Tiempo de cenizas (79 page)

Read Tiempo de cenizas Online

Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

—¡Os acordaréis! —dijo—. ¡Juro que os habéis de acordar!

—¡Asesino! —le increpó Anna. El personal de la librería coreó la palabra y Andreu y sus amigos se acercaron amenazándolos.

—Vayámonos de aquí —le aconsejó al fiscal uno de sus hombres.

Y renqueante y con una mueca de dolor en la cara, apoyándose en sus dos matones, Felip Girgós emprendió el camino hacia el palacio real.

Joan oía gritos a sus espaldas, pero se esforzó en andar de forma pausada hasta cruzar la plaza y entrar en la calle del Call. Volvió entonces la cabeza y vio un gentío discutiendo y forcejando frente a la librería. Había recorrido un buen tramo de la calle cuando, al girarse de nuevo, vio que varios soldados lograban acceder a la plaza y se ponían a correr en su dirección.

—¡Detened a ese hombre! —dijo el que iba delante.

Dobló un recodo de la calle que impedía que le vieran desde la plaza y empezó a correr hacia la calle de la Bochia.

Mientras, pensaba dónde se podría refugiar. Estaba muy cerca de la plaza de la Trinitat y allí se encontraba la iglesia del mismo nombre, sede de la cofradía de libreros. Sin embargo, aquel lugar sagrado no le serviría de amparo contra la Inquisición, ni nada podían hacer los libreros de querer ayudarle. Aunque en ningún caso, por mucho que lo desearan, le auxiliarían. Muchos descendían de conversos y solo el nombre del Santo Oficio les producía temblores de pánico. Su amigo librero Lluís, aun siendo cristiano viejo, tampoco podría ocultarle. Felip Girgós conocía su amistad y la casa de Lluís sería una de las primeras en ser registrada, igual que la de su hermano Gabriel. Por el mismo motivo tampoco podía acudir a Bartomeu, que aun perteneciendo al Consejo de Ciento no tenía autoridad para frenar a los inquisidores. Ni siquiera podía refugiarse en el convento de Santa Anna, nada podrían hacer tampoco los frailes. ¿Adónde iría?

121

La calle de la Bochia era recta y, al llegar a su término, en el Portal de la Bocharia, Joan vio que los soldados corrían hacia él desde el otro extremo.

—¡Detengan a ese hombre! —gritó de nuevo el que mandaba.

Sin dejar de correr, el librero desenfundó su daga con la mano izquierda mientras mantenía su derecha cerca del pomo de su espada. No se dejaría coger. Suspiró aliviado al ver que no había guardias en la puerta que comunicaba la ciudad vieja con el Raval, y la cruzó para encontrarse en el mercado de la Bocharia, que ocupaba todo aquel tramo de las Ramblas. Guardó su daga y se introdujo, andando, en el laberinto de tenderetes que vendían carne, de cabra en su mayoría, aunque también hortalizas y otros alimentos. Trataba de pensar. Si seguía por la calle del Espital, podría llegar al Portal de Sant Antoni y salir de la ciudad. Pero al contrario que el Portal de la Bocharia, que era interior, el que cruzaba la muralla exterior estaba bien vigilado y quizá ya alerta. Si trataba de salir de la ciudad, se arriesgaba a que le prendieran. Siguió la Rambla dirección montaña callejeando entre los puestos con la esperanza de que los soldados hubieran perdido su rastro.

—¡Allí está! —oyó que gritaba uno de los de la Inquisición.

Joan reinició su carrera, había llegado ya a la altura de la Porta Ferrissa y giró a su izquierda en la calle del Carme. Los soldados le seguían, aunque les costó salir del mercado y reagruparse y eso le dio ventaja a Joan, que continuó sin detenerse hasta el convento del Carme, donde se encontraba la capilla de San Eloy. Allí tenía su sede la cofradía de los Elois. Quizá el santo le inspirara, pues entonces supo exactamente qué hacer y se puso a correr en dirección oeste.

No pudo despistar a los soldados, que, una vez doblada la esquina del convento, le vieron y aceleraron su carrera tratando de alcanzarle. Antes de llegar a la calle Tallers, Joan se tranquilizó al oír el martilleo metálico de los artesanos que trabajaban en sus tenderetes y bancos. Miró atrás y observó satisfecho que los soldados que le perseguían parecían aún más fatigados que él mismo. Moderó su paso y se introdujo en un gran edifico de amplio portalón. Era la casa de Eloi, el suegro de su hermano, la gran fundición de cañones y campanas. No importaba que la Inquisición supiera que se refugiaba allí.

—¡Ayuda! —gritó.

Y de inmediato se asomó su cuñada Águeda.

—¿Dónde está mi hermano? —inquirió jadeando—. ¡Me persiguen!

—Fuera, en el patio.

Entró corriendo y vio a Gabriel con su poblada barba y vestido con el mandil de cuero duro de los metalúrgicos, que trabajaba en un cañón con sus colegas.

—¡Ayúdame, Gabriel! Le di una paliza a Felip y la Inquisición quiere apresarme.

—Hace mucho que ese cabrón lo merecía —gruñó su hermano.

En aquel momento, una docena de soldados penetraron en el patio. Águeda salió a la calle gritando:

—¡Socorro, Elois!

El sargento se acercó a Joan y le dijo:

—Quedas detenido en el nombre del Santo Oficio.

El librero desenvainó su espada.

—Cógeme si puedes.

—¡Prendedle! —ordenó el sargento.

Pero no pudo decir más; de un empujón, Gabriel le hizo trastabillar varios pasos. Los operarios se habían armado con martillos y barras de hierro y avanzaban amenazantes hacia los soldados, que sabían que difícilmente sus lanzas serían capaces de traspasar los mandiles de cuero duro de los herreros.

—¿Quién mierda te crees que eres? —interrogó Gabriel avanzando hacia el sargento, que dio un paso atrás. El cañonero volvió a empujarle.

—Tengo la autoridad de la Santa Inquisición y os ordeno…

—Tú aquí no ordenas nada, estúpido. —Y mostrándole la barra de hierro que blandía en su mano, añadió—: Lárgate antes de que te meta esto por el culo.

Los artesanos que habían acudido desde la calle a la llamada de Águeda se agrupaban ya en el patio, muchos de ellos armados. Una gran risotada acogió las palabras de Gabriel. A Joan aún le costaba identificar a aquel hombretón con su dulce hermanito que se extasiaba con el sonido de las campanas y a quien él se había sentido obligado a proteger.

Los soldados, sin lograr reponerse de su asombro, fueron expulsados a golpes y varios recibieron una patada en el trasero al salir por la puerta.

—Aquí manda san Eloy y cuando el santo no está, manda el maestre del gremio —le informó Gabriel al sargento al darle el último empujón—. Ya se lo puedes decir a Felip o al fraile ese que es su jefe.

—Os pido vuestro amparo, Eloi —le dijo Joan al padre de Águeda una vez que le contó lo ocurrido.

El hombre lucía barba blanca, pero sus ojos negros aún brillaban intensos. No solo era el amo de la fragua y maestre del gremio de los cañoneros, sino cofrade mayor de los Elois.

—Ya nos vimos en otra de esas contigo hace muchos años —repuso Eloi entornando los ojos—. En esa ocasión era con la flota real y el almirante Vilamarí, ¿verdad?

Joan afirmó con la cabeza como un chiquillo pillado en culpa.

—Eres incorregible —le regañó el viejo—. Y encima, en lugar de unirte al gremio, te hiciste librero. ¡Maldita sea, con lo bueno que eras en nuestro oficio! Ya sabes…

—Sí, ya sé —le cortó Joan, que conocía bien el refrán que su antiguo maestro le iba a recitar—. Para las letras, un niño de baba, para forjar hierro, un hombre con barba.

—Así que cuando tienes problemas no te vas con los niños de baba, sino que vienes a que te ayuden los hombres con barba.

—Así es, maestro —admitió Joan.

—Tienes suerte de que el corazón nos diga que eres de los nuestros —continuó Eloi—. Además, tu crimen no tiene que ver con la religión. Solo le has dado una paliza a un matón que se lo merecía. Y eso te hace más Eloi aún. Aquí estarás a salvo. Ya sabes que los Elois contribuimos con el mayor número y con los mejores hombres tanto cuando hay que defender la ciudad en las murallas como en la tropa de campo. Estamos bien armados y organizados militarmente. La Inquisición no se atreverá a entrar en esta calle y ni siquiera lo harán los soldados del rey, que siempre ayudan a los inquisidores.

—Gracias, maestro.

—Te protegeremos mientras traten de aplicar en tu contra los privilegios injustos de los que goza la Inquisición. Sin embargo, no sería honrado hacerlo si se tratara de un juicio civil donde se aplicara el derecho.

—Lo entiendo.

—Nosotros solo te podemos amparar en nuestro barrio. Si cruzas la Rambla, estás perdido. Aunque puedes quedarte aquí el tiempo que quieras.

—Gracias, Eloi, será el menor tiempo posible. —Joan hizo una pausa y suspiró—. ¿Puedo pediros otro favor?

—¿Cuál?

—Necesito ver a mi familia. ¿Podéis enviar a alguien para decirle a mi esposa que estoy bien?

122

Cuando el aprendiz enviado por Gabriel dio la noticia de que Joan estaba bajo la protección de los Elois y a salvo, hubo un estallido de júbilo en la librería. Habían introducido el cadáver de Abdalá en el taller de encuadernación, donde habían instalado el velatorio y rezaban por su alma, aunque no sabían exactamente qué hacer con él, puesto que no podía ser enterrado en un cementerio cristiano. Anna decidió ir personalmente a casa de Bartomeu y pedirle ayuda para Joan. Sabía que su seguridad era temporal y limitada. Lo hizo acompañada de Pedro y al mercader le afectó tanto la noticia de la muerte de Abdalá que rompió en llanto.

—No puedo imaginar a alguien que representara tan bien nuestros ideales —dijo Bartomeu—. Supo vivir y morir de acuerdo con ellos. Siento un gran dolor al tiempo que un gran orgullo por haber sido su amigo.

—Dijo que el libro de su vida no podía tener mejor final —le explicó Anna también llorosa—. Y así lo creemos quienes le conocimos y admiramos. Los jóvenes de la casa están más consternados aún que nosotros. Fue un gran maestro.

—Conozco una zona en Montjuic que se dice fue un antiguo cementerio musulmán. Allí se entierra a los cautivos de esa religión. Trataremos de sepultarle cumpliendo en lo posible con sus creencias.

—Hablemos ahora de Joan —dijo Pedro—. Está a salvo, aunque solo de momento; si cae en manos de la Inquisición, Dios sabe lo que puede ocurrir.

—En manos de la Inquisición o del rey —especificó Bartomeu—. El gobernador tiene orden del monarca de apoyar en todo a los inquisidores.

—¡Tiene que hacerse justicia! —exclamó Anna—. Su reacción fue lógica, quería a Abdalá como a un padre y vio cómo ese miserable le asesinaba.

—Ese Felip es un canalla —afirmó Bartomeu con rabia—. Pero es un protegido de la Inquisición. Gracias a ella siempre se ha librado de pagar por sus crímenes.

—La Inquisición no debiera intervenir —repuso Anna—. Lo sucedido no tiene nada que ver con la religión, no estamos hablando de herejía o brujería.

—¿Creéis que los inquisidores le van a reprochar a su matón que le quitara la vida a un musulmán? —dijo Bartomeu con una sonrisa triste.

Anna y Pedro se quedaron mirándole en silencio sin responder a su pregunta.

—Sin embargo, la mayor parte de la ciudad odia a la Inquisición —añadió el mercader—. Nos favorecen tres cosas en este asunto. La primera es que los esbirros de los inquisidores no pudieran prenderle. La segunda es que tiene el apoyo de los Elois. Y la tercera es que este es un asunto civil que nada tiene que ver con la religión. —Después sonrió—. Tenemos por delante un buen pleito. Barcelona ayudará a vuestro esposo, Anna. Estamos deseando pararles los pies como sea a esos fanáticos del Santo Oficio. Con suerte, lo haremos en el caso de Joan.

A continuación fueron a la calle Tallers a visitar a Joan, que abrazó con ternura a Anna y con gran afecto a Pedro y a Bartomeu. Se quedaron a cenar con Gabriel y Águeda y en la mesa recordaron con nostalgia anécdotas y dichos de Abdalá. El maestro había dejado una profunda huella y todos coincidían en la fortuna que habían tenido al conocerle.

—Cuando llegue el momento, me gustaría escribir la última hoja de mi libro con la hermosa caligrafía con la que Abdalá terminó el suyo —murmuró Joan.

Los demás estuvieron de acuerdo.

Bartomeu llevó el caso de Joan al Consejo de Ciento en nombre de los Serra y de la cofradía de los Elois, y Barcelona asumió como propio el pleito de Joan. Los conflictos entre la ciudad y la Inquisición no habían cesado en los dieciocho años que esta llevaba operando dentro de sus murallas, y cuando Bartomeu se entrevistó con el gobernador en nombre del Consejo de Ciento, este hizo un gesto de cansancio.

—Fue un asesinato a sangre fría —le dijo Bartomeu—. Abdalá era una persona muy querida y su muerte nada tiene que ver con la religión, es un crimen civil. La ciudad pide que el fiscal de la Inquisición sea castigado.

—Pero ¿qué decís? —repuso el gobernador—. ¡Solo era un esclavo musulmán!

El pleito se prolongó durante semanas, en las que el gobernador, que no deseaba que el Consejo de Ciento elevara el asunto al rey Fernando, presionó a ambas partes para encontrar una solución. Coincidió con que el inquisidor Sotomayor estaba en Castilla y Bartomeu hizo intervenir al prior Gualbes de Santa Anna. El religioso se implicó de inmediato en la defensa de Joan, al que consideraba un huérfano criado gracias a la caridad de su convento. Y fue él quien personalmente obtuvo, para alivio de todos, un acuerdo con su amigo el segundo inquisidor, fray Joan Enguera.

—Vos, Joan, pagaréis una multa de veinte libras por agredir a Felip a causa de un asunto que se ha reconocido como personal y que nada tiene que ver con las funciones de este en la Inquisición —le comunicó el mercader.

—¿Pagar veinte libras? —repuso el librero—. Pagaría con gusto doscientas por darle otra paliza. Sin embargo, no es justo. ¿Se va a librar de castigo por el asesinato de Abdalá?

—Tendrá que pagarte veinte libras, el precio en el que se ha tasado el valor de Abdalá.

—¿Veinte libras? —se escandalizó Joan—. ¿Veinte libras y se le perdona semejante crimen?

—Tenía ochenta años, Joan. Nosotros lo vemos desde el cariño que le teníamos, pero la ciudad lo debe tasar a precio de mercado. Y son muy generosos. Nadie compraría un esclavo de esa edad.

Joan se cubrió la cara con las manos y negó con la cabeza.

—Entiendo cómo te sientes, Joan —le dijo Bartomeu—, pero piensa que Felip tampoco está conforme, ya lo verás. Está rabioso. Sin embargo, en ausencia del primer inquisidor, fray Joan Enguera, influido por Gualbes, ha tomado la decisión de considerar el asunto fuera del ámbito de la Inquisición. Puedes irte a tu casa. Somos muy afortunados. Eres hombre libre.

Other books

Honey Moon by Susan Elizabeth Phillips
The Italian Girl by Lucinda Riley
Between the Notes by Sharon Huss Roat
Wolf Hunting by Jane Lindskold
And Able by Lucy Monroe
Winner Takes All by Erin Kern
Across the Veil by Lisa Kessler