Authors: Adolfo García Ortega
Años atrás, en una de aquellas ocasiones, Balmori le hizo a Estriatis una confesión falsa que el griego se creyó a pies juntillas. Le mintió diciéndole que ese Kuiper que veía en los medios de comunicación, campeón del mundo, dos veces vencedor del Alpe d’Huez, con un palmarés de 81 victorias, tan parecido a su padre (en su deformada visión, porque solo lo era en el apellido), se trataba en realidad de un pariente lejano, un primo, algo que por cierto nunca había tenido de verdad. Le solía decir a Sinopoulos que cualquier día iría a verlo y a presentarse como tal ante su primo. Todo lo que hacía aquel Hennie Kuiper lo celebraba Balmori. Era un asunto cercano, un éxito familiar. Tal vez hubiera llegado a creérselo, en su búsqueda de unas raíces que penetraban en su imaginación hasta la Casa Fantástica y su ensoñada pastelería.
Sinopoulos dirigió una mirada amigable a Sidonie. Les ofreció algo de beber pero los dos rehusaron. Querían ir al grano, aunque no podían evitar los preámbulos de la cortesía. Sidonie ni siquiera se sentó y Balmori daba vueltas mirando los muebles y las fotos mientras hacía alguna alusión a las imágenes enmarcadas. Sinopoulos entendió que no habían ido a almorzar, como él pretendía. Era preciso ir directamente al asunto real de la visita. Sidonie se limitaba a esperar órdenes, tímidamente. Sinopoulos, con una leve indicación, la precedió por un corto pasillo hasta llegar a su gabinete. Mientras tanto, Balmori se quedó en el salón contiguo, rodeado de más fotos aún; se figuró que estaba en un invernadero fotográfico, como si la familia Sinopoulos hubiera decidido vivir en una especie de álbum de recuerdos copioso y feliz.
En su gabinete, en el que todo era blanco y luminoso, Estriatis Sinopoulos auscultó a Sidonie, le tomó el pulso, le palpó delicadamente el abdomen sobre la camilla en la que le había pedido que se tendiera. Ella se bajó un poco el pantalón y se levantó la blusa, dejando la piel al desnudo. Notaba la fría mano que Sinopoulos extendía por su vientre con suavidad. Le rogó, mientras tanto, que le hablase de sus menstruaciones, de su regularidad, luego le pidió que le diera detalles sobre sus mareos, sobre su régimen alimenticio. A continuación, le preguntó por sus padres: primero por la salud de su madre, después por la de su padre. Los aspectos genéticos podían dar origen a cuestiones inesperadas, como impensables malformaciones. Ella se quedó estupefacta. Sinopoulos, al saber que su padre vivía cerca de París, en Auvers, abrió mucho los ojos y le dijo que era muy probable que lo conociera. Sidonie no lo creía, era un campesino y siempre había sido un campesino, aunque de joven vivió en París, pero en esa época Sinopoulos corría encima de una bici por Grecia. Insistió: él viajaba mucho a Auvers, tenía debilidad por la historia del doctor Gachet, el de Van Gogh, pensaba incluso escribir una biografía sobre él, un libro de aficionado, claro. Además, a su esposa, Eleni, que también era médico, le interesaba mucho la pintura.
Sidonie no se inmutó, repitió que era improbable que conociera a su padre, últimamente no venía ni siquiera por París. Decidió volver al asunto por el que estaba en ese despacho, tumbada sobre esa camilla. Sinopoulos, entre capcioso y sonriente, certificó que estaba embarazada. No era ningún problema ni ningún misterio. La vida se abría paso, solo eso. Le dio la enhorabuena. Para Sidonie, por su parte, no era nada nuevo, ya sabía que estaba embarazada. Fue Balmori (o Kuiper, como él prefiriera llamar a su amigo) quien había insistido. Sinopoulos, al ver su resistencia interior a aceptar su nuevo estado, le explicó que ahora le convenía un reposo lo más absoluto posible. En pocas palabras: debía estarse quieta en casa sin moverse demasiado, por un tiempo, al menos, si no deseaba perder a la criatura.
Cuánto tiempo, era todo lo que ella quería saber. No había oído lo de criatura, dicho por Sinopoulos con toda intención.
Cuatro o cinco días, una semana tal vez, si no, habrá riesgos, incluso para ella. Sidonie, no obstante, fingía no oír y dejó muy claro que no podía esperar ni un solo día. Tenía algo que hacer
precisamente
en estas fechas, y se trataba
precisamente
de un viaje, es decir, movimiento, todo lo contrario de lo que le estaba pidiendo ese médico, maldita sea la hora en que aceptó ir a verlo.
Estriatis siguió hablando de los riesgos mientras Sidonie, que había desconectado mentalmente, asentía a las recomendaciones del doctor y volvía los ojos hacia la ventana, donde al otro lado de la calle se erigía el grueso muro pardo de un iglesia cuyo nombre le era desconocido. Parecía que estaba realmente en una clínica.
De regreso en el salón-álbum de fotos, Sinopoulos habría deseado abrir una botella de resinado y brindar por el reencuentro y, quizá, también por el embarazo. Pero ella, de repente, sintió ascender la rebeldía y la irritación que estaban latentes. Lo lamentaba mucho, pero tenía que hacer ese viaje, se lo debía a mucha gente, se arriesgará, dijo mientras se ponía el abrigo rojo y colocaba su bolso en bandolera, del que sobresalía el gorro de lana verde. Le prometió al doctor que trataría de descansar. Le dio las gracias por todo y por nada. No podía decirse que aquella visita hubiera sido lo mejor para ella, y Sinopoulos había estado tajante en los riesgos. Demasiado caos en la mente asediada de Sidonie. Ahora la responsabilidad era suya, ahora la vida de alguien más dependía de ella. La vida de su hijo, tal vez. Las mujeres no hemos llegado tan lejos para pararnos siempre delante del mismo obstáculo, se dijo, enfurecida por dentro pero sin tener claro contra qué o contra quién.
Un embarazo no era una rendición, pensó ella, como si se lanzara a sí misma una advertencia. Daba la impresión de que iba a estallar. Se le habían formado cercos rojos en las mejillas y en la zona de la nariz. Temía la incongruencia, si se dejaba llevar. Adiós. Dio dos zancadas, le tendió la mano a Sinopoulos y salió corriendo escaleras abajo sin mirar a Balmori. Este, que había estado todo el tiempo sentado, mirando con detenimiento una foto de Pelekanos con los brazos en alto en alguna etapa con meta en Tesalónica, se levantó como un rayo para seguirla.
Estriatis Sinopoulos no lograba comprender qué sucedía, pero no importaba, no era momento para explicárselo. Al llegar a la puerta de la casa, Balmori se giró hacia su viejo amigo. Los dos se despidieron con una mirada rápida y furtiva. ¡Lástima, quería haberle hecho una foto!, parecía indicar la expresión de Balmori. Sin embargo, se precipitó hacia la calle. Intuía vagamente que le iba la vida en ese gesto intempestivo, y que había de ir en pos de Sidonie por encima de todo. Costase lo que costase.
Desde la barandilla, inclinado hacia el hueco de la escalera, Sinopoulos llegó a pronunciar el nombre de Lea. Quizá era un postrero intento de mandarle recuerdos. Pero el griego no oyó las palabras de Balmori que, desde el portal, se fundían con el ruido del tráfico mientras le decía que Lea no formaba parte ya de este mundo.
Si alguien hubiera podido entrar entonces en la mente de Balmori, habría asistido al instante en que se veía a sí mismo como un extraño que corría detrás de una joven a la que había conocido hacía apenas cuarenta y ocho horas. Se preguntaba, desconcertado, cómo era posible que lo estuviera haciendo
con todas sus fuerzas
. No hallaba otra explicación que el hecho de haberla conocido en circunstancias extraordinarias. Eso acortaba los tiempos de una relación, la volvía incluso más intensa y concentrada. Además, las circunstancias lo eran todo, admitió con asombro. Si pudiera fotografiar solo circunstancias, habría dado por fin con la clave de lo que buscaba con su cámara. Aunque en realidad eso era lo que hacía, ¿no?, seguir las circunstancias como un animal perseguía un rastro.
Después de zigzaguear transeúntes por varias calles en dirección al Museo Carnavalet (sin ticket de este en la caja), Balmori alcanzó a Sidonie, que caminaba muy deprisa. La sujetó del brazo y le reprochó que hubiera huido tan descortésmente. Estaba enfadado por su amigo, o representaba estarlo, porque en realidad estaba sorprendido de cómo se había torcido todo. Pero enseguida se dio cuenta de que ese papel de tutor paternal era el que más podía detestar Sidonie, incluso también él lo detestaba. Absurdamente, la estaba riñendo en medio de la calle como si fuera una chiquilla. Quizá debería comportarse de otro modo y estar simplemente a su altura, limitándose a acompañarla sin más, como un cómplice, hasta que ella decidiera hablar. De lo que sea.
Sidonie, sin embargo, parada frente a él, lo miró a la cara durante un largo rato sin decir nada. Sus ojos contenían ira y perplejidad a la vez. Parecía estar preguntándose quién era ese hombre maduro que tenía delante de sus narices y que la interpelaba con dureza mientras le daba pequeños tirones de la manga hacia abajo. Se recobró entonces de una extraña ausencia, un corto vacío mental fruto de la ansiedad. Necesitaría gritar pero se reprimió. Celosa de su independencia y cruel con su salvador de la noche del tren, Sidonie le exigió fríamente que no se metiera en lo que no le incumbía. ¡Cómo se atrevía! Apenas se conocían. Le advirtió que él no era nadie para decirle lo que tenía que hacer.
Balmori estuvo de acuerdo, pero no entendía el motivo de la advertencia, él aún no se había pronunciado. Estaba ahí. Había ido corriendo detrás de ella. ¿Por qué no lo valoraba, por qué no valoraba su entrega? Claro que ese desconocimiento mutuo era la única verdad que realmente los unía. Más la incertidumbre abierta por la amenaza de esos tipos que andaban revolviendo las cosas de Sidonie sin parar. Pero de inmediato ella recapacitó nuevamente, como si acabara de regresar de otro lapso de enajenación, y con un tono amable y sumiso le pidió disculpas. Le rogó que la comprendiera: estaba nerviosa, atemorizada, confusa, solo le quedaba abortar. No tenía otra salida. Todo en su vida, en cierto modo, se había invertido.
Las miradas de la gente que pasaba se volcaban sobre ellos. No se daban cuenta de que, allí parados en medio de la acera, estorbando a los demás, focalizaban la atención de los transeúntes. De pronto él se descubrió tocando maquinalmente las puntas de los dedos de Sidonie al final de sus brazos caídos. Sus cuerpos, además, rígidos y verticales, se enfrentaban uno al otro como sucedía en las despedidas de los amantes. Sin embargo, no lo eran, porque también parecían un padre y una hija revelándose mutuamente un secreto familiar, pero eso nadie lo podía imaginar.
Las circunstancias de nuevo. En ese momento Sidonie le confesó a Balmori que no le había contado toda la verdad.
En realidad no se dirigía a La Haya, como le dijo en el tren, al menos directamente, sino que antes tenía que pasar por Zurich. Era fundamental que viajara a Zurich para ver a una persona que poseía una información relevante en el juicio de Karadzic. Intuía su alcance, pero solo lo intuía, no estaba segura. Esa sería la gran baza del gran reportaje que preparaba en varias entregas.
Su
oportunidad. Tal vez él no lo pudiese comprender. Balmori frunció el ceño. No se tenía por idiota, aunque se encogió de hombros.
Ella continuó. Un periodista español, de Madrid, corresponsal de guerra que trabajaba en el diario
El País
, la puso sobre esa pista. Había contactado con él a través de Twitter. Tontearon contándose cosas de sus respectivos medios. De golpe, una vez, cuando supo que ella se interesaba por la guerra de Bosnia, el periodista de
El País
se puso serio. Él había estado allí cubriendo el sitio de Sarajevo. Sidonie no sabía cómo el periodista consiguió su teléfono, pero la llamó unos días más tarde. Le preguntó si ella podría pasarse por Madrid, eso sería lo más seguro para él. Quería contarle algo que le podría interesar, y añadió que especialmente a ella. Cuando le preguntó la razón de por qué a ella, el periodista se quedó callado un buen rato y luego dijo: «Porque eres mujer». Sidonie le contestó que por supuesto iría a Madrid. Fue a verlo al cabo de un par de semanas. Aquel periodista tenía razón, lo que le dijo le interesó mucho. Así que para eso había ido Sidonie a España y por eso le había mentido a Balmori en el tren. Por la seguridad de ambos. Era lógico, sonaba sincero.
Balmori se relajó al escuchar el eco casi suplicante de las palabras de Sidonie. De pronto se sintió más cercano a ella. Descubrió que en realidad esperaba algo parecido a lo que le había contado. Ahora ya no tiraba de la manga de su abrigo sin darse cuenta, sino que era consciente de que le estaba acariciando la mano. Los dedos de ella se dejaban entrelazar inconscientemente por los de él. El desvío a Zurich era importante, volvió a repetir Sidonie sin apartar sus ojos de los de Balmori, para luego añadir que, sin embargo, podía esperar. Unos días de descanso no le vendrían mal. Tenía más tiempo del que pensaba.
Dos horas más tarde, cumplida la mañana, caminaban sin hablar durante un buen trecho por las inmediaciones de la bulliciosa rue Rivoli. El día había dado un giro inesperado: ni comerían con Estriatis, como él había imaginado, ni él ni Estriatis hablarían de los viejos tiempos. Pero Balmori no se atrevía todavía a dar otro día más por perdido. Al fin y al cabo, no se había marcado una ruta, solo la cámara de fotos lo conducía donde soplase el viento. Y el viento había soplado hacia esa Sidonie Maudan, periodista, que había irrumpido en su vida. Déjate llevar, decía para sus adentros. Finalmente entraron en un bistró de la rue Rosiers, más tranquilo, y se sentaron a tomar algo. Mientras los servían, hizo una foto al letrero azul de la calle. Los dos comían en silencio sopa de cebolla, pan de cereales y ensalada de pastrami con brotes de soja. El vino del lugar era
kasher
.
Sidonie regresó sobre el asunto de Zurich después de que Balmori le preguntase por la fecha en que había de presentarse en La Haya. Ella le explicó que, por lo visto, no había aún una fecha determinada para la reapertura del proceso, desde que las sesiones se aplazaron en octubre de 2009. Pero se había comunicado a los medios oficialmente que sería a primeros de marzo de este año. Dado que la agencia solo corría con los gastos de la estancia en La Haya a partir de que el juicio se reabriese, forzosamente Sidonie tenía un mes libre hasta entonces. Por eso podía retrasar su viaje a Zurich todo lo que quisiera, era consciente de que no pasaría nada. De todos modos, deseaba aclararle a Balmori que no era una mentirosa, tan solo no sabía quién era él de verdad. Y seguía sin saberlo.