Authors: Adolfo García Ortega
Esa noche me contó K. que Hennie Kuiper nunca entró en París con el maillot amarillo. Nunca ganó el Tour. Pero en cambio, en el 83, cuando yo tenía tres años, salió desde París para imponerse en Roubaix a ciclistas como Moser y Madiot, aunque esa era una carrera diferente. Él me hablaba de ciclismo y yo fingía interés. K. me dijo también que, al igual que yo, Hennie Kuiper era campesino y había nacido en una granja. De niño, todos los días iba en bici a la escuela.
Aquel 24 de febrero en que nuestro tren llegó puntualmente a las 8:10 a la estación de París Bercy, una subestación de la Gare de Lyon, París fue para mí más sórdido y frío que nunca. Las calles estaban cubiertas de nieve. Mi ciudad era áspera, rebosaba desolación, como la vez que con diez años me arrancó mi madre de los brazos de Frédéric y me llevó con ella a Berlín. K. dijo que le recordaba el comienzo de
Bob le Flambeur
, la película que él habría querido rodar más que ninguna otra en el mundo. Yo no había visto esa película, o quizá sí.
Dudamos si ir a mi casa o a la de Sinopoulos. Optamos por no poner en peligro a su viejo amigo griego. Tampoco pasaríamos por mi casa, quizá la vigilasen. ¿Qué sería de mi loro?, me pregunté. Confiaba en la portera.
Mejor ir directamente a la Gare du Nord. Quedaban unas horas para que saliera el tren a Ámsterdam. Buscaríamos un bar en los alrededores mientras tanto, eso rebajaría la tensión acumulada. Me pesaban los párpados. No habíamos probado bocado desde el día anterior. Tenía el estómago revuelto. Deseaba tumbarme y estar durmiendo cuarenta y ocho horas seguidas. Alguna vez lo había hecho, con somníferos. Era como estar dentro de un largo sueño continuo en el que vas abriendo puertas. A K., en cambio, hacía tiempo que habían dejado de dolerle los oídos.
La Gare du Nord estaba en la otra punta de la ciudad. Fuimos en metro, línea 1 hasta Châtelet y luego línea 4 en dirección Clignancourt. Once estaciones llenas de gente. En cada una de ellas miraba hacia atrás y siempre me parecía ver a nuestros perseguidores. Pero nunca eran ellos, aunque seguramente no estarían muy lejos.
Escogimos el Moussambani porque tenía dos puertas y había mucha gente entrando y saliendo. Era un pequeño bar de africanos en la rue Dunkerque, al lado de un
kebab
y un multicine. Había ido por allí alguna vez, cuando salía con Yuri.
Lamentaba ser un incordio, le dije a K., pero necesitaba sentarme un momento. Mis sienes palpitaban. No me encontraba bien. K. me tomó por la cintura y me aupó a un taburete de la barra; me abrigó subiéndome el cuello y pasó su mano por mi hombro. No era la primera vez que lo hacía, incluso lo repetía a menudo. Me gustaba. Los hombres hablan así en ocasiones.
Llegaba la hora desabrida en que al bar, que no había cerrado en toda la noche, acudían los espectros convocados por una idéntica soledad. A un lado de la puerta, un magrebí de la edad de Madi, con un hurón al hombro, perdía euros sin parar en una tragaperras ruidosa y le daba golpes con el puño, impasible. Cerca, un grupo de negros jugaba a los dados sobre una mesa minúscula y se empujaban unos a otros como si no hubiera nadie más que ellos. Otras personas desayunaban en silencio, solas, en la barra. Ninguno nos mirábamos y todos nos reconocíamos. Quien más quien menos arrastraba hasta allí algún secreto, o una mala racha o un trabajo con horario canalla. ¿Se había dado cuenta K. de que últimamente frecuentábamos mucho ese mundo fantasmal, sucio y fronterizo, que nacía junto a las estaciones?
Fantasmal sí lo era para él.
Sonaba un viejo disco de Papa Wemba en la radio del bar y me dejé llevar por la música. K. echó un vistazo a un ejemplar de
Le Monde
arrugado que había en la barra con una foto de Sarkozy y Merkel dándose un beso. Eso era amor, ¿eh?, dijo el camarero negro indicando con la barbilla al periódico. Pero K. no le respondió; enseguida se olvidó del ingenioso camarero porque se quedó cautivado mirando el gran póster de un hombre negro que había a sus espaldas en la pared:
Eric the swimmer
, ponía debajo. K. me contó su hazaña. Era Eric Moussambani, el nadador guineano de 100 metros de los Juegos Olímpicos de Sidney que no sabía nadar y braceó como un novato pese a ser la primera vez que competía en una piscina. Casi se ahoga, pero logró terminar. Lo aclamaron como a un héroe. El bar se llamaba así en su honor.
K. sacó la cámara y les hizo una foto a los dos, al póster y al camarero. Este último sonreía y señalaba con el dedo la imagen del nadador. Me di cuenta de que luego me hizo otra foto a mí. La gente de la barra se apartó amablemente cuando la hizo.
Era absurdo, pero hasta mediodía, París fue solo aquel pequeño bar africano de serrín en el suelo y cristalera empañada. El mundo se había detenido de verdad. Pero ojalá no estuviéramos allí ninguno de los dos.
Trenes.
A las 13:00 cogíamos un Thalys PBA (París Bruselas Ámsterdam) de máquina granate.
A las 15:18 entrábamos en Rotterdam. Allí transbordamos de la vía 9 a la vía 6, donde esperamos una hora y media por avería del Intercity Hispeed, que salió finalmente a las 16:55.
A las 17:25 llegamos por fin a La Haya. Prácticamente era ya de noche y una ventisca de nieve azotaba la ciudad.
En Europa siempre nos hemos creído las historias que hablan de ogros y monstruos ocultos que salen de repente de sus guaridas y masacran salvajemente a las personas inocentes. Somos miedosos y ciegos, no hay ni ha habido nunca ningún monstruo cruel en Europa. La gente como Karadzic es gente como tú y como yo. Es buena gente. Somos un museo de buena gente. Eso era lo verdaderamente terrible. ¿Cuándo había dicho esto K.? ¿En un tren? Lo recordé de golpe.
Lo llevaron a la cárcel de Scheveningen, en La Haya, donde aún sigue. A la hora en que nuestro taxi cruzaba por sus inmediaciones en medio de la nevada más cruda en veinte años, Karadzic, imperturbable, daba vueltas por la celda de quince metros cuadrados, arriba y abajo, arriba y abajo. La habían dotado de ciertas comodidades, como un ordenador personal, televisión, ropa limpia, calefacción, armario, un pequeño recinto con lavabo e inodoro. Casi un apartamento. Tampoco la cárcel era exactamente una cárcel punitiva, sino un centro de detención provisional, donde había un gimnasio, una cancha de tenis cubierta, un futbolín, una cocina, una enfermería completa en previsión de infartos y suicidios y una sala de ergoterapia. Le leí a K. el
dossier
que se había repartido a la prensa, en el que se indicaban todas esas cosas.
Bonito basurero, dijo.
Imaginé que cada mañana, a las siete, en cuanto abrían las celdas, Karadzic, ya levantado y vestido, salía a dar un paseo al aire libre, hacía unos pocos ejercicios y acudía a un oficio religioso antes de desayunar fruta y café. Luego estudiaba y preparaba su defensa, ensayaba la mejor actitud para desarmar a los testigos, gente con rencor. De tarde en tarde interrumpía su concentración para darse a pequeñas diversiones, como pintar un conejo de escayola cuyo molde él mismo había fabricado en el taller ocupacional para matar el rato. Llevaba un año y medio haciendo allí la vida de un jubilado en un geriátrico.
No siempre fue así de sumiso. Al poco tiempo de internarlo en el centro de detención de Scheveningen, había proclamado a los cuatro vientos que su detención en aquel autobús fue realizada con violencia. En otro momento, por esas fechas, delante de la prensa, aprovechó para calificarla incluso de extrema violencia. No entendía por qué le habían puesto una bota en la cara contra el suelo del autobús, lo que le produjo escoriaciones, ni por qué las esposas eran de un tamaño tan pequeño, causándole algunos cortes. Un agente le había apretado el brazo hasta dejarle la marca morada de los dedos, lo que derivó en un doloroso hematoma. Incluso le tiró con fuerza del pelo, y no para comprobar si era una peluca. Otro agente le propinó un codazo intencionadamente en el abdomen, una vez entrados en el interior del coche que lo condujo por todo Belgrado hasta el lugar secreto donde lo mantuvieron internado tres días. Si eran vejaciones para amedrentarlo, no comprendía aquella actitud en absoluto, decía muy enfadado, él era un patriota en época adversa, un desgraciado de la Historia del gran pueblo serbio y exigía sus derechos.
Insistía en que tenía un pacto de inmunidad y que ese pacto se había quebrado inmoralmente por el lado de los vencedores. Un pacto con los norteamericanos. Él convino con ellos en que guardaría silencio, se retiraría de la vida pública con la máxima discreción y lo dejarían en paz. La única condición era que tendría que abandonarlo todo, incluida su identidad, ser otra persona con otra vida. ¿Y no era eso a lo que se había dedicado hasta conseguirlo? ¿No se había atenido escrupulosamente a la parte del pacto que le correspondía? El hombre al que habían apresado ya no era Radovan Karadzic, sino otro hombre llamado Dragan Dabic. ¿Nadie se daba cuenta de eso? ¿Qué más querían? ¿Por qué ahora lo trataban de criminal de guerra, cuando en realidad él nunca había sido tan importante, decía, él solo había sido una especie de empleado de Milosevic, o de embajador a lo sumo? ¿No lo llamaban en la prensa europea su títere, su bufón, su muñeco? ¿Por qué los norteamericanos no cumplían el pacto? Era muy reprobatoria, su política.
Por su parte, K. había llegado a la ciudad donde su padre nació y donde también murió. El viaje que había iniciado hacía más de un año, tras la muerte de Lea, había encontrado su destino inesperado: había ido a parar a su propio origen. Y de eso yo tuve a medias la culpa. Le había pedido que viniera conmigo, en efecto, pero él había aceptado.
Sin embargo, inevitablemente, la historia de K. no me pertenecía. No éramos una pareja, nunca lo podríamos ser. Por eso, al llegar aquí, él insistió en ir a un hotel diferente del mío. No quería dar la apariencia de lo que algún malpensado podría sospechar, por si eso me perjudicaba de algún modo. Pero yo sabía que la verdadera razón era que deseaba estar completamente solo. Gracias al taxista, encontró uno económico en la Wagenstraat, el Gracht Hotel. Estaba ubicado en una calle bastante alejada del Promenade, que en cambio estaba cerca del Tribunal Penal y pagado a mi nombre por France-Presse.
En el Promenade estaría segura, me dijo para tranquilizarme, habría alojados muchos más periodistas, conocería a varios de ellos, me hallaría en mi salsa, no correría ningún riesgo. Me dejé convencer. Ahí empezamos a separarnos como quien inicia una mudanza a desgana. Él tenía una búsqueda privada que hacer en esa ciudad. Yo no. Le deseé buena suerte.
Entonces, ¿de regreso a casa?, se preguntó K. cuando por fin se quedó a solas. Era la segunda vez que se hacía esa pregunta en menos de un mes; no se la había hecho jamás en toda su vida y ahora pretendía dar con la respuesta. ¿Se podía regresar a un lugar en el que nunca se había estado? Pero Renata lo había preparado para ello desde que era un niño.
Cuando murió su padre, K. estaba aún en el vientre de su madre. Cuando tenía cinco años, en Madrid, su madre se cambiaba de casa por cuarta vez. Cuando tenía seis años veía sombras de hombres que le tocaban la cabeza en la cocina, donde se detenían unos instantes frente a su madre y hablaban brevemente. Cuando tenía once años su madre le regaló una cámara de fotos Werlisa semiautomática. A los trece se subió a una bicicleta que le estaba grande. A los quince años quiso ser como Roger Pingeon. A los diecisiete, como Eddy Merckx. A los dieciocho perdió la virginidad. A los veinte hizo una película de cuarenta minutos. Ninguna de esas cosas pudo contárselas a su padre.
Porque K. quería a su padre.
De alguna manera lo quería, al Desaparecido, al Imposible.
Aunque todo el mundo sabía que era un sentimiento artificial, nacido en una mente que necesitaba forjar el recuerdo de un padre cariñoso que jamás había existido. Recordar era amar, le decía Renata. ¿Cómo se podía querer a un padre del que no había en casa ninguna foto? Solo cobraba entidad en la voz de su madre. En la boca, para ser exactos: durante muchos años, todo lo que concernía a Kuiper provenía de los labios rojos de su madre. Llegó a creer K. que su padre era en realidad la boca de su madre.
Renata le había inculcado pacientemente ese amor por Kuiper. De niño, lo arrimaba a su lado en la cama y le decía que el amor estaba en la sangre, y que él, K., llevaba la misma sangre que su padre. Consiguió fabricarle una vida a ese fantasma paterno, a pesar incluso de la falta de curiosidad de su hijo, porque lo cierto era que K. no le preguntaba casi nunca por su padre. Prefería idealizarlo solo, de hombre a hombre. Aun así, Renata lo abrumaba sin venir a cuento con todo tipo de detalles acerca de su progenitor, tales como la ropa que usaba, si le gustaba más el tweed que el lino, o lo que más le solía apetecer para comer, o su color favorito, que siempre coincidía con el de K., o la música que escuchaban juntos, o las frases de él que recordaba como leyes salomónicas: Kuiper siempre decía esto, Kuiper siempre decía lo otro. Ella se lo inventaba casi todo, claro. Y K. recreaba a partir de esas frases atribuidas a su padre la personalidad de un ser a quien no había conocido pero que veía muy nítidamente, si cerraba los ojos.
Sí, Renata lo preparó siempre para el regreso.
Su madre le proporcionaba datos que no tenía más remedio que aceptar como dogmas de fe: era bueno, era alto, era amable, era dulce, era fuerte, era impulsivo, era ingenioso. Era un pastelero ciego genial. Le describió hasta las estrías del bastón que usaba, hecho de nogal, delgado, sutilísimo al contacto con los objetos y delicado con las vibraciones. Y su sombrero borsalino. Y su pitillera de alpaca. Y su bufanda de fieltro roja. Y su cinto de piel de serpiente. Y su peculiar manera de atarse los cordones de los zapatos. Y lo mismo que hacía con el bello Kuiper, Renata lo hacía con sus tías, las trillizas Kuiper, venenosas, y con La Casa Fantástica, inmensa, hasta que su hijo se lo conociera todo y a todos de memoria, como si siempre hubiese estado allí, en la ciudad de su padre, al lado de aquel hombre que probablemente se llamara Robert. Que nadie pusiera en duda que pertenecía con todas las de la ley a ese mundo. Y ahora él por fin estaba allí.