Authors: Adolfo García Ortega
Perdimos un día entero yendo y viniendo a la sede del tribunal, en el número 1 de Churchillplein. Allí desconocían si el fiscal acudiría hoy, nos dijo una funcionaria de la primera planta, con seca amabilidad; tampoco había nadie de su despacho y además no habíamos concertado una cita previa, no podían hacer favoritismos, etcétera. Si queríamos intentarlo más tarde, dentro de unas dos horas, no nos garantizaba nada pero tal vez tuviéramos mejor suerte. Mientras tanto, nos remitió con cierto desdén al registro oficial de pruebas y documentos, aduciendo que estos días previos a la reanudación había bastante revuelo. Cualquier elemento nuevo tenía que ser sopesado con calma en otro contexto, quizá en otra fecha, en definitiva, precisaba de un proceso de verificación muy escrupuloso. Como dijo la funcionaria, no había ninguna prisa, el juicio final no iba a acabar tan rápido.
En el registro nos atendió una joven agobiada de trabajo que estaba sustituyendo a la titular del registro, de baja porque su hijo había cogido el sarampión. Justificaba así su envaramiento en aquel puesto. El problema era que no teníamos nada que registrar, salvo nuestra voluntad de darle al fiscal una información verbal. La joven lo concibió como un testimonio y en consecuencia debía pasar por la aprobación previa de la fiscalía, que era de donde precisamente veníamos. Deberíamos volver a la oficina de la acusación, allí nos tomarían las declaraciones pertinentes. Volvimos, por tanto, a la fiscalía a la hora que la funcionaria nos dijo. No había nadie, ni siquiera la funcionaria. La puerta estaba cerrada y todo el mundo había ido a comer. Desistimos por ese día. Aquello fue kafkiano.
Hasta la mañana siguiente no di con alguien que se pusiera al teléfono y que comprendiese el alcance de lo que le estaba contando. Tenía una información que en la prensa podría ser todo un escándalo, pero sobre todo en el tribunal podría significar la incoación de cargos nuevos, nuevas diligencias. Había testigos y habría que protegerlos. Había que exhumar cadáveres. Había responsables y habría que dar con ellos, quizá investigarlos. Al otro lado del teléfono la voz de un joven arrogante que comenzó aseverando que el fiscal no concedía entrevistas, ya que para ello existía un departamento de prensa, asentía a cada frase mía con exasperante neutralidad. No me prestaba atención. Reaccionó cuando le dije que el director de mi agencia acudiría directamente al juez Kwon y que no dudase de que la prensa destacaría la falta de colaboración de la fiscalía. Eso tendría una interpretación política. Rodarían cabezas, la suya la primera. Después de unos segundos de duda, me dijo que me llamaría en una hora, necesitaba hacer una consulta. La llamada fue puntual: me citó a las doce.
K., más melancólico que nunca, se quedó en el pasillo cuando yo entré. Quien me recibió con un saludo cordial no era el fiscal Brammertz, tampoco era el joven arrogante con el que había hablado por teléfono esa misma mañana. Era una mujer que se presentó como asesora de la fiscalía. Su nombre era Loan Ngyai, vietnamita.
¿Me importaba que dejase la puerta abierta?
No, no me importaba.
¿Me importaba que grabase nuestra conversación?
No. Podía hacerlo si lo creía conveniente.
¿Podría considerar mi deposición como una confesión?
No, no se trataba de eso.
¿Podía considerarse como un testimonio? En ese caso mandaría venir a una taquígrafa.
No era un testimonio, al menos por ahora. Venía a informar de un hecho relativo al caso.
La asesora de la fiscalía escuchó con suma atención mi relato y tomó esporádicas notas. Le hablé del intérprete Goran Jergovic, le expliqué quién era, qué informe había elaborado, cuándo y para quién, le hablé de la violencia sexual sistemática, de las mujeres violadas del deshuesadero de pollos de Pale, de los asesinatos, de la red de tráfico de órganos, de las implicaciones políticas de las fuerzas humanitarias, del ataque del que Jergovic fue víctima estando en Roma, donde ahora permanecía inconsciente; le hablé de Zana, le conté su historia. Le entregué el sobre amarillo que ella me dio, ahí estaba todo. Por último, cité a Heinz, el contacto clave en todo esto, un agente retirado alemán cuyo nombre sería falso. Si lo veía oportuno, otros periodistas podían darle las mismas referencias de Heinz, aunque no tenían la misma información que yo. Goran Jergovic y su acompañante, Zana, esperaban un gesto del Tribunal Penal, no sabían si llamarlo perdón, amparo o cobertura. Había que actuar, porque yo misma estaba amenazada, perseguida, acosada.
Cuando terminé, la ayudante Ngyai solo preguntó si esos hechos guardaban relación directa con la causa IT-95-5/18 abierta contra Radovan Karadzic.
Contesté que, hasta donde podía imaginar, sí.
¿Se le podía considerar responsable directo o indirecto?
Directo, no.
Ok, dijo, aunque ellos no eran la policía, tal vez se investigara lo que yo le acababa de contar. Pero tenía que comprender que todos los días llegaban personas con revelaciones extraordinarias, salvajes incluso, sin aportar ninguna prueba de ellas. Era precisamente mi caso, aunque reconocía que en mi versión existía una singularidad excepcional: lo del tráfico de órganos. Además, había testigos y el hecho era sumamente delicado. No obstante, no podían prometer nada sin pruebas.
Las tenían en Roma. Si es que Zana y Jergovic aún vivían allí, añadí. Mejor dicho: si es que aún vivían. Punto.
Aunque me comprendía, replicó Ngyai, no creía que mi tono cínico ayudara mucho a avanzar en el asunto. A continuación, quiso saber quién era K., el hombre que estaba en la puerta, y qué papel desempeñaba en mi relato.
Me limité a indicar que me acompañaba, aunque traté de buscarle una identidad convincente, sin hallarla. No le iba a decir que era un antiguo director de cine que viajaba por Europa haciendo fotos sin forma a un mundo que ya no existía. Por eso volví a repetir que tan solo me acompañaba.
La asesora Ngyai hizo un gesto de incomprensión. ¿Era entonces un guardaespaldas o algo así?
No, solo hacía fotos, en realidad no era eso lo único que hacía. Hacía cine. Hacía una película.
¿Una película sobre la guerra de Bosnia?
No, hasta donde yo sabía. Una película sobre animales, más bien.
Ngyai seguía sin ver la relación. Los golpecitos de sus dedos entre sí evidenciaban impaciencia.
Zanjé al asunto diciéndole que él estaba al corriente de todo lo que nos había confesado Jergovic. Podría ser utilizado como testigo. Era alguien muy valioso, por eso estaba allí conmigo.
Miré hacia la puerta. K. continuaba de pie, al otro lado del pasillo, ajeno a nuestra conversación sobre él. En los últimos días, desde que hablamos con Jergovic, se había vuelto un tanto oscuro, callado, como si maquinase algo, lo intuía; las embarazadas éramos muy intuitivas. Él también estaba bajo el efecto traumático de las mujeres violadas de Bosnia. Conocer lo que conocíamos nos hacía sentirnos asqueados del mundo que nos rodeaba. A veces decía que los europeos éramos una especie que merecía perecer. Lo decía sin clemencia.
La asesora de la fiscalía apagó la grabadora digital y se guardó el sobre amarillo. Me pidió mis datos personales y profesionales. Me agradeció que hubiese acudido al Tribunal con una información de esa clase. Aunque no fuera lo más ortodoxo, creía estar en condiciones de asegurarme que abrirían una investigación formal, y si, en calidad de periodista, deseaba escribir cualquiera artículo o reportaje sobre esos hechos, me rogaba que hiciera especial mención al espíritu colaborador de la fiscalía en un asunto de semejante alcance. Se hablaría con los gobiernos implicados. Si me necesitaban, me llamarían, no debía dudar de ello. Al igual que al fotógrafo que me acompañaba. Nada más podía hacer por mí.
Se levantó de la mesa, me tendió la mano y me rogó que si, en adelante, había modificaciones o ampliaciones con respecto a lo que le había contado, por favor, se pusiera en contacto con ella. Me dio su número de móvil. De lunes a domingo, dijo, esbozando una insólita y leve sonrisa. El fiscal y todo su equipo me estaban muy agradecidos. Buenos días. Y se fue. Solo oía los latidos de mi corazón. Y los de mi otro corazón, más abajo.
Al salir del Tribunal los vi llegar. Caminaban despacio.
De inmediato supuse que sucedería lo que más temía. Trac, trac, trac. Cuando atacaron a Jergovic, Zana dijo que no los vio venir, que fue demasiado rápido. Pero ahora yo los veía venir. Eran ellos. Imaginé que Zana debió de sentir lo mismo que yo sentía en ese momento cuando los soldados avanzaban hacia ella en el deshuesadero de pollos, quince años atrás, también tranquilos y sin apresurarse. Debió de sentir que iba a desaparecer, que dolería.
La mañana era inclemente y el viento frío cortaba la piel. Llovían literalmente chispas de hielo. Pero no tiritaba de frío. Tuve náuseas y apenas había desayunado después de una mala noche. Me sobrevino una arcada. Me agarré con fuerza al brazo de K. y le señalé la presencia de los dos hombres que nos perseguían.
Venían hacia nosotros sonrientes, como unos amigos que por fin nos habían encontrado. Los reconocí, eran el Apuesto y el doble de Sterling Hayden, los mismos con los que hablé en el coche bar del tren. Cuando estuvieron a nuestra altura, frente a nosotros, nos saludaron y nos mostraron en sus palmas de la mano, discretamente metidos en la manga, las puntas de unos cuchillos de monte.
Nos conminaron a que los acompañásemos. El Apuesto fue delante de nosotros y Hayden detrás. No había nadie más por la zona. Llegamos hasta un paso subterráneo que desembocaba en Zeestraat, temporalmente inutilizado por obras, como indicaba un letrero, donde olía a gasolina. Se me pasó por la cabeza que tal vez fueran a quemarnos vivos.
Estaba muerta de miedo. Miré a K., que no se atrevía a devolverme la mirada. En cambio, me resistía a pensar en la muerte. Recordé, por el contrario, algo relativo a los cuchillos: en casa de Dragan Dabic hallaron una colección de armas blancas.
Les pregunté si era verdad que los serbios coleccionaban cuchillos. Eso los desconcertó.
Proseguí. Se lo pregunté una vez en el tren y se lo preguntaba otra vez ahora, ¿venían a matarme?
El doble de Sterling Hayden ya no sonreía.
¡Silencio!
Me abofeteó y luego me empujó contra la pared y me obligó a arrodillarme. Quise balbucir un ruego.
¡No, por favor!
Hubo un golpe sordo, como cuando se golpeaba un saco. Noté el cuerpo de K. contra el mío, empujado a su vez por el Apuesto cuando trató de resistirse. Cayó a mi lado hincado de rodillas. Me sujetó la mano con fuerza. Tosía. También pronunció una súplica.
¿Qué iban a hacer? ¡No, no, no!
Fueron unos segundos aterradores. Solo oíamos el ruido de los coches, los pasos precipitados de algunos transeúntes por el respiradero del subterráneo, la respiración de los dos hombres a nuestras espaldas. La gravilla levantada del suelo de hormigón se me clavaba en la rótula y no me estaba quieta. Pero lo que me ocurría era que temblaba. Temí que nos degollaran. Les habría sido fácil.
Pero empezaron a hablar.
Sabían que estaba embarazada, dijeron. Suponían que querría tener mi hijo y ser feliz con él el resto de mi vida. ¿No era así?
Sí, lo quería con toda mi alma, contesté.
Eso estaba muy bien en su opinión, la maternidad significaba algo muy sagrado. Dependía de mí, por tanto, tener ese niño. Lo mejor sería que me olvidara de ciertas cosas.
¿A qué cosas se refería?, insistí.
¿Los tomaba por idiotas? Dijeron entonces que al principio nos seguían para llegar hasta determinada persona. No pronunciaron su nombre. Luego nos seguían para que no hablásemos a nadie de esa determinada persona, ¿entendíamos? En cuanto a mí, dijeron que me mintieron en el tren: sabían muy bien quién era yo, dónde vivía, dónde estaba mi casa, qué había en cada estante de mi
loft
, de qué color eran las plumas de mi loro. Tenían orden de no dejarme en paz una temporada. ¿Entendía?
K. y yo habíamos bajado la cabeza.
Sí, entendíamos perfectamente la amenaza.
K. intentó cambiar la conversación: ¿Y Jergovic?
¿Jergovic? ¿De quién hablaba?, preguntó burlonamente el Apuesto. No sabían nada de ningún Jergovic. El doble de Sterling Hayden dijo que conoció de niño a un payaso que se llamaba así, Jergovic. ¿Era él? Se rieron a carcajadas.
Estaban mintiendo, seguro.
Tendríamos que demostrarlo. Ellos solo sabían de payasos.
¿Y Zana?, pregunté yo.
Otra payasa que… Iba a decir algo más, cuando su compañero lo mandó callar.
Estuvo con ella, ¿no era así? La había reconocido, ¿verdad, hijo de puta?
No hubo respuesta. El empujón contra el suelo fue violento, llevaba odio, y me derribó. Di con la frente en el hormigón y saltaron mis gafas. K. me levantó, trató de rebelarse, pero le dieron una patada en los riñones. Luego nos obligaron a volver a la posición inicial, de rodillas contra la pared.
Experimenté un escalofrío cuando la punta de su cuchillo recorrió mis nalgas haciendo un dibujo. Luego me lamió una oreja. Luego apartó el cuchillo. Su aliento en el cuello me llevó a Zana.
Ya estaba bien, exclamó el Apuesto, se acabó el juego: les gustaba esta ciudad tan limpia, querían dar muchos paseos por ella, quizá se cruzasen más veces con nosotros, no querían sorpresas. No nos molestarán si no les dábamos motivo, ¿entendíamos? Nos veremos por aquí. O en otra parte. Siempre estarán en alguna parte en que estemos nosotros, ¿entendíamos? Cuando menos lo esperásemos, surgirían. Igual que a nosotros, también a ellos les encantaba viajar en tren.
El mensaje estaba claro y nosotros lo habíamos recibido.
Uno de ellos le entregó a K. la cámara que le habían robado en Berlín. No la habían tocado, pero había desaparecido la tarjeta de memoria.
Lo único que debíamos recordar era que estábamos advertidos, así de sencillo. Dicho eso, se fueron caminando tranquilamente, dejándonos a nosotros arrodillados en el subterráneo, desolados, como las víctimas que aguardan con resignación el tiro de gracia.