Pasajero K (24 page)

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Authors: Adolfo García Ortega

A Sidonie le asombró oírle decir esas cosas. ¡Cómo era posible! Muchas de las mujeres violadas en Pale y en otros lugares fueron degolladas. ¿Acaso él no lo vio? ¿Acaso él no vio nada de eso?

No, claro que no vio nada de eso, aunque lo supo, como todo el mundo, porque todo el mundo lo sabía. Sucedía así en las guerras.

La voz le había temblado. Le violentaba el tono personal que estaba adoptando su interlocutora. Por otra parte, no deseaba continuar por más tiempo en ese sitio inseguro, sobre todo ahora que caía la tarde. Había un dicho serbio que decía que la noche traía cuchillos. En la azotea del Barberini casi nunca había nadie, continuarán allí. En ese momento Jergovic se levantó de un brinco, dando por terminada la cita. Podían venir o quedarse, ellos decidían, pero él se marchaba.

Salió apresuradamente del bosque de toldos, mesas y calefactores de la terraza y se escurrió por una calle adyacente. Sidonie lo alcanzó justo antes de que fuese a subirse a un coche aparcado junto a una
gelateria
. Dentro, al volante, vio a una mujer, pelo castaño, cola de caballo, Zana, sin duda, quién si no, una mujer de mirada de pedernal y labios apretados que no sonreía. Él se montó en el asiento delantero y le abrió la portezuela trasera a Sidonie. ¿Subía o no? Balmori, que se había rezagado para pagar, hizo lo propio. Pensaba que ya irán más tarde a buscar el equipaje a la consigna de la estación. El coche arrancó y los cuatro ocupantes permanecieron callados y absortos hasta llegar al Barberini. Allí habló por fin de las violaciones.

De las ciento cincuenta mujeres que ubicaron en Pale en el invierno de 1993, veinte de ellas provenían de Zvornik, veintisiete de
Foča
, cincuenta de Sarajevo y cuarenta y una de Tuzla. Las doce restantes fueron enviadas desde los campos de Rogatica, Omarska y Keraterm. Las trajeron a las afueras de Pale porque el ejército había reconstruido allí varios barracones en torno a la nave central de un deshuesadero de pollos, aves y conejos, ya abandonado. Se preveía que por allí pasarían muchos soldados en las próximas semanas.

Las mujeres venían en el camión atadas entre sí. Las había de todas las edades, niñas, jóvenes, madres, abuelas. El vehículo entraba marcha atrás por una puerta cochera del deshuesadero. Una vez dentro, las mandaban descender y las ponían contra la pared, mirando al frente. Todos los hombres que estaban allí las examinaban con detenimiento, por si las conocían o por si ellas los reconocían a ellos. Algunas podían ser vecinas, amigas de sus hermanas y esposas, o haber trabajado en lugares donde ellos también habían trabajado.

Luego las llevaban a los barracones, las distribuían en celdas de hasta un máximo de diez mujeres por celda, y las iban sacando regularmente para llevarlas a otras dependencias en las que solo había unos camastros desnudos. Jergovic, en realidad, nunca vio ni esas dependencias ni esos camastros.

Elegían cada mañana «la ración diaria», como llamaban a las mujeres que serían violadas a lo largo del día, aunque luego empezó a hacerse a todas horas, sin distinción. Tenían carta blanca para proceder con ellas como quisieran: todo les estaba permitido, era una guerra justa, y además era su deber llevarlo a cabo. Lo decían sin solemnidad, en un lenguaje obsceno, de hombre a hombre. Primaban los testículos y las risas, las carcajadas. Ya les habían hablado de estas técnicas en los cuarteles, en los batallones, en cada unidad. ¿No las habían inventado los turcos trescientos años antes? ¿No habían violado los turcos a las mujeres en la sagrada tierra de Kosovo? ¡Pues que tomaran ahora ración doble de su propia medicina! Cualquier apetito era válido, si había perversiones o deseos oscuros, ese era el momento y el lugar para desfogarse. Nadie lo iba a saber, nadie lo iba a ver, todo se enterraba. Lo que tenían claro era que dejarlas vivas o muertas carecía de importancia: así que mejor no dejar rastros. Hubo quien les rebanaba el cuello, otros las torturaron cortándoles los pechos o asfixiándolas, otros sencillamente les pegaban un tiro en la cabeza después de varias violaciones.

Si una le gustaba a alguno en particular, sobre todo si era oficial, se quedaba con ella hasta que se cansaba de oír sus gritos lastimeros. Muchas optaron por dominar esos gritos, por dejarse llevar sin sonidos, con la esperanza de que así les permitieran volver pronto a sus calabozos. Pero la mayoría de ellas no volvió.

Allí olía a carne y a sudor, mezclado con un hedor fétido, de fosa séptica. Ese olor lo tendría muy metido Jergovic de por vida, dijo. Se le metió dentro para siempre cuando acudió al deshuesadero la primera vez. Lo llevaron porque necesitaban urgentemente un traductor que fuera de fiar. Y Jergovic era de fiar, era de los suyos, creía en la patria. Fue intérprete de un hombre que no se identificó, probablemente un funcionario internacional, que necesitaba hacer ciertas preguntas a un oficial de Ratko Mladic llamado Veselin Vlahovic, por todos conocido como «Medo».

Las vio, sí. La primera vez se le heló la sangre: vio a una mujer de unos cuarenta años a la que dos hombres arrastraban por el pelo. Iba desnuda y tenía heridas en varias partes del cuello y de los muslos. Gritaba cuando la metieron en un cuarto. Se oyó un crujido y dejó de gritar. Un miliciano dijo: La hija para mí. Era una muchacha de quince años. La violó en su presencia y al acabar le dijo a Jergovic: Sírvete, si quieres. Goran Jergovic sacudió la cabeza. La niña temblaba. El miliciano sacó una pistola y le pegó un tiro en la nuca. A otros dos hombres que estaban con uniforme de faena, el miliciano les dijo: Ya está lista para el médico. Jergovic comprendería más tarde qué había querido decir con aquellas palabras. Para entonces, el asunto ya estaba rodado y hacía un tiempo que se venía practicando.

¿A qué asunto se refería, exactamente?

A lo del tráfico de órganos, a lo de matarlas para eso.

Varias veces más estuvo Jergovic en el deshuesadero de pollos. En todas esas ocasiones fue para encontrarse con soldados europeos. Así llamaban a los cascos azules y a los de la Cruz Roja, con tono despectivo. Las guerras simplificaban mucho las cosas, y por aquel entonces el mundo de los serbios era muy simple: se dividía entre europeos malos y rusos buenos. Los musulmanes no entraban ni siquiera en la categoría. Y las musulmanas ocupaban el puesto más ínfimo, el de la basura. O una metástasis de la naturaleza. Para esos hombres, violar a aquellas mujeres era practicar una variante de la caza, o desnucar conejos, o despellejar reses: trabajos desagradables que habían de hacerse, trabajos que dejaban manchas.

Lo usaban como intérprete de inglés. En una ocasión, asistió a un médico francés que estuvo examinando los cadáveres de doce mujeres. Recordaba que el médico estaba muy enfadado por el modo como habían sido ejecutadas algunas de ellas. Empleó —Jergovic lo recordaba muy bien— la palabra «inservibles». En otra ocasión, fue allí porque un oficial holandés necesitaba hablar con una chica de diecisiete años, totalmente paralizada por el pánico. Él estaba sentado delante de una mesa, en medio de la nave central, y Jergovic permanecía a su lado en otra silla. Le preguntaba a la chica datos concretos, como qué enfermedades había tenido, grupo sanguíneo, si había dado a luz alguna vez o de dónde era su familia. La chica solo sacudía la cabeza. Cuando el oficial holandés hubo acabado, salió de la nave sin rechistar, pero haciendo un gesto a dos soldados para que entrasen. Se la llevaron aparte y la violaron. Más tarde Jergovic vio su cadáver degollado y pálido.

Todos los soldados y oficiales violaban, y no solo los soldados. Había también muchos civiles y milicianos serbios, serbobosnios, serbocroatas y montenegrinos que violaban. Era un arma, sucia pero legitimada por ellos, incluso por la Iglesia. Se instauró como sistema militar, le adjudicaron ventajas: no traer al mundo más musulmanes, descargar la pulsión sexual contenida por la tensión de la guerra y sacarle el mayor partido a los cuerpos de las víctimas. Vivas o muertas. Muchos creían que eran putas enviadas para aliviarles de la abstinencia sexual. Alguno hasta quería pagarles. Pero empezaron a evitar que hablasen con ellas, que viesen a las que torturaban; en fin, fueron dejando aparte a los soldados escrupulosos.

Las de Pale, las del deshuesadero, fueron las primeras a las que se les extrajeron los órganos.

Sidonie no podía permitirse equívocos en esto, le pidió a Jergovic que detallase lo de los órganos. ¿O acaso se lo acababa de inventar?

No, no se lo inventaba. Lo podría demostrar.

¿Y qué tenía que ver Karadzic en todo ese asunto?

Dicen que mucho. Suya fue la idea, propia de un médico, de desnudarlas del todo antes de violarlas, porque eso las paralizaba, las acobardaba más aún, y así los soldados no veían en ellas a sus madres o a sus hermanas y novias, a quienes por lo general no solían ver desnudas casi nunca. Radovan lo aprendió de los nazis. También muy de médico fue la idea que tuvo de no desaprovecharlas: muchos de sus órganos podrían ser válidos. Para él, era obvio que se trataba de un gesto caritativo.

La cuestión era organizarlo bien, hacer una red eficaz, sistematizar el filón. Porque ya se había decidido que habría miles de mujeres musulmanas a las que eliminar por ese método. Jergovic tuvo conocimiento de que estaban implicados unos cuantos cirujanos de cierta ONG y algún oficial de los cascos azules. Para Jergovic era gente con agallas, gente que asumió que eso iba a ser así, que las iban a matar, y que por tanto, siendo realistas, no tenía sentido perder un bien tan valioso como sus órganos. Muchas chicas holandesas, o danesas, o francesas, o rusas, podrían curarse en sus países con un trasplante a tiempo. El caso era que había que organizarlo para ganar ese tiempo. Harían falta más médicos para extraer los órganos, verdaderos expertos en la materia, equipamiento conveniente, sistemas adecuados de transporte, documentación, etcétera. Fue cuando intervinieron esos cirujanos con sentido pragmático, y algunos funcionarios de UNPROFOR. Ellos sabían contactar con organizaciones clandestinas especializadas. Traficantes. Era un negocio que movía mucho dinero en el mundo, aunque el porcentaje de éxito era bajo con relación al número de órganos que circulaba por las redes clandestinas. La guerra de Bosnia era un río revuelto en el que se podía hacer la vista gorda: qué más daba de dónde procediera el órgano, si iba a servir para salvar una vida. ¡Bienvenido sea! Ese era el razonamiento pragmático.

Empezaron a seleccionar a las mujeres en función de sus posibles órganos, y de paso, las violaban. Todos ganaban algo, todos menos ellas. Una vez asesinadas, las mujeres violadas fueron sistemáticamente entregadas a los traficantes. Seguramente hubo cientos de casos similares en los campos que los hombres de Radovan Karadzic abrieron en Bosnia. Jergovic comprendió que todas sus visitas al deshuesadero de pollos, como intérprete de médicos y oficiales europeos, estaban relacionadas con ese asunto. Y fueron muchas visitas. Hasta que los misiles de un caza destruyeron el deshuesadero. Pero él se quedó con el informe oficial. La prueba.

Balmori no podía dejar de pensar en los animales. En los animales en los mataderos. Había visto mataderos en Internet. Nunca había visto por dentro un deshuesadero de pollos, aves y conejos. Tampoco conocía a ninguna mujer violada. ¿Cómo se deshuesa un pollo o un conejo? ¿Qué fuerza tiene que aplicar un violador? El dolor de oídos zumbaba en su cabeza y a veces producía el agudo pinchazo que tanto temía. Oía a Goran Jergovic hablar en su voz baja, monótona; lo miraba fijo, se concentraba y procuraba que los ojos se le achinaran un poco, para evitar así la conmoción que mecánicamente los humedecería, como a los de los animales.

Entonces, se preguntaba, ¿si no fuera porque estaba ahí, en Roma, nunca habría sabido la verdad sobre Karadzic? ¿Si no fuera porque conoció a Sidonie en aquel tren, nunca habría tenido noción de la realidad? Esa era la maquinaria de su pensamiento, su asombro.

Desde la azotea del Barberini, donde habían estado lejos de las miradas de los curiosos, se veían los tejados de Roma, y al fondo la descollante cúpula de San Pedro, en el Vaticano. Estaba anocheciendo, no había nadie en las mesas de la terraza de la azotea, solo ellos; la temperatura había bajado y se había levantado un viento desapacible.

¿Cree usted en Dios?, preguntó Balmori.

¿Bromea? Cómo podría…

¿Ni una diminuta fe?

Jergovic desvió la mirada. Se le notaba cansado. Mientras estuvo hablando, la mano de Zana se entrelazó con la suya sobre sus piernas cruzadas. ¿Era sumisión, consuelo? Ahora le dio un pequeño tirón de la manga. Avisaba así de que se hacía tarde. Los llamará mañana. A esas horas, él ya necesitaba una copa.

Al día siguiente no se produjo la llamada hasta bien entrada la tarde. De nuevo los citó en el Tre Scalini, pero no en la misma terraza del día anterior, sino enfrente. Desde allí, tomaron un taxi hasta una
trattoria
de via Merulana, en el 74, Da Nino, prácticamente vacía, si descontaban a un matrimonio muy mayor que había en las mesas de la entrada y a una turista rubia y pálida hacia la mitad. Ellos penetraron hasta el fondo del todo, estarían más tranquilos. Sidonie, en un momento dado, observó que Zana se rezagaba para quedarse discretamente en la puerta, vigilando. Jergovic, antes de hablar, probó el vino rosado que había pedido, como si pretendiera aclararse la voz, un imposible.

El 2 de abril de 1992, François Mitterrand nombró a Pierre Bérégovoy primer ministro. Tres días más tarde, empezó el sitio de Sarajevo. Durará cuarenta y tres meses y más de 12.000 personas morirán en él. Fue una especie de laboratorio. Bérégovoy, que acabaría suicidándose el 1 de mayo de 1993 por motivos nunca aclarados, puso a una persona de su confianza en el gabinete del Ministerio de Exteriores, una profesora universitaria llamada Martine Cormac, con el fin de que le redactara sus discursos de política internacional, muy pocos en realidad. El 21 de abril de 1993 Martine Cormac fue testigo involuntaria de una conversación, calificada de «meramente informativa», entre un hombre de Genscher, ministro de Exteriores alemán, y otro de Hurd, responsable del Foreign Office británico, ambos proserbios, como el mismo Mitterrand. Cormac, pese a su bajo rango de asesora, asistía a esa reunión en calidad de representante del gobierno francés y estaba un tanto insegura de su papel, por lo que consideró oportuno llevar oculta una grabadora para poder transcribir con fidelidad aquel «tándem de información» entre países amigos.

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