Pasajero K (17 page)

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Authors: Adolfo García Ortega

Ahora grababa la ropa que estaba tirada y confundida por el suelo, la suya y la mía. Sacó en ese momento, de entre sus cosas, una foto de Mina, la cantante italiana, y la situó sobre la ropa desordenada. Era de la portada de un disco,
Sarà per te
. Lo grabó todo junto.

Mientras lo hacía, me contó que una vez, en su propia casa, siguió el rastro de la ropa de Lea hasta que llegó a un lugar donde la descubrió follando con dos desconocidos, pero a él no lo vieron. En cualquier momento podían percatarse de su presencia, así que salió corriendo como un delincuente. En esa ocasión le habría gustado ser ciego. Eso le ahorraría tener que ver el cuerpo de Lea en brazos de aquellos hombres.

Me dijo entonces que su padre era ciego.

Me dijo también que Lea le mentía. En esa época iba a marcharse con otro, estaba planeando dejarlo, pero a él aún no se lo había insinuado siquiera. Amaba al otro, claro, si no K. no creía que Lea fuera capaz de fugarse. No era de esas. Pero le dolía, por mucho que supiera que su matrimonio ya había acabado y no tenía la más mínima posibilidad de continuar, le dolía. Le dolía también que le mintiera, cuando ya no era necesario. Bastaba con que Lea pusiera ese punto final que K., por indolencia, cobardía o miedo, no ponía. Adiós para siempre, lo nuestro acabó para siempre, me voy para siempre, etcétera. Frases así. Sin embargo, una vez que ella se largó de verdad para siempre, K. se dio cuenta de que la soledad le dolió más de lo que pensaba y muchísimo más de lo que temía.

Imposible no acabar con ella tormentosamente.

El caso era que, desde que lo había conocido, K. me hablaba constantemente de aquella Lea Minardi, muerta y enterrada, que nunca sería alguien real para mí. Me confesaba su vida aunque yo no se lo había pedido.
Warum?
No tenía respuesta, a no ser que quisiera mezclar su vida con la mía. Me hablaba de Lea, pero en cambio, recíprocamente, yo solo le hablaba de Karadzic. Eso le ayudaba, por lo visto.

K. nunca le había preguntado a su madre demasiadas cosas sobre Kuiper, su padre. Pero acertó en la diana por casualidad cuando le preguntó si era ciego. Lo preguntó como podía haber preguntado acerca de cualquier otra característica física de su padre, todas eran posibles: ¿una cojera?, ¿alguna prótesis?, ¿usaba peluca?, ¿tenía cicatrices?, ¿era velludo?, ¿era judío? Ella le contestó que en efecto, era ciego. No le contó nada más que eso ni entró en detalles. ¿Veía solo un poco? No, no veía nada. ¿Veía al menos su rostro, el rostro de Renata, el cuerpo de su madre? No, no veía nada de nada de ella. La palpaba. La palpaba con delicadeza. Quizá Renata le dijo estas cosas tan cortantes para que su hijo se callara y dejara de hacer preguntas sobre su padre, preguntas de las que ella tampoco tendría la respuesta, probablemente. Así que tal vez se inventó que era ciego. La única foto de aquel hombre llamado Robert (K. creía recordar a su madre nombrándolo una vez así), que no se parecía lo más mínimo al Kuiper ciclista, en realidad no revelaba nada especialmente singular de esa ceguera, ni siquiera se deducía si el hombre retratado era o no invidente. Pero, por otra parte, tampoco K. recordaba muy bien aquella foto.

No nos acostamos juntos, obviamente, pero esa noche, en el tren, me sucedió algo en verdad insólito.

K. se quedó dormido en su litera cuando salíamos de Fráncfort. Tuve sed, no conciliaba el sueño. Creía que ya nunca más podría dormir en un tren, después del ataque de la vez anterior. Cerraba los párpados pero no dormía. Cada ruido insignificante se repetía sin parar, magnificado. Así que me deslicé de mi cama a oscuras, recogí la ropa del suelo, me vestí y fui al coche bar.

El camarero no estaba solo. Allí, acodados en un rincón de la barra, había dos hombres. Eran ellos, los dos hombres del otro tren.

Tuve miedo, no podía ya retroceder y encerrarme en el compartimento; me temblaban las piernas, ellos habían reparado en mí y hablaban animosamente para disimular. Los identifiqué muy bien. Tenían un aspecto más corpulento, incluso mayores, vistos de pie, pero no había duda de que se trataba de ellos, del tipo que se parecía a Sterling Hayden y del Apuesto.

Experimenté una sensación sofocante. Me repuse y comprendí que era ahora o nunca. Había algunas personas más en el coche bar, aunque parecía que estaban a punto de pagar y marcharse. Era mi ocasión, abordarlos con testigos.

La pregunta sobre si me estaban siguiendo fue nítida. ¿Me seguían, sí o no?

¿Nosotros? No, cómo había podido pensar eso.

Ataqué: los reconocía muy bien del tren de Madrid. ¿Cuándo fue eso? Días atrás, podría incluso darles la fecha exacta. Sí, era cierto, estuvieron en ese tren, pura casualidad, qué buena memoria la mía. ¿Iban a acabar siempre apareciendo en los lugares más insospechados? Qué absurda pregunta era para ellos, eso nunca lo podrían saber, la vida estaba ramificada, había sorpresas, y además estaba el destino. Para ellos, el devenir de la vida ya estaba escrito por el destino.

Los miraba cada vez con menos temor y veía en ellos el símbolo de la fatalidad, de la amenaza. También del recelo y de la sospecha. Qué cosas tenía yo, qué extraña pasajera era yo, según sus palabras. Sonreían, pero era obvio que estaban incómodos; incómodos y amenazantes. Parloteaban. Además, emanaban un desagradable olor corporal.

¿Conocía un lugar llamado Buddenbrook?

No.

Ataqué: ¿cómo era que estaban ahí, otra vez, en el mismo tren que nosotros? ¿Acaso habían sabido todo el tiempo dónde estábamos K. y yo? Sin duda era eso. Entonces me asusté al descubrir que todo este tiempo habíamos corrido peligro en la granja, que Frédéric ahora corría también peligro, porque ellos, la Amenaza, sabían que él era mi padre y sabían dónde vivía. Siempre podrán hacerme chantaje con él. Danos lo que queremos o matamos a tu padre. Danos lo que queremos o matamos a los animales, a más animales. Me sobrevino un ataque de pánico al imaginarme a Charlotte muerta, a Madi muerto, a toda la familia de Madi muerta. Era espantoso.

Uno de ellos me preguntó por segunda vez si conocía un lugar llamado Buddenbrook.

Lo negué.

Debía de estar en algún lugar de Europa Central. Nadie lo conocía. Como un lugar perdido o mítico. ¿No me parecía increíble, un lugar perdido o mítico en Europa? Un lugar que nadie veía pero que ahí estaba. Como Bosnia, pensé.

¿De qué me hablaba ese tipo? ¿Por qué cambiaba de conversación? ¿Estaba loco? ¿Creían que yo era idiota, creían que no sabía que habían destrozado mi casa y revuelto mis cosas, que buscaban algo que ni yo sabía qué era? A lo mejor lo que buscaban era el modo de dar con Jergovic, un indicio.

Sí, difícil de creer.

Recordé de pronto que una vez entré en un Museo del Dinero y vi algo así como «Monedas acuñadas en Buddenbrook». Pero eso era absurdo, me dije, porque estaba convencida de que ese lugar no existía, debí de confundirme.

¿No había estado nunca allí?

No.

¿De verdad que no sabía dónde estaba?

No.

Allí se dirigían ellos.

¿A mí qué me importaba? ¿Por qué tanto interrogatorio? Yo solo quería beber algo en el coche bar, me moría de sed. Sabía que eran dos asesinos. Podrían resultar cómicos, como personajes de Beckett y como asesinos. Eran, en realidad, una incógnita. Me figuré que lo de Buddenbrook era una especie de juego idiota, de hombres.

Al principio se identificaron como croatas; luego como rusos, más tarde como macedonios, y, finalmente, como checos. Yo sabía que eran serbios. Me inquietaban.

¿Por qué me seguían?

Venían a por mí. Lo dijo el que se parecía a Sterling Hayden, y yo me asusté mucho más al oírlo. Se me revolvió el estómago y sentí una náusea. ¿A por mí?

¡¡No. Era una broma!! El Apuesto se reía a carcajadas, el muy hijo de puta. En cambio, el clon de Sterling Hayden permanecía apenas con la sonrisa congelada, esperando mi reacción. Creo que disfrutaba.

Les habían pagado para ello. Eso era todo, nada personal. Y era suficiente. Unos profesionales. Pero cuando conoces al que puede apretar el gatillo, la cosa cambia. Hay una emoción, ya no es lo mismo.

A continuación comenzaron a tartamudear y balbucir que en el fondo todo era un error. Hablaban de errores, de equivocaciones, de disculpas, como si fuese un tema de conversación que alguien hubiera sacado en el bar del tren, pero el camarero estaba haciendo crucigramas al otro lado de la barra sin prestarnos atención y los demás pasajeros ya se habían ido.

Los dos hombres juraron que me habían confundido con otra persona, otra periodista de otro país. Confundieron mi cara, les habían dado una foto equivocada, malos datos. ¿Y qué pasaba con mi piso revuelto? No, no me atrevería a preguntárselo. Me sentía confusa, aquello era demasiado absurdo. Me dirían que lo del piso también fue un error. Ahí acababa todo.

¿Les importaba que les hiciera una foto? Saqué el móvil.

¿Estaba loca o qué?

Les juré que no serían identificados.

De acuerdo, podía hacerles una foto, pero si llegaba a publicarla, me matarían aunque yo fuese un objetivo equivocado. ¿Entendía? Entendía. No hice la foto.

Lo que no comprendía era por qué no me obligaban a acompañarlos a mi compartimento y darles lo que buscaban de mí. Podían matarme y dejar mi cadáver en el servicio, si querían, nadie iba a impedírselo, salvo K., pero también podían matarlo a él. Sin embargo, no hicieron eso, sino que me dieron la espalda y siguieron hablando entre ellos, en checo, griego o serbocroata, supuse. Poco después, volví a mi vagón hecha un zombi. Antes me giré para comprobar si seguían allí. Sí, seguían allí.

Al día siguiente, cuando despierte en mi litera, debajo de la de K., creeré que todo habrá sido un sueño. Por eso a él no le dije nada del asunto. Sería empeorar las cosas. Pero, ¿era empeorar la palabra adecuada?

Nada era como debía ser.

El 2 de febrero K. tenía que estar en Londres.

El 6 de febrero fotografiaba el hocico de una vaca en Auvers.

El 9 de febrero, a las 8:49, él y yo poníamos los pies en el andén de la estación de Spandau, en Berlín: 3.400.000 habitantes, 900 km
2
de superficie, 4 ríos, 12 barrios, 365 museos. Una vez tuvo un muro de 160 kilómetros que dividía la ciudad. Yo no había nacido entonces, y era una niña cuando lo derribaron. Aun así, Berlín era también mi ciudad, la mitad de mi vida le pertenecía.

El 9 de febrero seguían persiguiéndonos.

Después de bajar del tren, busqué a los dos individuos de la noche anterior cual siluetas de pesadilla, escrutando uno a uno los andenes repletos, pero una vez más no había ni rastro de ellos. Miraba a un lado y a otro, conteniendo la ansiedad. K. ni siquiera reparó en mi inquietud.

¿Conocía K. un lugar llamado Buddenbrook? Me respondió que no, que conocía una novela. ¿Y si fuera un lugar? Se alzó de hombros. ¿Dónde?

La mayoría de las veces, mi madre vivía sola en su piso de Mühlenstrasse, en Pankow, pero esa noche se había quedado a dormir su amigo Bohdan Paczkowski, el dentista, a quien yo apenas había visto dos o tres veces. Fue él quien nos abrió la puerta y estuvo parado unos segundos, perplejo, hasta que me reconoció, quizá porque no esperaba que me presentase acompañada y tan temprano. En lugar de improvisar un saludo, pronunció en voz alta el nombre de mi madre.

Bruna.

Al fondo del pasillo enseguida apareció mi madre, espigada y con una bata azul, poniéndose sus gafas doradas. Lucía ojeras de color canela, pero parecía relajada. Sus manos huesudas, de piel blanca, venosas, dibujaron en el aire un amago de caricia al aproximarse a mi cara, aunque finalmente se fueron hacia su cabello ondulado, para colocárselo mientras me decía: «Sid, ¿por qué no llamaste al viejo Lothar?» La pregunta inesperada, siempre la pregunta inesperada. ¡Eso fue hace cuatro meses, mamá, por Dios! Lothar era un ex policía jubilado que ahora arreglaba bolsos y complementos de piel para no aburrirse, creía recordar que debería haberlo llamado para algo la última vez que estuve aquí, pero fuera lo que fuese ya había quedado obsoleto. Hasta puede que hubiera muerto, en estos cuatro meses, mamá.

Así era como mi madre me daba siempre la bienvenida, a base de preguntas de ayer mismo.

Se trasladó a esta casa de Pankow cuando cumplí los diecisiete años. Desde la reunificación y después de divorciarse del psiquiatra, su segunda pareja, estuvimos viviendo en varios pisos de alquiler, tantos que muchos ni los recuerdo, aunque recuerdo caras de hombres, muchas caras de hombres, pero no retuve el nombre de ninguno. En 1997, mi madre se compró el piso de Mühlenstrasse, interior, cuatro habitaciones, un poco sórdido y antiguo, cuyo anterior propietario había sido un militar. El piso ya indicaba qué tipo de mujer era mi madre. Seguía llevando la farmacia, en Mitte, pero estaba cansada; me refiero a la nueva farmacia, porque la vieja farmacia de la familia apenas si yo la recordaba borrosamente de cuando era muy niña, siempre llena de hombres uniformados. Ahora, por el sitio tan turístico donde estaba ubicada, la franquicia de una multinacional americana le ofrecía una fortuna por el local. Se lo estaba pensando. En cuanto a Bohdan Paczkowski, solo sabía que era un dentista polaco del que mi madre se había enamorado hacía unos tres años, creo. Se enamoró por su aroma varonil, exhalado cuando iba a la consulta y él se aproximaba a ella mientras le manipulaba la dentadura.

Se enamoró porque estaba sola.

En Berlín, con mi madre, yo ya no era Sidou, sino Sid. Tenía el don de disminuirme en todo sin pretenderlo. Siempre discutíamos, éramos cada una la oposición de la otra, invariablemente. Por eso, cuando le dije que K. y yo nos quedaríamos en casa unos días, ella lo aceptó a regañadientes, al fin y al cabo también era mi casa. Miraba de hito en hito a K. y me escrutaba con sus ojos para averiguar si éramos amantes. Me habría gustado decirle que yo no era como ella, pero la heriría. K. notó aquella impertinente actitud e insistió en irse a un hotel, pero esta vez no le dejé. Y menos aún por culpa de la desconfianza mezquina de mamá.

Pese a mis dudas en hacerlo, finalmente le conté a K. lo que me había sucedido en el coche bar del tren. No me lo podía quitar de la cabeza. Bien, si todo se debía a un error de esos dos tipos, yo estaba a salvo, buena noticia, esa fue su respuesta. Pero no. Yo no les creía. Me habían mentido. Y seguro que K. tampoco se lo creía, aunque se empeñaba en demostrar lo contrario para tranquilizarme. ¿Por qué siempre era tan generoso conmigo?

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