Tiempo de cenizas (85 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

—¡Os condeno a ser quemado en la hoguera! —gritó.

—¡Quemado vivo! —bramó Felip—. ¡No se arrepiente!

—¡Sí, quemado vivo! —rectificó el inquisidor.

Mientras los soldados corrían a apagar el incendio que ya prendía en la tela del dosel y los notarios se disponían a escribir la sentencia, el inquisidor continuó mirando a Joan. Y vio cómo se erguía aún un poco más y una sonrisa aparecía en su rostro. El fraile se estremeció. El reo percibía el miedo de sus verdugos.

Después, Joan se volvió hacia Anna, que le observaba amorosa, y se dedicaron una triste sonrisa. No dejaron de mirarse hasta que, cumpliendo las órdenes que Felip daba a gritos, los soldados se llevaron a Joan a empellones.

130

Felip pidió permiso al inquisidor Lluís Mercader para someter a Joan a tortura.

—No hace falta —respondió el fraile—. Ya ha confesado y ha sido condenado.

—Sin embargo, quiero saber quiénes son sus cómplices —insistió Felip.

—No tiene cómplices.

—Sí los tiene. Dijo que hay muchos como él y que imprimen libros prohibidos.

El inquisidor miró al fiscal arrugando el ceño.

—Se refería a los de su gremio; ese no tiene más cómplice que su mujer. —Y añadió, desdeñoso y tajante—: ¿No os parece suficiente tortura morir quemado vivo en la hoguera? Olvidaos del asunto y no insistáis más.

Felip comprendió perplejo que el inquisidor respetaba a Joan y que quizá incluso le admirara. Apretó los puños impotente.

Seis semanas después se escenificó el auto de fe. Fray Lluís Mercader había exigido al Consejo de Ciento, órgano rector de la ciudad, que se declarase fiesta, para que todos pudieran asistir. Como de costumbre, se montaron tres tribunas en la plaza del Rey contra el muro de la capilla de Santa Águeda. Una de ellas era para la Inquisición y los suyos y otra para las autoridades, ambas bien acondicionadas con telas de calidad. Los consejeros de la ciudad y los miembros de la Diputación del General excusaron una vez más su asistencia, sus relaciones con la Inquisición continuaban siendo hostiles. En cambio, allí estaba el nuevo gobernador, Alonso de Aragón, arzobispo de Zaragoza, y todos los representantes de la monarquía y autoridades religiosas. Entre ambos había un pequeño altar. La tercera tribuna estaba construida solo con maderos y allí se sentaban, custodiados por soldados, media docena de reos que vestían sus sambenitos amarillos con cruces latinas rojas y cucuruchos apuntados en las cabezas. Los acompañaban cuatro monigotes de cáñamo ataviados con las mismas vestimentas que ostentaban sobre el pecho pergaminos con los nombres de los huidos a los que la Inquisición había juzgado en ausencia.

Joan se sentaba en un extremo del banco y se inclinó hacia delante para ver a Anna, que se encontraba en el opuesto. Ella le devolvió la mirada tratando de esbozar una sonrisa que no logró mostrar. Estaba pálida y delgada. A él le partía el corazón verla vestida de aquella guisa.

—Ponedlos juntos —le dijo el inquisidor a Felip.

—¿Qué? —se sorprendió este.

—Habéis sentado al matrimonio Serra separado. Quiero que los pongáis uno al lado del otro.

—Pero son hombre y mujer…

—¡Claro que lo son, por eso están casados! —exclamó despectivo el obispo de Tortosa—. ¡Obedeced!

Disgustado y enfurruñado, Felip le dio las órdenes al alguacil; cuando se produjo el cambio, buena parte de la gente que ocupaba la plaza aplaudió. Eso alarmó al fiscal, que se puso a escrutar a la concurrencia. Al fondo de la plaza se alzaba el estandarte de San Eloy; lucía un crespón en señal de luto y pudo ver a varios de los miembros de la cofradía con sus inconfundibles delantales de cuero casi tan duros como una coraza de hierro. Con toda seguridad, los martillos colgaban de sus cintos. Si estaban allí de aquella guisa, era porque consideraban que uno de los suyos era juzgado injustamente. Y no podía ser otro que Joan.

—¿Qué está pasando? —le preguntó inquieto al alguacil.

—La historia de ese Joan Serra, al que el populacho considera héroe de las guerras de Italia, ha corrido por la ciudad —le dijo el hombre lanzando vistazos temerosos a la multitud—. Dicen que es buena persona y valiente, que consiguió entrar y salir de nuestra cárcel rescatando a su mujer y que le vamos condenar y quemar por eso.

—A la chusma le gusta contar historias —murmuró Felip.

—Será mejor que le pidamos refuerzos al gobernador —sugirió el alguacil.

Joan y Anna se cogieron de la mano y se dedicaron una sonrisa.

—Os amaré siempre —le dijo él feliz de estar a su lado.

—Y yo también. —El calor de su esposo la reconfortaba.

Los soldados los hicieron callar y ordenaron que se soltasen. Joan obedeció, no quería que los separaran de nuevo.

Un monje subió al púlpito y desgranó un largo y tedioso discurso. La única distracción de la multitud fue la aparición de varios pelotones de soldados del rey que llegaban siguiendo las órdenes del gobernador. Se colocaron tras los soldados de la Inquisición; los lanceros formaban dos líneas y detrás se situaron otras dos de ballesteros. Joan buscó de nuevo la mano de su esposa.

—Recordad lo felices que fuimos, Anna.

—Lo recuerdo —dijo ella acariciándole la mano—. Y no os extrañe si os digo que aún lo soy.

El sargento de la Inquisición los hizo callar y ambos evocaron en silencio aquellos hermosos tiempos pasados. Joan observaba a la multitud, que a su vez los observaba a ellos. Vio a Bartomeu, a su amigo Lluís y a sus empleados, y distinguió perfectamente la enseña de San Eloy y a los Elois, los barbudos cofrades del metal, entre los que destacaba su hermano Gabriel. Se decía que nada podrían hacer contra el ejército del rey, pero verlos allí mitigaba su angustia. Ni siquiera se preocupó de escuchar las sentencias condenatorias de sus compañeros de infortunio. Pero cuando Felip empezó a leer la última, la suya, se hizo un silencio expectante en la plaza.

—Se condena a Joan Serra de Llafranc y a su esposa, Anna Roig de Serra… —Felip hizo una pausa y tragó saliva. El silencio de la plaza era amenazante— ¡a ser quemados vivos en la hoguera del Canyet por herejes, por desprecio a la Santa Inquisición y por fabricar y vender libros prohibidos!

Anna y Joan se abrazaron, un murmullo se levantó en la multitud y hubo unos tímidos aplausos ahogados de inmediato por gritos coléricos y abucheos. Unas piedras chocaron contra la tarima de la Inquisición y, a una orden del capitán, los lanceros pusieron sus picas al ristre blandiéndolas hacia la multitud amenazante. Los ballesteros cargaron sus armas y un par de arcabuceros dispararon al aire. Un buen número de espectadores salieron de la plaza corriendo atemorizados, pero los Elois ni se movieron.

Felip, como fiscal de la Inquisición, le hizo entrega de los reos a un capitán de la tropa del rey, de semblante pálido, para que fueran ejecutados. Este hizo una seña y varios pelotones más de soldados entraron en la plaza para reforzar a sus compañeros. A la orden del capitán, los lanceros fueron empujando con sus picas a los Elois, que se resistían a moverse de la plaza, y cuando esta estuvo desalojada se ordenó la comitiva. Formaron los pendones, los frailes descalzos, la cruz de la Inquisición, los tambores, los reos atados con las sogas al cuello, los inquisidores, las autoridades, los soldados con la leña para la hoguera, los siniestros cofrades de la Muerte y prácticamente un ejército preparado para reprimir a la muchedumbre. Los soldados abrían paso apartando a la multitud, rodeaban a los reos y cerraban la comitiva; los tambores empezaron a sonar destemplados a muerte y la procesión se puso en marcha hacia el Portal de Sant Daniel. De allí irían al Canyet, el lugar de la muerte más infamante.

Joan andaba descalzo, con un cirio en la mano y una soga al cuello que le unía a Anna, que le precedía, y otra que le ataba al hombre que iba detrás. Las campanas de la catedral empezaron a sonar con un toque de funeral triste, pausado, conmovedor. Joan supo que era Gabriel, que había abandonado la plaza para despedirle de la mejor forma que sabía, y las lágrimas acudieron a sus ojos. Aunque no era el único emocionado, el sentimiento que su hermano era capaz de conferir al sonido de aquellos bronces llegaba al corazón de la gente. Alguien gritó «muera la Inquisición», muchos le corearon y después hubo más gritos, empujones y algunas piedras cayeron sobre los frailes. Algo fundamental había cambiado, no se insultaba a los sentenciados como de costumbre, sino a los clérigos.

La comitiva siguió el camino de la infamia por la calle Boría, pero lo hacía de forma atropellada, casi corriendo. Los soldados apresuraron a empellones a los condenados y los frailes inquisidores y autoridades apretaron el paso cuanto pudieron. Ya nadie seguía el ritmo de los tambores y los dominicos, con la capucha calada y descalzos, como los reos, dejaron de cantar para correr. Los soldados apenas podían apartar a la gente con sus lanzas.

—¡Aprisa! —obligaba el capitán.

—¡Joan Serra! —gritaban desde la multitud.

Cuando llegaron al Portal de Sant Daniel este se encontraba cerrado y custodiado por un poderoso destacamento. No se iba a permitir salir a los ciudadanos; el gobernador había ordenado cerrar todas las puertas de la ciudad. Las tropas rodearon el portal protegiendo a la comitiva de la multitud y los vigilantes lo abrieron solo para que pasasen los integrantes de la procesión y los soldados que portaban la leña. Al cruzar la puerta, Joan contempló melancólico, por última vez, el pendón de San Eloy, que quedaba detrás del muro de soldados. Por un momento había abrigado la esperanza, ilógica por completo, de que sus antiguos cofrades le rescataran. Y observó el camino que tenía por delante. El de la hoguera.

El resto de la tropa se quedó en el interior de las murallas para controlar una masa de gente que rugía, enfureciéndose progresivamente.

—¡Frailes asesinos! —gritaban—. ¡Muera la Inquisición!

Hubo más empellones y golpes, pero los soldados, que casi llegaban al millar, lograron apartar con sus lanzas al gentío, que no obstante continuaba increpándolos furioso. Uno de los barbudos golpeó con su barra de hierro a un soldado que le había herido con su lanza y este cayó fulminado a pesar de su casco. El maestro Eloi gritó a los suyos que se contuvieran, pero la lucha frente a la puerta se generalizó.

—¡La caballería del rey! —gritó el oficial al mando—. ¡Necesitamos la caballería!

131

El fiscal de la Inquisición se sintió aliviado en el momento en el que las sólidas hojas de madera claveteadas de hierro del Portal de Sant Daniel se cerraron a las espaldas de la comitiva. Sin desmontar de su caballo reordenó la procesión. Ahora podrían marchar con el paso solemne que correspondía al acto; los tambores y las letanías volvieron a oírse y se reanudó el desfile hacia el Canyet.

Sabía que todas las puertas de Barcelona estaban custodiadas por destacamentos armados, en especial el Portal de Sant Daniel, donde se concentraba casi la totalidad del ejército real, que en aquellos momentos contenía a la turba enfurecida. No se abrirían hasta su regreso, una vez terminada la ejecución. Podían estar tranquilos. Por unos momentos había temido que el gentío, en especial los Elois, se abalanzaran sobre ellos para rescatar a Joan y su mujer. La cofradía del metal era tan poderosa y poseía tanto orgullo gremial que la veía capaz de atacarlos a ellos, a los intocables, a la Inquisición.

Odiaba a Joan desde que se le enfrentó, siendo solo un mocoso, cuando ambos eran aprendices de encuadernador en la librería de los Corró. Poca gente se había atrevido a desafiarle en su vida, y menos desde que ostentaba cargos en el Santo Oficio. Todos sus enemigos habían terminado mal; Joan era aquel a quien más detestaba y el único que faltaba en su colección.

Cuando le condenaron a galeras, Felip creyó que estaba acabado, pero al verlo regresar como héroe de Italia y en una buena posición social, sintió un gran coraje. Y más cuando le plantó cara de nuevo. Había decidido ir presionando lentamente sobre él y su familia, quería que le temiera. Mucho. Jugar con él al gato y al ratón. Y gozó al ver que, con el tiempo, su enemigo había ido perdiendo poco a poco su arrogancia. La Inquisición aterrorizaba y Joan, si era humano, tenía que sentir miedo. Sin embargo, todo juego tenía un final, el gato debía acabar con el ratón, y la trampa fue Anna. Debía reconocer que Joan le había sorprendido, incluso admirado, al rescatar a su esposa de forma tan audaz.

Desde lo alto de su caballo veía los tristes andares del librero y de su mujer vestidos con sus sambenitos y sus altos capirotes, unidos por sogas al cuello, descalzos y con una vela apagada en la mano. Disfrutaría al ver morir a su enemigo retorciéndose entre las llamas mientras oía los chillidos agónicos de su esposa, a los que sin duda se unirían los suyos. Después se haría el silencio y Felip respiraría gozoso la fragancia de la carne asada.

Joan caminaba contemplando la espalda de Anna, acariciándola con la mirada. A pesar de que en la cárcel le habían cortado su larga cabellera, el capirote aún permitía ver los mechones de su antaño frondosa melena azabache. Bajo el burdo sambenito amarillo con sus cruces rojas adivinaba el movimiento de las caderas de su esposa. Estaba más delgada, pero él aún la deseaba y se imaginó la dicha, que nunca más sentiría, de poder amarla otra vez como mujer.

Al rato llegaron al inhóspito paraje del Canyet, donde se alzaba la cruz de piedra llamada
de la Llacuna
que marcaba el lugar de las ejecuciones. El lugar estaba cercano al mar, rodeado de grandes charcas llenas de cañaverales, lo sobrevolaban nubes de mosquitos y despedía un olor nauseabundo por la descomposición de las basuras que la ciudad arrojaba allí. Al lado de la cruz habían montado, como de costumbre, una gradería desde la que se lanzarían los cuerpos de los ejecutados al fuego. La pira consistía en un entarimado rodeado de leña donde se alzaban dos postes en los que atarían a Joan y Anna; los soldados amontonaron allí la madera que transportaban.

La comitiva se situó en la parte seca del pantano, del lado opuesto al mar. Los frailes dominicos se colocaron a la izquierda cantando sus letanías con las capuchas caladas, los eclesiásticos y autoridades al centro y la tropa formó a la derecha. Por primera vez desde que la nueva Inquisición entró en Barcelona, la ejecución en la hoguera se haría sin otro público que algún campesino de las cercanías y los pocos soldados que habían transportado la leña. El gobernador había logrado encerrar en la ciudad tanto a los habituales de aquellos espectáculos como a los que, como los Elois, se mostraban contrarios a la ejecución.

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