Authors: Adolfo García Ortega
Entonces se acercó al cristal y formó un poco de vaho con su aliento. Escribió una letra, la de su apellido: siempre garabateaba la K antes de Balmori. Era su firma.
De repente, mientras dibujaba la letra, y ya con el tren a punto de arrancar (sí, faltaban dos minutos), alguien pasó corriendo por delante, se detuvo titubeante y miró hacia donde él estaba, pero esa persona iba con demasiada prisa, parecía más bien suplicar una indicación. Sin embargo, cruzaron la mirada un segundo sin verse. Balmori oyó al revisor decir algo, tal vez dirigiéndose a ella. Había poco movimiento ya en el andén, solo los pasajeros rezagados en apuros y algún guardia de seguridad. La noche había caído y la gente iba abrigada aquel primer día de febrero, invernal y ventoso.
La persona que había pasado y lo había mirado (o había mirado más bien la K trazada por él en el vaho) era una joven con un gorro de lana verde, un abrigo de pelo de camello color cereza, zapatos planos deportivos marca Reebok, morados, una larga bufanda burdeos también de punto, y las mejillas sonrojadas. Así la construyó la imaginación de Balmori, al verla de refilón. No reparó, en cambio, en sus gafas de pasta negra ni en sus pantalones de pata de gallo. Pensó que había gente que llegaba con más retraso que él. La joven estaba muy azorada y se esforzaba por arrastrar su maleta, que la frenaba una y otra vez porque le faltaba una rueda. Iba cargada también con dos grandes bolsos de mano y un tercero, en bandolera, más pequeño. Pero Balmori dejó de fijarse en ella al desaparecer del cuadro; la cámara se encendió en REC y él se concentró en la filmación. De hecho, uno o dos minutos después de que aquella joven pasara por la ventanilla, el tren se puso en marcha. Él supuso que habría subido al convoy, pero no podría jurarlo. Por otra parte, su preocupación en ese momento era filmar aquellos tickets viejos pegados a una ventana, detrás de la cual había otro mundo ajeno a ellos, pero del que ahora, de pronto, ya formaban parte indisoluble. Poco a poco se iba borrando el dibujo urbano. Si la joven había subido al tren, sería la última pasajera en hacerlo.
¿No escribió Proust que la más embriagadora novela de amor es la guía de los ferrocarriles, porque informaba de todas las horas a las que podrían ir a reunirse los amantes? Bonito pero ridículo en este siglo. Para Balmori, si Proust viviera hoy, creería que la mejor novela de amor posible sería un chat. Lo que ya no había en ningún sitio físico y, sin embargo, seguía existiendo en el imaginario de Balmori, era el espectro no muy lejano de la mitología del tren: el maquinista de locomotora, con gorra, siempre tiznado de negro, la «cabina de enclavamientos», donde se bloqueaban los cierres de las vías de paso, las grandes volutas de vapor envolviendo las locomotoras, el andén febril que se disminuía lentamente en la distancia, los maleteros, los pitidos de las locomotoras, la carbonilla en el ambiente, los agudos silbidos de la máquina irrefrenable, el zumbido continuo de los condensadores de las máquinas eléctricas, la solemne partida de los grandes expresos… Todo lo que en las estaciones modernas ya había dejado de existir. Su idea de la identidad europea pasaba por todas las películas que había visto de trenes recorriendo el continente de arriba abajo: hubo un tiempo en que Europa era solo una tupida y enmarañada red de ferrocarriles. Y un paisaje.
¿Quién era él? ¿Era un museo? Y Europa, ¿era un museo? ¿Un gigantesco museo del ferrocarril, quizá? En verdad, a veces tenía la sensación de que ambos lo eran. Porque estaba convencido de que un museo era un mundo donde ya todo había ocurrido antes una vez.
Sin embargo, se limitaba a aceptar que era un mero hombre de cine.
Había hecho películas, ya no era joven precisamente, y precisamente empezó muy joven, tanto que ni se acordaba; pronto cumplirá cincuenta y ocho años. También había hecho documentales. Y mucha publicidad. Pero sobre todo había trabajado como realizador televisivo hasta que lo despidieron, poco antes de la muerte de Lea, en un reajuste de personal, según dijeron. No le importó demasiado, no le faltaban recursos para poder mantenerse. Había tenido algún éxito, le habían dado varios premios, alguno sonado. Pero desde hacía unos años estaba desaparecido para la profesión, sus colegas no sabían mucho de él, creían a lo sumo que estaba rodando en América, aunque era un rumor que nadie podía confirmar. Tampoco él era muy sociable con sus colegas, a quienes ponía a parir con frecuencia y consideraba fatuos y adocenados; también guardaba algún rencor latente hacia los críticos, ineptos todos. ¡Menudos idiotas! Antes, en el libro de
Las mejores citas de V. I. Lenin
, había subrayado una: «¿Acaso es esencial una cronología de las personas? ¡No!» En el fondo, hacía tiempo que acariciaba su ausencia como un autoexilio. ¿Lo percibiría alguien? Lo dudaba. Para algunos jóvenes el nombre de Fernando K. Balmori era una incógnita, cuando no una laguna absoluta: aquel tipo, ¿cómo se llamaba, vive todavía, qué ha hecho últimamente, cuándo vimos su última película, no es el que se casó con aquella cantante?, se preguntarían muchos.
Se incrementaba así en Balmori el sentimiento de extravío, porque nadie sabía dónde estaba ni qué estaba filmando, si es que acaso se dedicaba todavía a ello. Solo un puñado de amigos mantenía al día la relación con él, pero siempre había sido así, siempre hubo unos pocos fieles a su lado; por otra parte, ese puñado de amigos no pertenecía al mundo del cine, sino que, por un extraño azar, todos practicaban la medicina. Esa era la naturaleza lupina de Balmori, alguien que vivía realmente solo, sin nadie, sin familia (su única familia se desvaneció cuando murió su madre), concentrado en su insólito universo, con la complicidad de unas amistades que podían pasarse varias semanas, incluso meses, sin tener noticias suyas y sin que eso les preocupase lo más mínimo.
Con todo, F. K. Balmori no era un hombre infeliz, sino un buscador, un ser curioso e interrogativo. Nunca temió la aventura.
Se preguntaba a veces si Europa sería algo más que balnearios, catedrales, asilos, bancos en crisis, monarquías, museos, ecologistas recalcitrantes, burócratas mezquinos, banderas gigantescas, parques temáticos para turistas, televisión basura, corrupción y miedo en las calles; si sería algo más que esos ancianos que veía acompañados de inmigrantes que los cuidaban; esos ancianos que iban al lado de su cuidador como perros fieles; ancianos que eran ya perros fieles, con correa, sin opciones ni libertad, solo con una tarjeta de crédito, una cuenta bancaria, un álbum de fotos, un cerebro confuso y una muerte a la vuelta de la esquina. Este era el club Europa, al que él pertenecía muy a su pesar.
Pero Balmori, ahora, en ese tren a París, tenía la mente en blanco, mientras esperaba sentado en la cama abatible de su compartimento n.º 7 la hora de acudir al vagón-restaurante. Después de haber filmado los tickets, los devolvió a la caja y se sintió vacío (le ocurría cada vez que filmaba), aunque lo invadía un sentimiento artesanal que lo llevaba a manosear la cámara mecánicamente y a limpiarla con un trozo de felpa, como un soldado su arma. La muerte de Lea —la ex que pasado el tiempo había vuelto a irrumpir como una kamikaze, a la que ya no veía, de cuya historia ya no formaba parte, a quien no sabía si amaba aún— lo había vaciado. Solo le motivaba viajar, moverse, trasladarse. Era lo más viejo de la historia de la humanidad: contra el dolor, ponerse en movimiento.
Llevaba una cámara Canon 650D réflex. Hacía más de año y medio que viajaba por Europa con esa cámara, viajaba por Europa buscando a Europa. Se convencía de que trataba de encontrar algo que había perdido, y eso ya en sí mismo era positivo. Lo llamaba rebeldía. Así se animaba. Aunque Balmori no sabía decir si el perdido y rebelde era él o era la Europa que había desaparecido de su vista y de su mente.
Por eso filmaba lo que filmaba.
En su caja metálica viajaban pequeñas cosas, pequeños objetos, referencias que había ido acumulando K. (también llamado Balmori) sin saber para qué. Eran minúsculos atisbos. Eran insignificantes e intransitivos recuerdos. Cosas al azar, aleatorias. Esta vez había metido cosas nuevas en la caja (la memoria, como se refería a ella en ocasiones); en realidad, la caja era un cúmulo de rastros, vinculados a él o vinculados a Europa, o a los dos a la vez, porque se sentía como Europa, unido a su destino también. Aunque tal vez se estuvieran separando y él notase ya la fractura, la desconexión.
Para cualquier otra persona, los objetos de esa caja metálica serían fruslerías. Para Balmori (también llamado K.) eran una punta de iceberg. Carecían de importancia en sí, salvo para él. Podría hacer una historia de Europa con todos los objetos que acumulaba en esa caja. Una historia no muy extensa. En eso consistía su película. Primero empezó haciéndolo tontamente, pero luego quiso darle un sesgo serio a esa acción ritual. Empezó a filmar y a fotografiar esos objetos nimios. Así, de repente descubrió que estaba realizando una filmación de huellas excéntricas, como si trazara el itinerario de un juego que conducía a una salida o a un final de partida. Hacía, por tanto, un documental de pequeños rastros, y de pequeños restos, también.
Esa salida hacia París era un viaje que Balmori había hecho muchas veces más, últimamente. Si quería ir al norte, solo tenía ese camino. Prefería los trenes a los aviones, no veía la necesidad de ahorrar tiempo, ahora que nada le urgía demasiado. En el avión solía viajar tenso, quizá porque sabía, como todo el mundo, que en un avión la muerte era una posibilidad segura, pero en un tren solo era una probabilidad remota. Aunque hubo un tiempo no muy lejano en que no fue así. Entonces los trenes llevaban tropas, y los trenes traían heridos, y había también trenes que transportaban gitanos y judíos por toda Europa como un fluir de vida hacia su exterminio. Unos y otros eran trenes de carga. En esos trenes el yo se atrofiaba. También hubo trenes de carga, en los años noventa, que llevaron musulmanes bosnios al matadero por tierras de Europa. Y de esa época también había constancia documental de cuando Mladic, el jefe del estado mayor de Radovan Karadzic, dio la bienvenida a tropas serbias y serbobosnias en una estación, cierto día de verano del año 1995; muchos de esos hombres bajados de los trenes se disponían a ir a un pueblo llamado Srebrenica.
De nuevo el asunto del nombre. Siempre lo habían llamado Balmori a secas, o Fernando Balmori, sin la K del primer apellido. La K era una incógnita en su vida. Sabía que solo decía la mitad de quién era, pero esa mitad de su identidad siempre había quedado a oscuras. Esa K del apellido de su padre permanecía como una herida y como un interrogante, el mismo interrogante doloroso que era su propio padre, como la puerta cerrada de la Manderley de
Rebeca
. Su padre murió sin que Fernando lo hubiera podido conocer nunca, porque murió poco antes de nacer él. Eso contaba, al menos, su particular leyenda privada. Fue como una transmisión directa de herencia genética: una vida por otra. Cuando él nació, su padre ya había muerto, pero este ya había abandonado a su madre, con la que se había casado en secreto. O eso le dijo ella. Durante años, Fernando siempre firmó sus películas, sus cheques, sus autógrafos, sus contratos, sus documentos, como F. K. Balmori, imitando probablemente a algún director famoso, alimentando el hechizo literario de la K. Sin embargo, nunca pudo desmarcarse del todo de la pegajosa sensación de ser medio extranjero.
Por eso, en el fondo, le gustaba creerse perseguido. Era una extraña tendencia, una rara propensión. Decían que los lobos se sienten constantemente así por instinto, aunque nadie los acose, y a él le gustaban los lobos. Qué idiotez, pensaba a veces, si fuera de veras perseguido tendría miedo, pero en realidad reconocía que su vida sería más intensa. Todo viaje sin destino era, para él, una huida, o la copia de una huida. Y uno huía porque lo perseguía alguien, quien fuera o lo que fuera, personas, ideas o fantasmas del pasado; incluso uno huía de sí mismo. Pero, ¿de qué huía Balmori? No lo perseguía realmente nadie ni huía realmente de nada. Como les sucedía a los lobos —se repitió Balmori camino del vagón-restaurante—, olfatear la amenaza, real o ficticia, era la pista que debía seguir.
Cuando Balmori llegó al vagón-restaurante y se detuvo en la puerta, ella ya estaba allí, delante de él, esperando su turno, impaciente como si hiciera una larga cola. Ambos aguardaron de pie a que el camarero los ubicase. Inevitablemente los pondrá juntos en la misma mesa porque todo el espacio del restaurante estaba ocupado. No había demasiado ruido; sin embargo, comprobaron de un vistazo que el vagón estaba lleno de personas cenando y charlando, en el inicio tal vez de sus escapadas de amor, de sus viajes de negocios o de sus periplos de turistas. Ninguno iba con una misión, como ellos. Porque ella también se había embarcado en ese viaje con un fin.
La joven lo saludó con la cabeza y él respondió con un gesto parecido, de sonrisa formal. En ese momento Balmori reconoció en ella a la mujer del andén a la que había fotografiado un minuto antes de que el tren partiera. Mismo abrigo color cereza, mismo gorro de lana verde que le eran ligeramente familiares. Se la imaginaba más alta.
El camarero les preguntó si viajaban juntos. Los dos lo negaron al unísono. Balmori le previno que tenía una reserva y el camarero lo verificó en la lista, luego le pidió que lo acompañase, e hizo lo mismo con la joven, que no tenía reserva. El camarero les dijo que no había otro sitio más que al fondo del vagón, en la última mesa, en la que solo había media ventanilla por coincidir con un mamparo. La ventaja era que la mesa estaba vacía, no había nadie en los cuatro asientos tapizados en rojo. La joven eligió ponerse en el sentido contrario a la marcha, de espaldas a la pared y mirando hacia los demás comensales. Balmori se sentó enfrente. Los dos miraban a la vez por la media ventanilla, hacia el crepúsculo donde las masas oscuras de la noche les devolvían su propia imagen.
Se cercioró de nuevo. En efecto, la recordaba más de lo que creía, era la misma joven que pasó por el andén con el gorro de lana cuando trataba de fotografiar los tickets de su caja. Tendría alrededor de veintiocho o treinta años. Escaso maquillaje; ojos perfilados por una línea negra muy leve. Las gafas le daban un aire interesante, enigmático, aunque los pómulos rosáceos delataban un pasado rural; resaltaban las pupilas verdosas pese a ser morena de pelo y de piel. Al quitarse el gorro, una parte de su cabello se adentraba por la frente como una península; tenía una marcada raya natural. Su rostro era ovalado y armónico, de una belleza original, pero la barbilla era ancha y poseía la nariz grande y fina, como a él le agradaban. La mirada dimanaba un brillo interior de innata inteligencia. Le recordó a alguien, pero no supo en ese momento a quién en concreto, quizá a alguien que conoció una vez de manera efímera, alguien que le gustó y cuyo recuerdo lo visitaba tardíamente. Se cruzaron la mirada un par de veces. Los dos sentían mutua curiosidad. Era evidente que no podrán eludir la conversación. Aunque fue ella la que se adelantó.