Tiempo de cenizas (74 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

—Procede de una dinastía de herbolarias que durante generaciones transmitieron sus conocimientos de madres a hijas —continuó Abdalá—. Su esposo y ella fueron los especieros más prestigiosos de Barcelona. Él por fabricar la mejor de las pólvoras y ella por sus conocimientos de herboristería.

—Hasta que la peste mató a toda su familia —recordó Joan—. Me lo contó. Con el cadáver del último de sus hijos en brazos, trastornada, sumida en la locura, recorrió las calles de Barcelona renegando de Dios y maldiciendo a la Iglesia. Con Dios se reconcilió, pero no con la Iglesia; el gremio de especieros la expulsó y desde entonces es una proscrita que vive apartada en los campos del Raval.

—Ve a verla.

—No puedo dejar a Anna.

—Ve tranquilo, yo cuidaré de ella.

La casa de aquella mujer, al final de la calle Peu de la Creu, estaba semioculta entre árboles y rodeada de unos campos llenos de maleza donde ella cultivaba sus plantas. Encaramada en un montículo por encima de una riera, no había cambiado mucho en los últimos diez años. Continuaba igual de destartalada y Joan recordó el temor que tuvo que vencer la primera vez que llamó a aquella puerta. De nuevo se vio obligado a insistir antes de obtener respuesta.

—¿Quién eres?

—Joan Serra.

—Vuelve otro día, que tengo trabajo.

—Soy Joan Serra de Llafranc. ¿No me recordáis?

Hubo silencio del otro lado.

—Abrid, Francina, por el amor de Dios —suplicó Joan, angustiado, golpeando de nuevo—. Os necesito.

Hubo más silencio.

—¡Por favor, abrid! —gritó al rato aporreando la puerta.

Se oyó el ruido del descorrer de cerrojos y, poco después, la mujer abrió.

—Sí que debes de ser tú —le dijo a guisa de saludo mirándole de cabeza a pies—. Nadie es tan insistente. ¿Qué quieres? Tengo trabajo.

Su aspecto era aún más desaliñado de lo que Joan recordaba. En su cabello, el blanco vencía al gris, estaba despeinada y no se cubría con la toca preceptiva de las mujeres de su edad. Su cara mostraba múltiples arrugas en su fina y clara piel, algunas profundas, y Joan se dijo que estaría cercana a los sesenta años. Sin embargo, sus ojos, que entornaba molesta por el sol poniente que la iluminaba, mostraban belleza en su color verde. Del interior de la casa salía un vaho de cocción de hierbas que el librero respiró con aprensión. Sin dejarse intimidar por las hostiles palabras de la mujer, Joan la tomó de las manos y las acarició. Eran huesudas pero cálidas.

—Por el amor de Dios, ayudadme, Francina —suplicó—. La peste ha matado a mi hija y a mi madre y ahora ha enfermado mi esposa. Morirá si no me ayudáis.

Joan notó cómo la mujer se ponía rígida ante aquella confianza inesperada, hizo un gesto de desagrado y apartó las manos. Sus ojos se agrandaron un poco para después entornarse de nuevo y le miró sin decir nada. Joan se mantuvo también en silencio diciéndose que se había equivocado al acariciarle las manos. Hacía más de diez años que no la veía y la mujer se había ofendido ante tal libertad.

—Lo siento si os he molestado —musitó. Necesitaba desesperadamente su ayuda y estaba dispuesto a pedir todos los perdones que hicieran falta.

Ella continuó mirándole en silencio y él vio cómo se humedecían sus ojos y una lágrima iniciaba su camino mejilla abajo. La secó con el dorso de su mano y le dijo:

—Pasa adentro.

Joan la siguió al interior de aquel antro húmedo y ella le hizo sentar frente a una mesa que el sol del ocaso, a través de un ventanuco, atravesando los vapores que provenían de la cocción que tenía en el fuego, iluminaba. En la mesa había varios montones de hierbas, raíces, hojas y otras cosas que Joan no supo identificar. Ella se sentó en el extremo opuesto.

—No quería molestaros —insistió Joan.

—No me has molestado —repuso ella con una extraña ternura—. Solo que hacía más de diez años que nadie acariciaba mis manos. Y el último que lo hizo fuiste tú. Soy yo quien lo siente, no estoy acostumbrada.

Joan se quedó mirándola sin saber qué decir.

—Cuéntame qué te ocurre —le pidió ella.

Sin poder evitar las lágrimas, Joan le relató la angustia, el dolor, el miedo, la muerte y la pena.

—Pienso que fui yo el causante de la desgracia de los míos al socorrer a aquella apestada —dijo para terminar—. La culpa me mata.

—¿Aquella mujer tosía?

—No.

—¿La tocaste?

—Me protegí con el pañuelo la mano con la que la incorporé. Pero respiré sus humores y miasmas, la corrupción del aire a su alrededor…

—¡No fuiste tú! —La mujer le cortó con violencia—. Todo eso de la corrupción del aire, de las miasmas y humores que se respiran son tonterías. Y más aún que una conjunción maligna de astros haga que el mismo tufo que respiramos cada día se convierta en venenoso de pronto. La peste no se contagia por el aire a no ser que un apestado te tosa saliva encima.

—Y ¿cómo podéis estar tan segura?

—Mi abuela, mi bisabuela y sus bisabuelas ya curaban con hierbas y otros remedios —explicó—. Yo no supe salvar a los míos de la peste a pesar de esos conocimientos. Sus muertes arruinaron mi vida y desde entonces la he dedicado a combatir esa plaga. Cuando aparece y todos la temen, yo me alegro. No por el sufrimiento de la gente, sino porque puedo volver a luchar contra ella. La de 1475, cuando yo tenía veintiocho años, mató a los míos. Y después ha habido pestes importantes en Barcelona en el año 1483, en 1488 y en 1494, y no sufríamos una de esta magnitud desde 1496. En todas he ido a visitar a enfermos sin importarme el contagio, pues la muerte pondría fin a mis penas. He visto a muchos apestados y jamás he enfermado. Solo me cubro la boca y la nariz cuando tosen y siempre me lavo las manos. He visto morir a muchos, he ayudado a vivir a bastantes y sé bien cómo funciona el mal. Cada vez que uno de mis pacientes cura, siento que he vencido a esa maldita plaga y soy feliz. No soy médico de ricos. Pero sí lo soy de pobres y veo lo que los médicos de los ricos no ven. Veo que antes de que las personas enfermen, enferman los gatos, y que donde hay más ratas y pulgas hay más peste. Esa enfermedad no viene del aire viciado, sino de algo que traen las pulgas.

—Es muy difícil librarse de ellas —observó Joan—. Por muy rica que sea la casa.

—Por eso los ricos también enferman. Pero menos.

—Venid a ver a mi esposa —le suplicó Joan.

—Ya es tarde. Veré si puedo mañana.

—Os lo suplico. —Joan se levantó para tomarle de nuevo las manos.

Ella se quedó mirándole y suspiró. Mantenía unidas sus manos con las de Joan y esta vez aceptaba la caricia.

—Por favor —insistió él—. Venid ahora.

—Nunca he conocido a nadie más terco —masculló ella con voz ronca.

113

Francina cogió una cesta, rebuscó entre frascos y cajones, y fue llenándola. Después se cubrió la cabeza con una toca y le dijo a Joan:

—Vamos.

Anduvieron por las calles desiertas y oscuras con la ayuda de un farol de aceite. A pesar del continuo deambular del carro de los muertos, continuaban tropezando con cadáveres tendidos en las calles.

—Deben de ser cuerpos frescos —murmuró Joan—. No da tiempo a recogerlos a todos.

En la habitación del matrimonio, presidida por el vacío que dejaba la cuna de Caterina, encontraron a Anna tendida en el lecho, dormida, y a Abdalá velándola a la luz de un candil.

—Le ha subido la fiebre y le he dado agua cuando me la ha pedido —dijo.

—¿Tose? —quiso saber la mujer.

—No.

—Eso es bueno, el mal no le ha llegado a los pulmones y el aire no es contagioso.

Sin ni siquiera despojarse de su toca, Francina le tomó la temperatura besándole la frente.

—La fiebre es alta —informó—. ¿La ha visto algún médico?

—Aún no —repuso Joan.

—Bien. Nada de sangrías y dieta —ordenó—. Lo único que consiguen es debilitar al enfermo y llevarlo a la tumba. Hay que prepararle algún caldo con sustancia para que lo tome tan pronto como le hagamos bajar la fiebre. Abdalá, ¿hicisteis lo que os dije en el taller?

—Sí, hace ya bastantes días. Puse cebos envenenados para las ratas y rocié las ropas con ese líquido apestoso.

—Es apestoso, pero revuelve el estómago a las pulgas, les quita el apetito —repuso ella resuelta—. Joan, pondrás cebos para ratas también aquí y rociarás la ropa de cama y vestir con el líquido que prepararé en la cocina.

—Y ¿las fumigaciones?

—No hacen ningún daño, y si abrís ventanas y ventiláis, el aire fresco es bueno para el enfermo.

—Y ¿qué hay que hacer con las bubas?

—Las trataremos con cataplasmas de hierbas para que maduren más rápido. Nada de abrirlas. Los cortes de las lancetas y las cauterizaciones al hierro candente debilitan más y matan antes. Dejaremos que se abran solas y suelten sus líquidos por ellas mismas. Quítale la ropa a tu mujer, que voy a observarla.

Abdalá se ausentó por pudor y Joan obedeció. Anna despertó al ser desvestida y preguntó:

—¿Qué ocurre, Joan?

—Os curaremos, Anna. Descansad.

Tenía bubas en los brazos y las piernas.

—Si no le salen en la cabeza y el tronco, curará —murmuró la mujer.

Y ordenó a Joan que aplicara paños fríos para bajarle la fiebre mientras ella y Abdalá preparaban distintos cocidos. Uno era un simple caldo de verduras con una gallina que sacrificaron y otros ingredientes que encontró en la cocina; y otro, preparado con hierbas de las que llevaba en su cesta, contenía la fiebre al tiempo que tonificaba. Con paciencia y cuidado para evitar que vomitase, Joan le fue administrando el caldo y el tónico a Anna.

La mujer continuó trasteando en la cocina y al poco salía de ella un tufo desagradable. Preparaba el líquido que ahuyentaría a las pulgas, y Joan notó que le producía arcadas. Terminó devolviendo en una jofaina.

—¿Qué te ocurre? —inquirió Francina.

—Es el tufo ese…

Ella le acercó un candil y le observó el blanco de los ojos.

—¿Te duele la cabeza? —quiso saber—. Y ¿el cuerpo? ¿Estás cansado?

—Un poco…

—No es el tufo de mi preparado —sentenció categórica—. ¡Estás infectado! Dentro de poco te saldrán bubas, que dolerán, y te subirá la fiebre.

Joan la miró consternado y vio la imagen del esqueleto con la guadaña bailando en los verdes ojos de la mujer. Anna y él habían desafiado a la muerte y ahora los acechaba a ambos.

—No puedo tener la peste —dijo angustiado—. Tengo que cuidar a Anna.

—No te preocupes por eso —le consoló Abdalá—. Francina y yo cuidaremos de vosotros.

Francina, pensó Joan. La conocía desde hacía tantos años y ni siquiera supo su nombre hasta que Abdalá se lo dijo; para él siempre había sido la bruja del Raval. Y ahora, su vida y la de Anna dependían de ella. Notaba que la cabeza le dolía más y que sus pensamientos se hacían confusos.

—Métete en la cama con tu esposa —le ordenó la mujer—. La fiebre sube.

Joan se acurrucó junto a Anna y notó su cuerpo cálido en exceso. Dormía. Aun así mantuvo el contacto.

—Señor —rezó—, retornadnos la salud para cuidar de nuestros hijos. Y si uno sobrevive, que sea ella. Pero si ella muere, también quiero morir yo.

Joan retuvo memorias confusas de aquellos días febriles: los caldos, el tónico de Francina, el tufo del preparado contra las pulgas, la presencia continua de Abdalá, el dolor de las bubas y el alivio de las cataplasmas. También el campanilleo del carro de los muertos cuando cruzaba bajo su ventana y la pregunta que le asaltaba cada vez que lo oía. ¿Sería aquel su último transporte? Sin embargo, guardaba un recuerdo placentero; el contacto cálido del cuerpo de su esposa en la semiinconsciencia de la fiebre. Le daba paz y tranquilidad.

El momento más feliz fue aquel en el que, al abrir los ojos, la vio sentada a su lado, vestida de calle y acariciándole la frente. Sonreía y en sus ojos ya no había muerte, sino brillo de vida.

—Tu mujer está fuera de peligro. —Francina apareció detrás de ella y le miraba severa—. Ahora te toca a ti. Y date prisa, que tengo mucho trabajo. Llevas ya diez días tumbado. A ver si te levantas, perezoso.

Anna sonrió y la alegría llenó el pecho de Joan.

—Ya voy, ya voy —repuso fingiendo incorporarse, y mirándola la increpó con cariño—: No me agobiéis, no seáis bruja.

En la faz generalmente adusta de Francina apareció algo semejante a una sonrisa.

Habían superado el peligro, aunque Joan tardó unos días en poder levantarse, y otros más hasta que fue capaz de salir a la calle. Sin embargo, no lograba superar la pérdida de Caterina, su juguete, y de su madre; su recuerdo le pesaba en el corazón. Con frecuencia sorprendía a Anna sentada en la cama mirando el vacío que dejaba la cuna de Caterina, llorando. Trataba de consolarla, aunque en ocasiones no podía evitar unirse a su llanto.

La peste persistía, aunque el campanilleo del carro de los muertos se oía cada vez más espaciado. Estaban a principios de noviembre y la plaga parecía remitir conforme bajaban las temperaturas. A finales de mes, las procesiones penitenciales volvieron a recorrer las calles, los cadáveres de apestados tirados en ellas fueron desapareciendo y a mediados de diciembre los mercados empezaron a funcionar y los tenderetes de artesanos y vendedores afloraron a las puertas de las casas.

Los Serra decidieron entonces abrir la librería. La peste, quizá por la desratización y el rociado con el antipulgas que habían llevado a cabo los aprendices bajo las órdenes de Abdalá, no llegó al hogar de Pedro y María, y los hijos de Anna y Joan pudieron retornar con sus padres días después de que estos estuvieran restablecidos del todo. La noticia de las muertes de Caterina y la abuela los sumió en un llanto desconsolado que la alegría de sobrevivir fue mitigando poco a poco. Era una extraña mezcla de tristeza y alivio. Gabriel, en la fragua de la calle Tallers, había perdido a su hijo mayor, pero el resto de la familia había sobrevivido. A finales de diciembre lo que quedaba de la familia Serra volvió a reunirse los domingos, aunque las risas tardaron en regresar. Por su parte, Bartomeu tuvo la fortuna de que nadie en su familia falleciera.

Seis miembros del personal de la librería habían muerto. Todos en sus casas, porque los aprendices y oficiales a cargo de Abdalá, incluido el infectado, habían sobrevivido. El musulmán contaba ya antes de la peste con una reputación de sabio que sobrepasaba los límites de la librería y con el reconocimiento de la intelectualidad de la ciudad. Sin embargo, a partir de aquel momento se convirtió en un héroe para los muchachos. Había vencido a la peste. El respeto habitual por su saber se multiplicó, y el anciano pasó a vivir una segunda época de esplendor que apreciaba más que el de los tiempos en los que era un noble granadino embajador de su patria frente al rey de Francia. Los chicos le rodeaban pendientes de sus palabras.

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