Authors: Adolfo García Ortega
Pero, claro, las cosas fueron muy distintas.
Pasó un día más. A la noche siguiente, llamó Zana por fin. Tenía que vernos.
Fue en el Museo de las Ánimas del Purgatorio. Era un sitio extravagante y reducido, ubicado en el lateral del Sacro Cuore del Suffragio, una iglesia a pocos metros del Palacio de Justicia, frente al Tíber. No podía haber elegido Zana un lugar más simbólico. Convinimos la cita a primera hora, en cuanto abriesen. Pero K. y yo llegamos temprano.
Había urracas y gaviotas por el cielo.
En el interior, del otro lado de las vitrinas, se mostraban extraños indicios de fe: las supuestas improntas de quemaduras que las almas del Purgatorio habían dejado en libros y ropa cuando se aparecían a sus familiares, suplicándoles que pagaran las misas, que las sacasen de ese inhóspito vacío, donde purgaban sus pecados en medio de la Eternidad. Los fantasmas dejaban de recuerdo unas evidentes huellas de fuego. La cámara de K. las recogió: un devocionario, una camisa y un gorro de noche, los tres exponían la marca quemada de una mano. K. estaba fascinado en su incredulidad. Incluso yo olvidé por un instante el motivo por el que nos encontrábamos allí.
Media hora después, surgió por la puerta una mujer demacrada. Era Zana, casi irreconocible. Apretaba entre sus dedos un cigarrillo apagado. Había perdido su fortaleza de los días anteriores, ya no era la mujer dura que protegía a Jergovic. No llevaba el pelo recogido, sin embargo los labios pintados resaltando sobre la blancura de su piel la hacían hermosa.
Sin saludar ni cerciorarse de si estábamos solos, dijo con una voz neutra y débil que todo había terminado. Luego, al mirar a su alrededor, agregó con la misma voz que se arrepentía de haber elegido un sitio tan pequeño, donde quizá no pudiéramos hablar. Pero allí no había nadie más que nosotros. A continuación, tomó aire y volvió a repetir que todo había terminado.
¿Qué era lo que había terminado?
Todo lo que nos había conducido hasta allí. ¿O es que no comprendíamos? No más Jergovic, no más revelaciones escandalosas, no más dolor.
Hacía tres días que Jergovic había sido atacado y apaleado hasta dejarlo medio muerto, inconsciente en mitad de la calle con la cabeza abierta. Conmoción cerebral, dijeron los médicos. Aún seguía en coma.
No me lo creí.
¿Y el informe, las cintas y todo lo demás? ¿Dónde estaban las pruebas que necesitábamos? ¿Querían dinero? ¿Se trataba de dinero? En ese caso tendría…
Ella no podía darnos nada, interrumpió. Menos aún sin el consentimiento de Jergovic. No respondió a lo del dinero. Solo me traía un sobre amarillo con una carta de petición de ayuda o de protección, para el fiscal. También incluía un
pendrive
en el que Jergovic contaba ante una cámara lo mismo que nos había contado a nosotros, palabra por palabra. Fue grabado por Zana con anterioridad, en previsión de que ocurriera lo que había sucedido, el ataque. Yo dudaba de sus intenciones, pero cogí el sobre amarillo.
Resolví acabar con aquello enseguida. ¿Por qué no me decía la verdad de una vez? ¿No resultaba evidente que habían optado por hablar directamente con Heinz y conseguir esa inmunidad que tanto deseaban?
Según Zana, aunque hubieran tomado esa decisión, el caso irrefutable era que Jergovic había sido atacado y los médicos no sabían si sobrevivirá.
K. y yo pedimos ir a verlo al hospital, pero ella insistió en que eso era imposible; había estado la policía, habían hecho preguntas. Les caería encima la prensa como moscas. Dios, ¿por qué no la creíamos?
Si era la prensa, mejor que mejor, exclamé. ¿Acaso Zana no comprendía que hacer pública toda esa información podría salvarles la vida?
Todavía no había garantías, nadie se había comprometido, repetía Zana una y otra vez, ninguna autoridad se había pronunciado a su favor, aquello era un asqueroso pulso para exhibir a un serbio más dentro de su jaula en la feria de La Haya. Quizá fuese buena idea llamar a Heinz, después de todo, aunque de hecho él tampoco daba señales de vida.
Se empezó a frotar las muñecas nerviosamente. Quería volver junto a Jergovic cuanto antes. Estaba a punto de explotar. Su instinto le decía que lo más sensato era huir de allí, incluso salir de Roma como habían salido de Zurich, pero no podía abandonar a Goran. Si es que realmente estaba en coma, porque yo seguía dudándolo.
Luego trató de serenarse y de recuperar la frialdad. Dijo que dejaría correr la voz de que Goran había muerto. Así acabarían de una vez con las especulaciones y temores de sus enemigos. No había otra manera.
¿Y cuáles eran sus enemigos realmente?, pregunté. Sin esperar su respuesta, no titubeé en decirle que pensaba que estaban haciéndome un chantaje. Yo no podía garantizar nada si no me daban pruebas. Solo el fiscal podría protegerlos.
Pero a Zana le traía sin cuidado lo que yo pensara. Goran estaba en coma. Esa era la pura verdad. Me entregaba ese sobre porque así lo habían decidido previamente. Por su parte, yo podría pudrirme en el infierno o irme a la mierda, ¿comprendía?
Pero de inmediato me pidió que la disculpase. Todo aquello la superaba.
La miré a los ojos. Eran unos ojos en los que hacía mucho que había anochecido para siempre. Por un segundo vi en esos ojos negros los ojos de los animales que había visto en el ordenador de K. ¿Y si yo me equivocaba y ella estaba diciendo la verdad? Algo no me había quedado claro, una pieza no encajaba. ¿Por qué le causaba dolor a Zana lo que contaba Jergovic? ¿Por qué Zana había dicho antes, al llegar al museo, esa palabra, por qué dijo «no más dolor»?
Tuve una repentina iluminación. Le pregunté si ella había estado también allí.
¿Allí?
En el deshuesadero.
Me pareció que al otro lado de las vitrinas las huellas de fuego de los fantasmas del Purgatorio ardían y se hacían más hondas sobre los objetos.
Tardó en llegar la respuesta.
Sí.
K. dirigió su mirada fulgurante hacia ella. Sintió algo parecido al respeto.
He aquí su historia: Zana había sido violada con quince años. Estuvo en el deshuesadero de pollos, pero no llegó en el convoy de las mujeres de Pale. Ella venía de una granja de
Foča
, era campesina. La habían secuestrado en la carretera. Unos soldados. Iban como locos. Le habían hecho cortes en los muslos y los pechos. Le habían arrancado mechones de pelo. La habían violado durante una semana. Perdió la cuenta de los que eran. Se había quedado muda a raíz de aquello. No había gritado en medio de la humillación. Goran Jergovic la había recogido cuando se fue de allí y la llevó a su casa. Cuando pudo hablar, le contó a él lo que había vivido en esa nave industrial. Muchas cosas que nos reveló Jergovic o que estaban en su informe provenían de la experiencia de Zana. Por ella decidió Jergovic sacarlo todo a la luz, correr el riesgo.
No era malo, dijo Zana sacudiendo la cabeza. Al revés, era muy bueno. Pero había que conocerlo.
Entonces la creí.
¿Quiénes habían atacado a Jergovic?
Dos hombres. Fue por la zona de San Lorenzo, donde ellos vivían. De hecho, se dirigían a su casa. Había una manifestación contra un desalojo o quizá contra el Papa, no iba con ellos. De pronto, se produjo una batalla campal. Había encapuchados y policías por todas partes, salidos de la nada; algunos habían quemado neumáticos y los habían atravesado en la calle. El humo negro no dejaba ver muy bien. En la confusión, muchos trataron de meterse en los locales abiertos o salir de allí por las calles adyacentes. Eso era lo que se disponían a hacer Jergovic y Zana cuando, de repente, dos hombres se acercaron a cara descubierta y lo golpearon a él en la cabeza con algo duro, lo golpearon varias veces, con fuerza. Querían hacerle el mayor daño posible, tal vez matarlo. No eran antidisturbios ni de la secreta. Sabían perfectamente a quién buscaban, a quién golpeaban, incluso Zana creía que uno dijo su nombre, «Goran». Ella no pudo hacer nada. La empujaron hacia atrás, el humo la ahogaba. Todo fue muy rápido. Tres, cuatro golpes secos. Trac, trac, trac. Así sonaron en los oídos de Zana, pese al estruendo del ambiente. Recordaba haber visto antes a aquellos dos hombres en otra ocasión, pero no recordaba dónde ni cuándo, en todo caso le habían parecido entonces dos turistas que reían o bromeaban entre ellos, dos turistas rudos e inofensivos que apretaban con las manos latas vacías de Coca-Cola. Ya no eran muy jóvenes. Uno de ellos era calvo y el otro se parecía a un actor que había visto en alguna película de la tele, pero no sabría decir en cuál.
Para Zana, Goran Jergovic no había sido un mal hombre. Si la hubiera dejado en el antiguo deshuesadero para que corriera su suerte como en una ruleta rusa —y perfectamente podría haberlo hecho—, hoy no estaría viva. Jergovic no pudo evitar las violaciones, claro, pero cuando acabaron se la llevó consigo y a nadie le extrañó. La cuidó en su casa. Fue un buen hombre en medio del horror.
De Dragan Dabic leí algo parecido. Muchas personas dirían lo mismo de él. No era una mala persona. Al contrario, era apacible hasta la bondad, podrían jurarlo. Simplemente había que conocerlo como lo conocían ellas, igual que sucedía entre Zana y Jergovic. Sin duda, Dabic pasaba por callado y hermético con los extraños, pero cuando estaba en confianza era locuaz, cercano, y tenía la sentenciosidad de un sabio.
Lo del bondadoso Dabic podría ser hasta un cuento de hadas. Hablaba con las plantas.
Quien habla con las plantas suele ser piadoso. Eso decían sus vecinos del Bloque 70, en Novi Beograd, por ejemplo. Muchos eran chinos en ese barrio cada vez más chino; lo tenían por un célebre curandero, experto en las Cuatro Naturalezas y los Cinco Sabores, y acudían a él con sus niños y sus ancianos, porque dijo que había estudiado en China y ellos lo dieron por hecho. Sus consejos curaban, sus palabras eran saludables, demostraba humildad.
Él mismo llegó a creerse que realmente era ese Dragan Dabic que todos admiraban y no un impostor. Empezó a soltarse y a publicar en inglés artículos de medicina alternativa en la revista
Healthy Life
. Hablaba de las virtudes curativas de determinadas hierbas, y de las propiedades energéticas de ciertas combinaciones fitoterapéuticas que él había inventado. A raíz de su detención, una revista alemana publicó en un reportaje que muchos de los entrevistados de su entorno, la mayoría habitantes de Novi Beograd, lo tenían en general como alguien culto, tolerante, amable, un hombre muy positivo. Era imposible que él fuese Karadzic. Y si era Karadzic, entonces tal vez Karadzic no fuera tan malo como decían. La revista incluso le atribuía a Dabic los textos naturistas de un blog titulado «El salto del sapo» en los que firmaba solo como Dr. DD, aunque la foto que aparecía era inequívocamente la suya. Incluso Bohdan, el novio de mi madre, había leído durante una época las recomendaciones de aquel individuo de pelo cano y barba blanca, con pinta de santón o profeta hindú. Decía cosas sensatas, según Bohdan. Una vez, en ese mismo blog, dejó escrita una pista que nadie supo ver, cuando explicitó que los males de Europa eran la enfermedad y el pecado. Lo mismo que había repetido mil veces Karadzic, cuando salía en la televisión de Pale. Desde luego, no parecían esas las palabras de un genocida envenenador de mentes. Mi madre, o Bohdan, o incluso Frédéric estarían de acuerdo en ese diagnóstico sobre Europa. K. probablemente no.
En su blog había algo similar a una máxima:
La felicidad consiste en hacer lo que hace la mayoría. Llevar la contraria puede volverlo a uno un tanto desgraciado, por eso ninguna planta lleva la contraria
.
De todo lo que había escrito Dragan Dabic, era lo que más se parecía a un poema.
¿Y ella qué sabía de Dabic, de su detención?
Zana miró su reloj.
Lo que todo el mundo supo luego, cuando la policía lo anunció a bombo y platillo y creció el morbo en la prensa, dijo.
Ya. Pero yo quería su versión, lo que les había llegado a ella y a Jergovic.
Estaba inquieta. Expulsó el aire por la nariz con fuerza. Seguía siendo una campesina.
Según ella, no era nada extraño lo que hizo Dragan Dabic el día que lo detuvieron. Para empezar, no era alguien que se escondiese. Bien mirado, la inmensa mayoría pensaría que por qué tendría que hacerlo. Bajo la identidad de Dabic no tenía nada que ocultar. Pero había ciertas incógnitas que se despejaron en los meses siguientes, cuando, bajo su verdadera identidad, ya estaba en La Haya. ¿Por qué frecuentaba esa ruta de Novi Beograd a Batajnica? ¿Quién había en la última parada de aquel autobús? Probablemente una mujer, un romance más, como así era.
Se llamaba M. S., pero por orden judicial tan solo habían trascendido sus iniciales. Tenía unos cuarenta años, era puericultora y había conocido a Dragan Dabic hacía solo tres meses y medio. Le pareció un hombre interesante y sano. Se le daban bien los trucos de magia. Le enseñó alguno y le curó el insomnio.
Ese día había quedado en Batajnica con M. S. en casa de ella. Primero la recogería allí, pasarían la tarde juntos y luego los dos tomarían el autobús de vuelta a Novi Beograd para cenar en casa de Dabic, donde ella se quedaría a dormir. Todo muy normal, ella frecuentaba aquel piso, los vecinos la saludaban, nada nuevo. Él se había encargado de la cena. Trucha en escabeche y pulpo marinado. Le gustaba mucho el pulpo. Coció también una bolsa de espaguetis chinos. Lo dejó todo listo en la parte superior del frigorífico. Luego, en Batajnica, compraría con M. S. un vino blanco búlgaro.
Siempre que Dabic salía de casa, fuese donde fuese, iba con su maletín y sus frascos de hierbas. Así aumentaba su naturalidad. Se ponía un sombrero panamá, lo que le daba un aspecto mucho más notorio. Pensaba que un disfraz llamativo sería más eficaz que un disfraz discreto. ¿Quién iba a sospechar de un exhibicionista?
Quizá mientras guardaba la comida envuelta en plástico protector y limpiaba el fregadero notaba lo duro que era hacerse las cosas uno solo, cocinar, comprar, coser, planchar. No lo hacía por gusto. Aplicaba un espíritu de disciplina, de camuflaje militar. No deseaba una asistenta, además no lo consideraba prudente, y dudaba de que la soportara, aunque fuera china, del barrio. De estas cosas hablaba con M. S., a la que veía de vez en cuando y con quien de vez en cuando se acostaba.