Pasajero K

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Authors: Adolfo García Ortega

Este libro está dedicado
a mi hija Elisa y sus numeradas pecas

Nosotros no movemos las cosas;

las cosas nos mueven a nosotros,

en esto consiste la realidad.

AKIRA ANDO

Lo que nos hace tan felices es la

presencia en el corazón de algo

inestable.

MARCEL PROUST

PRÓLOGO

Los semáforos se suceden. Uno, dos, tres, cuatro, hasta cinco seguidos. Están apagados o parpadean en ámbar. Demasiadas facilidades para el autobús diésel modelo Paz de fabricación rusa en que va Dragan Dabic, un hombre de barba gris y pelo atado en una larga coleta canosa recogida en un moño. Después de contarlos se pregunta por un instante si no estarán dejando a propósito vía libre al autobús. Pero, ¿con qué fin? ¿No hay siempre un horario que cumplir, un orden que mantener? ¿Será un aviso de prevención porque hay obras en la carretera? Sus cavilaciones sin respuesta lo sumergen en la agradable temperatura del aire acondicionado que huele ligeramente a ambientador dulzón y a gasoil, y cierra los ojos. El calor asfixiante de julio queda fuera. El viaje no es largo, pero seguro que puede dormitar unos minutos, incluso un cuarto de hora, como siempre.

Lleva unas grandes gafas de aumento tintadas de un color caramelo oscuro. Ve el mundo de ese color. Ese color lo protege.

Es un hombre alto, grande, no demasiado grueso, pero ocupa casi la mitad del asiento contiguo, que está vacío. Encima de él ha puesto su llamativo sombrero panamá y un maletín abombado. Con ese maletín parece un médico rural apacible y fiable, sentencioso. Al otro lado del pasillo, en la ventana opuesta, una mujer mira hacia el paisaje después de haberle hecho un gesto de saludo convencional que él ha devuelto muy amable. Hoy puede contarse con los dedos de las manos el número de pasajeros que lleva el autobús, incluso es la vez que menos pasajeros ha visto él en esta ruta, que frecuenta. Vuelve a pensar si eso no será también intencionado, pero lo desecha enseguida. Sin embargo, es un hombre acostumbrado a estar alerta. Desconfía por instinto. Tiene motivos. Mejor despejarse de ese sueñecito. Por eso se frota los ojos bajo las gafas.

De pronto, un coche negro se pone delante del autobús obligándolo a reducir la velocidad. Un poco antes, el conductor ha visto que desde ese mismo coche le advertían con la mano que aminorase la marcha. Dragan Dabic mira por la ventana sobre la que ha corrido la cortinilla por el sol. Hay otro coche granate metalizado circulando en paralelo a ese flanco del autobús. Le parece extraño que no lo adelante. Alza el cuello hacia el lado contrario y ve, para su sorpresa, el capó de un tercer coche, este de color blanco, aunque el torso de la pasajera le obstaculiza demasiado la visión. ¿Están rodeados?

El conductor del autobús frena casi en seco, provocando un justificado sobresalto entre los pasajeros. Finalmente, abre las puertas automáticas, quizá porque desde uno de los coches alguno de los hombres se lo ha ordenado con gestos imperativos. Dos individuos bajan de los coches y suben rápidamente por la puerta delantera; otros dos más lo hacen por la puerta trasera. Dando pocas y largas zancadas llegan a la altura del asiento del hombre de la barba gris, que titubea, asido a la barra del asiento, como si fuera a tomar impulso y tal vez saltar, si la situación lo requiere. Se enciende su sexto sentido de hombre alerta.

Le preguntan cómo se llama. Él dice su nombre pausadamente mientras se quita las gafas de sol caramelo oscuro.

Se identifica como croata, pretende mostrar su pasaporte, no obstante se azora para hacerlo. Pero apenas tiene tiempo de reaccionar. Por detrás, uno de los hombres le coloca inesperadamente un saco de tela negra en la cabeza mientras otros dos le sujetan los brazos y las piernas; el cuarto lo agarra por el cuello para inmovilizarlo del todo. A continuación, sin soltarlo, lo empujan boca abajo en el suelo del autobús
con violencia
. Él percibe, y así insistirá más tarde al tener que relatarlo, que el hecho se lleva a cabo
con violencia
.

Su mejilla y su frente se manchan de barro porque cayó una breve lluvia de verano una hora antes y el calzado de aquellos hombres todavía está húmedo y sucio. Los demás pasajeros se apartan hasta el fondo y descienden del autobús, pero son retenidos en el arcén contrario, donde, bajo una marquesina, hay un letrero que indica la línea discrecional Novi Beograd-Batajnica. Ahora, según otro indicador contiguo pero menos moderno, están en las inmediaciones de Vracar, cerca aún de Belgrado.

Crecen aisladas las protestas de los pasajeros, se percibe una incomodidad asustada porque no saben qué sucede. El hombre que por sorpresa le ha puesto a Dragan Dabic el saco de tela negra en la cabeza pide calma, aunque en realidad lo que exige es silencio con un gesto abrupto. Se produce una súbita contención general cuando marca solo dos teclas en su móvil. A los pocos segundos todo el mundo oye las palabras que pronuncia: «Es él. Lo tenemos.»

La captura tiene lugar el 18 de julio de 2008 por agentes del BIA (Servicio Secreto de Serbia). La foto que se verá en la prensa unos días después, exactamente el 21 de julio, es la de un individuo pacífico y perplejo, casi un gurú oriental, con una poblada barba blanca, pelo largo también blanco, recogido en ese moño que le hace parecer tibetano. Tiene la mirada ausente, aunque dirigida a la cámara. El fondo, desenfocado, es un balcón que da a un jardín verdoso, pero puede ser un bosque o un parque; hay botellas de agua en una mesa lateral y un teléfono.

Con la expresión de cejas arqueadas parece decir que sabía lo que iba a suceder, pero que hace tiempo había decidido quedarse al margen, dejarse llevar. Es la mirada de un fatalista. No va con él todo eso que está empezando a suceder, a lo sumo compete al hombre que hay debajo de esa barba y de esa apariencia, se dice. Sin embargo, no puede abandonar un aire desafiante al alzar el mentón. Más que nunca en todos esos años está asumiendo que todo él es un disfraz; no ya un hombre disfrazado, sino un disfraz extravagante en busca de una identidad que ocultar, la de un hombre perdido, durante tantos años, muy dentro, muy dentro de ese cuerpo nuevo. Irreconocible. Las grandes gafas de aumento incrementan ese desconcierto entre los agentes policiales; nadie en el BIA habría imaginado que necesitase esas gruesas lentes ni que adoptase la forma de una especie de brujo populista. Lo observan fríamente puestos en fila detrás del fotógrafo, observan al «carnicero de Sarajevo» posar con una elegancia profesional. Es un hombre camuflado que alguna vez, de eso no hay duda, había ensayado ese momento en que sería mostrado en público. Sin embargo, esas fotos no se publicarán hasta unos días más tarde. Acabada la sesión fotográfica, vuelven a meterlo en un coche, a encapucharlo de nuevo y a llevarlo a un paradero desconocido.

Su identidad es la de un curandero de Belgrado, uno de esos sanadores alternativos que se hacen populares en circuitos amplios pero casi clandestinos, pese a salir en televisión y en Internet. Tenía muchos pacientes en varias ciudades de Serbia y Montenegro a quienes procuraba remedios naturales para sus dolencias físicas y psíquicas. Tenía una página web donde reproducía los vídeos de sus charlas y de sus cursos, en los que proponía una vida sana y un equilibrio armonioso con la naturaleza. En su entorno, era un hombre bueno, quizá un hombre sabio, y siempre un hombre sensible.

Su nombre, según los documentos de identidad falsos que lleva encima, es Dragan Dabic. Hay cuatro Dragan Dabic en el cementerio de Belgrado, según comprobaría el BIA, dos hombres fallecidos con más de ochenta años y otros dos con apenas unos pocos años de vida. En realidad lleva pasaporte croata, con el que pudo visitar otros países y otras ciudades, en concreto Austria, ya que en Viena, y por varias veces en 2007, impartió unos cursos en un centro naturópata.

¿Cómo dieron con su pista? ¿Quién lo ha delatado? ¿Por qué han elegido ese momento, en ese autobús de la línea Novi Beograd-Batajnica, a las afueras de Belgrado? ¿Por qué le ponen esa capucha o saco negro en la cabeza cuando lo detienen? ¿Para que no sepa dónde lo llevan? ¿Hasta cuándo su existencia seguirá siendo un secreto?

Esas fueron las primeras protestas que esgrimiría en cuanto tuvo ocasión de estar ante la prensa y ante los jueces. Era obvio para él que no querían que nadie supiera dónde iba a pasar los primeros días después de su detención. Por otra parte, nadie debía saberlo, por si al final no había que dejar ningún rastro incómodo para la policía. Antes de dar la noticia, el BIA había decidido interrogarlo por su cuenta, tranquilamente, para ver hasta dónde se podía llegar con él, hasta dónde convenía decir que se le había hallado con vida, incluso averiguar si no habría sido más conveniente decir tan solo que había sido hallado su cadáver. Todo dependía de lo que ese hombre fuese a contarle al mundo. Algún alto cargo en el BIA, o directamente en el Gobierno, había decidido invocar un pretendido derecho de censura previa. Se guardaban así un as en la manga, o mejor dicho una bala en la recámara: la que le habrían metido a ese individuo llamado Dragan Dabic si lo que pensaba contar ante el Tribunal no fuese lo adecuado. Había que averiguarlo antes. Nunca se sabe qué historia puede ocultar el hombre que en realidad era Dabic, ese Radovan Karadzic que hasta entonces, y desde hacía trece años, era el rostro más buscado en Europa.

Estará durante tres días en un lugar desconocido, totalmente incomunicado. Nadie, ni sus hijos, ni su mujer, ni sus viejos ni sus nuevos amigos, ni su amante, ni sus colegas de la clínica de Novi Beograd donde trabaja, nadie, absolutamente nadie sabrá dónde estuvo esos tres días previos a ver su foto en las portadas de todos los periódicos del mundo. No podían acudir a la policía, solo podían alarmarse o esperarse lo peor en medio de cierta angustia. Para la defensa, más de un año después, aquella detención ilegal —y
violenta
, como él insistía en manifestar— de tres días fue un escándalo jurídico, político y humano, enfatizado en ese orden. ¿Qué pasó en aquel lugar secreto, probablemente unas dependencias discretas del BIA en el centro mismo de Belgrado, en la mejor tradición del viejo KGB? ¿Qué dijo Dabic, una vez afeitado, aseado, cortado el pelo, y recuperada ya su identidad como Karadzic, el psiquiatra de aire bovino con cara de siniestro profesor pasado de moda? ¿Qué pactó con el Estado serbio el mayor asesino de Bosnia-Herzegovina? Sea como fuere, al cabo de tres días fue mostrado al mundo como una gran victoria de los servicios secretos, y un tanto fundamental marcado por el Gobierno. La prensa dio la tan esperada noticia y Europa respiró aliviada. Karadzic tal vez no llegó a saber que en esos tres días estuvo a punto de ser ejecutado y que su cadáver pudo haber sido pasto de gusanos en cualquier zanja, donde lo habrían encontrado con un tiro en la sien, probablemente disparado por la misma arma que tendría en su mano, probablemente usada por sentirse acorralado.

Sin embargo, en esos tres días dejó muy claro a sus captores y compatriotas que iba a luchar hasta el final por demostrar su inocencia, por preservar el honor y la gloria de los serbobosnios y de su santa república, y por justificar su inevitable y necesaria guerra; pero también les dejó claro que ningún nombre inconveniente saldría de su boca, ni delaciones ni revelaciones estrella. A él solo le interesaba
su
verdad, es decir, la única verdad posible. Así que se limitó a relatarle al BIA quién fue durante esos trece años, cómo Dragan Dabic, de sesenta años, natural de una pequeña aldea serbia de Kovaci, cerca de Kraljevo, de padre serbio y madre croata (datos todos de su pasaporte falso), había vivido en el suburbio de Belgrado llamado Novi Beograd, donde se estableció en 1996, al acabar la guerra. El barrio está lleno de chinos, sobre todo en la parte del denominado Bloque 70, y él se había especializado en medicina tradicional china. Mejor camuflaje imposible. Algunos de sus clientes eran musulmanes. Pero eso no es nuevo, siempre ha sido así durante toda su vida. Al BIA le dirá que él jamás ha dejado de luchar en una cruzada. Incluso les contó cómo había sufrido los bombardeos de la ciudad por la OTAN, en 1999.

¿Qué ha sido del sombrero y del maletín abombado? El maletín, de cuero blando, negro, estaba repleto de frascos con hierbas medicinales, ungüentos, pomadas, píldoras, folletos explicativos, un quemador de alcohol, dos termómetros, un diploma doblado, un libro en ruso y otro en serbio, este último traducción suya del maestro naturista chino Zhang Hong, que le serán devueltos pero que nunca más volverá a abrir. ¿Para qué? Ni siquiera se los llevará allí donde lo envían. El sombrero panamá formaba parte del conjunto del disfraz, una astuta elección según cierta prensa, y acabó en la basura, como su extravagante túnica de tres cuartos negra, de cuello chino.

Solo una cosa le importa. En uno de los apartados de su cartera llevaba una foto. Es la única de sus pertenencias que suplica le devuelvan antes de que se deshagan de ellas o pasen a disposición judicial. Se trata de una foto bastante antigua, grisácea, con roturas. Hay una fecha escrita a tinta en la parte posterior: 19 de julio de 1945, un mes después de su nacimiento. La foto es elaborada, se ve en ella a un hombre que posa de cuerpo entero, vestido de paisano, de facciones tristes y crispadas, haciendo un saludo fascista con el brazo derecho y portando en el izquierdo al pequeño Radovan envuelto en una mantilla. Es su padre, Vuko Karadzic, una figura destacada del ultranacionalismo
chetnik
y actor aficionado. El fotógrafo que la hizo firmaba en el reverso de sus retratos como Fotos-Dabic. A Karadzic nunca se la devolvieron.

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