Authors: Adolfo García Ortega
Balmori, que la había escuchado con atención asintiendo de vez en cuando para darle confianza, esbozó una sonrisa que parecía decir «Bueno, por lo menos ahora ya sabes quién no soy». Luego, tras dejar transcurrir unos segundos, optó por cambiar de tema. Le dijo que había entrado en su página web y vio su currículum. Vio también las fotos que ella colgó como si formara una especie de biografía en clave, una variante de lo que hacía su amigo Sinopoulos. Balmori no conocía a ninguna de las personas que había en esas fotos de Sidonie. Le dijo que trató de adivinar quiénes eran sus padres, lo que no le había costado demasiado porque ella era la mitad de cada uno. También leyó sus artículos. Le parecieron valientes. Decían cosas que la mayoría de la gente desconocía.
Se preguntaba si quizá no estará en esos artículos la razón de que la estén persiguiendo. Ella seguía dudándolo, estaba convencida de que solo querían asustarla para que abandonase, eso era todo. Cualquiera podría ver que se trataba de una táctica disuasoria de las más violentas, propias de las que siempre habían practicado los serbios, o los rusos, o muchos de los mercenarios de los países del Este, en fin, pagados para sembrar confusión con tal de no verse salpicados en lo de Karadzic.
Cuanto más se retrase el juicio, mejor, pensaba ella, y cuanto más se confirme únicamente lo que la gente ya sabe, pues mucho mejor todavía. Nada de revelaciones insospechadas.
¿Y ella? ¿Iba a hacer una revelación insospechada? Claramente dependerá de su viaje a Zurich.
Balmori aprovechó también para decirle que se bajó algunas fotos suyas. Tal vez las meta al final en la película, no lo había decidido aún. Esperaba que no le importase.
No le importaba, incluso la halagaba, pero lo único que deseaba era que no citase su nombre. Balmori le garantizó que no lo haría, no tenía por qué preocuparse, no la perseguirán por eso.
Después de comer, permanecieron sentados frente a frente mirando hacia la calle por la que pasaban lentos turistas. De ruido de fondo les llegaba en sordina el fragor de la ciudad. Sidonie cambió, volvió a abismarse dentro de sí misma, no transmitía ninguna emoción. De pronto se diría invadida otra vez por la misma indolencia que tenía por la mañana cuando se planteaba, con un tono de voz desganado, si había valido la pena ir al médico. Se refería a la visita a Sinopoulos. Supuso que sí, aunque ahora tenía una preocupación más que ayer.
De repente, sintió curiosidad por saber si Balmori había tenido hijos. Pero no, no había tenido hijos, nunca se lo plantearon ni Lea ni él. Balmori, además, ignoraba si su mujer quiso tenerlos alguna vez y nunca se lo dijo. Aunque, ¿por qué no habría de decírselo?
Por temor a perderlo a él, quizá, o tal vez por temor a que un hijo la apartase de su carrera de cantante. Las mujeres pensaban en esas cosas, reconocía Sidonie, y eso acababa por dejarles una herida para siempre. En la mesa de la consulta de Sinopoulos vio una foto de su mujer, Eleni, como él la llamó. Era de cuando estaba embarazada de su primer hijo. Mientras él le hablaba, Sidonie miraba la foto. Transmitía una felicidad absoluta.
Sabía Sidonie perfectamente que tener un hijo o no tenerlo era casi un dilema de imposible solución para una mujer que quería ser periodista. Al pensar en ello, su rostro se volvía lívido, le invadía la amargura. La pregunta clave entonces era si lo haría o no lo haría, lo de abortar, porque en realidad estaba jugando a una extraña ruleta rusa sobre ser madre o no serlo. Sí, en efecto, esa era la jodida pregunta, pero no tenía aún la jodida respuesta. Abortar no era ningún asesinato. Emitió un pensamiento que parecía incontrolado y adoptaba la forma de un hondo suspiro. Sin embargo, odiaba la vulnerabilidad ante los demás. La decisión final sería solo cosa suya y quería dejarle claro a Balmori que en esto él estaba fuera. Era una cuestión demasiado personal, y, al fin y al cabo, él no era más que un extraño.
Balmori, por su parte, no pudo evitar pensar si se habría hecho esa misma pregunta Bruna Raabe, la madre de Sidonie, en 1980, cuando se quedó embarazada del sedentario campesino Maudan, o si se la habría hecho su propia madre en su soledad de Madrid, en el 52, después de que la abandonase el pastelero Kuiper. Se le reveló de pronto que tanto él como Sidonie estaban vivos gracias a las circunstancias, no a las decisiones, en cuestión de abortos. Eso también los unía.
Por los artículos de Sidonie que Balmori leyó en su página web, tomó plena conciencia de que Karadzic había sido uno de los hombres más buscados de Europa y del mundo. Quizá todo lo que ella contaba formase parte de «lo que la gente ya sabía de Radovan Karadzic», pero él no estaba tan informado. La guerra de Bosnia del 95 fue algo que no iba con él, ni siquiera le prestaba atención y apenas si se detenía ante las noticias en la tele o en la prensa. En el fondo huía de esa guerra que duró varios años porque le incomodaba profundamente su escenario, tan próximo, y si metía las manos en ella para sentirla y vivirla, vendrían luego el desasosiego y la impotencia a aposentarse en su ánimo. Fueron años de intensa vida con Lea, grandes pasiones y grandes discusiones. No quiso saber nada de guerras por ahí, ya las tenía en su dormitorio. Con el tiempo, acabó siendo la de Bosnia una guerra en sordina que parecía muy confusa (¿quién mataba a quién, en qué consistía eso de la limpieza étnica, cuántos musulmanes teníamos en Europa, de qué religión eran los francotiradores?) y sobre todo muy lejana, aunque sucedía a las puertas de Europa, que era como decir a las puertas de casa. No, no a las puertas: en el corazón mismo.
Uno de los artículos que había publicado Sidonie se titulaba, interrogativamente: «¿Se mostraba despiadado Karadzic?» En el artículo, venía a decir que el psiquiatra serbobosnio era un hombre mucho más intolerante de lo que su rostro o su apariencia pacífica daban a entender. Aunque enseguida matizaba que era un rostro siniestro, propio de quien arrastraba un secreto sombrío. Seguro que sería uno de esos políticos hipercalculadores de naturaleza cambiante, y no consentiría muchas cosas a contrapelo sin propiciar una intervención radical en ellas. Los seres así son especialmente imprevisibles, porque, de puro astutos, nunca están donde se les busca, y nunca se les busca donde sería inimaginable encontrarlos. Al final, fue exactamente así lo que sucedió con Karadzic. Sidonie, en su artículo, casi un reportaje, concluía que «el hombre más buscado de Europa, y tal vez del mundo, fue durante los años de la guerra balcánica un hombre amablemente despiadado, de los que encuentran argumentos penosos y necesarios para infligir el máximo dolor y llevar a cabo las ejecuciones como parte de una purificación nacional, un sumo sacerdote titubeante pero inflexible, un actor en su escena cumbre también. En suma, lo que siempre quiso ser: un redentor».
Acabada la guerra, vencidos los serbobosnios y cuadriculado el país, Karadzic se volatiliza. Mladic, su brazo armado, también. Pero Mladic, en febrero de 2010, aún no ha aparecido; es un militar ultranacionalista, morfológicamente con un biotipo de cariz nazi, tosco y perverso, protegido por la ultraderecha serbia. Sidonie no escribía mucho sobre él en sus artículos. Prefería centrarse en Karadzic. A partir de su desaparición, Karadzic se pasa casi trece años huido de la justicia. ¿Escondido como una alimaña? No, en absoluto; al menos en la mayor parte de esos años. Los primeros, en cambio, son un misterio que ni el BIA ha logrado desentrañar. Sencillamente, de la noche a la mañana, se transformará en otro hombre, en un hombre también «amablemente despiadado», pero a la altura de los tiempos y de las circunstancias: será un curandero, un curandero, además, famoso y muy requerido por su eficiencia, experto en medicina tradicional china, que curará durante años a los chinos que viven en el barrio de Novi Beograd, y no solo a los chinos, también a cuantos le solicitan sus herboristerías, porque se ha convertido en un gurú de la medicina alternativa y da cursos y conferencias por los países limítrofes.
¿Escondido como una alimaña?, volvía a preguntarse Balmori. No, sencillamente se había pasado trece años sin la K, sin ser Karadzic. Esa era su ocultación. Reconocía, sin embargo, que él había hecho lo mismo con su K particular, relegada a inicial tan solo. Ambos tenían en común el modo de asumir su identidad mediante esa letra, aunque a Balmori le repugnase solo pensarlo. Ambos evitaron durante largo tiempo el equívoco estigma de esa letra universal. Como lo evitaba Kafka, quien, al igual que Balmori, la tenía por buena y por mala a la vez. Y los tres, Karadzic, Balmori y Kafka, aplazaron la plenitud de la K en sus vidas, pero lo hicieron muy conscientes de ello: los tres huían de algo, aunque cada uno a su modo, por razones distintas y durante temporadas asimétricas. Esto, al menos, reconfortaba a Balmori de toda semejanza.
En un artículo reciente, plagado de datos y nombres de personas y lugares, Sidonie relataba la detención de Karadzic en un autobús de línea regular que circulaba por los alrededores de Belgrado. En el artículo escribía que Karadzic masacró a miles de musulmanes bosnios y también a croatas. Pero su obsesión eran los musulmanes de Sarajevo. Participó o propició una especie de conjura para exterminarlos. En tanto que criminal de guerra ante el Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia, donde su expediente definitivo se había incoado el 24 de mayo de 2000 con el número de sumario IT-95-5/18, Karadzic fue acusado de «genocidio, exterminio, asesinato, persecución, expulsión, actos inhumanos, actos violentos con finalidad de aterrorizar a la población civil, ataques ilegales contra civiles y retención de rehenes». Fue acusado también de que, por indicación suya, las tropas de Mladic perpetraran la matanza de 7.500 hombres y niños en el enclave de Srebrenica. Estos eran los cargos que figuraban en el proceso que se le abrió en La Haya el 26 de octubre de 2009. Al día siguiente, 27 de octubre, y hasta el día 2 de noviembre las acusaciones fueron leídas pormenorizada y documentadamente por los fiscales Hildegard Uertz-Retzlaff y Alan Tieger, pero
in absentia
, ya que Karadzic no asistió a esas sesiones preliminares alegando falta de tiempo suficiente para su defensa. Mientras los leía, comprobaba Balmori que, en sus artículos, Sidonie era extremadamente puntillosa con los datos, hasta el límite.
Esa misma noche, Sidonie tomó la decisión de pasar unos días en Auvers, en la granja de su padre, para recuperarse física y anímicamente. Será lo mejor, dijo a la vez que buscaba la aprobación en los ojos de Balmori. Creyó que así les dará esquinazo a los revolvedores de cosas ajenas y, de paso, hará feliz al bueno de Sinopoulos, que solo quería su descanso. Bromeó con ello para anestesiar su preocupación.
Estaban en su
loft
resguardándose de la lluvia que toda la tarde había vuelto opresivo el ambiente cargado de París. Pero antes había sucedido algo que a Balmori lo maravilló y que tuvo que ver con esa lluvia. Salían apenas del metro de Convention cuando los sorprendió el fuerte aguacero. Mientras él trataba de correr por la calle, ella, en cambio, aminoraba súbitamente el paso. Lo extraño para Balmori fue que, en un momento dado, Sidonie se quedó clavada con los brazos abiertos en medio de la lluvia para dejarse calar como si cumpliera una sentencia inevitable o un rito. Así estuvo muchos minutos, empapándose entre ráfagas de aire sin escuchar las advertencias de Balmori, que fue a guarecerse bajo el pequeño alero de un karaoke. Sidonie parecía ajena al tiempo atmosférico, el clima no la afectaba, llevaba una meteorología interior, cosas así pensó Balmori al verla hacer aquello. Disfrutaba como si la lluvia le limpiara la angustia; de su rostro transitado por surcos de agua que manaban desde el pelo se deducía el relajamiento de un ser que había hallado su medio natural. También pensó Balmori que si él, con todo lo que detestaba la lluvia, estaba allí, bajo la tormenta, mojándose como Sidonie, sería porque de alguna manera se sentía responsable de ella. No se movió hasta que prácticamente dejó de llover.
¿Por qué no iba con ella? Era una granja enorme y preciosa, le dijo. Auvers le gustará. Solo serán unos días, luego podía irse a Londres, como pensaba, o a cualquier otro sitio de este pequeño mundo. Ella lo estaba diciendo, pero él lo estaba pensando. No tenía ninguna prisa por llegar adonde iba (Londres-Dublín-Hébridas), era un viaje aleatorio que en el fondo deseaba que la realidad le revocase. ¿Por qué no aceptar ahora este otro viaje inesperado que se le presentaba? ¿Acaso no presumía desde hacía más de un año de ser un viajero a la deriva por Europa unido a una cámara? ¿Eso era algo para presumir, por cierto? En realidad, este giro podría ser lo que tanto ansiaba, la sorpresa que buscaba. Tal vez, se decía, su película necesitase ser regida por el azar, pero para eso tenía que cerrar antes los ojos y dar el salto. Indispensable.
Habían vuelto a dolerle los oídos.
Iba a Londres, en efecto, pero ahora, ante el ofrecimiento de Sidonie, sopesaba las opciones. 1) ¿Se quedará con esa joven que, aunque la acababa de conocer, parecía que siempre había estado presente en su vida? La observaba mientras deambulaba por el
loft
, jugaba con el loro, toqueteaba unos lápices de colores, se servía una bebida, caminaba descalza con exquisita feminidad o se arropaba una chaqueta de punto sobre un pijama gris de una talla excesiva. ¿Era una mujer o una niña? ¿Le importaba eso? Ella le preguntó si había tenido hijos. Si hubiera tenido alguno, sería de su misma edad, seguramente. 2) No obstante, ¿por qué no elegía ya, de una vez por todas, tomar el Eurostar para cruzar el Eurotúnel y hacer el viaje previsto de antemano? No tendría más que ir corriendo hasta la estación del Norte, pasando antes por el Nouveau-Martin para pagar la cuenta de las dos noches de hotel, y sacar un billete para el último tren. ¿A qué estaba esperando? La única razón que se le ocurría era la de tratar de protegerla. O de seguir haciéndolo. Demasiadas cosas se agolpaban en su cabeza.
Recapacitó y se convenció de que, pasara lo que pasara, él debería estar a su lado. Las palabras de Sidonie, a su manera, sonaron a «No me dejes sola». No podía hacer como que no existía una amenaza alrededor de ella y, por qué no, quizá de él también. Los dos individuos del tren los vieron juntos y tal vez se figuren que él y Sidonie eran amantes, o le confundan a él con otro periodista camino de La Haya. Pero se resistía: ¿por qué razón había de estar aquí y no en cualquier otro lugar? A no ser que, si se volvía a producir, se sintiera perfectamente capaz de detener por la fuerza la amenaza de los dos matones, más bien dispuestos a todo, a la luz de los resultados. Recordaba que le parecieron más jóvenes que él. Nadie podría asegurar, además, que todo aquello no acabara mal, con alguien herido, tal vez él mismo. O algo peor. Pero, por otra parte, carecía de una idea muy elaborada de su futuro inmediato, y más aún del lejano, tan borroso.