Authors: Adolfo García Ortega
No podía ser verdad, ese viejo estaba completamente confundido, mezclaba recuerdos desordenados como todos los viejos. La casa que él buscaba era un edificio increíble, en forma de barco, con tiendas elegantes, cuyas propietarias eran unas trillizas.
Sí, las trillizas Kuiper, dijo el viejo Stanislas, con una sonrisa malévola. Eran muy famosas. Y muy malas. Él no se confundía de edificio, no hubo otra
Fantastisch Huis
en toda la ciudad.
K. habría querido reírse más que nada en el mundo. Era todo tan grotesco. Pero en cambio experimentaba una tristeza tan honda que le bloqueaba los músculos faciales. Lejos de reírse, le brotó sola la pregunta más temible, la pregunta sobre su madre.
¿Recordaba Stanislas haber conocido en aquella época a una española, una española llamada Renata Balmori?
No, el anciano no recordaba el nombre de ninguna española en concreto, porque había varias.
¿Varias?
Sí, tres o cuatro. ¿Por qué?
K. rehusó contestar a esa pregunta que podría arrastrarlo a un laberinto inabarcable sobre la presencia de su madre en aquella casa y a lo que se dedicaba. En cambio, hizo otra: ¿recordaba Stanislas si las trillizas tenían un sobrino?
Vagamente lo recordaba, sí. Decían que era ciego. Aunque no de nacimiento. Pero murió muy joven.
¿Recordaba, por casualidad, cómo se llamaba?
No, lo sentía, no conocía su nombre. Stanislas no creía haberse cruzado con él en ninguna ocasión. ¿Era alguien importante?
En realidad, nunca había llegado a saberlo, musitó K.
¿Alguien de su familia, quizá?
Quizá.
Adivinó que todo concluía ahí, no había nada más que buscar, así de simple. Se sentía enormemente cansado, triturado. Le hizo una foto al viejo, le dijo que era para una revista o algo así, le dio las gracias por todo y se despidió de él. A partir de ese momento, estuvo caminando sin rumbo fijo por el barro y la nieve sucia de la ciudad hasta que, mecánicamente, entró en un cine. Ponían
Bande à part
, de Godard. Ya la había visto, no se concentró en la película, no podía contener el ruido que inundaba su mente. Al salir fue cuando yo lo encontré parado en la acera y desorientado frente al Café Spinoza.
En medio de la calle, K. me enseñó la foto del anciano. Era real, por si me cabía alguna duda. No quería hablar más de ello por ahora. Me rogó que lo llevara al hotel, pero estaba en blanco, había olvidado en cuál se hospedaba.
Para K., el mundo pasó a ser ese día como el granulado nevoso de un televisor.
¿Y cómo fue? ¿Supieron las trillizas Kuiper que Renata esperaba un hijo? ¿La obligaron a abortar? ¿Ella se negó? ¿Sabían que era un hijo de su sobrino? ¿O era de otro hombre, de un cliente tal vez? ¿Sabían que su sobrino estaba enfermo? ¿Que hacía caridad casándose con ella, embarazada a saber de quién, consciente de que le quedaba poco tiempo de vida? ¿Acaso su sobrino amaba de verdad a aquella joven española hasta ese punto? ¿Y ese cliente innominado era también holandés? ¿Fue alguien que no volvió nunca más por la
Fantastisch Huis
? ¿Empezaría su apellido también por una K.?
En cuanto a Renata, debió de llegar a La Haya en 1949 o 1950 con aquella amiga, Lucía, que la introdujo en ese mundo. O quizá fuera al revés, y ella introdujera a Lucía en la prostitución. ¿Y Kuiper? ¿Sería su verdadero padre, o solo un buen muchacho que le dio su apellido al hijo de una de las chicas de sus tías? Probablemente esa sería la razón de que las trillizas protegieran tanto a su sobrino, ciego y enfermo, casado en secreto con una puta advenediza. Sería también la causa por la que Renata jamás regresó. ¿Cómo habría muerto Kuiper? ¿Cuál sería la última palabra que salió de su boca? Eso nunca lo supo Renata. A K. solo le dijo que murió habiendo deseado conocer a su hijo. Renata nunca añadió nada nuevo a esa versión, sin duda inventada.
¿Sería capaz de perdonar ahora? ¿Y a quién habría que perdonar?
Claro que debía de ser duro descubrir que nada era como te habían contado. ¿Cuál era, entonces, la verdad?
Solo haberme conocido era verdad, me dijo K. Y los animales eran verdad. Y este viaje conmigo era verdad.
Había empezado a creer que podría hacer una película con todo esto. ¿No era un hombre de cine? Tenía que filmar, que robar las imágenes como el niño roba lo que quiere volver a ver.
Pero nunca le hizo una foto a su madre, recordó K.
Luego pensó que había un momento en que a nadie le importaba que la propia vida fuera incoherente, ni siquiera a uno mismo. Qué más daba que uno fuera o no mezquino, que admitiera o no crueldades, ruindades, maldades. Qué importaba que uno fuera o no el hombre honesto y fiel a unos principios morales que le reconfortarían con la idea de humanidad, honor y satisfacción que siempre deseó tener de sí mismo. Qué más daba lo que uno hubiera hecho. El espejo del tiempo devolvía el rostro tal como era: viejo y real. El cuerpo verdadero, al final, sería cualquier cosa menos bello. El alma también. En eso consistía todo lo relativo a sobrevivir. Su madre y Karadzic, por ejemplo, en sus respectivas vidas, lo habían tenido siempre muy claro.
Llamé a la puerta de su habitación. Era ya muy tarde. Me abrió más intrigado que precavido. La estancia estaba a oscuras; solo la luz de la pantalla del ordenador sin sonido permitía cierta claridad.
¿Sí?
Había ido a comunicarle la muerte de Jergovic. Apenas hacía unas horas de su fallecimiento. Zana me había telefoneado desde Roma para decírmelo. No ocultaba la acritud en su voz culpabilizadora. No supe qué responderle. Tampoco hubo ocasión. Ella colgó enseguida.
Los dos sentimos esa muerte por lo que se llevaba con él. Aparte de nosotros, tal vez nadie lo supiera.
Sin Jergovic, ¿qué haría yo después del juicio, seguiría adelante?, me preguntó K.
Buscaría a Zana, la convencería, le dije. Ella será el principio, aunque no la podía obligar.
¿Seguiría adelante con mi hijo?
Sí, con mi hijo.
Hubo una larga pausa entre los dos. Consideré obvio que él deseaba estar solo. Aun así, no quería marcharme sin hacerle una pregunta que llevaba dentro desde Zurich, una pregunta al margen.
Le pregunté si podría llegar a quererme.
Me alzó el cuello del abrigo lentamente, haciéndome sentir una niña. Parecía estudiar mi rostro como si lo reconociera en ese instante.
Sería una locura pensarlo, ¿no?, me dijo a continuación. Además, ningún amor dura tanto como para unir jamás lo que ahora nos unía a los dos. Por suerte y por desgracia.
En efecto, sería una estupidez, asentí. Esas eran las palabras adecuadas.
Lo más extraordinario sucedió al día siguiente, 3 de marzo. Fue durante la intervención del presidente del Tribunal para sopesar la petición de otro aplazamiento por parte del acusado. Karadzic no tenía la palabra, ya que había contado con los dos días anteriores para hacer su alegato inicial. Su intención era boicotear la sesión con alguna argucia. No se le podía dar una tregua, otra tregua no.
Ese día nos dispusieron al revés en la zona del público: a mí me ubicaron en la sexta fila y a K. en la primera. Él estaba flanqueado por una mujer y por un joven. Yo lo buscaba con la mirada, pero él nunca se volvió hacia mí.
Al cabo de una media hora, sentí algo: de dónde provendría ese aire, esa sensación de brisa fresca como cuando te soplan en la nuca, me pregunté a la vez que oía rápidos chirridos de suelas de goma sobre la tarima de madera. Alcé los ojos y vi que un policía se abalanzaba contra K.
Este se había movido con el sigilo de un lobo. Sinopoulos siempre dijo que si hubiera sido ciclista, habría sido un escalador sutil. Se había puesto de pie, había cogido con las dos manos la silla metálica en la que había estado sentado y la había lanzado contra la mampara de cristal, lo que produjo un repentino estruendo que paralizó a todo el mundo a ambos lados. Los jueces, los defensores, los fiscales, el acusado mismo, todo el mundo miró hacia la mampara sin saber en qué punto fijar la vista. Lo mismo ocurrió en la parte del público, donde todos permanecimos petrificados como un coro griego mientras K. golpeaba una y otra vez con la silla metálica en la porción exacta del cristal que daba al estrado de Karadzic. Lo hizo cuatro o cinco veces. Sacudidas sin pausa. Golpeaba y golpeaba hasta casi hacer una raja en el cristal. Un golpe más y lo habría roto. Golpeaba fuera de sí. Había explotado. Reventado. Sudaba de cansancio y de tensión. No era él. Estaba gritando.
Asesino. Asesino. Vengaré lo que has hecho. Pagarás por todo ello. Invadiré tu vida. Te mataré. Yo te mataré.
Etcétera.
Parecía que sus insultos y amenazas no afectaban a Karadzic, quien no oía nada desde donde estaba sentado y miraba el altercado con indiferencia. Lo derribaron primero cuatro policías y luego se sumaron otros cuatro más para reducirlo sin alboroto. ¿Dónde estaba toda esta gente cuando violaban y mataban a aquellas mujeres en el deshuesadero de pollos? Nadie vio otra cosa que un forcejeo, y a continuación un revuelo de voces altas. Más tarde se explicará el altercado a la prensa como la acción desesperada de una venganza personal, o de un perturbado, o de un hombre que quería su minuto de fama.
No obstante, cuando parecía que lo tenían bien sujeto, K. se zafó de uno de los policías y logró hacerse con su pistola. Lo consiguió con extrema facilidad. La tenía en su mano y yo lo veía perfectamente, todos lo veíamos perfectamente. Apuntaba con ella hacia el cristal, hacia donde miraba Karadzic, pero no podía disparar porque tenía el seguro puesto. Y K. no sabía nada de pistolas. Nadie comprendía muy bien lo que sucedía en aquellos pocos y desconcertantes segundos.
Fue un ataque de enajenación furiosa.
Por el amor de Dios, qué estaba sucediendo en la sala.
Otro policía gritó:
Terug
! Atrás. Un policía más lo encañonó. K., que seguía apretando el gatillo sin que nada ocurriera, se volvió hacia el policía. Este le disparó en un brazo. No se desplomó, pero unos puntos de sangre regaron el suelo.
Recordé que había presentido que él haría algo así cuando bailábamos todos en Berlín, en casa de mi madre, y tuve aquel desmayo que tanto le preocupó. Creo que aquel día, en el Tribunal, K. hizo eso porque comprendió que los animales morían solos en los mataderos, en medio de una atmósfera de desastre y sin piedad.
Después de aquello, en ningún momento me dejaron verlo, ni él preguntó por mí.
Pasaron once meses.
Al cabo de un tiempo, publiqué tres reportajes sobre las violaciones de Pale y el tráfico de órganos. Lo conté todo en ellos, palabra por palabra, fiel a Jergovic, aunque en la agencia no me permitieron reproducir la conversación grabada entre el diplomático inglés y el alemán por considerarse una grabación privada de Martine Cormac, quien, como era de esperar, no autorizó su reproducción. Hubo grandes implicaciones políticas, pero enseguida pasaron desapercibidas por la llegada a Europa de nuevas oleadas de conflictos, y crímenes, y crisis, y nuevos titulares de mil cosas distintas que volvían a imponerse a diario. La guerra de Bosnia quedaba demasiado lejos, nadie quería remover más la mierda. Una vez detenido Karadzic, había que pasar página. Incluso Heinz reapareció brevemente por sorpresa para felicitarme por los reportajes y lamentar que no sirvieran para nada. No había vuelto a tener noticias suyas desde que me puso en la pista de Jergovic. De Zana, en cambio, tampoco él sabía su paradero, ni nunca más se supo. Tal vez viva o tal vez no. Me he propuesto averiguarlo cueste lo que cueste. Cuando ya no importe y esta sea tan solo una historia terrible como cualquier otra, puede que todo salga a la luz, aunque entonces ya solo se considerará una posible versión, un triste relato, una manera parcial de ver las cosas, en definitiva.
Tampoco volvieron a aparecer los dos hombres. Hasta ahora han cumplido su palabra de dejarme en paz.
¿Habría leído K. mis artículos en algún periódico o en Internet, en un tren, en una estación o en un hotel? ¿Habría reiniciado su largo viaje por Europa donde lo dejó: Dublín-Londres-Hébridas? ¿Seguiría encadenando museos en aquella extraña filmación sin sentido? Nunca le dije que a mí no me gustaban los museos. Sé que él los odiaba.
En realidad, mi relación con K. fue muy breve. Pero aquellas semanas parecía que fueran años. Ni siquiera pudimos despedirnos. Tuvieron que llevarlo herido al hospital, donde estuvo en observación, incomunicado bajo custodia. Dos días más tarde, lo detuvieron formalmente y lo acusaron de intento de agresión, resistencia a la autoridad y desacato al Tribunal. El cargo de tentativa de asesinato lo retiraron finalmente.
El juicio contra Karadzic no se interrumpió, la prensa apenas recogió la noticia de la acción de K. No se quería dar publicidad a cosas de chiflados así, víctimas de una obsesión paranoide, decían, por si terminaban disparando en la calle contra un juez o barriendo a balazos una escuela.
Fue sometido a un análisis psiquiátrico. Lo superó: estaba en sus cabales. Le impusieron una pena de seis meses de cárcel o, en su lugar, una multa. Como se declaró insolvente, tuvo que cumplir la pena, pero le fue conmutada debido a la atenuante de trastorno temporal transitorio por estrés agudo que le diagnosticaron. Decía que no recordaba nada, que había olvidado por completo lo sucedido durante aquellas horas. En consecuencia, no podrá acercarse nunca más al ciudadano Radovan Karadzic, por ser calificado de acosador y amenaza peligrosa para el serbio, según estipuló la sentencia. Tampoco podrá entrar nunca en las sesiones del Tribunal. Pero creo que a K. eso le será indiferente: no volverá nunca por La Haya.
¿El cambio en él? No hubo un momento preciso, fueron varios. Se me ocurrían los de aquella mañana en que Madi subió las vacas al camión para llevarlas al matadero, o cuando conoció la matanza de bosnios en el mercado de Sarajevo, o cuando Jergovic nos relató las violaciones del deshuesadero de pollos, o cuando Zana nos habló de sí misma. Todos fueron momentos que cambiaron a K.