—¿Qué pasa? —inquirió Anna alarmada.
—Son las ocas de la catedral —contestó Joan—. Viven en el estanque y el jardín del centro del claustro. Son agresivas como perros y alertan de cualquier intruso.
Joan desenfundó su espada, pero las aves no se acercaron y pudieron cruzar sin incidentes la distancia que los separaba de la puerta de la Pasión.
Se oían los gritos de los sacristanes, que, alertados por las ocas, buscaban a los intrusos. Joan usó otra de sus llaves en aquella última puerta y, al cruzarla, se encontraron en el exterior. Estaban en la parte trasera de la catedral, al lado de la curva que formaba el deambulatorio del ábside. Un hermoso cielo estrellado con una luna menguante los cubría y Anna reconoció de inmediato el lugar y la calle que tenían al frente.
—¡La calle Paradís!
En efecto, cruzando un corto tramo se encontraba la calle que, después de zigzaguear en dos ángulos casi rectos, desembocaba justo en la esquina que formaba su librería con la calle Especiers. Dos calles más allá se oían gritos y ellos se apresuraron a esconderse en la acogedora oscuridad de la calleja.
—Despídete de ella —le dijo Joan a Anna al llegar a la librería.
Ella acarició la pared y el portón mientras él introducía por la gatera su bolsa de cuero con las llaves de la catedral. Lluís se las devolvería a su hermano Gabriel en la primera ocasión segura que tuviese.
—Ya me despedí, de la librería y de todo, el día que me prendieron —murmuró ella.
—Hay que apresurarse —insistió Joan—. Nos espera una barca en la playa que ha de llevarnos a Valencia, y allí embarcaremos hacia Nápoles. Partirá antes del amanecer.
—¡Que Dios nos ayude! —exclamó Anna, que parecía recuperar fuerzas por momentos.
Cruzaron la plaza de Sant Jaume hasta la calle de la Ciutat y allí, protegidos por las sombras, empezaron a andar y correr a tramos, según la visibilidad y las fuerzas de Anna. Siguieron hasta el final de Regomir, doblaron a la izquierda por la calle de la Mercè, entraron en la plaza de Vi y al fin alcanzaron la de les Falsies. En aquella zona, la muralla del mar estaba rota y la arena cubría casi toda la plaza, en cuyo centro se perfilaba la silueta de la horca con la siniestra sombra de un cuerpo colgando de ella. Aquel era el primer lugar de Barcelona que Joan había visto al llegar de niño y sería el último que viera al huir de adulto.
Al fondo, la oscura masa del mar, que estrellas y luna iluminaban tenues, se movía lanzando olas rumorosas a la playa. Una barca se balanceaba muy cerca de la orilla con un farol que describía círculos de luz conforme el movimiento de las aguas.
—¡Es esa barca! —exclamó Joan.
Y corrieron hacia la orilla felices. Jadeaban, pero pronto estarían a salvo, y en unas semanas abrazarían a sus hijos en Nápoles.
—¡Gracias a Dios! —dijo ella.
Anduvieron por la playa cogidos de la mano, la arena los frenaba, y al poco pisaban la parte que mojaba el mar.
—¡La libertad! —exclamó Joan al notar el chapoteo de sus pies en una larga ola que retrocedía.
Anna sintió una felicidad indescriptible al sentir el frío del agua en los pies. Allí, a poca distancia, casi al alcance de la mano se balanceaba entre olas oscuras con reflejos de plata la chalupa, su salvación. Pero en aquel momento el sonido mortecino de cascos de caballos en la arena se impuso sobre el de las olas del mar y Anna lanzó un grito sobresaltado.
—¡Corred! —gritó Joan.
Y cogidos de la mano, chapotearon desesperadamente, con el agua por las rodillas, hacia la embarcación.
—¡Alto en nombre del Santo Oficio! —gritó alguien muy cerca.
Un caballo se interpuso entre ellos y la libertad levantando agua y espuma de las olas. Y después otro. Joan soltó la mano de Anna y desenfundó su espada.
—¡Abrid paso! —les gritó a aquellos jinetes que le ocultaban la vista de la nave en la que flotaba su salvación.
Un golpe de mar le empujó hacia atrás cubriéndole de agua hasta el cuello y oyó un grito a sus espaldas. La ola había derribado a Anna y la arrastraba hacia la orilla. Entonces Joan vio entre los bloques de piedra esparcidos por la playa, restos de la muralla del mar, las sombras de varios soldados que, blandiendo lanzas y protegidos por escudos, corrían hacia ellos. Sin soltar su espada retrocedió para ayudar a Anna, que, impedida por su vestido mojado, trataba de incorporarse.
—¡Tirad el arma! —le ordenó uno de los jinetes.
Los caballos avanzaban sobre ellos desde el mar y los soldados corrían por la playa apuntándoles con sus lanzas. Joan pudo levantar a Anna, que dejó ir un suave lamento, y la abrazó mientras las olas golpeaban sus rodillas.
—Os amo —le dijo él. Notaba las puntas de las lanzas clavándose en su carne.
—Y yo a vos. —Ella se apretaba contra el cuerpo de su marido con todas sus fuerzas.
—¡Tirad el arma!
Todo era ya inútil, se dijo Joan. Y lanzó su espada lo más lejos que pudo en el mar. Aquel mar que, por unos instantes, había sido la libertad. Los soldados le arrancaron a Anna de sus brazos y le obligaron a andar hacia la playa a punta de lanza.
De la oscuridad salió un jinete y detrás de él un hombre con un farol. A su luz, Joan vio que el jinete era Felip Girgós. Se le notaba satisfecho.
—Sabía que intentarías escapar por mar,
remença
—le dijo con voz engolada—. Y que lo harías por aquí, donde el muro está roto. Te he cazado como a un pato. Para cazar a un pato macho, se pone como señuelo a un pato hembra. ¿Lo sabías?
Joan lanzó una última mirada a la barca que los tenía que salvar y que huía, izando velas. Con ella iba su esperanza. Después se giró hacia Anna, vio que desfallecía por el cansancio y la emoción, y trató de sostenerla en sus brazos. Luchó desesperadamente, gruñendo de coraje, pero los soldados se lo impidieron a golpes. Y no pudo volver a tocarla.
En la cárcel de la Inquisición aguardaban los reos cuyos casos estaban en proceso de juicio o que, habiendo sido juzgados, esperaban el auto de fe que daría inicio a la fiesta en la que serían expuestos a vergüenza y penitencia pública y en la que, en su mayoría, terminarían ardiendo en la hoguera.
Los muros exteriores y la estructura del palacio real mayor de Barcelona eran sólidos, aunque las divisiones interiores con las que la Inquisición había adaptado el edificio a sus necesidades, al igual que el acceso tapiado al puente del Rey Martí, se habían hecho con premura y de forma descuidada. Quizá a causa de una construcción zafia o porque el albañil se había apiadado de los reos, entre las mazmorras principales de hombres y mujeres existía una grieta que los reclusos habían ensanchado en lo posible. El muro era aún sólido y no permitía el paso de otra cosa que no fuera la voz, pero representaba un gran alivio para los frecuentes casos de familias con presos de ambos sexos. Los reclusos llamaban a la grieta
el confesionario
y mantenían a sus carceleros en la ignorancia sobre su existencia.
Joan era usuario destacado de aquel confesionario, no se cansaba de hablar con Anna tratando de persuadirla de que pidiera perdón público.
—Me matarán igualmente —argumentaba ella—. ¿Qué más da que me quemen viva o muerta?
—Es horrible, Anna —le decía Joan—. Los que mueren en las llamas se retuercen de una forma terrible y lanzan aullidos espeluznantes. Incluso los que con anterioridad mostraron gran entereza.
—Son solo unos momentos. Sé de qué se trata, vi morir a Francina.
—Son momentos eternos, Anna —replicaba él—. Para el que se consume en la pira duran una vida.
—Es igual, Joan, será un instante. No puedo creer distinto de lo que creo y no me arrepiento. Sé que Dios premia a los buenos y no mentiré antes de morir. No me doblegarán, no les daré esa victoria, andaré hasta la pira con la cabeza bien alta.
Joan callaba recordando la forma en la que se había humillado frente a Felip. Nunca se lo confesaría a Anna. ¿Qué pensaría ella, que mostraba tanta entereza? La admiraba, la amaba tal como era, y comprendió que no podría cambiarla. Entonces se resignó a lo inevitable.
—Os acompañaré a la hoguera y mantendré la cabeza tan alta como la vuestra. Quiero ser digno de vos.
Pero se dijo que no dejaría que la quemaran viva; aún pensaba estrangularla en el último momento, sería su postrera ofrenda de amor. Una vez que él aceptó los hechos, sintió una extraña paz en su interior, dejó de hablar del futuro y, resignándose, empezó a recordar con su esposa el pasado. Trataban de ser felices reviviendo sus momentos de dicha.
Los pasos de Joan, acompañado de dos soldados, volvieron a sonar sobre las losas del majestuoso salón del Tinell, igual que cuando fue requerido para declarar contra sus amos veinticinco años antes, después, en el juicio de Francina y demasiadas veces en sus pesadillas. Sin embargo, al contrario que en otras ocasiones, en esta estaba preparado y andaba erguido y desafiante. Todo se repetía tal como había experimentado en aquellos sueños premonitorios de los que creyó poder escapar, pero que inexorablemente se estaban cumpliendo.
Al final del recorrido se encontró con el escenario habitual; una mesa montada sobre una tarima elevada tres escalones y protegida por un dosel de tela negra. Solo que tras la mesa se sentaba un inquisidor distinto: fray Lluís Mercader, monje cartujo y además obispo de Tortosa. En las mesas laterales, con tarimas elevadas a solo un escalón del suelo, se sentaban los funcionarios de la Inquisición. Joan reconoció de inmediato el corpachón del fiscal, Felip Girgós. Y allí, a su lado, igual que en su pesadilla, se encontraba Anna, de pie entre dos soldados, con argollas de hierro en las muñecas. A Joan le dio un vuelco el corazón al verla. Tenía los ojos húmedos y los hoyuelos se le marcaron en las mejillas cuando le sonrió con una dulce tristeza. Joan le devolvió la sonrisa con ternura mientras pensaba que la presencia de Anna allí no tenía otro objeto que el disfrute cruel de Felip haciéndoles sufrir más. Sin embargo, se dijo que su enemigo se equivocaba, acariciar a su mujer con la mirada y sentir la de ella le producía un placer infinito.
Anna notó que su corazón se aceleraba al ver a su esposo y la embargó un inmenso deseo de abrazarlo, de oler su cuerpo y de besar su piel. Joan cumplía su promesa de no abandonarla, la iba a acompañar hasta el final. Anna lamentaba profundamente que su esposo se encontrara en aquella situación y sabía que era por ella, por su amor. ¡Qué lástima no poder gozarlo en paz y plenitud! Al contemplarlo, admiraba aquella pose suya de león desafiante que la hacía sentir orgullosa y trataba de consolarse pensando que quizá, en lugar de separarlos, la muerte los uniría para siempre.
Un escribano rompió aquella unión de miradas que hablaban sin palabras interponiéndose entre los esposos para pedirle a Joan nombre, vecindad y ocupación.
—Soy Joan Serra de Llafranc —contestó—. Vecino de Barcelona, librero e impresor.
Y buscó la mirada del inquisidor, que, como en su sueño, estaba absorto en su libro de oraciones. Observó que al igual que en su pesadilla el fraile vestía de blanco, aunque su hábito no era dominico, sino cartujo.
Los notarios le exigieron los juramentos de rigor y después el alguacil proclamó:
—¡El reo ha jurado decir verdad!
Entonces Felip se levantó de su asiento y, después de proponer un rezo para que Dios inspirase al tribunal y de que todos oraran en voz alta, pidió permiso al inquisidor para empezar. Felip acusó a Joan de no cumplir su obligación como esposo cristiano dejando que su mujer leyera libros prohibidos e inadecuados, permitiendo que se hiciese hereje. Dijo que las mujeres poseían instintos peligrosos que el varón debía controlar y que la herejía de Anna y su negativa a reconciliarse con la Iglesia eran responsabilidad de Joan por no ejercer sobre ella la tutoría adecuada.
—¡Mi esposa podía leer lo que quisiera! —repuso Joan—. Somos iguales como personas, tanto ante Dios como ante los hombres.
—Luego os declaráis culpable de no vigilarla… —insistió Felip.
—No tenía por qué vigilarla. Ella es libre.
Joan y Anna volvieron a mirarse y él vio que su esposa le sonreía afirmando con la cabeza. Eso le hizo erguirse aún más y el inquisidor observó que en los ojos felinos del reo brillaba una extraña fuerza. El fraile se movió incómodo en su silla. Llevaba un año en su cargo y fuera de la propia Anna no se había encontrado con un acusado que le mirase a los ojos de aquella manera. Todos mostraban temor; sin embargo, Joan expresaba lo contrario, su actitud era incluso desafiante.
—Además se os acusa de querer burlar a la Santa Inquisición ayudándola a escapar —continuó el fiscal.
—Eso es cierto —dijo Joan con tranquilidad.
—Y finalmente os acuso de fabricar y distribuir libros prohibidos por el Santo Oficio.
—Y ¿qué derecho tiene el Santo Oficio para prohibir libros? —inquirió Joan elevando la voz por encima de la de Felip.
Se hizo un silencio estupefacto. Los escribanos dejaron sus plumas suspendidas en el aire y miraron a Joan boquiabiertos. Los alguaciles, los notarios, los soldados, ninguno de los presentes daba crédito a lo que oían y sus miradas buscaban alternativamente a Joan, que parecía cada vez más arrogante, al inquisidor y a Felip.
—¡Cómo te atreves! —balbució al rato Felip, que empezaba a enrojecer de cólera.
—La Inquisición no tiene derecho alguno a prohibir el pensamiento humano. El hombre es creación de Dios y este le dio la facultad de pensar, luego es voluntad del Señor que el hombre piense —proclamó Joan, que, haciendo caso omiso a Felip, miraba directamente al inquisidor y le apuntaba con el dedo—. El poder de la Inquisición no viene de Dios, sino del rey, que es mortal y tan pecador como el que más. ¡Cristo nunca prohibió un libro!
—¿Quién os creéis que sois para hablar de ese modo? —exclamó al fin el inquisidor—. ¡Sois un necio, un orate!
—¿Que quién soy? —interrogó Joan. Su recia voz hacía que sus palabras retumbaran en la enorme cavidad que formaban los arcos del salón del Tinell—. ¡Ya os lo dije! Soy librero, edito libros y los imprimo. Y hay cientos como yo a los que no podréis atemorizar, ni prender, ni mandarlos a la pira. ¡Por cada libro que la Inquisición queme, nosotros imprimiremos diez! La Inquisición morirá y los libros continuarán vivos. El saber y la razón os vencerán.
Cuando Joan calló, fray Lluís Mercader se quedó mirándolo incrédulo mientras asimilaba sus palabras. Nadie se había atrevido a hablarle de aquella forma antes. Y vislumbró un futuro en el que su Inquisición, y otras inquisiciones, perecerían enterradas, cual ataúd en un hoyo, cubiertas por un libro tras otro. El inquisidor sintió miedo al tiempo que cólera e incorporándose barrió de un manotazo rabioso los papeles de encima de su mesa, que cayeron al suelo planeando junto con el candil, que les prendió fuego. Igual que en las pesadillas de Roma.