Authors: Adolfo García Ortega
La única explicación que podía darle era que iba al juicio de Radovan Karadzic, no había otra explicación. La agencia consiguió una credencial para ella. Había estado investigando sobre la guerra de Bosnia y quería escribir unos artículos sobre lo que hizo Karadzic. Mientras se lo decía, Sidonie le devolvió la mirada con dureza o impertinencia.
Karadzic. Aparecía por fin el nombre del criminal de guerra más buscado de los últimos tiempos. Ella llevaba un tiempo investigando sobre él para un reportaje de la AFP. Era su oportunidad. Aunque no se le escapaba que, como ella, habría muchos más periodistas de todo el mundo, se temía.
Karadzic. Ya estaba detenido y ahora lo juzgarán. Buena noticia dentro de la mala noticia que era su existencia. Sidonie, no obstante, no sabía si saldrá en el juicio toda la verdad. Nadie lo podía saber, y eso era lo que a ella más le interesaba.
¿Y ellos, quienesquiera que fueran, qué buscaban? ¿Algún documento, fotos, cintas grabadas? ¿Por qué iban detrás de ella?
La verdad era que no lo sabía y ni siquiera podía imaginarlo. Ante la reticencia de Balmori, persistía en decir que solo querían meterle el miedo en el cuerpo, y que era posible que lo hicieran también con otros periodistas, para desanimarlos. Para Sidonie, era una advertencia, pero eso no significaba que no debiera tener miedo.
Al cabo de unos segundos en los que recorrió con la mirada el compartimento lleno de cosas, como si se tratara de un mercadillo barato, Balmori musitó desalentado, incrédulo de vivir lo que estaba viviendo, que Karadzic llevaba una K, como él. Sidonie lo miró extrañada antes de comprender. Luego añadirá que esa K no era la K de ningún ciclista, por desgracia, sino de un genocida. Y además, durante trece años Karadzic la había borrado por completo de su nombre.
¿Por qué creerla? Balmori desconfiaba, podía ser una trampa, nadie le garantizaba que no fuese una elaborada maquinación para envolverlo; siempre convenía pensar en el revés de la trama. ¿Y si la víctima de ese engaño, de ese robo, era él mismo? ¿Y si hubiera pasado a ser objetivo de un grupo de estafadores, de desvalijadores, que trabajaban en grandes trenes nocturnos? Se imaginó que los cómplices de esa joven de apariencia grácil y encantadora lo arrojaban del tren. Cómplices de verdad, y no el revisor precisamente, como ella había sugerido. No era nada extraño que un hombre fuera arrojado desde un tren en marcha, podía ocurrir, y hasta tal vez ocurriera más de lo que se decía. Era un mito de todos los viajes en tren y sus peligros. Incluso algunos eran arrojados del tren por capricho, como en la novela de Gide
Los sótanos del Vaticano
, donde el protagonista tiraba a otro del tren solo por el desafío personal de hacerlo, ese extraño regusto del crimen perfecto porque jamás llegarán a sospechar de él. O también, en
El amigo americano
, de Patricia Highsmith, cuando lo hace Ripley en un tren que iba hasta Hamburgo. Esa tentación de expulsar a alguien en marcha podría ser irresistible, era algo muy europeo, se dijo.
Ante esa lúgubre hipótesis, dudaba si ofrecerle a Sidonie que pasase la noche con él en su compartimento, para que estuviera más segura. Temía que todo fuese realmente como empezaba a parecerle, un montaje, y que al final el perjudicado, o algo peor, fuera él. Pero lo cierto fue que, cuando de pronto Sidonie abrió decididamente la puerta de su compartimento y lo invitó a salir, la vio demasiado desvalida, demasiado sincera y amedrentada. Ella tratará de poner orden a todo esto. Se lo agradecía otra vez. Reconocía que la había ayudado mucho que él estuviese a su lado en esos momentos. Balmori dio dos pasos en dirección al pasillo evitando pisar algún objeto. No sabía si sería mejor quedarse o llevársela consigo. Ella le dio un beso en la mejilla.
Salió cerrando suavemente la puerta tras de sí, sin ofrecerle a Sidonie la opción que se había instalado en su cabeza, como un deseo irresponsable: ven, ven conmigo el resto de la noche, acompáñame y déjalo todo como está, ven, mañana lo arreglaremos todo, la mañana de mañana está aún muy lejos. Pero tampoco ella se lo pidió, era valiente, lo que le tranquilizaba con respecto a las intenciones que pudiera albergar en su contra o a que todo fuese una treta para embaucarlo. Bastante extraña estaba siendo ya aquella situación. Mejor meterse en sus propios asuntos, como ya había decidido antes; mantener el distanciamiento, no traspasar la línea de la neutralidad. Acababa de comprender que tal vez el gemido de llanto que oyó al otro lado de la puerta, cuando regresaba del vagón-restaurante, estuviera relacionado con la desolación que en ese momento sentía Sidonie por encontrarse de golpe, por segunda vez en su vida, y en tan poco tiempo, con todo brutalmente desordenado.
Lea Minardi. Así se llamaba la ex mujer de Balmori. Lea Minardi, la cantante de la voz quebrada, la reina del grito melancólico. Era italiana, de Formello, en el Lazio. La prensa de los setenta la llamó la Pantera, porque todo el mundo decía que era una descarada imitación de Mina Mazzini, la gran Mina, a quien llamaban la Tigresa y que arrasaba en San Remo año tras año. Pero Balmori no creía en absoluto que Lea Minardi fuese
solo
una imitación de la otra cantante; eso la rebajaba. Aunque le gustaba mucho Mina. Hasta el punto de que ahora, en su nuevo viaje, Mina iba en la caja, por así decir. Llevaba siempre algún cedé con sus canciones, o metidas en el iPod.
En ese momento, como si cruzara la invisible frontera con su propio mundo, olvidó el descalabro de Sidonie y se centró en sí mismo. Sacó de la caja dos cedés de Mina, uno titulado
I discorsi
y otro
Quando tu mi spiavi
; los situó sobre la almohada y los fotografió. Seguía siendo una infidelidad hacia Lea, aunque hubiera muerto.
Lea no pudo remontar las críticas y dejó la canción cuando las cosas no le iban del todo tan mal. Cantaba
Sarà per te
, la canción favorita de Balmori, como la propia Mina, exactamente como ella. A veces las confundían, cuando las oían. Llegaron a decir que en realidad la plagiaba. Aquello era demasiado. Pero se lo pedía el público, para eso la contrataban. Hasta Balmori, que tenía las dos versiones de las canciones, no era capaz de distinguir una de otra. Él nunca acertó a decirle lo que pensaba al respecto. Sabía que ella no quería ni oír hablar de esa dependencia.
Además, para infortunio de Lea, las dos se parecían: misma altura, mismo óvalo en el rostro, mismos ojos profundos, misma nariz, misma fogosidad imprevisible, misma delgadez. Eran hasta del mismo año, 1940. Pero Lea era, de las dos, la doble, no la original: cuando Lea tenía diecisiete años era como Mina con diecisiete años. Ahí empezó todo, fue entonces cuando todo el mundo celebraba el parecido como una virtud. Qué magnífica coincidencia. A Dios gracias, decían, las dos serán ricas y famosas. Al principio, su familia la presentaba a concursos de imitación de cantantes y de actores, en festivales regionales cada vez mayores. Luego, todo se duplicó: la voz de sus veintidós años era la misma de Mina con veintidós años, el estilo elegido por Lea era el que Mina había elegido, incluida la ropa, y un productor discográfico le hizo una prueba, ¡con canciones de Mina y con canciones nuevas! En 1968 grabó un disco que incluía, de los nueve registros, seis versiones de Mina, ni más ni menos. También a Lea empezaron a llamarla
urlatrice
, aulladora, como a su modelo. No le fue mal al comienzo de su carrera, pero luego se volvió dañinamente asimétrica con respecto a la Tigresa: esta se hizo un mito, Lea una artista azarosa, estrella de circuitos secundarios, sombra decadente.
Como ocurrió con la carrera de muchas cantantes italianas, terminó viniendo por España con frecuencia, donde Balmori la conoció en 1982. Fue en una fiesta de gente de la televisión; esa noche Lea cantó
La pioggia di marzo
y
Se tu non fossi qui
de nuevo exactamente como Mina las habría cantado, y él se enamoró de ella, por la voz, por las canciones o porque en otra vida habría amado a Mina desesperadamente. Pero también porque Lea era Lea: aquella mujer que entonces tenía cuarenta y dos años era una mujer muy bella, frágil y furiosamente salvaje, condenada a sufrir y a fracasar, hecha para quemarse en una pasión breve y luego, enseguida, ser olvidada.
Le sacaba doce años a Balmori. La conoció a la edad, más o menos, en que Sidonie lo había conocido a él. Había pasado una vida desde aquel entonces, reconocía cuando trataba de recordarla, y una vida tan intensa como frenética. Hasta que cayó en manos del noruego Odell, un buen tipo para Balmori. Quizá con él fue feliz, siendo ella misma. En cierto modo, Balmori llevaba también el vacío anímico de su muerte, de la que habían transcurrido casi dos años, pero había olvidado ya muchas cosas de Lea. No perfilaba con nitidez su rostro, al tratar de imaginársela; se le confundían las imágenes con otras imágenes que había visto de Mina, en la televisión o por Internet, y se figuraba que en realidad a quien amaba de verdad era a Mina en el cuerpo de Lea. Del cuerpo de Lea recordaba, en cambio, el olor de su sexo. Si Sidonie y él hubieran hablado de amor en el vagón-restaurante, se lo habría dicho con estas palabras esa noche: el amor se olvida, se olvida del todo, se olvida para siempre, salvo el sexo. Pero en ningún momento habían hablado de amor. Además, podría ser su hija.
¿De regreso a casa? Sintió Balmori que esa pregunta sin respuesta lo asaltaba de pronto y no podía apartarla de su cabeza. ¿A qué casa? La pregunta era retórica y la casa de la pregunta, simbólica; sin duda, era una manera de hablar, porque su casa física, la real, estaba en Madrid y hacía varias horas que ya había quedado atrás.
Ahora el tren avanzaba en la noche sin luna, helada, por los campos europeos. Pasaba por estaciones silentes, a tal velocidad que no se veían ni las luces del andén fugaz, ni los relojes de las fachadas. En alguna estación se habían detenido, no fue consciente, aunque tal vez dormitase cuando eso ocurría, porque el silencio era el mismo dentro del compartimento. Si la marcha se ralentizaba, podía divisar la forma de los coches parados en los pasos a nivel con barrera. Veía jefes de estaciones vigilantes. Más lenta la marcha en tramos con obras. Luego el convoy aceleraba como crecía un placer enloquecido. Algunos pasajeros se amarán en los compartimentos contiguos, algunos gritarán. Un disco rojo, otro disco rojo más, siempre rojos, breves, vertiginosos (desde donde él estaba no podía ver los discos verdes, ya eran rojos cuando él pasaba por delante de ellos). El cambio de agujas (se hacía electrónico ahora) conducía el tren a merced del trazado de la vía por medio de una red de desviaciones, porque el tren era la fatalidad inevitable que se abría camino. También cruzaban pasos a nivel sin barreras, ruleta rusa para alcohólicos y suicidas. Balmori había leído que el rebufo de los trenes podía atraer hacía sí un cuerpo que estuviera a orilla de la vía, produciendo el mismo golpe seco que una caída desde un séptimo piso. Por otra parte, permanecía en su olfato esa mezcla incómoda de aroma a plástico y a herrumbre de los vagones modernos. En el corazón de Balmori anidaba el sentimiento desalentador que provocaban los trenes, tanto al verlos pasar como al ir en ellos, un sentimiento fantasmagórico.
Pensaba en la joven Sidonie a la vez que pensaba en Lea, cuyas facciones empezaba a olvidar, mientras algunas luces lejanas se divisaban al fondo, cuando pasaba por una estación dormida: la de Blois, la de Tours, quién sabía. Eran las tres de la madrugada, una hora maldita en la que Balmori seguía sin conciliar el sueño.
Entonces volvió a sobresaltarse; pero esta vez no era en la puerta donde lo reclamaban, sino en el móvil, que sonó generando alarma. En la pantalla, a la vez que vibraba, Balmori leyó: «oculto». Oyó la voz de Sidonie y se acordó de que él mismo le había dado su tarjeta donde estaba ese número. Notaba que al otro lado la voz que hablaba volvía a tener miedo. Sidonie, llorosa, estaba aterrada. Ven, por favor, te lo ruego, era lo que oía.
Una vez más, desconfió unos segundos antes de decirle que iría enseguida. Se vistió rápidamente. Cuando llegó, tocó suavemente en la puerta y ella la abrió con excesiva precaución. Al ver que era él, se lanzó a su cuello a abrazarlo, liberándose de la tensión. Balmori apenas podía moverse, experimentaba el absurdo de no saber cómo agarrar un cuerpo tan frágil y tan terso. Sidonie recuperó la firmeza de su voz y le contó precipitadamente que le había ocurrido algo espantoso. Él le pidió que se calmase. ¿Cómo fue? Se quedó dormida, por lo visto, pese al susto que aún tenía por el extraño asalto a su equipaje. Pero al cabo de una hora o así, la despertó un ruido, una presencia mejor dicho, de la que percibía inequívocamente el aliento de una respiración. No era un sueño. Enseguida se hizo evidente una silueta negra perfilada contra la ventanilla. Al querer inquirir impulsivamente quién estaba allí, Sidonie no pudo gritar (se había quedado sin habla), y el hombre salió corriendo. No cabía duda de que se trataba de un hombre porque, al abrir la puerta y huir, lo vio nítido en cuanto la claridad invadió el pequeño espacio. Le pareció que era, además, calvo. Seguro que cuando entraron la primera vez, los ladrones dejaron inutilizado el pestillo interior para así poder volver cuando ella estuviera dormida. Todo muy enigmático.
Sidonie se reafirmó: buscaban el ordenador. Quienesquiera que fuesen, se habían arriesgado mucho. ¿Tan importante era ese ordenador suyo? Ella no lo creía. No contenía nada que pudiera interesar a nadie. Al menos todavía. Solo querían asustarla, obligarla a dejar el asunto. Balmori pensó otra vez, por un instante, en los personajes de Gide y de Highsmith que eran arrojados desde el tren en marcha, sobre todo cuando Sidonie dijo que, por un segundo, creyó que el tipo, cuando estaba a contraluz en la ventanilla, se abalanzaría sobre ella y pondría sus manos en su garganta. Casi lo sintió. Si quisieran primero matarla y luego buscar tranquilamente entre sus cosas, lo habrían hecho. Pero Balmori era consciente de que eso solo pasaba en la ficción, como bien sabía él.
Sin embargo, seguía desconfiando de Sidonie, la veía demasiado fantasiosa. Aunque era innegable que estaba muy asustada; se aferraba con crispación a Balmori, como si temiese que fuera a marcharse. Tranquila, tranquila, estoy aquí, a tu lado, no me iré. Ella apretó su brazo con más fuerza. Incluso quiso bajarse del tren, preguntó si había alguna parada próxima. La había habido, sí, replicó Balmori, pero sabía que en adelante ya no. Sidonie no se encontraba bien, había vomitado en el lavabo. No se alarmó en exceso, le pasaba a menudo. En esta ocasión tampoco quiso poner una denuncia ante la policía, prefirió evitarla. Estaba segura de que todo guardaba relación con su trabajo, pero no sabía en particular con qué. Esa era su desazón. Alguien no quería que ella llegase hasta La Haya, aunque desconocía el motivo, repitió otra vez este discurso invariable. Aún temblorosa, cogió el ordenador, miró a Balmori y le suplicó que lo olvidase todo, en el preciso momento en que Balmori se disponía ya a avisar al revisor, quien, como sería lógico, avisaría a los gendarmes para que los esperasen al llegar. Tal vez en la estación pudieran detener a alguien todavía.