Authors: Adolfo García Ortega
Conocía a casi todos los vecinos de Auvers, muchos me saludaban al pasar por la calle, incluso esa noche, aunque apenas había gente a esas horas. La pequeña Sidou está aquí y va a ser madre, me habría gustado decirles a todos. Quizá la perspectiva de ser madre me abría un paréntesis ante el mundo de mi infancia y de mi adolescencia. Me volvía indulgente. Todo rezumaba allí el aroma de un momento anterior, remoto como la misma historia, que está pidiendo a gritos recrearse, o mejor dicho, repetirse, pero vivido de otro modo. Me decía a mí misma que siempre tenía que revivirlo todo de maneras diferentes. ¿Sabía K. que el campo es el espacio que más relatos guarda en espera de ser contados? Pero imágenes, en cambio, tiene pocas y todas se parecen.
K. me dijo que había leído cosas sobre mí en Internet. En realidad, no había mucho que contar: estudios primarios en París y en Berlín, vacaciones entre París y Berlín, universidad en la UPX Nanterre, periodismo, viajes por aquí y por allá, reportajes infumables, apuntarme a todo, voluntaria para las cosas que nadie quiere cubrir, sacar la cabeza. Y de pronto un acierto, la puerta como meritoria en la todopoderosa agencia AFP. Ahí sigo.
En Berlín viví con mi madre mi infancia de niña «secuestrada», porque mi madre no me dejó volver con mi padre hasta que no cumplí los diez, y después volví a pasar temporadas sueltas, todo un síndrome de Estocolmo. Y fue en Berlín donde conocí a Yuri hace un año. Sucedió en una de mis visitas a mamá. Recuerdo que un amigo me presentó a un ruso que acababa de llegar, muy europeo, atlético y nervudo, simpático, que había sido militar, aunque la verdad era que solo había hecho el servicio obligatorio en la marina rusa, concretamente en un submarino.
¿Nuclear?
Recuerdo que Yuri se rió cuando se lo pregunté a la cara. No todos son nucleares, no todos se hunden, me dijo bromeando, muy tímido. Hablaba mal el alemán, hablaba mal el francés, hablaba mal el inglés. Me temí que también hablase mal el ruso. Tenía algo de misterioso y astuto, acotaba una zona oscura en él, pero me gustaba su virilidad de muchacho orgulloso. Era de facciones atractivas. Buscaba trabajo de cualquier cosa pero no lo encontraba. Esa misma noche me acosté con él. Y se quedó conmigo una buena temporada; hacía poco que habíamos roto.
Pero ni de mis cosas ni de Yuri le había hablado a K. todavía. Esa noche en Auvers no pasé más allá de contarle lo de mi trabajo como
free-lance
para France-Presse. Un trabajo en el que siempre tienes que ganarte el puesto y nunca lo consigues, sabes que hay pocas oportunidades de destacar como sea. Entonces, le dije a K., surgió lo de las violaciones.
Por los alrededores de la casa-museo del doctor Gachet, K. quiso saber más sobre ese asunto. Claro que lo podía leer en mi web, lo tengo en uno de los primeros artículos firmados con mi nombre completo, pero me rogó un resumen.
Nos sentamos en un bordillo de la calle. Creía que hablar de una cosa así requería cierto sosiego, algo de ceremonia.
Lo de Karadzic empezó a interesarme de manera personal cuando tuve noticia de las violaciones que se habían producido en Bosnia-Herzegovina.
Fue a raíz de caer en mis manos la sentencia del Tribunal de La Haya en 2001 contra algunos violadores. Leí en algún sitio que esos hijos de puta, seres despreciables, tenían a Karadzic como un guía y a Milosevic como un dios. Pero lo que leía me parecía irreal: aquello estuvo perfectamente organizado, respondía a un plan, era fruto de un pensamiento.
Un día el mundo se despertó más vil. En un lugar remoto de la feliz Europa se había empezado a violar a las mujeres y a las niñas de más de catorce años como un arma de guerra. Solo a las musulmanas bosnias. Se hacía para infundir terror, para que se preñaran de criaturas serbias con semen cristiano, si se quedaban embarazadas, para humillar y torturar. Sucedió en 1992 y fue así hasta los acuerdos de Dayton, en 1995.
Se violó de todas las maneras posibles, se hizo por todo tipo de personas y en todo tipo de lugares. Se violó en barracones, en celdas policiales, en pisos particulares, en gimnasios, en escuelas. Se calcula que hubo unas 50.000 violaciones en cuatro años. Eran sistemáticas. Planificadas. Convertidas en salvajismo y orgías de sangre. Se llevaba a cabo metódicamente y después no se hablaba de ello. Lo hacía la policía y el ejército, ambos estamentos nacionalistas serbobosnios. No había paramilitares porque estaban integrados en la policía o el ejército. Era brutal, pero era legal.
En
Foča
, cerca de Sarajevo, hubo cientos de mujeres musulmanas que luego fueron asesinadas en el estadio del Partizan. También utilizaban los hoteles, donde las llevaban en autobuses que todo el mundo veía.
Lo hacía gente normal.
La idea de las violaciones la tuvo el poeta y psiquiatra Karadzic. Según él, ese sistema contribuía mucho a la limpieza racial; según él, era algo inevitable y necesario desde las invasiones turcas de muchos siglos atrás.
Según él. Siempre según él.
Los soldados serbobosnios violaban; luego disparaban o degollaban a las violadas. Había campos, como en Visegrad o en Rogatica, donde la única actividad era la violación de mujeres y se aplicaba a ella un escrupuloso horario laboral, con descansos para comer y cambio de turnos, hombres de noche y hombres de día.
Violaban de uno en uno, o en grupos. Algunos se cubrían la cara con una media o un pasamontañas. Mataban a niños pequeños para luego violar a la madre delante de su cadáver. Cortaban los pechos a las mujeres que acababan matando al día siguiente, al cabo de un día de atroces sufrimientos. Algunos de los violadores eran muy jóvenes, llevaban cuchillos con los que degollaban con mucha pericia. Otros no eran tan jóvenes. En la sentencia había algunos nombres que no he querido olvidar:
Dragan Gagovič, Dragan Zelenovič, Zoran Vukovič, Radomir Kovač, Dragoljub Kunarac
. Los sentenciaron por «violar, esclavizar y torturar».
No los sentenciaron por matar, solo por violar. Y mataron a muchas de las mujeres que violaban.
A veces los soldados serbobosnios las vendían por unos marcos. Las capturaban y las vendían. Tal vez las pegaran antes o las maniataran.
Después supe algo espantoso. O más espantoso, quiero decir.
Supe que en enero de 1993, cuando yo apenas había cumplido trece años, hubo en Pale, una ciudad a diez kilómetros de Sarajevo elegida como capital serbobosnia, un caso de ciento cincuenta violaciones ante las que la UNPROFOR hizo la vista gorda. Estaban retenidas en una nave industrial de Pale, muy cerca de un campamento de la Cruz Roja. Fueron tratadas como animales, encadenadas, sucias, heridas por los golpes. Las mataron a casi todas menos a siete. En 2005 escribí un artículo sobre ellas, incluso obtuve sus testimonios bajo nombre supuesto. Me dijeron que algunas fueron luego amenazadas incluso por sus propias familias.
Me lo había contado en Madrid el periodista de
El País
que me había dado una pista clave sobre algo en lo que yo ya llevaba investigando varios años, la complicidad tácita de la UNPROFOR. Ese caso de las violadas de Pale era el que me venía ocupando desde entonces. Antes de ir al juicio de Karadzic en La Haya, necesitaba demostrar algunas cosas acerca de la historia de aquellas ciento cincuenta mujeres violadas. Eran esas ciento cincuenta mujeres violadas las que se enfrentaban en la balanza a mi decisión de abortar o no abortar. Sus rostros se me aparecieron en aquella consulta del doctor Sinopoulos que me decía: «Si no reposas, lo perderás, perderás a tu hijo.» Pero si, por descansar, abandonaba la pista de mi investigación, tal vez nunca pudiera saber lo que tenía que saber en Zurich. Saber, quizá, la verdad, y hacerles justicia a ellas. ¿Voy a Zurich por ese motivo? Sí, voy a Zurich, entre otras cosas, por ese motivo.
K. no me preguntó más ni quiso saber qué otras cosas. Se le notaba cansado, llevaba varias noches sin dormir bien. Quería tomar un café, se hacía tarde, habría que buscar un taxi para regresar a la granja, o quizá el amable Madi apareciera otra vez. Pero no.
Meneó la cabeza mirando hacia el suelo. Dijo que los hombres son demasiado sucios, que siempre está en ellos, ahí, presente, la destrucción. Se refería a los de su mismo sexo, al universo masculino. Arma de guerra.
Odio a Karadzic, dije yo. Pero enseguida corregí: un periodista no puede odiar, deja entonces de ser periodista.
En la mirada que me dirigió K. vi que descubría en mí algo de quijotesco, de mujer justiciera y vengadora, como si quisiera restaurar la memoria y la historia. Pero aquellos hechos ya eran inamovibles: por eso solo faltaba la justicia.
Refrescaba aún más. Me subí el cuello de la ropa. Guié los brazos de K. hacia mí para que me abrazara con su calor. No opuso resistencia. Buscamos un taxi.
¿Y él?, le pregunté. También K. se hizo la misma pregunta, por primera vez: ¿odiaba él a Karadzic? ¿Lo odiaba en realidad? ¿Y por qué habría de odiarlo, si no lo conocía? Ambos sabíamos que las apariencias engañan siempre. A veces se dice: «Tal hombre ha matado a un niño…» Solo la mera noticia nos predispone contra él, su aspecto físico se transforma en siniestro a nuestros ojos. Pero luego se nos revela que no ha sido exactamente así, ni mucho menos, que había tales o cuales atenuantes, como por ejemplo que el niño estaba sufriendo una enfermedad incurable y el hombre se había apiadado de su dolor, o que el hombre inculpado finalmente no era el asesino, pero quién lo diría ante un aspecto tan de criminal como el suyo…, etcétera, y sin embargo, en ese momento, la sociedad ya lo ha juzgado y condenado, y no hay vuelta de hoja. Las apariencias no son nada de fiar.
¿Qué sabía K. de Radovan Karadzic? Solo que era serbobosnio. Psiquiatra. Que se ocultó. Que lo buscaron durante años. Que cuando por fin lo detuvieron tenía apariencia de un hombre apacible que sanaba a la gente. Que lo detuvieron en un autobús. Lo que sabía todo el mundo.
Tal como le había prometido al doctor Sinopoulos, al día siguiente, 5 de febrero, me quedé descansando bajo los maternales cuidados de Charlotte. Pero K. no se quedó en la casa. Dará un largo paso por la ribera del Oise. Llevará la cámara. Se sentirá Van Gogh porque eso mismo era lo que Van Gogh hacía al salir de la casa de Gachet: recorrer con su maletín de pintor toda la orilla del río y adentrarse por los campos.
Aunque Frédéric se pasaba el día trabajando y solía acabar extenuado, se ofreció a ir con él, por lo menos durante la mañana, hasta la hora de comer. Luego regresarían. Sin embargo, no entendía muy bien la descortesía en la que, en su opinión, yo estaba incurriendo, al dejar solo a mi invitado. ¿Por qué no iba con ellos? ¿Por qué tenía que descansar? K. no le contestó a esas preguntas. No era su papel.
Yo y mi padre. Mi padre y yo. Qué poco nos contábamos uno del otro. Y él siempre creyéndose que yo me alejaba más y más.
Era cierto que hacía tiempo que no venía a verlo, y eso que cuando iba a visitar a mi madre el tren pasaba muy cerca de la granja, incluso la vislumbraba a lo lejos, si había buen tiempo y me esforzaba un poco; la verdad era que tampoco iba mucho a ver a mi madre. Frédéric no tenía motivos para estar celoso, comparándose con mi madre. Lo que pasaba era que yo estaba muy ocupada volando sola, últimamente. Y eso que mi padre me llamaba a menudo y así al menos hablábamos por teléfono, aunque siempre conversaciones cortas, qué tal estás, qué necesitas, todos te mandan besos, ven pronto. Mi madre, en cambio, cuando yo la llamaba, o no cogía el teléfono o estaba siempre comunicando. Luego me reprochaba que si me había olvidado de ella, que si ya no la quería, etcétera. Frédéric nunca me reprochaba nada parecido ni me chantajeaba emocionalmente. Pero veía en su mirada la ligera frustración por no haber podido ser ninguno de los dos, ni él ni yo, un padre y una hija normales.
En esta ocasión, aún no me había preguntado adónde iba o de dónde venía, no sabía que tenía que pasar por Zurich ni se figuraba para qué tenía que hacerlo. Menos sabía, por supuesto, que estaba embarazada. Aunque una vez le hablé de Yuri. ¿Y cómo lo iba a saber si yo no abría la boca? Sin embargo, yo era consciente de que Frédéric tenía derecho a conocer estas cosas de mí, las coordenadas de su hija, por así decir. Pero yo eludía precisamente su cariño, su apoyo, su comprensión. Lo arrinconaba adrede. Era injusta, de acuerdo. Quizá me rebelaba de ese modo contra esa inversión de papeles en la familia, Frédéric tan maternal, mi madre tan severa, que además tuvo el arranque de llevarme consigo. En esto me parezco demasiado a mamá, que no tiene ninguna foto de Frédéric en su casa y nunca me dice hola cuando llego, solo me hace una pregunta impertinente acerca de cualquier cosa, como si no hubiera pasado el tiempo desde la última vez que estuve allí.
Vi partir a Frédéric y a K., con
Sisi
y
Kan
moviendo la cola detrás de ellos. ¿Qué tipo de padre habría sido ese hombre que iba junto a mi padre, cómo era en realidad ese «hombre del tren»?
Imaginé su caminata: remontando la colina Furet en dirección este, donde está el monolito en punta por los caídos del Somme, se baja en picado hasta cruzar una profunda hondonada. Allí tendrían que ver un caballo muerto, del que nos habló Madi en su coche la tarde anterior, camino de Auvers. K. le hizo una foto que más tarde me enseñó: era un caballo blanco moteado de gris, un caballo hermoso y perdido que había muerto enfermo y solo, sin poder salir de la hondonada, casi una barranca. Caminaron seguidamente por las estribaciones del Bois Le Roi hasta la granja de los Bouçon, de quienes Charlotte siempre había envidiado sus frondosos rododendros tanto como sus cebollas. Anduvieron por pinares con olor a resina, perfilaron pequeños altozanos desde donde se divisaban los campos de heno aún cubiertos por la neblina pertinaz de las mañanas de invierno.
Vieron la isla que hay en medio del Oise, cerca ya de Auvers, y cruzaron hasta ella. La misma isla en la que Van Gogh, buscando un fuego inexplicable, se tumbaba durante horas sobre la hierba, de cara al cielo, y meditaba sobre el método a seguir para acabar con su vida. Un día eligió pistola, pero no tenía pistola, y entonces se pasó otra temporada meditando sobre la hierba dónde habría una pistola que él pudiera comprar o robar. Esto que me contó allí una vez mi padre, ahora se lo estaría contando a K. mientras las culebras de agua hacían ondas concéntricas cuando surcaban el río en una barca a motor que pilotaba Frédéric (una foto de K. lo atestiguó luego) evitando los rápidos.