abrir mi librería bajo la protección de Miquel Corella y los
catalani
, y eso tiene un precio. Ellos están conmigo y yo debo estar con ellos.

—Sí, pero cuando abristeis vuestra librería no os avisaron del precio…

—No, y confieso que fui tan ingenuo de pensar que era gratis. —Joan hizo una pausa—. Pero no hay nada gratis.

—Miquel Corella os engañó.

—No, no lo hizo. Simplemente, yo conocía poco del mundo y de la vida. Cualquiera con más experiencia lo habría sabido. Y si no, ved. Hace tiempo que sabemos dónde estamos, con quién y cuál es el precio. Y tomamos la decisión de quedarnos en Roma.

—Yo no tomé esa decisión.

—Sí, claro que la tomasteis. Por eso estáis aquí conmigo. Porque vos, igual que yo, sois libre.

—No, no lo soy. Ni vos tampoco.

—Os equivocáis, Anna —dijo Joan alzando la voz al tiempo que levantaba la carta falsificada por encima de su cabeza y asía el brazo de su mujer—. Yo soy libre.

Ella se cubrió la cara creyendo que iba a pegarle. Reconocía la furia ciega en la mirada opaca de su marido. Pero él mantuvo la carta en alto sin descargar golpe alguno.

—¡Me hacéis daño! —La mano de él se aferraba al brazo de ella.

—¡Y vos a mí! —repuso él elevando la voz—. ¡Nunca más! ¿Oís? ¡Nunca más oséis coartar mi libertad de elección!

Tomó unas mantas de un arcón y dando un portazo salió de la estancia. Anna sabía que iba a dormir al taller. Nunca antes lo había hecho. El pequeño Tomás, con solo cuatro años, que aún dormía en la alcoba con ellos, había presenciado la discusión sin decir nada, pero entonces se puso a llorar. Anna lo tomó en sus brazos para consolarlo, aunque al poco ella también lloraba.

—No, os engañáis —murmuró con rabia—. No sois libre. Todo lo contrario.

Por la mañana, Joan evitó hablar con su esposa y dio instrucciones a Paolo sobre la librería y a las criadas para su equipaje; partiría en la madrugada del día siguiente con su cuñado Pedro. Anna contemplaba cómo, ceñudo, lo disponía todo para una larga ausencia y sentía la tristeza crecer en su interior. Joan era capaz de dormir de nuevo en el taller e irse sin ni siquiera despedirse de ella. Y bien podía ser, aquella, la última vez que se vieran.

—Perdonadme, Joan —le dijo en un momento en que él se encontraba en la alcoba preparando sus armas—. Sé que hice mal.

Él la miró un instante, no dijo nada y continuó con su tarea. Anna supo que su marido sentía una cólera tan profunda que era incapaz de expresarla.

—Os lo suplico, dormid conmigo esta noche. No partáis con ese enfado, por favor.

Se acostaron juntos, aunque Joan ni siquiera quiso abrazarla cuando ella se acurrucaba contra él, y al despuntar el alba del 24 de diciembre se fue, junto a Pedro, el mensajero y unos hombres más, sin apenas despedirse.

Al verle partir, ella se dijo que aquellas serían las Navidades más tristes de su vida.

77

Joan sintió una profunda tristeza al dejar a Anna. Le hubiera gustado ser más afectuoso, hacerle, quizá por última vez, el amor aquella noche y despedirse con dulzura. Pero había sido incapaz. Se sentía profundamente decepcionado; conocía la opinión de su esposa sobre César, don Michelotto y los
catalani
, pero jamás pensó que pudiese hacer lo que había hecho. Aún no comprendía cómo Anna, en la que él, hasta el momento, había confiado plenamente, se había atrevido a falsificar su letra. Se notaba aún lleno de rabia, pero conforme se alejaba de la librería, y de Roma, un terrible desconsuelo iba llenando el espacio que en su pecho dejaba la ira.

Debían cubrir casi cincuenta millas por jornada, con hielo, nieve, lluvia y unos difíciles caminos por los que había que cruzar los montes Apeninos. Era mucho, pero su acompañante conocía bien aquella ruta, incluidos los puertos y las postas donde cambiar los caballos. Emplearon seis días en el viaje y durante las paradas fueron informándose de la situación interrogando a su guía.

—César y un reducido ejército formado casi en su totalidad por españoles avanzará sobre el pueblo de Senigallia, que nos abrirá sus puertas —les explicó—. Pero el alcaide de su poderosa fortaleza dice que no la rendirá si no es personalmente a César. Allí nos esperan con sus tropas Paolo y Francesco Orsini, Vito Vitelli y Oliver da Ferno. Juntos entraremos en la ciudad y César aceptará la capitulación de la fortaleza.

—¿No estaban esos condotieros entre los sublevados?

—Sí, pero han llegado a un acuerdo y César los ha perdonado. En ese encuentro firmarán la paz.

—Si todo va tan bien, ¿por qué Miquel nos pide ayuda con tanta desesperación? —le preguntó Joan a su cuñado cuando Vicent no los oía.

—Creo que Vicent ignora lo que en realidad ocurre —repuso Pedro—. César está en un serio peligro.

Llegaron al campamento, en Fano, a la orilla del mar Adriático, al caer la tarde del día 30 de diciembre, fatigados aunque satisfechos por haber cumplido el plazo. Joan y Pedro dejaron sus pertrechos y monturas al cuidado de Vicent y se dirigieron a la tienda de Miquel Corella, pero en el camino tuvieron un encuentro inesperado. Al cruzarse con un hombre de facciones finas que se cubría con una gruesa capa, pero que iba sin gorra y que llevaba, contra la moda imperante en Roma, el rostro afeitado y el pelo corto, Joan lo reconoció sorprendido.

—¡Niccolò dei Machiavelli!

El otro se quedó mirándole incrédulo y por un momento sobresaltado. Durante los más de cuatro años transcurridos desde que se habían separado, el florentino había estado preguntándose si Anna le habría hablado a su marido sobre su proposición. Las cartas que se escribían denotaban lo contrario, pero mantenía sus dudas.

—¡Joan Serra! —exclamó al fin—. ¿Qué hacéis aquí, tan lejos de vuestros libros?

—Lo mismo os pregunto. —Se dieron un abrazo palmeándose las espaldas. Aquella demostración de alegría y cariño tranquilizó a Niccolò. Después abrazó también a Pedro.

—Soy el embajador de Florencia.

—Sí, ya lo sé —le contestó Joan—. Pero no parece este un lugar muy apropiado para un embajador.

—Y menos para unos libreros. —Niccolò no insistió en su pregunta y Joan supuso que su astuto amigo adivinaba la respuesta—. Aunque sí que lo es para el embajador de Florencia si tenéis en cuenta que César va a reunirse con los principales condotieros que forman la liga contra el papa. Florencia los teme ahora más a ellos que al propio César, pues quieren derrocar nuestra república para imponer de nuevo a los Medici y de paso saquear nuestras ciudades.

—Quizá nos podáis contar vos lo que ocurre —sugirió Joan.

—No lo sé exactamente, pero vuestra presencia demuestra lo apurado que está César. —Joan guardó silencio y Niccolò lo cogió del brazo al tiempo que bajaba la voz—. Escuchad, aquí todos tenemos espías, y lo que pase mañana en Senigallia cambiará la historia de Italia. Los de César han sufrido varias derrotas y los condotieros creen que ya lo tienen en su poder. Las tropas del hijo del papa no llegan a tres mil hombres y sus enemigos disponen del triple. Si se enfrentaran en batalla, aplastarían a César. Además, viendo que tiene las de perder, algunos de sus hombres más fieles han cambiado de bando. Ved si no a Ramiro de Lorca, un afamado
catalano
al que César le dio el gobierno de Cesena, el hombre más poderoso de la Romaña después del hijo del papa. El día de Navidad, César llegó a Cesena con sus tropas, y en la madrugada del día siguiente la cabeza de Ramiro apareció clavada en una pica en la plaza mayor, y su cuerpo, aún con guantes y exquisitos vestidos, descuartizado a los pies de esta.

—Imagino que traicionó a su señor —dijo Pedro sintiendo un escalofrío.

—O al menos eso es lo que supuso don Michelotto —aclaró Niccolò.

—Y ¿qué creéis que va a ocurrir? —preguntó Joan.

—Pienso que los condotieros le han tendido una trampa en Senigallia y que esa historia de que el gobernador de la fortaleza solo se la entregará al hijo del papa en persona es el cebo. Ese hombre está conjurado con los condotieros, y cuando César entre en la ciudad le apresarán para chantajear a su padre o le matarán. Y si descubre antes el engaño, lanzarán sus tropas contra él y le destruirán. En cualquier caso, no pueden permitirse dejarle escapar. El hijo del papa y los suyos están en una situación muy difícil, y me intriga saber si se librará de esta. En todo caso, habrá sangre. —Niccolò sonreía al anticipar un espectáculo apasionante—. Me preocupa, pero no me lo perdería por nada del mundo.

—Nosotros estaremos allí —dijo Joan sombrío.

—Lo siento, Joan —repuso Niccolò, de repente serio—. Tened cuidado, amigos. Rezaré para que la sangre que se derrame no sea la vuestra.

Cuando llegaron a la tienda de Miquel Corella, este los recibió con grandes muestras de alegría y un fuerte abrazo.

—Sabía que podía contar con vosotros, gracias. —Y después añadió bajando la voz—: Os necesito porque sois valientes y de mi absoluta confianza.

Joan vio desmejorado a don Michelotto, movía su brazo izquierdo con torpeza, pues aún se recuperaba de la herida de bala de cañón recibida en el sitio de Faenza. Los médicos decían que había sido un milagro que lo salvara.

—Tenéis una buena tropa de españoles en quien confiar —le dijo Pedro.

Miquel hizo un gesto ambiguo.

—Eran los únicos con los que hasta ahora podía contar —replicó—. Pero incluso a esos los están sobornando tentándoles con títulos y posesiones. Tuvimos que ajusticiar al gobernador de Cesena, Ramiro de Lorca, al que creíamos de toda confianza, uno de los nuestros, un
catalano
. Lo habían comprado y estaba en la conjura.

Joan y Pedro se miraron en silencio, la situación era tan crítica que Miquel no se fiaba de nadie.

—Escuchad —dijo bajando la voz y poniéndoles los brazos sobre los hombros—. En Senigallia nos espera una trampa mortal. Si César entra en la fortaleza para tomar posesión de ella, no saldrá más. Los condotieros nos quieren hacer creer que apenas nos superan en número. Pero escondido a un par de millas al sur tienen un ejército tres veces mayor que el que mantienen en Senigallia. Una vez que cojan a César, caerán sobre nosotros y nos destrozarán. Cuando eso ocurra, los Orsini y sus aliados se levantarán en Roma contra el papa para deponerlo. O quizá lo maten.

Joan se estremeció; si los Orsini tomaban el poder en Roma, la vida de Anna y de toda su familia correría un grave peligro.

—Y ¿aun así pensáis continuar mañana hacia Senigallia? —quiso saber Pedro.

—Sí —dijo Miquel—. César ha prometido que la ciudad y su castillo serían nuestros antes de terminar el año. Mañana nos jugaremos la vida. ¿Estáis aún conmigo?

Pedro y Joan se miraron afirmando con la cabeza.

—Naturalmente —dijo Joan—. A eso vinimos.

—Pues descansad lo mejor que podáis esta noche. César os verá antes del amanecer; después partiremos hacia Senigallia.

Miquel los despertó antes del alba del día siguiente, el 31 de diciembre, y anduvieron iluminándose con candiles hacia la tienda de César. Por el camino se les unieron seis hombres más, entre los que se encontraban los que los habían acompañado desde Roma. La noche era fría y húmeda, y la bruma se le antojó a Joan como una mortaja.

El Borgia los recibió con gran cordialidad y le dio un abrazo a cada uno. Un perfume denso disimulaba cualquier olor corporal y Joan notó unos poderosos músculos bajo sus ropas. Vestía con una capa negra sobre unas calzas y un jubón del mismo color, bien abotonado, que dejaba ver en su parte superior una camisa de seda blanca. Joan comprobó que el joven de bellas facciones al que recordaba de sus primeros encuentros era ahora un hombre de veintisiete años de rasgos enérgicos, y que mostraba en la zona de la cara no cubierta por la barba los terribles estragos de la sífilis. Esa era la razón por la que usaba, cada vez con más frecuencia, una máscara negra que cubría su rostro, y recibía a sus visitantes en la oscuridad de la noche. Sobre la mesa de su tienda, amenazante, estaba la famosa espada que tenía grabado a fuego el lema de su vida: «O César o nada».

Joan recordó al personaje que el hijo del papa tomaba como modelo: Julio César, que, a punto de cruzar el río Rubicón antes de caer sobre Roma y conquistarla, pronunció la frase «La suerte está echada». La suerte para César Borgia también estaba echada, solo que su Rubicón era Senigallia. Sería un césar o no sería nada.

—Escuchad bien —les dijo el hijo del papa—. Estáis aquí porque sois arrojados y leales. Vuestra tarea requiere pulso firme y decisión; si uno falla, causará el fin de todos. —Y, sin revelarles su plan, le explicó a cada uno lo que debía hacer.

Joan y Pedro se miraron; desconocían en qué consistía la jugada que César planeaba. Pero intuían que era arriesgada y que si fracasaba, les costaría la vida.

78

Antes del amanecer, el ejército de César, somnoliento y entumecido por la humedad y el frío de la intemperie, se puso en marcha hacia Senigallia. Cuando cerca del mediodía la bruma empezó a dispersarse, Pedro hizo unos cálculos y le dijo a Joan:

—Somos poco más de dos mil hombres entre infantes y caballeros.

—Dios quiera que no entremos en batalla —murmuró Joan—. Nos arrasarían.

Al rato divisaron desde una colina una población amurallada al lado del río. En ella destacaba una fortaleza con cuatro torres almenadas muy anchas, poderosas y macizas, unidas por potentes muros, y un gran edificio en su patio interior. César ordenó que se detuvieran. Poco después apareció un grupo de caballeros entre los que se encontraban Paolo y Francesco Orsini y Vito Vitelli. César Borgia y Miquel Corella los saludaron con grandes muestras de alegría, como viejos camaradas de armas que se reuniesen después de largo tiempo para emprender una nueva aventura juntos. Joan contempló escéptico los abrazos y besos en ambas mejillas que se daban unos y otros entre exclamaciones de contento.

—¿Dónde está Oliver da Ferno? —quiso saber César.

—En el exterior de la ciudad, maniobrando con sus tropas para intimidar a los de la fortaleza —repuso Paolo Orsini.

—¡Ah! Muy bien —contestó el hijo del papa, y le lanzó una mirada a Miquel Corella que este entendió de inmediato.

Retomaron el camino hacia la población con los condotieros acompañando a César en una animada conversación, hasta que el Borgia les dijo:

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