Authors: Adolfo García Ortega
Al final, todo se resumía en una amenaza.
No me desmayé, pero se me aceleró el pulso. Me aparté unos metros para vomitar a solas. Noté la mano de K. en mi espalda sudorosa. Me estaba acariciando. Noté que también él temblaba todavía. Los dos nos abrazamos asustados. ¿Me sentía mejor? No, a decir verdad me encontraba hecha una mierda, lo mismo que él. Entonces dijo que se alegraba de que nos tuviéramos el uno al otro.
Por la noche, me despertó el viento que silbaba por la rendija de una ventana mal cerrada. No, eso era imposible. Lo que me despertó fue una incómoda sensación de humedad. Temí que fuese una hemorragia, pero era la certeza de algo inconcebible, como si mi cuerpo se hubiera disociado de mi ser: me había meado en la cama. Me había meado de miedo entre sueños. ¿Zana se mearía a menudo en la cama? ¿A los treinta años?
El 28 de febrero, la víspera de la reanudación del juicio, era domingo. La ciudad se paralizaba más de lo que la paralizaba el invierno. Deduje que no habría nadie en el Tribunal, por eso telefoneé a Loan Ngyai a su móvil. Recordé sus palabras: de lunes a domingo. Marqué dos veces, la asesora parecía renuente a contestar; finalmente lo hizo y, cuando supo lo ocurrido, me recomendó denunciarlo a la policía. Me recordó, de paso, delicadamente que ellos no eran esa clase de institución. Me disculpé, irritada por su frialdad. Solo quería demostrarle que estaba realmente en peligro. Quizá debí seguir su consejo, quizá debí ir a una comisaría y describir las caras de aquellos dos asesinos, y a la vez destapar todo el asunto. Pero me quedé en el hotel, compadeciéndome de mí misma y dudando.
Una estupidez pasó por mi cabeza: matarlos yo.
Aunque luego la abrumadora cascada de obstáculos que hacía inviable esa venganza me devolvió a la realidad.
Permanecí la mayor parte del día en mi habitación del Promenade. La soledad sería el mejor remedio para recuperarme de la agresión. Cierto que me sentía humillada, pero ni por asomo tenía ningún derecho a compararme con Zana, cómo podía ni pensarlo, a mí no me habían violado aquellos hijos de puta.
K. no me llamó en toda la mañana. Lo consideré una buena decisión. Nos estábamos implicando demasiado. De algún modo, La Haya suponía un final de trayecto. Preferí dejarlo solo, como otras veces. Sé que cuando no estábamos juntos, K. vagabundeaba por la ciudad en busca de La Casa Fantástica,
Het Fantastisch Huis
. No me extrañó que quisiera hacerlo por su cuenta, no veía cómo podría ayudarlo yo. Por otra parte, cada uno tenía sus propias preocupaciones. Me concentré en las mías. La más importante era hablar varias veces con la agencia. Les previne que tal vez les diese una exclusiva. Estupendo, dijeron, ¿corroborable? Podrían jurar que sí. También durante todo el día intenté localizar a Zana y a Heinz, saber de Jergovic, tener alguna noticia suya. Los resultados no fueron muy alentadores: seguían sin ponerse al teléfono.
Finalmente, al caer la tarde, salí. No podía seguir recluida, sentada sobre la cama con las piernas recogidas bajo el mentón y llorando todo el rato. Era enfermizo.
Busqué a K. en su hotel, sin éxito.
De regreso, traté de animarme bebiendo una copa en el bar del hotel. El encuentro con los dos hombres que nos asaltaron, me decía a mí misma, había servido para algo, de ahora en adelante sabíamos que nos dejarían en paz, salvo que nosotros los provocásemos. Pero ¿qué podíamos hacer, más allá de hablar con aquella asesora de la fiscalía? En realidad, la amenaza se refería a mí. Alguien no quería que yo sacara a la luz todo aquel asunto, y no precisamente para salvaguardar a Karadzic. Este ya estaba perjudicado, el juicio se ponía en marcha, la condena flotaba en el ambiente. No, lo que pretendían era que el escándalo no salpicara a quienes ya habían reconstruido sus vidas y eran nobles y destacados ciudadanos, por muy culpables que hubieran sido en otra época. ¿Quién pensaba en aquellas mujeres destrozadas? En el fondo, partes de sus cuerpos habían servido para salvar a alguien, ¿no? ¿Qué mal había en ello, en cierto modo? No se daban cuenta de que esa amenaza solo podía insuflarme más coraje para escribir mis artículos.
A K., en cambio, siempre lo vieron como alguien pasajero. Y eso era, un hombre de paso. No daría problemas.
Ahora, cumplida a medias la amenaza de los dos asesinos, aunque resultara extravagante decirlo, la vida se había vuelto cotidiana, recuperaba la rutina. Era como si tuviera que convivir con una enfermedad crónica: dejas de pensar en ella. Pero Zana aún seguía en mi cabeza. Y toda la triste historia que sabíamos. Me venía bien olvidarme de ello durante un rato delante de una copa de coñac y mirando pasar a la gente despreocupada mientras mi mano daba vueltas en círculo sobre mi vientre. Deseaba la normalidad.
Al día siguiente, K. pasó a recogerme con mucha antelación para ir juntos al juicio. Conocíamos el lugar, habíamos estado allí dos días antes. La sesión empezaba a las nueve y preveíamos una gran expectación y afluencia de gente, por lo que quisimos ser de los primeros. Pasamos un control de detector de metales a la entrada del Tribunal. Poco después, nos esperaba un segundo control antes de entrar en la Sala de Audiencias 1, donde iba a tener lugar la reanudación del juicio. Estaba lleno. Nos sentaron separados, ni siquiera mi credencial facilitó las cosas. A mí me pusieron en la segunda fila, a K. en la quinta; sin embargo, los dos estábamos en el flanco de la izquierda, enfrente de donde unos minutos más tarde se sentará Karadzic de perfil. Entre él y nosotros mediaba una pared de cristal ahumado que aislaba por completo al público asistente de los protagonistas del juicio.
La sala era alargada como una góndola. En el extremo de la derecha se ubicaba el equipo fiscal y la acusación. En el extremo de la izquierda, la defensa. Y más allá de la defensa, en su último estrado junto a una pequeña puerta, el acusado, en solitario. En la parte central se disponían los jueces y, de cara a ellos, había un lugar específico para los testigos, que accedían por la puerta diametralmente opuesta a la de los acusados.
A las 9:01 entró Karadzic, que había exigido asumir su propia defensa. Delante de él, en otra fila, se sentó su ex abogado inglés, Richard Harvey, quien, por mandato del Tribunal, sería su consultor. Karadzic llevaba en la mano unos papeles y un portamapas cilíndrico, así como un librito pequeño que no llegué a identificar. Iba vestido con un traje gris oscuro que no parecía en absoluto nuevo, sino más bien bastante raído. Estaba claro que la ocasión no merecía estrenos para él. Su mechón de siempre, la cara afeitada, el gesto terrible. Cualquiera diría, pensé, que no había pasado el tiempo, que Dragan Dabic no hubiera existido jamás, que este no fue más que una máscara hueca durante trece años, el paréntesis de un disfraz bajo el cual, inalterable, permaneció siempre Karadzic sin que el tiempo hiciera mella en él.
Vi que era más alto de como me figuraba. Brillaba una lluvia de caspa sobre sus hombros. Parpadeaba mucho. Aunque era contradictorio, el hombre que estaba allí parecía impaciente.
Entró a continuación el equipo fiscal, entre quienes reconocí a la asesora vietnamita. Cuando tres minutos más tarde los jueces, encabezados por su presidente, el juez O-Gon Kwon, hicieron su aparición en la sala, todo el mundo, incluidos nosotros, se puso de pie.
Hubo un súbito silencio. Comenzaba el juicio.
Ese primer día la sesión fue breve. A las 13:30 todo había terminado. Entre medias, Karadzic negó los cargos nuevamente, dijo que expondría la pura verdad, que se demonizaba en su persona a toda Serbia como país criminal, que las cifras de muertos estaban hinchadas, que su derrota significaba el triunfo del islamismo en Europa, que los gobiernos eran cómplices de esa atrocidad, que los verdaderos asesinos eran los musulmanes y los croatas, y, en fin, que él era víctima de enemigos y traidores, pero no de la justicia. Estuvo impertinente, desafiante. Sacó unos mapas de Sarajevo y de Pale que describió con monótono detalle. Habló todo el tiempo de sí mismo en tercera persona. Al acabar, nadie había creído al rey de las mentiras.
No sabría decir en qué momento K. salió de la sala. Cuando se levantó la sesión, ya no estaba entre el público. No lo vi hasta veinticuatro horas más tarde.
Me lo encontré en la calle, la noche del segundo día del juicio, a hora avanzada. K. no había ido al Tribunal. Yo tomaba un sándwich en el Café Spinoza, en Javastraat, un café moderno en el que todo era metálico y frío y donde solían recalar los periodistas noctámbulos. Lo vi al otro lado de la luna del escaparate, con semblante aturdido, parado en la calle sin saber hacia dónde ir. Otra persona que no fuera yo tendría la impresión de que K. era alguien que estaba completamente solo y perdido.
Salí. Lo llamé. Vino hacia mí. Me sujetó por los hombros, se alegraba de verme. Creo que me buscaba, en cierto modo, pero parecía abstraído, ensimismado.
¿Había ocurrido algo?
Me reveló lo que había hecho. Me lo contó fríamente. Había ido a la Casa Fantástica, sí, había dado con ella o con lo que quedaba de ella, porque no esperaba que existiera, eso ya se lo había dicho su madre. Había ido allí y había conocido la verdad.
Fue por azar.
Por la mañana cogió la cámara, su mochila ligera y salió a caminar por esa ciudad desconocida que albergaba su secreto. En el Ayuntamiento, después de consultar los archivos, le habían dicho que no tenían ningún edificio registrado con el nombre de
Fantastisch Huis
. No se desalentó. Sus pasos lo condujeron hasta la zona de Zusterstraat, por cuyas calles, estos días pasados, preguntando a unos y a otros, consiguió saber que hubo una casa llamada así. Pero las casas de la zona eran totalmente modernas; le recordaban a esas ornamentadas tartas de nata que ponían en las bodas.
Vagó por esas calles inútilmente buscando la planta de un edificio en forma de buque.
¿Sería por allí por donde vivió y trabajó Renata hacía sesenta años? Tenía tan pocos datos… Hasta el presente, había dado la espalda a su historia e ignorado esta ciudad, como se ignoran los cuentos de hadas que nos cuentan las madres. Sin embargo, nada estaba ya como quizá estuviera a finales de los años cuarenta. El paso del tiempo lo había transformado todo hasta desfigurar cualquier descripción que su madre le hubiera hecho.
Caminó por allí mucho tiempo, morosamente. Buscaba un indicio, el menor testimonio le valdría. Se detuvo a cada poco. Preguntó en todas partes. A veces no lo entendían. Entró en las tiendas y locales comerciales. Era una tarea imposible, pero K. no podía dejar de intentarlo.
Entonces tuvo suerte. Dio con una mujer que conocía a un hombre que había vivido siempre por allí: su suegro. Con naturalidad, le señaló al anciano de gabardina azul que estaba sentado enfrente, a pocos metros de la orilla del canal Buitenom, donde paseaba a diario con su perro.
K. vio al perro y al hombre. Se acercó hasta él. Debía de tener más de ochenta años. Se llamaba Stanislas. En otro tiempo se dedicó a las mudanzas. Hablaron. Por supuesto que aquel anciano la conocía; toda la gente de su edad conocía muy bien La Casa Fantástica.
Era una casa de ladrillo, en forma de barco, sí. Con adornos vegetales en sus ventanas de ojiva, en efecto. K. revivía la cantinela de su madre, cuando rememoraba una y otra vez aquella casa. El anciano le dio otros detalles. Había también adornos con tulipanes de escayola en los techos de las habitaciones. Y columnas de estuco con tritones regordetes tallados. Y unos faunos en los capiteles. Se decía incluso que, en el interior, en la pared de una de las habitaciones, Van Gogh llegó a grabar «Feliz Año 1882» y a pintar un perfil de mujer a lápiz, pero muy pocos lo debieron de ver. Quizá fuera un rumor.
El anciano tiró del perro y se puso en marcha haciendo un gesto para que K. lo siguiera.
¿Adónde iban?
¿No quería conocer el lugar exacto?
K. asintió. Los dos fueron caminando por cuatro o cinco calles y atravesaron un bulevar. No se hallaba muy lejos, si seguían esa orilla del canal. Al ver la cámara, Stanislas creyó adivinar que K. buscaba imágenes para un reportaje. Él no lo desmintió. De pronto, al cabo de unos minutos, el anciano se detuvo a la puerta de un inhóspito bloque de la FBTO Verzekeringen, la compañía de seguros.
Estaba justo ahí, señaló con el dedo.
El lugar era irreconocible. Transitado por gente apresurada hablando por el móvil, con maletines y bien vestida, era una pequeña explanada de oficinas y bancos. La casa resistió los tiempos duros de la guerra, cuando los bombardeos del 45, dijo Stanislas, luego construyeron otros edificios colindantes hasta que en los ochenta modificaron por completo la fisonomía de la zona. Ni siquiera la calle existía ya, se le cambió el nombre, se integró en otra mayor, se transfiguró como calle, por así decir, explicaba Stanislas. K. buscó con la mirada la plaza ajardinada, la estafeta de correos, la escuela que Renata le describía de niño, pero no había ni rastro, todo eso había desaparecido.
¿Había llegado al origen, al punto exacto del inicio de sí mismo? No se atrevía a aceptarlo. ¿Qué hacía allí? Algo inestable podría romperse todavía más en su pasado. Dio unos pasos. Fue calle abajo. Volvió calle arriba. El anciano no dejaba de mirarlo, sin comprender sus intenciones. Pero no tenía intenciones. Esperaba un milagro.
¿Había entrado él en La Casa Fantástica alguna vez?
Sí, alguna vez, respondió Stanislas. Hacían fiestas.
Luego añadió que la derribaron en 1958. La casa fue la última de todas en ser derruida, dada su naturaleza, dijo finalmente.
¿A qué se refería con lo de su naturaleza? ¿No era una pastelería?
No, no era una pastelería. La Casa Fantástica era un burdel.
¿Qué? ¿Cómo decía?
Exactamente lo que le acababa de decir, un burdel. Él había ido allí de joven, de eso estaba bien seguro.
K. se quedó sin habla, y casi sin aire. Aquello era incomprensible para él. Luego sintió un profundo abatimiento. Algo muy poderoso lo arrancaba de su propia vida.