Tiempo de cenizas (69 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

—Como bien sabéis, soy esclavo de Bartomeu. No soy dueño de mis decisiones.

Joan sonrió.

—Ya he hablado con él y hemos llegado a un acuerdo. Bartomeu os daría hoy mismo la libertad si la quisierais.

—No la quiero. Es una falsa libertad, deseo continuar siendo esclavo.

—¿No es extraño? —inquirió Joan—. Yo he luchado toda mi vida por la libertad y vos la rechazáis.

—Hay muchas formas de esclavitud y muchas formas de libertad. Como esclavo puedo practicar mi religión. Si fuera un hombre libre, me obligarían a convertirme y pasaría a ser vulnerable frente a la Inquisición, que persigue a los falsos conversos. Contradictorio, ¿verdad? Además debería preocuparme por mi sustento, mi posada y mi alimento. Ahora lo hace mi amo. Las preocupaciones y los miedos también esclavizan al hombre. Con un buen amo soy más feliz que con una falsa libertad.

—Y ¿no os gustaría ser libre para retornar a vuestra Granada?

—Si existiera la Granada de mi juventud, quizá desease esa libertad para gozar de su belleza antes de morir. Pero aquella Granada desapareció, ahora está sometida a los invasores, al igual que los musulmanes que en ella habitan. Y creo que los Reyes Católicos no cumplirán las promesas que hicieron para lograr su rendición. Presiento la tragedia. Prefiero visitar Granada en sueños. Cada noche antes de dormirme, después de orar, pienso en ella: en los tiempos en los que la gozaba junto a mi esposa y mi hijo. Y por unos momentos me siento completamente libre y soy feliz.

—Venid a mi casa, Abdalá, aunque sea en condición de esclavo —insistió Joan—. Bartomeu está de acuerdo con ello; viviréis de nuevo en una librería y haremos todo lo posible para que seáis feliz.

Anna se alegró mucho cuando Joan le dijo que el granadino aceptaba su propuesta, ilusionado por trabajar de nuevo en una librería, y que Bartomeu firmaría un documento por el que le transfería su propiedad. Sabía la admiración y el cariño que su esposo le profesaba.

—Ya os dije que nuestra librería en Barcelona tendría lo que le faltaba a la de Roma —le dijo a su esposo sonriente—. Y ese es Abdalá. Aunque prefiera continuar siendo esclavo.

Anna trajo también novedades en cuanto a los
catalani
.

—El papa tenía a César cautivo en Ostia, bajo la vigilancia de un cardenal que debía concederle la libertad cuando los comandantes
catalani
entregaran las plazas fuertes de la Romaña a sus tropas —le explicó—. Sin embargo, Julio II pretendía mantenerle preso incluso después de que le entregara la Romaña. Pero el Borgia se escabulló de las garras de sus captores sin que todas las fortalezas se hubieran sometido.

—Me alegro, me alegro mucho —repuso Joan vehemente—. Julio II es un traidor.

—Como tantos de los personajes que conocemos…

—Y ¿dónde está ahora César?

—El Gran Capitán le concedió un salvoconducto para que se instalase con libertad en Nápoles y prepara un ejército para recuperar su ducado de la Romaña.

—Eso no debe de gustarle al papa.

—Cuentan que sufrió uno de sus ataques de cólera cuando supo que César había huido en una galera española.

—César libre le incomoda al papa, y más si España le protege —se dijo Joan pensativo—. ¿Qué planes tendrá el rey Fernando?

Anna se encogió de hombros.

—No lo sé. El caso es que Sancha, su esposo Jofré, los cardenales Borgia y los
catalani
exiliados en Nápoles acudieron al puerto, donde recibieron con honores a César, y el Gran Capitán le honró con una gran recepción en el Castel Nuovo de Nápoles.

—¿Sancha y Jofré están juntos?

—No, no lo están. Viven separados, aunque continúan casados.

—¿Es ella aún la amante de Próspero Colonna? —Había ironía en el tono de Joan.

—Mi amiga Sancha de Aragón vive la vida a su manera —repuso Anna mirándole severa—. Su principado de Esquilache le proporciona rentas sustanciosas. Es bella y sensual, ama los libros, escribe buena poesía y goza de los vestidos, los bailes y los hombres. Es una mujer mundana que, no obstante, cumple bien sus obligaciones. Se ha convertido en una tía modélica; ampara y cuida a los niños de la familia Borgia.

—¿No vais a responder a mi pregunta? —inquirió Joan con una sonrisa.

—No, ya no lo es —contestó ella con cierto disgusto—. Ahora su amante es Gonzalo Fernández de Córdoba.

—¿¡La amante del Gran Capitán!? —exclamó Joan estupefacto.

—No. Ella no es la amante de él. El Gran Capitán es el amante de ella. Sancha de Aragón es una mujer libre, vive como quiere y elige a quien ella quiere.

Joan soltó un bufido.

—Es fácil siendo princesa.

—No, os equivocáis. Sancha de Aragón es libre no por ser princesa, sino porque ha decidido serlo. Su familia la forzó a un matrimonio sin amor, como les ocurre a tantas mujeres; sin embargo, decidió buscar la felicidad por su cuenta. Ese deseo suyo de libertad hizo que incluso se enfrentara al papa. ¿No os acordáis del tiempo que pasó en prisión por ese motivo?

—Sancha de Aragón es vuestra amiga y la defenderéis a ultranza. Admito su valor, pero su poder procede tanto de sus títulos como de su capacidad de seducción. Le gustan los hombres poderosos y los consigue sin dificultad. Eso la ayuda a ser libre.

—No hay un único camino a la libertad. Y cada uno trata de andar el suyo como quiere o puede. Lo importante es atreverse a luchar para alcanzarla, ¿no creéis?

Joan se quedó pensativo mirando a su esposa, que le contemplaba a la espera de su respuesta. Amaba a aquella mujer y respetaba su pensamiento.

—Sí, lo admito —dijo al fin—. Y ¿cuál es nuestro camino a la libertad?

—Los libros —contestó ella sin vacilar.

Aquella noche, Joan anotó en su libro una de las frases de su maestro: «Hay muchas formas de esclavitud y muchas formas de libertad». Y después añadió: «¿No son acaso los libros mi libertad y mi esclavitud?».

105

Fue a principios de junio cuando la remodelación estuvo terminada y la librería se abrió al público. Los Serra acordaron inaugurarla oficialmente la víspera de San Juan con una celebración que, coincidiendo con las fiestas populares, se prolongaría durante la noche. Asistieron clientes y vecinos, Gabriel y su familia y aquellos que sabían leer de la cofradía de los Elois. También Lluís, con una representación de la cofradía de los libreros. Hubo comida, bebida, música y baile en la plaza de Sant Jaume, donde se hizo arder una gran hoguera, y allí, entre otras cosas, quemaron muebles y maderos viejos de la anterior librería. Era el fuego renovador que celebraba los días más largos del año y la noche más corta. Bartomeu movió sus influencias y muchos de los representantes del Consejo de Ciento y otras instituciones ciudadanas estuvieron presentes. También el gobernador, el obispo y el prior de Santa Anna acudieron a comprar un libro, tal como le habían prometido a Joan.

Este contemplaba junto a Anna la celebración y no pudo evitar comentarle:

—¡Qué distinto a Roma! ¿Recordáis aquella fiesta?

—Olvidaos de Roma —repuso ella—. Allí contábamos con el apoyo del poder papal. Esta es otra aventura. Vividla como se merece, no miréis atrás. Quemad ya esos recuerdos como los maderos viejos en las hogueras.

—Hasta hace poco mantuve la ilusión de recuperar todo aquello —confesó Joan.

—César Borgia fue un ingenuo confiando en el salvoconducto que le dio el Gran Capitán en nombre del rey Fernando de España.

—Otra traición —repuso Joan arrastrando las palabras.

A su llegada a Barcelona Anna le contó que César había acudido a Nápoles confiando en la palabra del Gran Capitán. Sin embargo, un mes después, cuando el hijo de Alejandro VI preparaba un ejército en Nápoles para reconquistar la Romaña, el propio Gran Capitán ordenó apresarle y lo encerró cargado de cadenas en el Castel dell’Ovo. Eran órdenes del rey de España, que con César conseguía un triunfo definitivo para negociar con un papa que era contrario a su coronación como rey de Nápoles. El rey hacía pender una espada sobre la cabeza del papa.

Aquellas noticias habían truncado definitivamente los sueños de Joan y le dieron mucho que pensar. Sospechaba cómo se sentiría Gonzalo Fernández de Córdoba, glorioso en tantas batallas, frente a una orden que le deshonraba, haciéndole incumplir su palabra. Le imaginaba paseando furioso y angustiado en su cámara, sin que nadie le viera, apretando los puños y mordiéndose los labios con rabia. Daba zancadas al tiempo que maldecía al rey. Sin embargo, era ante todo un soldado acostumbrado a las miserias del poder, había hecho ejecutar a cientos de soldados sublevados, sabía cuál era su obligación y obedeció. Ni siquiera el hombre más poderoso de Italia era libre.

Joan recordaba su pena frente al cadáver del duque de Nemours, modelo de caballero. El duque poseía una nobleza quizá ingenua y romántica en exceso, pero que el Gran Capitán admiraba aun siendo consciente de que jamás podría imitarla. Quizá por ello el andaluz estaba vivo y el francés, muerto.

El librero escribió en su libro: «¿Quién se deshonra más: el que obedece una orden deshonrosa de su rey o el rey que da órdenes deshonrosas? Pienso que ambos». Y después de reflexionar concluyó: «El papa, el rey, caudillos, héroes y generales. Todos mienten, todos engañan, todos traicionan. ¿Dónde está el honor de los caballeros de antaño? Quizá resida en un asesino cuyo cuerpo la tortura destrozó, que se pudre en una cárcel de Roma y que es fiel a su señor hasta el fin. Se llama don Michelotto».

Los Serra se aplicaron con entusiasmo en su librería. Anna se encargaba de la tienda, Pedro se ocupaba de supervisar el taller de encuadernación y la imprenta y Joan ayudaba a Anna con los clientes y llevaba la gestión económica. Entre los tres, junto a Abdalá, decidían qué libros traducir y cuáles había que copiar manualmente. Los clientes de la antigua librería continuaron acudiendo al establecimiento, se ganaron muchos nuevos y Anna, Joan, Pedro y María pronto vieron asegurado el futuro del negocio. Entonces, los Serra empezaron a diseñar con Bartomeu la forma de distribuir, a través de los agentes de este, los libros que imprimían y los importados procedentes de sus amigos libreros italianos.

La librería se encontraba a poca distancia de donde los Corró tuvieron su establecimiento, en la misma calle. Demasiado cerca, se decía Joan al ver cada día la casa que había albergado el lugar donde aprendió a escribir, a leer furtivamente y donde descubrió el maravilloso mundo de los libros.

El edificio continuaba clausurado desde el trágico día, quince años antes, en que la Inquisición irrumpió a dentelladas en la librería, como jauría de lobos dando caza y muerte a un hermoso ciervo. Y de muerte era el aspecto de la casa, que poco a poco se había ido viniendo abajo sin que nadie hiciera nada. Conservaba el estigma de la herejía, el tufo a carne quemada en la hoguera, y muchos aún se santiguaban al cruzar frente a su puerta. El terreno pertenecía al obispado, pero el edificio había sido confiscado por la Inquisición y nadie quiso habitarlo; todos parecían esperar a que las lluvias y la carcoma hicieran su trabajo y se desmoronase para que el obispo pudiera alquilar el terreno a alguien que fuese un buen cristiano y construyera de nuevo. No había prisa, los edificios en ruinas aún abundaban en Barcelona a pesar de que la guerra civil había terminado hacía más de treinta años.

Joan tenía muy presente a Felip por las advertencias de sus amigos y porque se habían cruzado varias veces en la calle. El fiscal de la Inquisición iba siempre a caballo, escoltado por dos matones también montados. En ningún caso dio muestras de reconocerle, aunque Joan sospechaba que le ignoraba a propósito y a él ni se le ocurrió saludarle. Sospechaba que, aun en el caso de que Felip estuviera ciego, la noticia de su regreso no habría pasado desapercibida para la extensa red de chivatos con la que contaba el Santo Oficio. Comprendió que no se equivocaba un par de días después de inaugurar la librería.

Lo vio venir a caballo, vestido de negro y con el jubón abotonado hasta el cuello. Llevaba espada al cinto y un ancho gorro al estilo italiano, con dos plumas también negras. Sus ojillos oscuros de brillo rojizo se clavaron en él al acercarse y Joan no desvió la mirada.

—Me he enterado de que has abierto una librería —le dijo al llegar a su altura tuteándolo como cuando eran muchachos.

Joan afirmó con la cabeza. Al ir a pie se veía obligado a mirar hacia arriba.

—Vete con cuidado —le amenazó—. Ya conoces la historia de los Corró.

—Yo no soy ningún converso, sino cristiano viejo —repuso Joan manteniéndole firme la mirada.

—Los Corró trataban con libros prohibidos y tú los ayudabas —contestó acusador. Después añadió con una sonrisa—: Fue tu confesión la que los llevó a la hoguera.

Felip sabía que aquella pulla iba a doler y acertó.

—¡No es cierto! —exclamó Joan sintiendo que una herida profunda se abría en su pecho—. Yo hice lo que se me ordenó y desconocía que aquellos libros estaban prohibidos. Ignoraba que mi testimonio fuera a perjudicarles.

—Sé que has estado viendo al gobernador y al obispo. Y que tienes amigos en el Consejo de Ciento y en otras instituciones —continuó Felip sin hacer caso a sus protestas. Parecía contentarse con lanzar el dardo tratando de herir sin que le importaran las alegaciones del librero—. Sin embargo, no me viniste a ver. Pues bien, quiero que sepas que nosotros somos más poderosos que todos ellos juntos.

—¿Quiénes sois vosotros? —inquirió Joan a pesar de conocer la respuesta.

—La Santa Inquisición.

—De haberlo hecho, no te hubiera visto a ti. Tú no eres el inquisidor.

—Para el caso, es lo mismo.

—No tengo nada que ver con la Inquisición ni nada que temer. Soy un buen cristiano.

—Eso ya lo veremos,
remença
.

Joan se estremeció al oír la amenaza, que venía acompañada por el viejo insulto que el pelirrojo le escupía cuando ambos eran aprendices en la librería de los Corró.
Remença
: el nombre de los esclavos de la tierra. Sin despedirse y satisfecho, sabiendo la inquietud que causaba en Joan, Felip azuzó a su caballo para continuar su paseo.

Aquel encuentro le produjo a Joan un profundo desasosiego. Felip Girgós le había reconocido desde el primer momento y había sabido de inmediato de su intención de abrir una librería. Sin embargo, había disimulado, ignorándole a la espera de que invirtiese sus ahorros en la compra para entonces amenazarle. Ahora, cuando los Serra ya no podían rectificar e instalarse en otra ciudad.

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