Tiempo de cenizas (83 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

127

La noche había caído ya sobre Barcelona, Joan se encontraba en la catedral, oscura y silenciosa, y su corazón batía acelerado. Solo la tenue luz de una candela iluminaba el altar mayor, y desde donde él se hallaba, en el primer piso, vislumbraba entre las sombras las enormes columnas y los estilizados arcos góticos que elevaban el templo hacia un cielo tenebroso. Aquella tarde, sin que nadie le viera, había usado las llaves de su hermano para abrir la puerta de acceso al primer piso, y allí, donde los sacristanes no sospechaban que alguien pudiera ocultarse, había aguardado hasta que cerraron la catedral por la noche. Esperó a que terminase de oscurecer frente a la puerta por la que se accedía al puente del Rey Martí. Llevaba espada, daga y las llaves de su hermano en una bolsa de cuero al cinto, y un capazo de esparto en el que acarreaba un juego de llaves maestras, otro de palancas, una piqueta y un candil. Cuando supuso que la calle estaría también desierta inició su trabajo. La cerradura estaba oxidada de años, de nada le sirvieron los juegos de llaves maestras, y se puso a descerrajar la puerta con las palancas, iluminado por la luz del candil. Sudaba, la tensión le presionaba en las sienes y notaba un nudo en el estómago. ¡Tenía que salvar a Anna! Sabía que aquello era una locura, era una fuga imposible, pero no tenía más opción que salvarla a ella o condenarse él.

Trataba de trabajar en silencio, pero los inevitables crujidos se le antojaban como estampidos de arcabuz que las paredes del monumental edificio le devolvían en eco. A medianoche un grupo de frailes acudiría a rezar los maitines y, aunque se encontraba un piso por encima, le descubrirían al menor ruido. Tenía poco tiempo y con cada chasquido notaba su corazón encogerse.

—Todo saldrá bien —se repetía una y otra vez para animarse—. La rescataré.

Pensaba en el momento en que la volvería a abrazar. Aunque fuera por un instante, sentiría de nuevo el placer de su calor y la tibia humedad de sus besos. Sabía que el fracaso era mucho más probable que el éxito y que si caía prisionero, irían juntos a la muerte. En ese caso, la persuadiría para que fingiera arrepentimiento y evitar así que la quemaran viva. No se hacía ilusiones, conocía bien a Anna y quizá no fuera capaz de convencerla. Si no lo lograba, aguardaría al último momento, a que estuvieran frente a la pira, y entonces la estrangularía con sus propias manos, o con un trozo de cuerda. No iba a dejar que su amada sufriera aquel terrible tormento.

Al fin la puerta cedió abriéndose con un siniestro chirrido justo cuando Joan oía que los frailes entraban en la catedral. Esperó unos momentos con el corazón en un puño preguntándose si el ruido los habría alertado. Pero al ver que continuaban con su rutina e iniciaban los rezos resopló aliviado. Cruzó al otro extremo del puente, eran unos pocos pasos, en realidad el ancho de una calle estrecha, acarreando sus bártulos, y después cerró la puerta del lado de la catedral para evitar que oyeran ruidos. Se encontraba sobre el puente y se preguntaba si aquella estructura de piedra en desuso durante casi cien años aguantaría su peso; el aspecto exterior no era muy sólido y en cualquier momento podía precipitarse al vacío. Debía darse prisa.

Topó con una pared que le cortaba el paso. Como había supuesto, los inquisidores, al remodelar el palacio, habían hecho tapiar el acceso desde la catedral. Joan ignoraba con qué se encontraría al otro lado de aquel muro, pero debía trabajar en silencio. Pensaba que si era capaz de evitar ruidos, sorprendería a los vigilantes, confiados. Nadie había tratado de asaltar la cárcel de la Inquisición desde que esta había empezado a operar veintisiete años antes. En todo caso, los guardias vigilarían los accesos desde la calle, pues todos se habían olvidado, a pesar de verlo cada día, del puente del Rey Martí.

La pared estaba hecha de ladrillos unidos con argamasa de poca calidad, y Joan, hurgando en sus bordes, trabajosamente, consiguió sacar primero un ladrillo y luego otro. Cada pequeño ruido parecía, en el silencio de la noche, un estruendo. El librero trabajaba jadeante, ansioso, ignorando si, alertados por los sonidos, los guardias le esperarían al otro lado. Al poco, mientras se afanaba en ampliar el agujero, cayó el yeso del otro lado y Joan contuvo el aliento. Había traspasado la pared. Tomó el candil que mantenía en una esquina, lo introdujo por el orificio y solo vio oscuridad a través del muro. Suspiró aliviado y fue ampliando el hueco cuidadosamente.

Cuando pudo pasar la cabeza y un brazo, introdujo el candil de nuevo y vio una habitación tipo despacho semejante a aquella en la que se había entrevistado con Felip. Quizá fuera la contigua. Al fin la abertura fue lo suficientemente grande para que pasara su cuerpo y entró en la estancia. La puerta no tenía la llave echada y al abrirla pudo ver que daba al pasillo que ya conocía y este, a las escaleras que descendían hacia el patio central porticado del edificio. Dejó en la habitación el candil y el capazo con las herramientas, pero se llevó el manojo de llaves maestras y una de las palanquetas de hierro. La tenue luz de la noche iluminaba lo suficiente a través del patio y bajó a la planta baja sigilosamente, palpando las paredes.

En un extremo, al final del pasillo que comunicaba la calle con el patio, se encontraba el cuerpo de guardia; dos soldados adormilados custodiaban desde el interior del edificio, a la luz mortecina de un candil, el portón de entrada, que estaba cerrado. Joan se deslizó entre las tinieblas hacia la puerta que daba a las escaleras de las mazmorras, cuidando de que no sonaran las llaves que llevaba colgadas en una bolsa de cuero. Abrió la puerta sin problemas, pues tampoco tenía la llave echada, y se detuvo al producir un leve chirrido. Aguardó unos instantes con el corazón encogido, vio una luz tenue que provenía del sótano y bajó las escaleras en silencio. Un candil iluminaba la sala y el carcelero estaba sentado en un banco, dormitando, apoyado en la pared. El casco le debía de incomodar, pues estaba sobre el asiento, y Joan no perdió tiempo. Se abalanzó sobre él, le propinó un par de golpes en la cabeza con la palanqueta de hierro y el hombre se desplomó lanzando un suave gemido. El librero se detuvo a escuchar, no oyó nada, desenfundó su daga, sabía que debía rematar al soldado, pero en lugar de eso le tanteó con el pie. No se movió. Quizá estuviera ya muerto o malherido; en todo caso estaba inconsciente y, por el momento, no representaba peligro.

Las mazmorras se cerraban con unos portones con rejas en la parte central por las que pasaban la comida y se hablaba a los presos. Joan dudó si llamar a su esposa a través de las rejas, pero al ver las llaves colgadas de unos ganchos en la pared decidió abrir las mazmorras una tras otra.

—Anna Serra —llamó al abrir la primera.

Nada salió de aquel agujero oscuro, ni siquiera una voz, ni un gemido.

—¡Anna Serra! —insistió entrando en la mazmorra.

—¿Quién es? —respondió la voz adormilada de un hombre.

—¡Salid! —le dijo Joan—. Estáis libres. ¡Huid a la calle! ¡Escapad de la muerte!

Y se apresuró a abrir el calabozo contiguo. Anna no podía encontrarse en el anterior. La Inquisición encerraba a varios presos por celda, pero nunca juntaba hombres con mujeres. Llamó de nuevo a su esposa en el siguiente calabozo con idéntico resultado. Aun así, volvió a animar a los prisioneros para que huyeran.

Cuando en la tercera celda unas mujeres le dijeron que tampoco se encontraba allí, su tensión se convirtió en angustia. ¿Dónde estaba su mujer? Solo quedaban dos calabozos por abrir. ¿La tendrían encerrada en otro lugar? Nervioso, buscó la llave que correspondía a la cerradura. Le temblaban las manos, los prisioneros estarían subiendo ya a la planta baja y los guardias descubrirían la fuga. En la siguiente celda había otro grupo de mujeres y ninguna era ella. Animó de nuevo a la huida, quería provocar la confusión. Al fin, al abrir el último de los calabozos, una voz femenina respondió a su pregunta desde la oscuridad.

128

El ruido del cerrojo y las exclamaciones en voz baja de sus compañeras de infortunio, preguntándose qué ocurría, despertaron a Anna, que dormitaba tumbada en un jergón de paja en el suelo.

«¿Qué querrán ahora?», se preguntó.

Era difícil saber la hora. A aquella mazmorra no llegaba la luz del día, ni siquiera el sonido de las campanas, y su única referencia de tiempo eran las dos comidas diarias que recibían. Suponía que era de noche porque la última había sido la cena. Entonces oyó que una voz masculina pronunciaba su nombre. ¿La requerían los inquisidores en plena noche? Era muy extraño. ¿Qué pretendían? Se incorporó, aunque se mantuvo cautelosa a distancia. No quería alejarse del resto de las prisioneras.

—¿Qué queréis? —quiso saber inquieta.

Aquel individuo avanzó un paso iluminando la entrada de la celda y repitió su nombre. Al identificar la voz, Anna se dijo que sus sentidos la engañaban y con el corazón en un puño se dio a conocer. El hombre expuso su rostro a la luz y, sin apenas creer lo que sus ojos veían, Anna reconoció a su esposo. Se aproximó a él despacio, aún no se hacía a la idea de que Joan estuviera allí, y pudo ver una sonrisa feliz en el rostro de su marido cuando la vio. Él le abrió los brazos y ella le correspondió acogiéndose tiernamente en ellos.

—¿Qué hacéis aquí? —le murmuró al oído—. ¿Estáis loco?

—Os he venido a buscar —le dijo Joan—. ¡Vámonos aprisa! ¡No hay tiempo! ¡Nos espera una barca en el puerto!

Sintió que la esperanza iluminaba la oscuridad en la que había vivido sumida las últimas semanas y, emocionada al tiempo que sorprendida, con el corazón encogido pero feliz, se aferró a la mano que su esposo le tendió cuando deshicieron su abrazo.

Agarrotada por su largo cautiverio, Anna se movía con lentitud. Cuando empezaron a subir las escaleras, Joan observó, con un sobresalto, que el carcelero había desaparecido. Comprendió el trágico error cometido al no rematarlo. Aunque había matado a varios hombres antes, jamás lo había hecho a sangre fría ni a nadie indefenso. No podía ni quería.

—¡Salid todos! —gritó—. ¡Ahora podéis escapar, las puertas de la calle están abiertas!

Mentía para aumentar la confusión y empezó a empujar a algunos indecisos que habían salido de las mazmorras y titubeaban, escaleras arriba. Pero había mujeres y hombres de edad entre los prisioneros y algunos se desplazaban con parsimonia. Cuando Anna y Joan alcanzaron el patio, los soldados de guardia trataban de acorralar a los prisioneros evitando que se acercaran a la puerta y gritaban. Joan se dijo que todos los habitantes del palacio despertarían y en unos instantes caerían sobre ellos.

Los prisioneros se dirigían al portón de entrada y Joan, tirando de Anna, cruzó el patio, aún oscuro, en dirección opuesta, hacia la escalera que subía al primer piso. Al llegar a esta vio alarmado que varios hombres bajaban por ella para unirse a los soldados, y Joan cubrió con su cuerpo a Anna, arrimándola contra la pared, al tiempo que desenvainaba la espada. La escalera también estaba oscura y los hombres se cruzaron con ellos sin detenerse.

—Hay que ir al piso de arriba; si nos quedamos aquí, nos cogerán —le susurró a su esposa, y empezaron a ascender por la escalera.

Había luz en el primer piso, alguien llevaba un candil, y Joan se apresuró a subir los escalones que faltaban. Dos hombres más se precipitaban escaleras abajo justo cuando a ellos les faltaban un par de escalones para alcanzar el piso. El primero de ellos se detuvo y poniendo su mano en el pecho de Joan, le interrogó:

—Y vos ¿quién sois?

—Joan Serra —repuso el librero cogiéndole del brazo y lanzándolo escaleras abajo.

Sin mediar palabra hirió con su espada al segundo hombre en la pierna. Este lanzó un aullido de dolor mientras se desplomaba por las escaleras y Joan aprovechó para tirar de Anna y alcanzar, al fin, el primer piso. Allí se encontraba un fraile dominico que sujetaba un candil. Le acompañaba un hombre armado.

—¡Seguidme! —le gritó a Anna.

Y se abalanzó blandiendo su espada contra ambos. El fraile chilló dejando caer su linterna mientras el otro reculaba al tiempo que desenfundaba su espada.

—¡A ellos! —gritaba el hombre de armas—. ¡Aquí hay fugitivos!

Llegaban soldados con luces y brillos de acero. La habitación de la entrada al puente se encontraba en el pasillo que aquel hombre bloqueaba y Joan comprendió que los rodearían en cuestión de instantes.

—¡Abrid paso! —le gritó al soldado dando un salto hacia delante y lanzándole una estocada.

El hombre pudo detener el espadazo con su arma, aunque se vio obligado a retroceder. Joan aprovechó para continuar golpeándole.

—¡Seguidme! —le dijo a Anna.

Vio a los hombres que subían por las escaleras por detrás de su esposa y acosó con toda su rabia y desesperación a su rival, que continuó retrocediendo, y así llegaron frente al despacho que se comunicaba con el puente del Rey Martí. Empujó la puerta, esta se abrió con un leve chirrido y, viendo su candil aún con luz sobre la mesa, suspiró aliviado; nadie había entrado allí. Con un rápido movimiento hizo pasar a Anna y se apresuró a atrancar la puerta con una barra de madera.

Aprovechó aquel instante para volver a abrazarla y susurrarle:

—¡Sois libre! Pero tendremos que darnos prisa.

Ella le miró con una sonrisa tierna.

—¡Gracias, Joan! —Y añadió preocupada—: Aunque no creo que pueda correr mucho.

—¡Venid! —Y Joan tomó el candil para conducirla al boquete que se abría en la pared.

Los soldados golpeaban la puerta gritando:

—¡Abrid en nombre del Santo Oficio!

Pero ellos ya cruzaban el puente sobre la calle que los llevaba a la catedral. Joan pensó que los soldados se habrían olvidado de la existencia del puente, les creerían atrapados en la habitación y hasta que no derribaran la puerta no comprenderían que habían escapado. Aunque escasa, tenían ventaja.

Después de cruzar el puente, sus apresurados pasos sobre las losas de la catedral resonaron en las paredes y bóvedas del enorme templo silencioso, iluminado solo por su candil. Joan tiraba de Anna con toda la delicadeza que podía, pero ella jadeaba. Las semanas de encierro le habían entumecido los músculos. Bajaron las escaleras del primer piso para encontrarse con una puerta cerrada. Joan, iluminándose con el candil, buscó en su bolsa la llave correspondiente. Había estudiado la forma de cada una de las llaves de la catedral por si por un accidente se quedaban sin luz. Le temblaban las manos y Anna tuvo que sujetar el candil. Al fin halló la llave correcta, accedieron a la planta baja del templo y a paso rápido alcanzaron la puerta del claustro. Allí Joan tuvo que buscar de nuevo entre las llaves que llevaba en la bolsa. Al cruzar la puerta volvió a cerrarla con cuidado, pero no habían dado ni dos pasos en el gran claustro, cuyos arcos góticos se recortaban a la luz de las estrellas junto a la silueta de las palmeras, cuando un gran estrépito los sobresaltó.

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