Al llegar a la casa decidieron que hasta que no transcurriera un tiempo prudencial, sus hijos Ramón y Tomás continuarían con sus tíos en el hogar de estos.
—Les pediré a María y a Pedro que no les digan nada a los niños —les dijo Joan a Anna y a Eulalia—. Somos nosotros quienes debemos hacerlo cuando podamos. Será terrible para ellos.
—¡Lamento tanto no poder verlos! —sollozó Anna—. Pero este mal es muy contagioso y hay que evitar el peligro.
—Sentiré mucho no verlos más —dijo Eulalia mirándolos de forma extraña.
—¿No verlos más? —inquirió Joan.
Eulalia le sostuvo la mirada un momento, después corrió en busca de una jofaina y vomitó en ella.
—¿Qué os ocurre, Eulalia? —se preocupó Anna.
La abuela se palpó las axilas.
—Me duele la cabeza, me salen bultos en las axilas y empiezo a notar fiebre. Tengo la peste.
Joan y Anna se miraron consternados.
—Me voy —dijo yendo a la cocina para coger una cesta—. No os expondré al peligro. Solo quiero un poco de comida y agua.
—De ninguna manera. —Anna la detuvo—. Os quedáis aquí y os atenderemos. Saldremos de esta juntos.
La mujer miró a su nuera y con una sonrisa amarga preguntó:
—Y ¿si no?
—Entonces moriremos juntos —dijo Anna con decisión.
Joan reclamó a los médicos más prestigiosos, que acudieron con su disfraz de pájaro y sangraron a Eulalia varias veces. Todos los doctores usaban el mismo método. También le aplicaron emplastos para hacer madurar las bubas, las abrieron con lancetas y las cauterizaron con fuego.
Joan olió la carne quemada de su madre y oyó sus gritos sintiendo que la angustia y el horror le superaban. A pesar de todo aquel sufrimiento, veía cómo ella se apagaba por momentos, y permanecía a su lado todo el tiempo posible. Solo la cuidaban Anna y él, pues desde que Caterina se infectó, las criadas vivían con la familia de Pedro y María, que velaban por los chicos. La única tarea que las domésticas aún hacían por ellos era ir a buscar agua a la fuente, y dejaban los cántaros en la librería, donde ellos los recogían.
—Gracias por estos años que me diste de libertad y familia, Joan —le dijo Eulalia a su hijo en un momento en el que la fiebre bajó—. Llegué a creer que nunca más os vería a Gabriel y a ti. He sido muy feliz.
Joan la miró con cariño mientras estrechaba su mano. Sabía que su madre había perdido toda esperanza de sobrevivir y se estaba despidiendo. Y recordó su cuidado amoroso cuando él era niño. Ella era, con su padre, el personaje central del paraíso perdido de su infancia. Había sido su refugio cuando jugando se hería, o cuando tenía hambre, frío o enfermaba. Recordaba las terribles escenas ocurridas veinte años antes cuando aquella galera pirata asaltó su aldea destruyendo su paraíso junto al mar. No solo el padre luchó por defender a la familia, sino que ella también peleó con desesperación para facilitar su huida y la de su hermano Gabriel. Después acudieron a su memoria las imágenes gozosas de aquel día soleado de otoño en aquel empinado monte de viñas sobre el mar de la preciosa aldea de Vernazza, en Liguria, cuando se encontraron después de diez años de esclavitud y separación. Acarició la huesuda mano de su madre, irreconocible por su delgadez, por sus manchas oscuras y sus bubas, recordando aquel abrazo y el llanto incontenible de alegría infantil, a pesar de haber superado ya la veintena, de aquel reencuentro.
—Gracias a vos, madre —repuso él tratando de evitar las lágrimas que acudían a sus ojos—. Por el paraíso que hicisteis de mi infancia. Y porque siempre nos habéis cuidado y protegido. Fueron el amor y el desvelo por Caterina lo que os trajo esta enfermedad.
—No ha sido la pobrecita Caterina —contestó mirándole con aquellos ojos oscuros que tanta vida habían tenido antaño y que ahora se apagaban—, sino la voluntad del Señor. Búscame un confesor, te lo suplico.
Joan acudió a la iglesia de la Trinitat, donde se reunía la cofradía de libreros, y supo que sus sacerdotes habían muerto de la peste. Después buscó en las iglesias cercanas. Si los médicos eran escasos, los confesores lo eran más. Los que no habían huido estaban enfermos, muertos o demasiado ocupados. Al final decidió recurrir al convento de Santa Anna. La peste también causaba estragos en su recinto; dos frailes habían muerto y otros sufrían la enfermedad; sin embargo, Joan sabía que si continuaba sano, el suprior acudiría a consolar a un moribundo aunque estuviera apestado. Y lo hizo.
Después fue a buscar a Gabriel cruzando una ciudad sembrada de cadáveres, y se detuvo consternado al ver que en una ventana de la casa había un paño negro. Estuvo a punto de regresar sin llamar a la puerta, pero se armó de valor y lo hizo.
—Mi hijo mayor murió ayer —le dijo su hermano. Su sonrisa ya no se mostraba entre su frondosa barba y tenía los ojos enrojecidos—. Y tengo a mi hija mediana con fiebre.
Joan se olvidó de cualquier precaución con respecto a la enfermedad y abrazó a su hermano con todas sus fuerzas.
—Mi pequeña Caterina ha muerto —le dijo con un sollozo que no pudo contener—. Y madre se está muriendo también.
Ambos se sostuvieron el uno al otro durante un largo abrazo sin hablar, notando la fuerza y el calor del hermano; no había palabras para describir tanta desgracia.
La despedida de Gabriel a la madre fue corta, ella apenas podía hablar y la angustia por su esposa e hijos le atenazaba. Se arrodilló junto al lecho, le cogió la mano y estuvo hablándole y rezando, pues apenas contestaba. Al fin, la mujer cerró los ojos agotada y se sumió en un sueño febril. Gabriel se despidió de Joan con otro abrazo que ambos sabían podía ser el último y salió corriendo para llegar cuanto antes con los suyos.
Eulalia Serra murió diez días después que su nieta. María y Pedro acudieron a verla cada día durante su enfermedad, pero Joan insistió en que se mantuvieran alejados del lecho y con la boca y la nariz cubiertas. La protección de los niños dependía de ellos. Joan tenía intención de enterrar a su madre igual que había hecho con Caterina; rechazó con toda energía el ofrecimiento de su cuñado y decidió cargar el cuerpo hasta Montjuic con la ayuda de Anna. Sin embargo, percibió en la mirada de su esposa un brillo distinto al de las lágrimas.
—¿Os encontráis bien? —inquirió.
—Sí —balbució ella—. Solo es un dolor de cabeza.
Joan sintió que su cuerpo se estremecía con un escalofrío y besó a su esposa en la frente.
—¡Tenéis fiebre!
—No será nada —dijo ella—. Solo es el cansancio.
Joan no la creyó y, aterrorizado, le palpó las axilas. Encontró unas pequeñas durezas, pero fue incapaz de determinar si se estaban formando las terribles bubas en el cuerpo de su esposa. «¡No! ¡No, Dios mío!», se dijo tratando de contener el pánico que le embargaba.
—Estáis en lo cierto —le dijo sonriendo para tranquilizarla—. No hay nada, descansad en nuestro lecho, os recuperaréis.
La besó y después de acompañarla a la cama corrió a avisar a María y a Pedro.
—Creo que Anna está infectada —les dijo—. Debo estar con ella. No podré enterrar a nuestra madre.
—Lo haremos nosotros —dijo Pedro.
—¡Ni pensarlo! —repuso Joan—. La peste es muy contagiosa. Primero murió Caterina, después, nuestra madre y ahora, quizá.…
El llanto le impidió continuar. A la terrible tristeza por la pérdida de su hija y de su madre se sumaba ahora un terror que le atenazaba la garganta cual mano de hierro. «No —se repetía rezando—, Anna no.»
—Y ¿qué vas a hacer con nuestra madre? —le preguntó María cuando se serenó.
—La bajaré al carro de los muertos —repuso él mirando a su hermana a los ojos—. Lo siento mucho, pero no tengo otra opción.
Ella agachó la cabeza en señal de asentimiento.
—Lo entiendo —dijo.
Cuando oyó la campanilla, Joan, con el corazón encogido, la bajó en brazos, amortajada con unas sábanas. Estaba roto, jamás en la vida había sentido tanto pesar. Ni siquiera cuando de niño vio cómo los piratas asesinaban a su padre. Su duelo se acumulaba sin darle tregua alguna; primero había sido su niñita de ojos verdes, después su sobrino, ahora su querida madre, y suplicaba a Dios para que Anna no se les uniera.
El cuerpo de Eulalia pesaba poco; al igual que Caterina, se había quedado en los huesos, y Joan la llevó acunándola mientras rezaba por ella. Se la entregó con delicadeza a uno de aquellos siniestros individuos del carro, cubiertos con máscaras de pájaro. El hombre la tomó con cuidado y esperó a que acudiera su compañero, que sujetó el cuerpo amortajado por los pies. Entonces el primer hombre la cogió de los hombros, hicieron bascular el cuerpo y, sin ningún miramiento, la lanzaron por encima del lateral del carro. Con un ruido blando, el cuerpo de Eulalia cayó sobre la pila de cadáveres.
Joan sintió que su duelo se convertía en odio. Trataban a su madre como a un saco de estiércol.
—¡Miserable! —gritó, y el enterrador le miró asombrado a través de su máscara de pájaro.
Joan le sujetó del jubón con la mano izquierda y levantó su puño derecho para hundirle el maldito pico en la cara. Aquel tipo se puso a chillar y su voz sonaba amortiguada por la máscara.
—¡No, Joan! —oyó que le gritaban—. ¡Por el amor de Dios, déjalo!
Era su hermana María, que con Pedro observaba desde la ventana.
—Déjalo, Joan. —Era Pedro, con voz calma—. Suficientes problemas tenemos ya. Recuerda a tu esposa.
Tenían razón. ¿Qué sería de Anna si a él le encarcelaban? Se limitó a zarandear al hombre con rabia para después enviarle contra el carro de un empujón.
Cuando regresó a su habitación, Anna estaba durmiendo, y la dejó descansar mientras se ocupaba de echar por las ventanas la cama y los enseres de su madre, que cayeron a la calle rompiéndose con estrépito. Después los acarreó hasta la plaza de Sant Jaume y allí le prendió fuego a todo. Eran las órdenes del Consejo de Ciento con respecto a las pertenencias de los apestados, y sintió que ocuparse en algo físico y destructivo amortiguaba su miedo y su dolor. Contemplando las llamas a través de sus lágrimas rezó despidiéndose de su madre y sintió que parte de su vida se consumía en aquel fuego. Tenía razón Girolamo Savonarola. La existencia no era más que un juego de vanidades, y aquella hoguera y sus cenizas eran el fin de todas ellas.
Después se dijo que no deberían haber desafiado a la muerte bailando con los cofrades de negro. El esqueleto de la guadaña había entrado en su casa para cobrar venganza.
Joan regresó a la habitación donde descansaba Anna; aún dormía, las desdichas de los últimos días la habían dejado agotada. Abrió las ventanas para fumigar la habitación y quemó pino y enebro, cuyo humo esparció con ramas de romero.
Era otoño, Anna se cubría con una sábana y una manta fina. Cuando Joan terminó su trabajo, se introdujo en el lecho. Sin que ella se despertara la besó en la frente, la notó febril, y con cuidado deslizó su mano hasta las axilas. Allí estaban aquellas duricias que habían crecido desde solo unas horas antes. Joan empezó a sudar de angustia. El tiempo era cálido y ella, en el lecho, iba ligera de ropa, con lo que él podía tentarle el muslo en la zona de la entrepierna sin despertarla. Lo hizo y de repente separó la mano con un sobresalto. ¡Anna no tenía un bubón, sino dos en el mismo muslo!
Horrorizado, se levantó del lecho. No podía permanecer quieto y empezó a pasear por la habitación retorciéndose las manos, desesperado. ¿Qué podía hacer? ¿Avisar a aquellos trágicos fantoches disfrazados que se llamaban
médicos
y que eran incapaces de ahuyentar a la muerte? Más bien parecía que la atraían. ¿Empezar de nuevo aquel rito macabro? Las sangrías, el ayuno del paciente, las cataplasmas sobre las bubas, las incisiones en ellas con lancetas, la cauterización con hierros candentes. Tenía aún en sus fosas nasales el olor de la carne asada y en su oído los gritos de su madre cuando quemaban las heridas que ellos mismos le habían provocado. No podría resistir de nuevo aquel sufrimiento, esta vez en Anna. Sin embargo, debía hacerlo. La duda le atormentaba. No quería traspasar su angustia a su hermana, que querría ayudar y se expondría al contagio, ni visitar a su hermano, que sufría su propio calvario. Además, no iba a dejar sola a Anna.
En su propia casa, abajo, en el taller, se encontraba Abdalá cuidando de los aprendices que quedaban en la casa. No sabía de él. Se habían aislado para evitar el contagio desde que el aprendiz enfermó, pero esa precaución era ya inútil, pues ambos estaban en contacto con la plaga.
Esperaba que continuara vivo y decidió hablar con él. Ese pensamiento le trajo un momento de extraña alegría; lo haría aunque solo fuese para desahogar su pena. No estaba solo. Y sin demorarse bajó al taller en busca de consuelo en su maestro, tal como hacía cuando era un aprendiz.
—No sé qué hacer —le confesó con lágrimas en los ojos—. No puedo ver sufrir a Anna como ha sufrido mi madre, y pensar que pueda morir me paraliza. Soy incapaz de asimilarlo. Siento miedo, un terror como jamás antes he sentido.
—No te avergüences por sentir miedo, Joan —repuso el viejo con calma—. Quien ama teme. Cuando amas, temes perder el objeto de tu amor. Por el contrario, el odio produce coraje, valor, pero hasta el más valiente siente miedo cuando ama.
—Temo, y mucho. Solo pensar en esos médicos con sus afiladas lancetas y el hierro al rojo para cauterizar las heridas que causan e imaginarlos con sus picos de aves carroñeras me estremece.
—Ya te dije que no creo en ellos.
—Son los más reputados de la ciudad. Todo el mundo reconoce su saber.
—Quizá sean buenos sanando brazos rotos u otro tipo de enfermedades. Pero creo que en cuanto a la peste no saben nada, y fingen saberlo para mantener su reputación. Pienso que empeoran al enfermo.
—¿Qué puedo hacer?
—Haz lo que yo. Manel, el aprendiz que se infectó, aún vive. Está débil, pero mejora día a día, lo tengo separado del resto y nadie más se ha contagiado.
—¿Qué es lo que habéis hecho?
—Será mejor que te lo cuente esa mujer a la que tú conoces y que vive al final de la calle Peu de la Creu.
—¡La bruja del Raval!
—No es una bruja, sino un tipo distinto de médico que sabe más que estos sobre la peste —repuso el anciano pausado—. Y no la llames
bruja
, que con ello la pones en peligro. Usa su nombre: Francina.
Joan recordó a aquella mujer a la que él acudió lleno de odio cuando aún era casi un niño. Iba atraído por su fama de bruja, ahogado en su propia rabia, dispuesto a cualquier trato a cambio de venganza. Francina le engañó haciéndole creer que veía al diablo y le enseñó cuánto daño le hacía su propio odio. Después, se acostumbró a verla con frecuencia e incluso llegó a escribirle desde Italia, aunque nunca obtuvo respuesta a sus cartas. A su regreso a Barcelona, quizá debido a la fama de bruja de la mujer y a su nueva posición social, no había ido a verla.