Pasajero K (2 page)

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Authors: Adolfo García Ortega

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Por aquella época, cuando sucedió lo del autobús en un país a miles de kilómetros del suyo, a Fernando Balmori le llegó la noticia de la muerte de Lea, su ex esposa. Eso lo complicó todo. Hacía siete años que Lea y él se habían separado, en realidad no se veían mucho; no tenían hijos, no tenían perros, solo una casa que era de Lea y un coche que también era de ella. Había sido su actual pareja, Odell, un empresario noruego más joven, quien lo llamó para decírselo. No se extendió demasiado en los detalles, algo relativo al páncreas; se limitó a contárselo y a explicarle brevemente que, siguiendo las instrucciones dejadas por ella misma, había sido incinerada sin ningún funeral; dejó dicho igualmente que un par de días más tarde se diera la noticia a todo el mundo, a la prensa, a sus fans, porque aunque ya se había retirado de la canción seguía teniendo fans, y a su ex marido, o sea a él, y eso era lo que el noruego estaba haciendo con su llamada. Balmori se entristeció por los dos. Le unía a Odell el mismo desconsuelo, en cierto modo la misma memoria.

En el hipotético caso de que Fernando Balmori (cuyo verdadero nombre completo es Fernando K. Balmori, como siempre se ha visto obligado a decir) hubiera conocido la historia, breve y veloz, de lo que sucedió en ese autobús, la habría filmado mientras sucedía. Por eso era director de cine, o lo había sido. La filmaría, además, muy morosamente. Pero como no conoció la historia
mientras sucedía
, habría tenido que reconstruirla. Del mismo modo habría filmado con lentitud la muerte de Lea, por mucho que le doliera hacer eso, aunque estaba seguro de que ese instante último de Lea dejaría de serle doloroso si lo filmaba; solo se sentiría una máquina de absorber la realidad. Cuando ponía el ojo en el objetivo se producía un efecto anestésico en él, neutralizador. Pero tampoco conoció el hecho en su
preciso momento
, y no se veía capaz de reconstruir una muerte, y menos aún esa. A decir verdad, ya no soportaba las reconstrucciones, eso sería inventar, hacer ficción, y ya no se creía la ficción. Buscaba la realidad, pero la realidad no sobrevivía en el ecosistema tóxico e hiperpoblado de las ficciones. Esa fue la primera revelación que le supuso el dolor por la muerte de Lea.

Y sin embargo, en ambos casos habría intuido que solo sería posible la reconstrucción.

Balmori habría visto las dos historias, la del autobús y la de la muerte de Lea, primero en su cabeza, claramente, y luego las habría filmado. ¿No era eso lo que suele decirse que hacen los directores de cine, que tienen la película en la cabeza, como si los ojos proyectaran hacia dentro? A Fernando Balmori le sucedía exactamente así. Por eso, hipotéticamente, enseguida habría sabido dónde poner la cámara, en qué planos se estructuraría la secuencia, qué movimientos de cámara aplicar: un travelling largo, en suspense, de los pasos de los policías por el suelo del autobús, dejando un rastro de barro con sus botas, insertando un plano detallado de las partículas húmedas de barro, profundizando más y más, haciendo que la cámara llegue a ser un microscopio; o el breve pero lento travelling por todo el cuerpo de Lea, desde los pies de la cama hasta los ojos cerrados; más otro plano de la boca cerrada de Lea, la boca que Odell y él han besado, una línea aún carnosa que ha exhalado su último aliento, y otro plano de la boca abierta, reveladora, del policía serbio que pronuncia por el móvil las escuetas palabras tan ansiadas. Quizá ambos hechos habían sucedido en el mismo momento, a la misma hora. Para él, de haberlos filmado, ese autobús sería mucho más, como mucho más sería también el volumen del cuerpo muerto de Lea. Serían el último plano fijo. Porque eran un símbolo, o un hachazo de verdugo, o un fundido a negro definitivo. En cualquier caso, eran el final de la película.

La muerte de Lea no guardaba la menor relación con aquel autobús, ni con la guerra de Bosnia, ni siquiera con la vida que Balmori llevaba entonces, ya que estaban divorciados y se llamaban por teléfono muy de vez en cuando, pero fue un suceso que a Fernando le dolió extraordinariamente. Desconocía, además, que estuviera gravemente enferma, por eso aquella muerte lo sumió en un estado de shock como jamás había tenido en cualquier otro tiempo, ni siquiera cuando falleció su madre, su única familia. Lo vació por dentro, pero también lo lanzó al mundo exterior. Esa fue la complicación.

Adquirió en ese momento la ligereza de quien da un salto inicial.

A partir de entonces, apenas dos semanas después, empezó a viajar en trenes por Europa en busca de algo que ya tocaba recomponer de una vez por todas y que no podía eludir por más tiempo. Algo que, en cierto modo, afectaba al resto de su vida por vivir y que tenía que abordar sin dilación: saber quién era él y cuál era el mundo real al que pertenecía. La muerte de Lea le había abierto el camino.

Por tanto, en la gélida noche del primer día de febrero de 2010, lunes, Fernando K. Balmori, director de cine, tomaba nuevamente un tren nocturno, nuevamente un tren hacia el corazón de Europa, el tren-hotel que iba desde MadridChamartín hasta París-Austerlitz. Pero su intención no era quedarse en París, sino ir más lejos, ir hasta Londres, y luego desde allí a Dublín y luego las Hébridas. Esa será su meta. Quería coger el Eurostar que pasaba por debajo del Canal de la Mancha. El tren-hotel que ahora lo conducirá a París se llamaba Elipsos, pero no sabía a qué respondía ese nombre tan oscuro como pretencioso. Salía a las 19:00 h. Recorrido: Valladolid, Vitoria, Poitiers, Futuroscope (de pronto recordó que ahí había concluido alguna famosa etapa del Tour, le gustaba mucho el ciclismo), Blois, Orléans, Juvisy y, por fin, París. Llegará a la Gare d’Austerlitz a las 8:31 h. Viajará en preferente, compartimento individual, con ducha.

Una hora antes sería fácil imaginarlo como un hombre apresurado al que se le había ido el tiempo en su casa haciendo nimiedades, demasiado confiado. Cuántas cosas mínimas pasaban constantemente y cómo había que revelarlas a la mirada porque se escondían entre los pliegues de la realidad, se asombraba Balmori. Volvía a repasarlo todo. Le agobiaba la sensación de olvidarse alguna cosa antes de salir de viaje, sobre todo olvidarse de lo que debía meter en su caja metálica que había dejado aparte.

Cuando llamó al taxi ya era un poco tarde y Balmori no vivía cerca de la estación; luego el conductor se demoró más de la cuenta eligiendo un recorrido erróneo; discutieron, elevaron la voz y Fernando creyó de veras que perdería el tren. Además, el trayecto le estaba revolviendo las tripas y al llegar a Chamartín se encontraba bastante mareado. Y encima le dolían los oídos desde la semana pasada.

Una vez en la estación, apenas faltaban ocho minutos para que saliera el tren. Si por fin estaba pasando por el escáner de equipajes, donde amablemente lo apremiaban, era por casualidad; un poco más y el Elipsos habría partido sin él. Notó los dedos entumecidos de tirar con fuerza del asa extensible de la maleta.

Por fortuna, no era mucho su equipaje. Balmori solía ser un hombre austero. Una maleta blanda, grande, azul, con ruedas. Una mochila ligera, de cuero, muy flexible. Una cartera de goma del tamaño del ordenador portátil que se adaptaba a su forma como un guante y que si lo deseaba le cabía en la mochila. Y la cámara, una Canon, que llevaba colgada al cuello casi siempre desenfundada.

Caminaba con esas cosas a buen paso por el andén, pero iba agitado. El revisor de la zona de preferente se dio cuenta y lo saludó con una ceremoniosidad paródica en la puerta del vagón, inclinando la cabeza. Aún había tiempo, aunque poco, parecía decir con su gesto; le pidió que lo siguiera y al llegar al compartimento que le correspondía le dio una llave; luego le informó del horario del vagón-restaurante. ¿Quería hacer ya una reserva? Sí, la hizo, pero a desgana, aún tenía el mareo en el estómago, maldito taxi cabrón. El revisor apuntó en su libreta el número del compartimento: era el n.º 7. Balmori vio en ese momento a otros pasajeros acomodándose en sus respectivos cubículos cuyas puertas estaban abiertas. No reparó mucho en ellos, ni observó su aspecto, le daban igual. El tren iba completo, le informó el revisor al irse, de nuevo ceremonioso, y le recordó la hora de la cena. Luego, mientras tanto, él vendría a abrirle la cama.

Una vez dentro, miró por la ventanilla, pero, antes que las vías de los demás andenes, vio su reflejo (como la mujer del autobús, como el hombre que respondía al nombre de Dragan, como cualquier persona que viaja) y reconoció el rostro de quien estaba ahí reflejado: era el de K., ese hombre que, según su apellido, también era él.

La cara alargada, la tez oscura, el pelo castaño corto y ralo echado hacia atrás, la redondez aguda de los pómulos, ojos algo húmedos y vivos, arrugas en la zona de los ojos y en la frente, manchas de la edad que se abría paso con devastadora evidencia, la barba descuidada de varios días, la expresión impostada y melancólica, el imperceptible gesto refractario de escasa amabilidad, la cara de alguien que actúa pero habla poco. Se reconocía, claro, y al minuto dejaba de reconocerse, por eso no se miraba mucho cuando veía su reflejo en los cristales. Es más, huía de él.

Ubicó el equipaje en el compartimento, cómodo pero angosto, y abatió la cama-litera. Sacó de la mochila un cedé de Felix Mendelssohn, un pequeño libro, más bien un breviario, bastante ajado, titulado
Las mejores citas de V. I. Lenin
, y una caja metálica, plana, no muy grande, del tamaño de ese mismo libro. Era una caja antigua y un tanto abollada, con la estampación de la publicidad de un hotel suntuoso de los años treinta del siglo pasado. Estaba entre las cosas de su madre. La puso sobre la colcha blanca y la miró unos segundos como si esperase que algo fuera a suceder. Enseguida la abrirá.

Cuando se subió a ese tren, Balmori de ninguna manera podía pensar en Radovan Karadzic, ni siquiera sabía suficientes cosas del fugitivo serbobosnio, puede que incluso las pocas que sabía las hubiera olvidado, siendo la mayor parte tal vez inconexos titulares de noticias de prensa, imágenes de televisión zapeadas; no tenía la menor idea aún de que ese viaje, en cierto modo, lo llevaría hasta él. Porque en ese instante solo abría una caja.

En esta ocasión, su destino final era Dublín —vía Londres, le excitaba la experiencia de atravesar el Canal por un túnel— porque quería filmar unos planos (o hacer unas fotos, ya que su cámara réflex le permitía hacer ambas cosas) para la película documental que estaba realizando desde hacía mucho tiempo, a raíz de la muerte de Lea. Lo llamaba documental pero en realidad no sabría definir como documental lo que era ese ingente material filmado de manera gregaria: ¿un extraño monstruo de imágenes desordenadas?, ¿una colección heterogénea de momentos aleatorios?, ¿las casillas de su juego de la oca particular (porque había decidido ver Europa como un tablero de mesa, con cubiletes, fichas, trampas y ventajas)?, ¿la reconstrucción de un mundo perdido, tal vez un museo de recuerdos que no le pertenecían? Todas esas definiciones acertaban y erraban por igual.

En Dublín, por ejemplo, quería hacer unas tomas de un lugar concreto de Sandycove, la Torre Martello, hoy museo, donde Joyce arranca su
Ulises
, y en Londres otra del más conocido aún Buckingham Palace Museum, la sede de la Monarquía por excelencia, durante el cambio de guardia. Los mundos enfrentados de católicos y protestantes, algo muy europeo que iría al apartado «Guerras de religión» previsto en su película.

Pero no extrajo de la caja ninguna imagen ni ningún objeto referentes a esos lugares. Al menos por ahora. En cambio, sacó al azar otras cosas, de las muchas que había dentro: unos tickets usados que conservaba de recuerdo. Uno, blanco, era el de un parking de una ciudad de Francia, cuyo nombre no se indicaba, pero podía equivaler a cualquier parking de cualquier ciudad de la Unión Europea:
aide-mémoire
, ponía, y luego una fecha con solo las referencias temporales de semana-día-hora-minuto. Recordatorio puntualísimo. Pero, ¿de cuándo? ¿De qué mes, de qué año? ¿Iba Lea en esa ocasión con él?

Todo era un recordatorio incompleto. Todo ayudaba a la memoria, pero de manera subjetiva, interesada. Eso era precisamente su caja, una memoria selecta y arbitraria, algo personal.

Los otros dos tickets eran amarillos y pertenecían al Musée Flaubert, Ville de Rouen, 2 F cada uno. No había fechas en ellos, pero no importaba: procedían de un viaje que hizo con Lea muchos años atrás, para un documental de la cadena de televisión en la que Fernando trabajaba entonces. En casa, cuando preparaba el viaje minuciosamente, los había metido en la caja, pero no lo hizo para recordar a Lea —para eso llevaba incorporadas sus canciones—, sino porque Flaubert le recordaba más a Europa. ¿Por qué cogió esos tickets? O mejor aún: ¿por qué los encontró después de tantos años?

La caja también poseía el tiempo, por así decir.

O: la caja poseía cosas de otro tiempo. Y no todas suyas.

Se dispuso a hacer lo que hacía siempre desde que empezó a invertir todo su dinero en esa extraña película-viaje en la que se había embarcado: situar los objetos en un lugar cualquiera, descontextualizados, y filmarlos o fotografiarlos en ese contexto nuevo. Pensaba que había algo de surrealista en el resultado, cuando luego lo veía y lo montaba en el ordenador. Así que esta vez, como acostumbraba, colocó los tickets sobre la ventanilla del vagón que daba al andén, los sujetó en la pequeña ranura formada entre el marco y el cristal, y se puso a hacer fotos. Muchas fotos rápidas, de primer plano o de plano largo, abarcando el espacio estrecho del corredor del moderno coche-cama.

Primero fotos de los tickets del Museo Flaubert de Rouen. Luego del
aide-mémoire
del parking (quizá también de Rouen, no lo recordaba). La gente, al fondo, pasaba por delante del objetivo de la cámara. Eran imagen también. El tren se disponía a partir, ya era la hora (¿faltaban solo dos minutos?). Balmori esperó porque quería captar ese movimiento de salida. Notaba la vibración en el cristal, temía que los tickets se cayeran pero se sostuvieron. Se alejó un poco y tiró unas fotos mientras aguardaba para grabar.

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