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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

Tiempo de cenizas (75 page)

Las pérdidas sufridas anticipaban unas Navidades tristes, pero un hecho vino a enturbiar aún más la celebración. La familia Serra salía de la misa de Navidad en la iglesia de la Trinitat cuando la gruesa figura del fiscal de la Inquisición, flanqueado como de costumbre por los matones habituales, apareció a caballo. Felip había reaparecido después de la peste y cada día cruzaba al menos un par de veces frente a la librería mirando desafiante a su interior. Joan se había llevado una decepción cuando le vio la primera vez; había abrigado la esperanza de que el carro de la muerte hubiera cargado su pesado cuerpo hasta la fosa común.

Sin importarle los niños, que se encontraban en aquel momento en la plaza de la Trinitat, les cortó bruscamente el paso con su montura.

—He oído que dices que una tal Francina os salvó de la peste —los increpó.

Joan se irguió tan alto como era mirándole, desafiante, sin contestar.

—La vieron entrar y salir de tu casa —insistió.

Anna y Joan, como si lo hubieran acordado previamente, se mantuvieron en silencio.

—Pues está en mi cárcel. —Observaba atentamente el semblante del matrimonio—. Será juzgada por bruja. —Y al no recibir respuesta continuó—: Y condenada a la hoguera.

—¡Miserable! —le espetó Joan sin poder contenerse.

El pelirrojo sonrió divertido y, azuzando a su montura, dio media vuelta para alejarse con aire satisfecho.

114

El espectáculo protagonizado por Felip y sus matones al increparlos desde su caballo a la salida de misa consiguió lo que a todas luces era su propósito: alterar a los Serra en un día tan significado como el de Navidad. Joan y Anna trataron de ocultar su preocupación durante la comida que la familia celebró junto a todos los empleados y las familias de estos que quisieron asistir. La ausencia de Caterina y de Eulalia, la gran organizadora de las celebraciones familiares, pesaba como una losa. Anna y Joan compartían la misma sensación: iban a comentar algo con Eulalia o a jugar con la pequeña cuando de pronto, sintiendo como una punzada en el pecho, recordaban su ausencia.

A pesar del duelo, al ser Navidad, Pedro Juglar sacó su guitarra y cantaron unos villancicos en honor a los ausentes. Anna y Joan trataron de mostrarse afables y serenos, aunque no resultaba fácil. A la pena que soportaban se unía ahora la terrible noticia sobre Francina y la actitud cada vez más insoportable de Felip Girgós.

—Ese individuo nos acosa —dijo Anna—. Ya no son solo sus paseos desafiantes y chulescos frente a la librería, sino que trata de ponernos en evidencia ante la cofradía de libreros. Y ha escogido el día de Navidad para amargarnos la fiesta.

—Si por él fuera, nos enviaría también a nosotros a la hoguera —repuso Joan recordando su pesadilla de Roma—. Sin embargo, por muy fiscal de la Inquisición que sea, tiene por encima a los propios inquisidores y sabe que no obtendría una condena.

—¡No podemos abandonar a Francina! —exclamó Anna con un sollozo—. Le debemos la vida.

—Haremos todo aquello que esté en nuestra mano y más. La aprecio mucho. Detrás de una fachada desaliñada y arisca, que produce temor, se esconde un gran ser humano.

—Razón de más —insistió Anna—. Hagamos lo que sea preciso, busquemos procuradores, abogados, sobornemos…

Joan movió la cabeza con tristeza.

—Esta Inquisición no admite abogados. El reo no sabe ni siquiera de qué se le acusa. Tampoco se sabe quién testifica en su contra y qué pruebas aporta.

—¡Qué injusto! —exclamó ella con rabia.

Él hizo una pausa, observó apenado los húmedos ojos de su esposa y afirmó con la cabeza antes de continuar.

—Conozco bien a Felip Girgós y sé que es un corrupto, aunque jamás aceptaría un soborno nuestro. Lo usaría para condenarnos.

—¿Qué podemos hacer?

—No lo sé. Le pediré a Bartomeu que me ayude.

—Temo que el proceso de brujería contra Francina tenga como objeto herirme a través de ella —le explicaba Joan, acalorado, a Bartomeu.

Se encontraban en la casa del mercader en la calle Santa Anna. Este había recabado toda la información disponible sobre el asunto aprovechando su pertenencia al Consejo de Ciento, y después había invitado a Joan a comer.

—Lo creo —repuso el mercader—. Lo conozco bien desde que era un niño. Siempre ha sido un matón y un miserable.

—Comentamos en la librería que mientras que los médicos resultaron inútiles con mi madre y mi hija, Francina nos salvó la vida. La Inquisición tiene espías en todos lados y usa eso en su contra.

—Quizá estés en lo cierto y quiera herirte a través de esa mujer. El caso es que esta Inquisición no había encausado a nadie por brujería.

—Entonces ¿por qué ahora?

—Se trata de la peste. La gente quiere chivos expiatorios. En pestes anteriores se acusó a los judíos, pero como fueron expulsados, hay que buscar a alguien distinto a quien culpar. Y no me extrañaría que si habéis dicho que esa mujer cura y los médicos no, alguno la haya denunciado como bruja. Lo único que he podido averiguar es que aparte de Francina hay tres mujeres más acusadas de brujería.

—Haré todo lo que esté en mi mano por salvarla.

—Tienes muy poco que hacer —repuso el mercader negando con la cabeza—. Los inquisidores actúan como les place y nadie los detiene. La única posibilidad sería tener amigos entre ellos, y ni tú ni yo los tenemos. Ya sabes que el consejo ciudadano siempre se les opuso; a los inquisidores los nombra el rey y él los protege. Tienen sus propias tropas y se incautan de las propiedades de los infelices condenados y se reparten el dinero con el monarca. Tenemos un largo contencioso con ellos; ya está mal que los inquisidores no paguen impuestos a la ciudad por ser religiosos, pero es que los familiares de la Inquisición, que, como Felip Girgós, son seglares, tampoco los pagan. Y como son intocables, no nos queda otra que reclamar justicia al rey Fernando, una y otra vez. Y ¿sabes qué responde nuestro monarca?

—No.

—Nada. Ignora a la ciudad de Barcelona y les consiente a ellos. El rey goza pisoteando nuestros fueros y derechos usando el nombre de Dios como única razón y a la Inquisición como instrumento.

—Entonces, ¿qué podemos hacer?

—Reza por ella.

Al disgusto que a Anna y a Joan les producía no poder ayudar a Francina se unió la presencia más frecuente de Felip, que paseaba a caballo frente a su casa sonriendo desafiante. En una ocasión se detuvo y uno de sus guardaespaldas entró en la librería con un documento en la mano.

—Quiero hablar con mosén Joan Serra —le dijo a Anna.

Esta, preocupada, hizo que un aprendiz fuera a por él al taller de imprenta.

—Por orden de la Santa Inquisición se os cita el próximo jueves al mediodía para que os presentéis frente al inquisidor Francisco Pays de Sotomayor —proclamó el soldado entregándole a Joan el pergamino con la orden.

—¿Para qué se le requiere? —quiso saber Anna.

—El inquisidor se lo dirá en persona. —Y sin añadir palabra, el soldado fue a reunirse con Felip, que, altivo, aguardaba en la puerta.

Anna y Pedro miraron a Joan preocupados. No podían ser buenas noticias.

—No creo que sea contra mí —les dijo él para tranquilizarlos—. Tiene que ser relativo a Francina. Y si es así, al menos sabremos algo de ella.

115

Joan recordaba demasiado bien aquella enorme y fría estancia donde seis gigantescos arcos de piedra soportaban unas enormes vigas de madera. Se encontraba en el palacio real de Barcelona, que se había convertido, por voluntad del rey Fernando, en el cubil de la Inquisición, y aquel era el salón del Tinell. Dieciséis años antes se había visto obligado a testificar allí en el juicio que condenó a la hoguera a sus patronos, los Corró, a los que tanto quería. Fue una de las experiencias más dolorosas de su vida y aún guardaba aquellas terribles imágenes en su memoria. A ellas se sumaban las pesadillas, como las sufridas en Roma, que tenían aquel lugar como escenario. Para tranquilizarse se decía que él no acudía como encausado, solo como testigo, y que aquello nada tenía que ver con los terribles sueños que le habían atormentado.

Cuando el soldado abrió la puerta, Joan se enfrentó a un gran vacío que unos ventanales a su izquierda iluminaban con la luz gris de aquella desapacible y nublada mañana de enero. Siguió al soldado hacia el fondo de la estancia, y allí se encontró con un estrado elevado tres escalones donde se sentaba el inquisidor. Estaba detrás de una mesa, protegido de las corrientes de aire y del frío de la sala por un dosel cuya tela colgaba cubriéndole la espalda y los costados. Seguramente un brasero bajo la mesa le mantenía caliente. A su derecha, elevados sobre un estrado más amplio y tras sus mesas, se situaban los distintos oficiales de la Inquisición: secretarios, escribanos, notarios y alguaciles. Entre ellos destacaba, de pie, el corpachón bien abrigado de Felip Girgós, fiscal de la Inquisición, que le observaba con gesto satisfecho.

A la izquierda, custodiadas por unos soldados, se sentaban cuatro mujeres. Vestían los infamantes sambenitos, aquellas batas amarillas con cruces rojas que distinguían a los reos de la Inquisición, y llevaban encasquetados unos capirotes del mismo color y con las mismas cruces. Joan solo pudo identificar a Francina, que destacaba entre aquellas figuras abatidas, seguramente por la tortura, como la única que se mantenía erguida.

El secretario que recibió a Joan le pidió su nombre, le hizo jurar y, terminado el procedimiento, proclamó en voz alta la fórmula acostumbrada:

—¡Joan Serra de Llafranc ha jurado decir verdad!

El librero se quedó mirando al inquisidor, que le contemplaba sin decir nada, y fue Felip quien inició el interrogatorio.

—¿Reconocéis entre las acusadas a una tal Francina Viladamor?

—Sí, la reconozco —dijo, y su mirada se cruzó con la de ella. Se mostraba serena.

—Gentes honradas afirman haberos oído decir que esa mujer se valió de malas artes para curaros de la peste —clamó el pelirrojo.

—Dije que nos curó a mí y a mi esposa, pero nunca dije que lo hiciera con malas artes.

—Si no fueron malas artes, ¿cómo se explica que tuviera un poder que unos sabios doctos como los médicos no poseen?

—Porque sabe más que ellos sobre la peste.

—¡Eso es absurdo! —profirió Felip.

Joan miró al inquisidor; los observaba sin que, al parecer, tuviera intención de intervenir.

—No, no lo es —repuso irguiéndose desafiante hacia su enemigo—. Francina pertenece a una larga estirpe de herboristas y boticarios. Hace años fue la especiera más reconocida de la ciudad. Sus curaciones son fruto del saber, no de las malas artes.

—¡Tonterías! —Felip enrojecía—. Se sabe que invoca al diablo para conseguir lo que no logran los médicos.

—¡No! —le contestó Joan—. Nunca la he visto hacer tal cosa.

—Tenemos testigos que afirman que hace años renegó de Dios y de la Santa Madre Iglesia. Y ahora trata con el diablo y tiene comercio carnal con él. De ahí viene su poder de curación; de sus invocaciones diabólicas.

—¡Miente quien diga eso! —gritó Francina levantándose de su silla. Joan pudo ver que estaba maniatada—. ¡No tengo relación alguna con el diablo! Aunque estoy segura de que vosotros, que torturáis y mentís, sí la tenéis. El diablo no existe, pero vosotros, con vuestro fanatismo y maldad, ocupáis su lugar.

—¡Nadie os ha preguntado! —le espetó Felip—. ¡Callaos!

—Es cierto que renegué de Dios y de la Iglesia cuando la peste se llevó a toda mi familia —continuó Francina. Los mechones de su pelo gris se escapaban por debajo del capirote—. Me arrepentí y le pedí perdón a Dios hace ya mucho tiempo. Pero no lo hice con la Inquisición, ni pienso hacerlo.

La sala se quedó en silencio. Todos miraban sorprendidos a Francina, que jadeaba y que se irguió más aún para continuar:

—He conocido a eclesiásticos honestos, pero también a muchos entregados a los vicios de la cólera, la lujuria, la gula, la avaricia, la soberbia, la envidia y la pereza. Y los peores entre todos ellos sois vosotros, los inquisidores, que torturáis, robáis y matáis a gentes inocentes…

—¡Que se calle! —dijo el inquisidor.

—¡Callaos! —le ordenó Felip.

—¡Renegué de esa Iglesia y lo vuelvo a hacer! —continuó la mujer haciendo caso omiso.

Los soldados la sujetaron de los brazos y ella se debatió sin dejar de gritar.

—¡Estoy con Dios, pero en vuestra contra!

Uno le tapó la boca con la mano, pero de inmediato soltó un alarido de dolor.

—¡Me ha mordido!

—¡Mientras viva no callaré! —chilló Francina.

El otro soldado la golpeó con el revés de su mano y la hizo caer al suelo.

—¡Yo os maldigo! —continuó gritando mientras se incorporaba.

—Lleváosla —ordenó el inquisidor—. Ya he oído bastante.

—Yo quería ayudarla, pero no me dejó —explicaba Joan apenado al terminar el relato de lo ocurrido.

Estaba de vuelta en la librería, en la intimidad del salón, y le rodeaban Anna, María, Pedro y Abdalá.

—¿Cómo se le ocurrió decir esas cosas? —inquirió María—. Ella misma se condena.

—Sin embargo, niega los cargos de brujería —observó Anna—. No solo refuta haber tenido trato con el diablo, sino que afirma que no existe.

—Negar la existencia del diablo la hace rea de herejía —dijo Joan.

—Sí, y además reniega de la Iglesia —añadió Pedro—. Esos son cargos suficientes para que la condenen.

—Más que contra la Iglesia, clama contra la Inquisición —dijo Anna.

—Precisamente es la Inquisición quien la juzga —puntualizó Pedro con una sonrisa triste.

—Una mayoría de los habitantes de esta ciudad pensamos lo mismo en cuanto a la Inquisición —comentó Joan—. Solo que carecemos del valor de decirlo en público.

—Tenemos buenas razones para callar —repuso Pedro—. ¿No creéis?

—Miedo —dijo Anna—. Tenemos miedo. Son unos asesinos, nos tienen atemorizados, y ese Felip es el peor de todos ellos.

—No comprendo por qué me citó a testificar cuando sabía que lo haría a favor de Francina.

—No te necesitaba como testigo —intervino Abdalá, que se había mantenido callado hasta el momento—. Solo quería mostrarte su poder, que vieras a nuestra amiga maniatada, vestida con el sambenito y con el capirote en la cabeza. Quería que la contemplaras humillada y temerosa. Quería hacerte sentir responsable de su destino.

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