Authors: Adolfo García Ortega
En resumen: esa granja en Auvers le pareció el mejor sitio adonde ir.
Balmori se fijó en la colección de discos de vinilo en la que no había reparado hasta entonces. Centenares de discos. Se levantó del sofá y se acercó hasta el mueble donde estaban ubicados junto a un tocadiscos de los de antes. La empezaron los padres de Sidonie. Los que lo revolvieron todo pisotearon también algunos, rompiéndolos en varios pedazos y haciéndolos inservibles.
En ese instante, el loro se posó dócilmente en el hombro de Sidonie y escarbaba en su pelo aún húmedo. Balmori encendió la cámara y grabó a Sidonie acariciando el vientre del loro. Luego decidió fotografiar lo que iba a fotografiar en Londres-Dublín. Una vez sacado de contexto, qué más daba dónde lo grabase. Su plan inicial era ir a Dublín, y desde allí tomar un barco que lo llevara hasta el norte, hasta más allá de Irlanda, a las Hébridas escocesas. Pero ahora había cambiado de idea: ¿por qué no optar por Sidonie? También era una isla, en cierto modo.
Situó el ticket de Sandycove, con fecha del 16 de junio de 2004, casi pegado sobre un disco de Mina que había encontrado rebuscando en el estante. No lo recordaba. Se trataba de
Ormai
, un single raro de 1977 con solo dos canciones: «Giorni», cara A, y «Ormai», cara B. De pronto, sonrió para sí emitiendo un sonido nasal: a veces las cosas nos traían mensajes ocultos insospechadamente lúcidos. Cayó en la cuenta de que «ormai» significaba «ahora», «ya». Lo circunstancial de nuevo, se dijo para sí. Ahora. Ya. Tienes que dar una respuesta. Colocó el disco como fondo de la foto, pero luego le preguntó a Sidonie si antes lo podría escuchar. Imposible. Lamentablemente, no funcionaba el tocadiscos.
De acuerdo, irá con ella.
Sidonie se quedó un instante detenida en lo que estaba haciendo antes de exclamar: ¡Magnífico! El caso era que se alegraba mucho de la decisión de Balmori. Podría hasta llorar de alegría. Le juró que será una perfecta anfitriona campestre. Su padre tenía muchas vacas. El mundo de las vacas era un universo aparte, un tiempo y una filosofía. Las vacas siempre permanecían en quienes habían vivido en su entorno. No era algo romántico y cursi; era un universo rudo y físico. Como ella. Sidonie sabía también que su padre iba a gustarle. Era un buen tipo, franco, natural, demasiado poco para su madre pero todo un rey en el mundo primigenio de las vacas. De pronto, le confesó que se sentía orgullosa de que fuese con ella en este viaje. En cierto modo, era su salvador, ¿no? Le debía más de lo que creía. Sidonie exhibió esa sonrisa tan pletórica que le iluminaba la cara, dotándola de un encanto aún mayor. Balmori acogió su entusiasmo con cierto envaramiento que lo ruborizaba. La otra noche, reveló Sidonie, cuando lo conoció, pensó que solo quería acostarse con ella, con la excusa de hacerle una foto desnuda. Sin embargo, protestó Balmori, él no le hizo ninguna foto desnuda. Ni pensaba hacerlo. Pero le hizo una foto dormida, aunque todavía no se lo había dicho. Recordó Balmori en ese momento que todo lo del tren fue real, no lo había imaginado ninguno de los dos. Habían compartido una experiencia extraña.
En su habitación del Nouveau-Martin, miraba unas imágenes en su ordenador portátil. Se había desnudado por completo pero solo se recostó sobre la cama; antes, se echó unas gotas para aliviar el dolor de oídos, que aún tardará en remitir, y se tomó una aspirina. Estos dolores cada vez eran más frecuentes, tarde o temprano tendría que hacer algo. La habitación era fea y muy estrecha, de forma demasiado rectangular, donde todo era de plástico y con varios tonos de la gama naranja, amarilla, violeta; la decoración, a base de motivos psicodélicos, remitía a los años setenta en las cortinas, la moqueta, la colcha, el papel pintado, incluso el papel higiénico. No había nada en el minibar, en estos hoteles de paso siempre los tenían vacíos. Eran las tres o las cuatro de la madrugada. Había dejado a Sidonie rendida de sueño en su cama. Tal vez no supiera siquiera que él se había marchado. Ahora miraba lo que había grabado otras veces. Ante sus imágenes, la crítica solía decir que su cine era tosco y un tanto rudimentario, y que poseía fuerza pero no era lo bastante sofisticado; por lo visto, era un rasgo pretendido en él. Hubo un crítico que una vez sentenció sobre sus películas: «Se niegan a dar más de lo que parecen estar dando.» Él tenía la impresión de que en eso había un poco de verdad, pero meneó la cabeza y se dijo que ya era hora de acabar con lo acabado, lo acabado era su cine.
Lo consideró una buena idea.
A continuación, en un archivo que había denominado «DARK», vio imágenes de una doble página arrugada de un periódico alemán. Era un ejemplar de
Die Welt
encontrado en el servicio de caballeros de la
Wahnfried
, la casa-museo de Richard Wagner en Bayreuth, Baviera. Con un grueso rotulador rojo estaban metidas dentro de un círculo y unidas entre sí las siguientes palabras, todas coincidentes en la misma doble página: «Unión Europea», «moneda única», «tratado», «Schengen», «ratificación», «libre circulación de bienes», «Trichet», «derechos de los gays», «sin papeles», «derechos de animales», «millones de inmigrantes», «Merkel», «turcos», «tribunal», «mujer trabajadora», «campamento ilegal de gitanos», «elecciones». Después de un plano general, en el que pensaba intercalar el rótulo de «Mapa de Carreteras de Europa» o el de «Guía Turística Europea», la cámara había enfocado cada término yendo lentamente de un lado a otro, como un dedo sobre un plano.
Realmente era ya muy tarde. Pronto amanecería. Apagó el ordenador. Luego apagó la luz y se metió en la cama. Al cabo de un rato, le ganó el sueño. Pero enseguida se despertó otra vez, quizá porque habían vuelto los dolores de oídos o porque sintió el frío como una presencia.
¿Qué podría filmar en los lugares en los que, según los cargos de los fiscales, intervino Karadzic? Ante sus ojos, copiados por Sidonie en su web, pronunciaba los nombres uno a uno: Banja Luka, Bijeljina, Bosanski Novi, Bratunac, Brcko,
Foča
, Hadzici, Ilidza, Kljuc, Novi Grad, Novo Sarajevo, Srebrenica, Pale, Prijedor, Rogatica, Sanski Most, Sokolac, Visegrad, Vogosca y Zvornik. Leía los nombres y le recordaba a uno de esos equipos de ciclistas «invisibles» que grabó en el viejo documental que hizo con Estriatis. O el listado de las etapas de una carrera, por ejemplo la Vuelta a Bosnia-Herzegovina. También sonaban a la letra de una canción étnica. Pero eran solo lugares donde Karadzic y los suyos dejaron miles de muertos. Balmori no sabía qué podría filmar allí. Tal vez los pañuelos de las mujeres.
La familia siempre le fue algo ajeno a Balmori, por eso nunca pensó en tener hijos. En realidad, no fue una elección que dejara solo en manos de Lea: él también la había tomado. Su idea de la familia pasaba solamente por su madre. La familia era ella, Renata. Es decir,
toda la familia
era ella. Su madre tampoco tenía parientes, todos desaparecieron en la guerra y las secuelas posteriores. Y aunque existiera alguna rama familiar en algún lugar, Renata vivió siempre desgajada de ella.
Renata Balmori, española de Madrid, quizá había decidido abortar, eso nunca lo supo él, pero si lo intentó, luego debió de arrepentirse hasta el punto de pagar el precio de aquella duda dándole un amor obsesivo a su hijo, excesivamente protector y sospechosamente enfermizo. Siempre fue mamá. Era una mujer guapa, pequeña, poco habladora, feliz e infeliz sin ser del todo ninguna de las dos cosas, algo que su hijo siempre admiró en ella. Había sido muy bella de joven, Balmori lo constata en las fotos que conserva de ella. Hablaba por lo general en voz muy baja, siempre cuchicheando o casi, porque aducía una vieja dolencia pulmonar. Era el frío de la posguerra, decía Renata Balmori cuando explicaba la juventud en que perdió a sus padres y casi muere ella misma de una pulmonía nunca cicatrizada. Contaba luego cómo se fue de emigrante con otra chica, cruzando una Europa devastada, hasta que llegó a un barrestaurante de La Haya regentado por un viejo republicano español casado con una holandesa que se apiadó de su aspecto famélico y decidido. De la otra chica con la que empezó su aventura en el extranjero nunca más tuvo noticia, porque ella no se quedó en Holanda, sino que pasó a Alemania y luego a Dinamarca, donde Renata Balmori perdió su pista después de dos o tres cartas que siempre atesoró. Aquella chica se llamaba Lucía, y en el imaginario de Balmori toda la vida fue lo más parecido a un familiar fallecido y añorado que había tenido jamás.
De aquella pulmonía procedía el bajo diapasón de Renata. Cualquier leve sonido superior tapaba la voz de su madre, sobre todo de mayor, y eso hacía que se perdiera para siempre lo que decía, porque no repetía nunca las palabras que pronunciaba, ni siquiera cuando su hijo se lo pedía. Miraba con dulzura pero guardaba silencio. Lo que fuera, ya lo había dicho. ¿Para qué volver a decirlo? No era culpa suya si otro sonido se imponía. Por eso había que estar escuchándola con mucha atención y hacer el esfuerzo de aguzar el oído.
Siempre conservó Balmori, incluso hoy en París, el recuerdo de su madre estrechándolo en sus brazos a cualquier edad, al menos hasta ser un hombre hecho y derecho, en su primera juventud, cuando trataba de apartarse un poco sin ser indelicado hacia ella pero haciéndole ver a su madre que ya había pasado la edad de las efusiones maternales. Pero siempre les gustaron mucho los abrazos a los dos, quizá porque con ellos certificaban lo que eran: su única mutua familia. Con todo, madre e hijo nunca fueron infelices como madre e hijo. Si lo fueron alguna vez, debió de ser en sus vidas por separado, y siempre a causa de un amor mal cumplido.
Por eso ni siquiera Balmori contaba como familia a su padre, el Gran Ausente, el Gran Europeo, el Gran Irreal.
Para empezar, el nombre de su padre siempre fue algo problemático para él. Nunca lo supo con certeza. ¿Cómo se llamaba en realidad aquel hombre? ¿Quién era ese holandés? ¿Qué significaba ser holandés, qué insólita nacionalidad era esa para un niño que vivía en Madrid como Balmori? ¿De qué extraña ciudad llamada La Haya provenía ese fantasma que él apenas mencionaba a los demás niños en el colegio? Nunca supo el nombre de pila de su padre durante su infancia y su adolescencia, siempre fue Kuiper, el apellido. Así lo llamaba su madre, Kuiper esto, Kuiper lo otro. Hasta la vez en que le enseñó una foto, la única foto que Renata Balmori tenía de Kuiper, y entonces le dijo a su hijo —pero por esa sola vez, ya que jamás volvió a repetirlo— el ansiado nombre: creía recordar que era Robert.
Renata Balmori lo conoció en La Haya en 1951, en el bar-restaurante del republicano español. Renata llevaba dos años trabajando allí cuando entró el guapo y frágil (¿Robert?) Kuiper. La enamoró y tal vez ella lo enamorase a él. Balmori no sabía absolutamente nada de la relación que mantuvieron sus padres. Solo sabía que era pastelero, que, como él, era hijo único, y que vivía en la Casa Fantástica con sus tías trillizas, cuya existencia, de la casa y de las tías, su madre mitificaba en un relato que crecía con los años cada vez más fantaseado, como un cuento de hadas inacabable.
De todos modos, debió de ser una relación poco duradera: enseguida se quedó embarazada y ambos desaparecieron de la vida del otro. Pero él no la abandonó. Asumió su responsabilidad y se casaron en secreto. Sin embargo, cuando las tías trillizas se enteraron de la boda oculta de su sobrino, buscaron a Renata, le dieron una cantidad de dinero suficiente y le compraron un billete de ida para España. No volvió nunca más por aquel país. A ella le dijeron primero que Kuiper, su marido legal, había preferido quedarse en La Haya esperando su regreso con el niño en brazos. O de eso se persuadía Renata a sí misma, para animarse en la soledad de la sórdida España franquista plagada de policías y traidores. Pero lo cierto fue que Kuiper nunca pudo ir a España. Renata recibió una escueta carta enviada por las trillizas en la que le comunicaban con enorme dolor la noticia de la muerte de su sobrino. Y nunca olvidó Renata la frase final de aquella carta, que le transmitió a su hijo años más tarde: «Estabas legalmente casada, ahora eres legalmente viuda.» Sonaba a insulto y a cuentas saldadas. Recibió los papeles de la defunción poco tiempo después, cuando ella ya había dado a luz, porque la noticia había adelantado el parto. Si la muerte de Kuiper era verdadera o falsa, Renata jamás lo quiso averiguar.
Era necesario. No sabía por qué, pero sentía que era necesario que él me acompañara. Él, K.
Me había pedido de pronto que lo llamase así, K., nada más bajarnos del tren en Auvers. Yo no sabía mucho de K. todavía. Solo lo de sus fotos y películas, lo de su padre holandés y lo de su Europa portátil dentro de una cajita. Pero en un abrir y cerrar de ojos se había instalado en mi vida, como quien dice. Así de simple y suficiente para mí. Además, me gustaba que viniera conmigo «el hombre del tren».
Porque me gustaban los trenes y lo había encontrado en un tren.
Pensaba en él en esos términos, después del episodio violento de unas noches atrás en el tren-hotel de Madrid. En un avión todo habría sido diferente, estoy segura, pero el caso es que me dan pánico y prefiero los trenes. Los trenes, además, traían sorpresas, abrían puertas.
La mañana en que nos dirigíamos a Auvers después de dejar París, otro tren nos hundía más en Europa. Al menos a él. Ya que él iba al oeste, pero sin embargo se dirigía ahora al este. Iba a Londres, la ciudad cosmopolita, la Gran Babilonia, la cumbre de los museos, como me la definió, pero lo que K. veía ahora por la ventanilla eran los colores apagados del campo en invierno y las agujas azules de Auvers en lontananza, es decir, iba en sentido contrario. Este y oeste nunca son lo mismo, ni jamás lo parecerán, esa, según K., era una ley no escrita pero obvia. No obstante, consideraba positivo que el tren lo llevara a un lugar que él aún no conocía. Excitante, decía. El cielo, en cambio, era el de siempre por la zona: estaba encapotado y azotaba el viento.
Por mi parte, nada nuevo: yo volvía, una vez más, a casa. Pero yo ya era otra hasta para mí misma.
El tren de cercanías, después de cruzar el Oise por un puente de hierro que yo había visto tantas veces, apenas paró tres minutos en la estación de Auvers, lo justo para que nos bajásemos nosotros dos y un puñado de viajeros, casi todos turistas con la idea fija de hacerle una foto a la pensión-museo Ravoux, donde murió Van Gogh, restaurada hacía unos años. Allí mismo, en la plazuela de la estación, tomamos un taxi, el único que había bajo la marquesina de la salida.
Conocía al taxista, un individuo alto, rubio y poco hablador que trabajó con Frédéric en el pasado, así que solo tuve que decir «A la granja» para que el conductor supiera adónde tenía que ir. Todo el mundo sabía de sobra dónde estaba la granja Maudan, llamada así por el abuelo Maudan, mi bisabuelo alsaciano, el primer granjero de la familia, caído en el Somme y héroe.
El taxi enfiló hacia el sur, saliendo enseguida del pueblo por una carretera secundaria que desembocaba en otra todavía más secundaria. Un poco más tarde, se detuvo en las inmediaciones de la granja, justo en la entrada, marcada por los dos viejos pilares de piedra con sendos leones erosionados en lo alto. Le pedí al taxista que no entrara y que nos dejara allí. Quería darle una sorpresa a Frédéric.
Nos adentramos por el camino de tierra bordeado por vetustos abedules plateados que va desde la carretera hasta casi la verja de la gran casa del fondo, a unos seiscientos o setecientos metros. Mientras caminábamos, el olor a tomillo y estiércol se apoderó del ambiente y despertó todos mis sentidos. Había un extraño silencio con esporádicos ladridos a lo lejos y el rasgar de un motor constante.
Dejamos a un lado la tapia encalada por la que sobresalían las ramas de los cerezos entre los que jugaba de niña. Al llegar a las proximidades de la gran casa, abrimos la verja y entramos en el patio. La explanada estaba desierta porque pronto sería mediodía. Supuse que quizá ya estarían todos comiendo, dada la hora que era. Detrás de mí, K. seguía mis pasos por el sendero de gravilla que conduce hasta la puerta de la casa.
Allí estaba de nuevo, imponente, la casa Maudan.
Mi casa de siempre, tan sólida, tan hermosa, de piedra hasta la altura de las ventanas del segundo piso, con dos plantas y un desván con varios ojos de buey en unas troneras techadas de pizarra, como el resto del tejado. Aunque Frédéric se había empeñado en darle un aspecto utilitario y moderno, todo remitía a la arquitectura tradicional de la comarca, cuidada con detalle, en la que se mezclaban la hierba, la piedra gris, la pizarra, el verdín y los tonos ocres. Es una casa extensa, con ampliaciones sucesivas, irregular y funcional. Algunas partes de la casa se alzan con paredes de estuco, otras de mampostería hasta la mitad y otras de ladrillo, sin demasiados remilgos estéticos pero con elegancia. El aluminio de las ventanas convive bien con la madera y la arcilla pálida de las baldosas. Yo soy un poco como el caos armónico de la casa Maudan, me identifico con él.
K. reparó en el mínimo rosal apenas visible por culpa de una tolva con grava y mortero que estaba aparcada entre el rectángulo de flores y la boca de la cochera. Le dije que se trataba de las rosas de Charlotte, la mujer que gobernaba la casa. Hasta donde yo podía saber y recordar, en la granja Maudan, desde que mi bisabuelo murió en la Gran Guerra, siempre había habido una gobernanta muy mayor, una especie de ama de llaves al estilo clásico. Las hermosas rosas estaban plantadas entre la casa y el cobertizo donde se apilaba la leña seca medio tapada por una lona parda. Charlotte siempre había llamado a ese rincón «el jardín», y junto a las rosas cultivaba azaleas, clavellinas, flores de temporada minúsculas y un huerto particularmente fértil que Charlotte cuidaba cada día con mimo pero sin miramientos, evitando tan solo que los grajos se acercasen a picotearlo todo.
Justo en ese momento caí en la cuenta de que no había avisado de nuestra llegada. Tal vez debería haberlo hecho. Pero no importaba, sabía que, por mucho tiempo que pasase, podía aparecer por la granja cuando quisiera, ese era el pacto familiar con Frédéric. Por eso di un brinco de alegría cuando, antes de llamar a la puerta, nos giramos por instinto y vimos venir a un hombre muy moreno cuya presencia me reconfortaba.
Frédéric iba vestido con la parka de siempre moteada de jirones de barro en los bajos, el pantalón de peto de siempre y un grueso jersey azul por cuyo cuello salían las puntas de una camisa a cuadros, también como siempre. Lucía su pelo ondulado hacia atrás, algo largo porque se le formaban rizos, y barba de pocos días. Lo acompañaba
Sisi
, la perra tuerta por una perdigonada que nunca se separaba de él.
Se aproximó con los brazos abiertos y la misma jocosidad en el rostro con la que lo recordaré toda mi vida. Luego fingió enfadarse: si le hubiera dicho que veníamos, él nos habría ido a buscar a la estación. Insistía en ello como una pequeña afrenta cariñosa, después de besarme y abrazarme con efusividad. No era de extrañar: al fin y al cabo, yo llevaba un año sin pisar la granja.
La sorpresa de presentarme allí, improvisada la noche anterior, había surtido efecto. Frédéric no me esperaba. Y menos aún acompañada de un individuo algo mayor que él. No recuerdo cuándo dejé de llamar «padre» o «papá» a Frédéric para llamarlo solo eso, Frédéric, pero en cambio digo siempre «madre» o «mamá» cada vez que me refiero a Bruna, mi madre. Costumbres y ritos interiores de extraños fantasmas, no sé.
Frédéric estaba risueño porque en el fondo me idolatra, todo el mundo lo sabe. Me llama Sidou y «pequeña». Yo también lo idolatro a él, a mi manera de hija imprevisible y necesitada de horizontes más amplios e inagotables.
Me colgué de su brazo, le revolví el pelo, le pasé la mano por la mejilla como para medir el grosor de la barba y, con el ceño fruncido, le censuré que se la dejara tan larga. Lo besé. Antes de presentarle a K., hicimos bromas privadas, le pregunté por las vacas, quería saber si había muchos terneros nuevos y si el negocio iba bien. Pero iba mal. Frédéric no quería hablar de eso. Prefería hablarme solo de cuánto me echaba de menos. Sé que siempre echa de menos a la niña que fui para él durante los años que viví a su lado, antes de irme a Berlín con mamá.
Ahora había pasado un año sin vernos. Habíamos hablado por teléfono, sí, pero no nos habíamos visto en todo ese tiempo. Quizá por mi trabajo, o por el suyo, porque las últimas veces que pasé por la granja Frédéric no me había hecho mucho caso.
Quizá porque nos complicamos la vida y nos enredamos en ella, nada más.
Y una complicación era la vida que ahora crecía en mi interior y sobre la que no hacía más que pensar en cómo y cuándo decirle a Frédéric que iba a ser abuelo. Pero antes tenía que decírmelo a mí misma. Y decírselo a Yuri, claro. Casi nunca pensaba en Yuri últimamente. El caso es que Frédéric se alegró tanto y tan sinceramente de verme, que lo del embarazo lo dejé para otro día. La pequeña Sidou en casa. No paraba de repetirlo, verdaderamente emocionado.
K. y Frédéric, una vez que los presenté, se estrecharon la mano mirándose a los ojos. Había una ruda afabilidad en Frédéric que sintonizaba con K. y, aunque Frédéric era algo más joven, enseguida fluyó una camaradería generacional incorporada a una experiencia que se daba por sobreentendida, como si hubieran compartido alguna reivindicación social en épocas pasadas o hubieran militado en las mismas causas. Cuando le dije que hacía poco que lo conocía, mi padre no dijo nada. En cambio se entusiasmó cuando añadí que, como él, K. era un fan de Sterling Hayden. ¿De veras? Bien, bien. Buen comienzo, pensé. Aproveché para decirle que no había nada entre nosotros. Nada íntimo.
Enseguida los tres entramos en la casa. Seguro que K. percibió como yo el ligero olor a amoniaco o desinfectante mezclado con el aroma a guiso al que yo ya estaba acostumbrada. Dos perros —
Sisi
y
Kan
— y la gata
Bovary
salieron a olisquear al recién llegado y buscar mi mano. En el comedor contiguo a la cocina, sentados a la mesa, todos, cubierto en mano, se disponían ya a comer. Frédéric presentó a K. a los otros campesinos que trabajaban con él en la granja, compañeros (en su juventud serían tal vez camaradas) más que trabajadores. Charlotte, con delantal negro, alta y sonriente, vino a darme un beso. Es una mujer mayor llena de energía para su edad, frisando ya en los setenta, que vive en la granja desde que Frédéric era un niño. Había preparado liebre con alubias, zanahorias y champiñones. Cocina de monte.
Los hombres que trabajaban con Frédéric vivían también en la granja. Eran seis, tres mayores y tres jóvenes. Aunque algunos de ellos tenían su familia en Auvers, se pasaban el día en la granja, pero luego bajaban a dormir al pueblo. Todos se levantaron de sus asientos para venir a besarme (¡la pequeña Sidou en casa!) y saludar a mi acompañante. Charlotte fue a por más platos. Era evidente que había sido una sorpresa inesperada que había traído cierto aire festivo a la rutina del día. Nunca suelo pensar qué haré con la granja cuando la herede, pero en aquel momento lo pensé. ¿Qué haré con la granja entonces? Lo que supe es que no tenía respuesta aún.
Durante la comida, en la que todo eran preguntas sobre lo que he hecho y he dejado de hacer, Frédéric se reveló tal y como se lo había descrito a K. en París: un campesino culto y afable, de
bonne pâte
, como dicen por aquí, a gusto siempre en un segundo plano, escuchando más que hablando. De complexión no muy grande, Frédéric es más bien bajo y fornido, con facciones armónicas que recuerdan lejanamente a Alain Delon, un poco descreído de la política, hostil a los actuales socialistas desde que murió Mitterrand y enemigo acérrimo de la Iglesia.
Después del café, Frédéric quiso recorrer la casa para enseñársela a K. por cortesía. En todos los cuartos había ese desorden confortable que tanto me gusta y que en ocasiones me hace sentir que la casa Maudan es mi casa de verdad. K. observó que Frédéric no había quitado las fotos de mamá de las paredes. Las identificó porque eran las mismas que había visto en mi web, probablemente. Pero si Frédéric no las había retirado, no había sido solo por deferencia hacia mí y hacia la relación que tengo con mi madre, sino que las mantenía también como una manera de honrar su propio pasado con su ex mujer. Esto hace que lo admire un poco más. Fue un pasado corto, apenas unos pocos años, y cualquier otro lo habría olvidado ya hacía mucho tiempo. Sin embargo, desde que mis padres se separaron, no había habido ninguna otra mujer en la vida de Frédéric. Excepto Charlotte, claro.
Luego, por la tarde, mientras yo colocaba el equipaje en mi habitación de siempre, Frédéric instaló a K. en una especie de bungaló para visitas que había terminado hacía poco y que yo ni siquiera conocía. Estaba al otro lado de la cochera y desde la ventana se veían las praderas y los campos de heno de la granja, cuyo cercado acababa en una pendiente hacia la orilla del Oise. Lo iba a estrenar él, le dijo Frédéric, porque en realidad por la granja nunca venía casi nadie desde que yo «volaba sola».
Al atardecer del mismo día que llegamos, le propuse a K. bajar hasta Auvers a tomar algo y así no tener que volver a cenar en la granja. Aprovechamos el coche de uno de los braceros de Frédéric, un marroquí nuevo que todos llamaban Madi. Madi nos dejó en la plaza. Fue muy amable.
De pronto, territorio conocido, quietud latente, frío en los huesos y una música que venía de alguna parte, casi siempre una radio. El centro de la ciudad estaba tan vacío como esa misma ciudad lo estaba en mi corazón, que ahora latía por dos. Llegamos a un café, muy cerca de la iglesia de Notre-Dame de la Assomption, famosa porque Van Gogh la pintó por la parte del ábside. K. ya lo sabía, obviamente, lo había visto muchas veces. El café tomaba su nombre de ese cuadro famoso: L’Abside. Estaba también vacío.
Nada más sentarnos, K. hizo lo habitual: sacó algo de la cajita metálica (llamada
Europe
), lo puso sobre el tapón de una botella de Pastis y lo fotografió. Luego me lo mostró. Era un ticket del Campanile di Giotto y del museo del Duomo de Florencia. En la parte de atrás ponía:
«É pericoloso sporgersi all’esterno.»
Asomarse al exterior. Peligroso, sí, pero solo en el exterior se aprende.
¿Volaba sola?
Volar sola tenía riesgos. Era la frase favorita de Frédéric. La decía como una advertencia o una fatalidad. En cuanto a los riesgos, los había asumido todos, a la vista del resultado de mi independencia, uno por uno, y bien que lo sabía ya alguien como K., quien había sido testigo de algunos de ellos sin pretenderlo. Aunque hacía mucho tiempo que ya era toda una mujer, en Auvers, para Frédéric y los demás, incluso para el recién llegado Madi, siempre seré Sidou. De igual modo que K. nunca será Kuiper, aunque sea una K lo que le identifique, y siempre será Balmori. Sin embargo, Frédéric nunca ha entendido que me fui de la granja precisamente para eso, para volar sola. Es ley de vida. Ahora, para descansar según el imperativo categórico que me impuso ese doctor griego campeón de ciclismo, regresaba inesperadamente a mi origen.