La procesión continuó su camino mientras la muchedumbre que rodeaba a la desdichada se apresuró a separarse de ella, formándose un círculo de soledad y tragedia a su alrededor.
—Esa es la peste —murmuró Joan al oído de Anna—. La gente huye de los apestados. Algunos abandonan incluso a sus padres e hijos.
—Yo nunca os abandonaré —dijo Anna—. Con peste o sin ella. Con miedo o sin él. No os abandonaré ni a vos ni a los niños. Si viene el miedo, habrá que superarlo.
—Yo tampoco os abandonaré. A ninguno —repuso Joan emocionado—. Nunca.
Se miraron a los ojos y se tomaron de las manos para transmitirse fuerza y amor.
Tras la jerarquía de la Iglesia desfilaba en silencio una larga comitiva de ciudadanos encabezados por el gobernador y los oficiales del rey, seguidos por los miembros de la Generalitat y del Consejo de Ciento. Entre ellos se encontraba Bartomeu, cabizbajo, que portaba, al igual que el resto, un cirio encendido en su mano derecha. En contra de su habitual expresión risueña, el mercader se mostraba grave, y cuando su mirada se encontró con la de Joan, su único gesto de reconocimiento fue una leve inclinación de cabeza.
A las autoridades las seguían los penitentes, que con su sacrificio pretendían motivar la piedad de Dios. Entre ellos se encontraban los flagelantes, que se escobaban las espaldas desnudas azotándose con látigos cortos de siete puntas. Algunos se flagelaban mutuamente. La sangre resbalaba por sus espaldas empapando los calzones, y dejaban ya rastros sangrientos en el suelo.
Tras estos desfilaban ciudadanos de distintos estamentos, rezando, y que se unían a la cola de la procesión haciéndola interminable. La comitiva salió de la plaza y continuó por las estrechas calles. Los Serra se miraron.
—¿Regresamos a casa? —inquirió Pedro, casi en un susurro, ante el silencio respetuoso que aún mantenía la multitud.
Pero en aquel momento, desde una de las callejas que desembocaban en la plaza, a pesar del continuo tañer fúnebre de las campanas, se dejó oír el sonido de un tambor, y las miradas de las gentes se dirigieron hacia aquel lugar. Los Serra observaron expectantes y, unos pasos más adelante, un hombre exclamó:
—¡Es la cofradía de la Muerte!
—¿La cofradía de la Muerte? —quiso saber Pedro, que no estaba familiarizado con Barcelona.
—¿Qué es? —preguntó Eulalia santiguándose.
—Es un grupo seglar que acompaña a los condenados a muerte para darles consuelo antes de la ejecución —explicó Joan—. Y después se encarga de dar un entierro cristiano al cuerpo de los ajusticiados que no poseen recursos. También recibe el nombre de la cofradía de la Sangre.
El sonido del tambor, destemplado, que recordaba a Joan el que acompañaba a los ahorcamientos y empalamientos del Gran Capitán, se fue acercando. Al poco, entre la multitud, distinguieron una comitiva de hombres vestidos de negro y con cirios encendidos en las manos, presidida por un crucifijo cubierto por un negro paño de luto y un pendón del mismo color.
—Y ¿qué hacen ahora esos cuervos aquí, en plena calle? —inquirió Anna.
—Nos recuerdan que todos estamos condenados a muerte —dijo Joan arrastrando las palabras.
—Tarde o temprano —repuso ella enfadada—. Pero aún no. ¡Malditos agoreros predicadores del Apocalipsis!
Los cofrades de la Muerte se detuvieron a pocos pasos de los Serra y del final de la comitiva avanzaron varios personajes, también de negro y con ropas ajustadas. Sobre ellas habían pintado en blanco los principales huesos del cuerpo humano, correspondientes a piernas, brazos, columna vertebral, costillas y pelvis. Llevaban la cabeza encapuchada y una máscara que representaba una calavera cubría sus rostros. En conjunto era un disfraz de esqueleto convincente. El que parecía el cofrade mayor, de negro pero sin disfraz, un hombre de unos sesenta años y barba blanca, gritó para que la muchedumbre que llenaba la plaza, extrañamente silenciosa, le oyera:
—¡Arrepentíos de vuestros pecados! ¡Haced penitencia, que llega la muerte!
Y repitió su proclama tres veces girándose para que todos pudieran oírle bien. Al terminar, el tambor destemplado, que golpeaba un tamborilero ataviado también de esqueleto, volvió a sonar, y el resto de los cofrades disfrazados empezaron a danzar en silencio a su ritmo.
Uno llevaba una guadaña, el símbolo de la muerte que siega las vidas; otro, un reloj de arena que representaba el fin de los días; el tercero, una caja llena de cenizas en alusión al destino del cuerpo y de las cosas terrenales, y otro más agitaba una banderola con las palabras
Nemini Parco
, «a nadie perdono». El esqueleto de la guadaña, mientras bailaba, acometía a la multitud con su arma, y esta huía entre gritos de espanto, aunque un morbo lleno de terror la hacía acercarse de nuevo. Varios de los disfrazados danzaban sin cargar con ningún objeto y se acercaban a los espectadores invitándolos a bailar, en especial a las mujeres más atractivas. Ellas escapaban despavoridas y los hombres se retiraban llenos de aprensión.
Cuando uno de los esqueletos invitó a Anna, esta no dio un solo paso atrás, miró por un instante a Joan, después a los ojos de la calavera y levantando la barbilla desafiante tomó la mano de aquel individuo, aceptando. Un murmullo sorprendido se elevó del gentío y Anna empezó a danzar grácil al tiempo que miraba a unos y otros mostrando una sonrisa serena en su rostro. Joan la recordaba danzando con la misma gracia en las fiestas de los Borgia en Roma, y le trajo a la mente, con nostalgia, el poder y la gloria de los
catalani
. Sintió que, tal como representaban los cofrades de la Muerte, el tiempo transformaba todos los oropeles y vanidades en cenizas como las que iba esparciendo el esqueleto de la urna. Su esposa aún era, al menos a sus ojos, bellísima; así la recordaba en los tiempos de Roma, solo que en lugar de bailar con un refinado caballero, como entonces, ahora lo hacía con un patán disfrazado de muerte. Se estremeció. Era una mujer valiente, pero muy pocos osarían desafiar de aquella manera a la peste y a la muerte; era una audacia que, en la opinión de la inmensa mayoría de los ciudadanos, le acarrearía el infortunio.
Anna continuaba bailando rodeada de esqueletos, nadie quería unirse a la danza, pero cuando Joan vio a un cofrade que se acercaba, le cogió de la mano para entrar en el corro. Le acababa de prometer que no la abandonaría. Anna le miró a los ojos y, sin perder el compás, amplió su sonrisa. Parecía feliz. Joan también sonreía. Al poco, Pedro tomó a María de la mano y se unieron a los danzantes, y después lo hicieron un par de muchachas y varios hombres. Se había roto el tabú, las gentes vencían el miedo. Joan observó al maestre de la cofradía de la Muerte, que observaba aquello sorprendido y con semblante agrio. Al librero le alegró el disgusto del hombre.
Aquella noche escribió en su libro: «Quizá sea por poco tiempo, pero, al menos hoy, la vida ha triunfado sobre la muerte».
En el transcurso de los días siguientes, a pesar de los esfuerzos del Consejo de Ciento por mejorar la limpieza de Barcelona, la peste se fue extendiendo. Y con ella, el pánico. Los toques de las campanas a difunto dominaban los sonidos de la ciudad, que se fueron amortiguando conforme la actividad decaía. Los comerciantes ya no abrían sus puertas y los tenderetes no daban colorido a las calles. Las gentes solo salían en busca de agua a las fuentes y lo hacían de forma apresurada y furtiva, cubriendo sus bocas con pañuelos para no inhalar las miasmas que transmitían el mal. Los ciudadanos pudientes habían almacenado víveres, y así lo hicieron los Serra gracias al consejo de Abdalá y Bartomeu; pronto la ciudad quedó desabastecida. El hambre, que nunca abandonaba los barrios pobres, se sumó a la plaga aumentando sus efectos.
Los Serra cerraron la librería amparando a todos los empleados que normalmente vivían en ella. Algunos, sin embargo, prefirieron unirse a sus familiares en la ciudad o fuera de ella. Para evitar el contagio, decidieron que las familias de Joan y María permanecerían en el primer piso, cada una en su parte de la casa, junto con las criadas, mientras que los operarios se quedarían en la planta baja.
Al día siguiente del cierre del establecimiento, alguien llamó a su puerta.
—¡Gabriel! —exclamó Joan, sorprendido, al verle. Y de inmediato, preguntó alarmado—: ¿Ocurre algo?
Rara era la semana que la familia de Gabriel y las de la librería no se reunían el domingo para celebrar que estaban de nuevo juntos. Sin embargo, desde que las muertes habían empezado a hacerse frecuentes habían dejado de hacerlo para evitar riesgos.
—No, no pasa nada malo, gracias a Dios —contestó él con una sonrisa tímida—. Solo quería veros y saber que estáis bien. Si la peste se recrudece, pasará tiempo antes de que podamos juntarnos de nuevo.
Joan adivinó el temor de su hermano. Quizá no sobrevivieran y acudía a despedirse. Gabriel abrazó y besó a su madre, a su hermana y a sus sobrinos y estuvo charlando y bromeando con su cuñado Pedro, pero Joan percibía que se esforzaba por reír, estaba muy preocupado. Cuando se despidió, Joan quiso acompañarlo para hacer lo mismo con la familia de su hermano, que había sido la suya más cercana el tiempo que vivió con ellos antes de la llegada de los suyos. Sentía un gran afecto por sus sobrinos y por su cuñada Águeda. Por el camino, Gabriel le explicó que el gremio ya tenía muertos, y al llegar a la fragua de la calle Tallers, Águeda los informó de que eran cinco los agremiados fallecidos y que un oficial del taller de Eloi tenía fiebre. Con rapidez, Joan se despidió de los hijos de Gabriel y de su cuñada, dio un fuerte abrazo a su hermano y dejó que se encerraran en la casa.
A pesar del temor a la peste, Joan decidió, antes de volver a la librería, visitar las tabernas del puerto en busca de noticias; quería saber qué ocurría fuera de Barcelona. Esperaba encontrar los locales casi vacíos, pero presenció todo lo contrario. Una multitud de hombres y mujeres festejaba la vida con desesperación, convencidos de que aquellos eran sus últimos días.
—¡Antes de morirnos bebamos todo el vino! —gritaba un hombre con una jarra en la mano.
—¡Y tomemos a todas las mujeres! —decía otro mirando con descaro a las que se sentaban en su mesa.
—Suerte tendrás si alguna te deja, bribón —le respondió una de las muchachas, que mostraba, como todas en el local, sus cabellos descubiertos, un generoso escote y tenía los carrillos sonrosados por el maquillaje y la bebida. El hombre rio.
—¡Disfrutad de la carne, hermanos! —chillaba otro—. ¡Que lo que no gocen los humanos se lo han de comer los gusanos!
Las parejas esperaban de pie en la puerta que daba a los cuartuchos de los que disponía la taberna, y Joan se dijo que estos debían de encontrarse llenos.
—Entrégate, amada, a la pasión, goza conmigo, que quizá pronto muramos —cantaba un grupo levantando sus jarras de vino.
Las únicas noticias ciertas que Joan pudo recabar fueron que la peste había aparecido en otras ciudades y que el tráfico marítimo era muy escaso. Cuando el librero comprendió que aquella era toda la información que obtendría, se puso a observar el espectáculo frenético que ofrecían aquellos hombres y mujeres pretendiendo apurar los placeres terrenales. Muchos estarían muertos en cuestión de días, reflexionó. Abdalá le había dicho que la última peste que asoló Barcelona, la del año 1498, había matado a uno de cada cinco habitantes, y que esta haría otro tanto.
El pensamiento de que su familia también estaba sometida a la tiranía de aquellos números le hizo estremecer. El miedo volvía. Observaba a aquellas gentes comiendo, bebiendo, cantando, besándose y acariciándose, prescindiendo de los recatos habituales, y se preguntó qué deseaba él de la vida, fuese esta larga o corta. Comprendió que ni el vino ni la comida de la taberna ni ninguna de aquellas mujeres figuraban entre sus apetitos, sino que su anhelo era estar junto a su esposa y su familia.
—Que Dios nos ampare —murmuró levantando su vaso a modo de brindis hacia aquella humanidad a la vez hambrienta de placer y temerosa, y apuró lo que de él quedaba de un trago.
Emprendió el regreso a la librería a paso rápido cubriéndose la boca con un pañuelo; apenas había viandantes en aquellas calles, que por lo general estaban llenas, y observó con aprensión un bulto en un pasaje cercano a Santa María del Mar. Era un hombre tendido boca arriba, una manta cubría su cuerpo dejando a la vista su rostro, los brazos y las piernas. Su piel estaba marcada por las manchas azuladas y negruzcas y en sus extremidades se podían distinguir los bultos de las bubas. Era un cadáver abandonado, víctima de la peste negra. Joan tragó saliva y, presionando el pañuelo contra la nariz y la boca, apretó el paso. Cruzó la plaza frente a la iglesia para adentrarse en la calle Argentería, y no había andado más que unos pasos cuando vio otro bulto en el suelo de un callejón sin salida que partía de la calle principal. Se apresuró tratando de alejarse cuando aquel cuerpo se movió suplicando:
—Agua. Por el amor de Dios, agua.
Era la voz de una mujer y en la distancia Joan pudo ver las bubas de sus brazos. Un nudo de temor y asco se hizo en su estómago y reemprendió la marcha casi corriendo.
—Agua. Por favor, agua —oyó cuando se alejaba.
Se detuvo sin girarse, era un cálido atardecer y el sudor perlaba su frente. No era el esfuerzo de la caminata, sino la angustia. Si atendía a aquella apestada, iba a exponerse a las miasmas que desprendía y con ello pondría en peligro a su familia. Sin embargo, sus piernas se negaban a obedecerle. Era incapaz de dejar morir de sed a aquella mujer. Había una fuente frente a la fachada principal de Santa María del Mar, aunque no tenía nada con que llevarle el agua a la desdichada. Se dijo que debía continuar su ruta y evitar el peligro; a fin de cuentas, no la conocía, pero se encontró desandando el camino en dirección a la taberna. Allí consiguió un vaso y una jarra que llenó en la fuente y se acercó a la moribunda. Superaba los cincuenta años y descansaba sobre un jergón de paja. Las bubas abultaban la parte superior de sus brazos descubiertos, que mostraban, al igual que el rostro, zonas azuladas y negruzcas. Abría los labios, febril, y, a pesar de tener los ojos entrecerrados, le vio y de nuevo suplicó agua. Joan llenó el vaso y, arrodillándose a su lado, usó su pañuelo para evitar tocarla directamente mientras la ayudaba a incorporar la cabeza de forma que pudiese beber. Sentía temor y repugnancia y trataba de no respirar para así evitar que las miasmas penetraran en su cuerpo.