Authors: Adolfo García Ortega
Algunos pueblos conocen eso, ser quitados de en medio. Fue lo que K. murmuró sin dejar de mirar las pezuñas de las vacas rociadas de estiércol y la argolla que las unía al suelo del camión para que no se moviesen. La clave consiste en saber quién decide qué es un animal que deba ser quitado de en medio y cómo quitarlo de en medio efectivamente. El sufrimiento de los animales no nos espanta. Ni la crueldad.
Aquella segunda visita a los animales en los establos fue para K. una revelación. No eran unos animales cualesquiera, sino los animales que iban a morir. Aunque, claro, eso lo supe mucho más adelante, cuando la revelación se convirtió en una némesis que nadie pudo parar.
Tendría el bebé.
Lo dije delante de la cámara. Me había pasado unas horas pensando en ello (más los días que habían transcurrido desde que el doctor Sinopoulos me puso contra las cuerdas) antes de soltarlo en un primer plano frente al objetivo de K. Lo extraño fue que, al verlo al otro lado de la cámara, entendí de pronto su juego de tickets fotografiados fuera de contexto, porque ahora él era para mí como uno de sus tickets fuera de contexto, cuyo fondo eran los establos de una granja donde jamás en mi vida habría podido imaginar la escena en la que yo le contaba que estaba embarazada a la cámara de un hombre sin nombre fijo. Había sacado a K. de mi propia cajita de Europa, un tren.
Pero, al pronunciar esas palabras, enseguida entendí que había llegado el momento de enfrentarme a Frédéric con las nuevas noticias. La buena tan solo. Porque no iba a decirle que ahora mis metas y preocupaciones se ceñían a tres, a saber: una, averiguar la verdad sobre el escándalo de ciento cincuenta mujeres musulmanas dejadas matar salvajemente ante la indiferencia de las fuerzas de la ONU; dos, que mi embarazo no naufragase en una hemorragia; y tres, para más inri, tratar de sobrevivir a la amenaza de dos individuos, seguro que del Este, pisándome los talones. No podía asustarlo así. Le dije únicamente lo que le concernía a él, a su estirpe: lo del niño.
Se lo dije por sorpresa. Y también que mañana me iba.
Frédéric, salpicado de barro hasta la camisa, no podía dar crédito a sus oídos. Lo embargó la alegría. ¡Sidou, Sidou, mi Sidou! Decía mi nombre una y otra vez. Me miraba y reía. Y me besaba. Luego me abrazó largo rato, mejilla con mejilla. Notaba el calor de su cuerpo y sabía que me estaba manchando con el barro que llevaba. No me importaba. Me preguntó al oído si estaba bien, si necesitaba algo, lo que fuese. No, papá, no lo necesito. Lo llamé papá por primera vez en muchos años. Mis labios dijeron papá. Noté su emoción cuando se apartó hacia los establos con la excusa de buscar a Madi. Ahora vuelvo. Le temblaba la voz. No se atrevió a preguntarme quién era el padre. Nada de conclusiones erróneas.
¿Por qué, al ver alejarse a Frédéric, pensé en mi madre como nunca hasta entonces lo había hecho? Tal vez porque pensé en ella solo como mujer y no como madre. Una mujer como yo. Entonces necesité verla, decirle, contarle. Una explosión de vitalidad, un estallido de inmensa alegría me invadió en ese momento. Brotaba el entusiasmo en mí igual que las flores de Charlotte brotarían dentro de poco tiempo, poblando su huerto-jardín-reducto de una insuperable exuberancia. Se conjuntaron a la vez todos los hechos: la decisión de mi madre de no abortar, mi decisión de no hacerlo, el abrazo de Frédéric, la comprensión de la huida de mamá, la comprensión de las fotos de K., el aire del campo, la promesa en mi vientre. ¿Puede que fuera aquel, quizá, el instante más feliz de toda mi vida?
No hubo más paseos ni caminatas. Hasta que nos marchamos de la granja, K. se pasó casi todo el tiempo encerrado en el bungaló, viendo en el ordenador portátil lo que había grabado esos días. Pinchaba en su particular archivo que aparecía en pantalla, el AVSDC, «Apuntes visuales sin destino conocido», como él lo llamaba, para ver las imágenes acumuladas que había ido filmando o fotografiando. Solía hacerlo de vez en cuando, encendía el ordenador y se sentaba a ver lo que había filmado. Una y otra vez. O a veces no lo miraba en absoluto, solo lo dejaba funcionando sin prestarle atención mientras hacía otras cosas.
Gracias a un cable, podía incluso conectarlo en cualquier monitor, un televisor de hotel por ejemplo, u otro, como el que había en el bungaló, bastante nuevo, y así lo veía ampliado.
Entonces se producían dos planos, dos situaciones yuxtapuestas de las que a veces fui testigo: en uno, aparecía lo que había grabado, los establos, Madi, otro bracero mayor llamado Gaston, Charlotte llenando unos tarros con hierbas y mermeladas, Frédéric eligiendo películas de Sterling Hayden entre las de su colección, las vacas atadas, los conejos desnucados, un perro lamiendo a otro, la gata
Bovary
caminando por el filo de un tejado, mis labios pronunciando tendré mi bebé, el barro que se formaba a mediodía en la explanada, la pistola que usó Van Gogh, las lápidas de los dos hermanos, Vincent y Théo, el campo neblinoso y helado al amanecer, las roderas que dejaba el Nissan del matadero, las fotos de sus tickets absurdos, mi cara fija durante largo rato...
Y en otro plano simultáneo, él, K., mirando y pensando lo que miraba en la pantalla, atareado por el cuarto, levantándose, afeitándose, leyendo una revista, limpiando la réflex, lavándose los dientes, metido en la cama, mientras se emitían las imágenes sin orden. A veces rebobinaba para comprobar si aquello era la realidad o no.
Siempre le quitaba el sonido.
Los días de Auvers terminaron con una llamada de teléfono. Habían sido unos días serenos, apartados de una realidad, inmersos en otra. Se podía decir que mi cuerpo había descansado y aceptaba la oportunidad que se le daba. Había comido bien. La hemorragia no se había producido. Ni yo la había provocado. Me dieron ganas de decirle a K. que llamara a Sinopoulos para contárselo. Tranquilo, la periodista tendrá su bebé. ¿Algún día colgará Estriatis mi foto en su pared de fotos enmarcadas?
Aquellos pensamientos convocaban otros, y acudía a mi mente la imagen de mi madre deambulando por las carreteras que bordean la granja, tomando sobre mí esa misma decisión: será niña. Y lo fui.
Entonces recibí la llamada que estaba esperando. Era el periodista español de
El País
a quien había ido a ver a Madrid. Me confirmaba lo que yo ya había averiguado por mi cuenta, pero solo a medias, algo relativo a cierto intérprete de los cascos azules de la ONU, un ambiguo personaje que servía también, y en secreto, a los serbobosnios Radovan Karadzic y Ratko Mladic. Era la persona con quien debía encontrarme en Zurich dentro de una semana, ni antes ni después, según me dijo el de
El País
, pero con sus condiciones. Al parecer, estaba preparando su «disolución de identidad», como solían llamar al cambio de nombre, de casa, de oficio, de documentos, de apariencia. Exactamente como hicieron sus jefes, pero unos cuantos años atrás. Disolución como disolución en ácido.
Anoté un nombre: Jergovic. Era demasiado común. No sabía si ese era el verdadero o el falso.
Por ahora nada más. Tendría que esperar otras llamadas.
Decidí ir a Berlín a ver a mi madre, mientras tanto. Fue un acto reflejo, de defensa, de protección: tenía tiempo antes de bajar hasta Zurich, no me costaba mucho hacer ese desvío, Berlín también era mi ciudad, otro refugio. Además, después de los días en Auvers, tenía que mantener el equilibrio emocional pasando otros tantos días con mamá, para compensar. Siempre lo había hecho así, siempre administré la equidistancia que mis padres me habían obligado a respetar. Como una línea que no puedes sobrepasar, Sidou. Y a ella, a mamá, también tenía que contárselo, al fin y al cabo. Creí que decirle a mamá que estaba embarazada delante de alguien como K. me sería más fácil.
Lo que no sabía era qué hacer con Yuri. Ir a Zurich, en el fondo, me gustaba más bien cero. Mi problema con Zurich era precisamente Yuri, porque él estaba allí: en Zurich estaba el padre de mi hijo. O de mi hija. Y yo no quería volver a verlo. Pero mi decisión de ser madre lo había cambiado todo.
¡Sidou, Sidou! El inevitable momento de las despedidas llegó. Charlotte agitaba la mano. Todo el mundo agitaba la mano, dejaba su tarea para acercarse y agitaba la mano. ¡Sidou, Sidou! Solo oía mi nombre por todas partes. También despedían a K., lo despedían como si se tratara de mi pareja. Vuelva cuando quiera. Frédéric, mientras tanto, fue a buscar la
pick-up
Volvo diésel para llevarnos a París. Madi me dijo que no me olvidase de Dios. No me lo esperaba, pero maquinalmente asentí sin motivo. Los ojos de Madi eran bonitos y oscuros.
Pensé en Dios porque lo dijo Madi. Como Dragan Dabic, alias Glumac, alias Karadzic, pensó en Dios cuando empezaron los bombardeos de la OTAN sobre Belgrado, en marzo de 1999. Se disponía a desempolvar un viejo trabajo de fin de carrera que había titulado
Dios y la bipolaridad epiléptica depresiva
, redactado en 1970 cuando era simplemente el estudiante de psiquiatría Radovan Karadzic. Era un texto ingenuo, poco científico, ridículo, en el que sostenía la tesis de que existía una relación entre la ausencia de Dios y la depresión suicida. Tal vez pusiera a Van Gogh como ejemplo, no lo sé. El trabajo académico era breve, estaba mecanografiado por las dos caras y figuraba descrito en el inventario de objetos encontrados en su casa de Novi Beograd. Dragan Dabic le había arrancado al original, literalmente, toda referencia que lo vinculase con su pasado como Karadzic, portadillas, firma, calificación del profesor, identificación de la asignatura, curso, universidad. El texto empezaba en la página cinco y lo había conservado prácticamente camuflado entre otras carpetas en los archivos de su despacho-consulta. Se disponía ahora a usarlo en una charla en el centro de Belgrado, cuando empezaron a caer las bombas selectivas. La OTAN presionaba así a Milosevic y castigaba a Serbia por la limpieza étnica en Kosovo. No lo hicieron en la guerra de Bosnia-Herzegovina por miedo a los rusos, pero lo hacían ahora con la de Kosovo, como una venganza. Buscaban dañar objetivos concretos, pero siempre había víctimas inocentes. Se alcanzó a hospitales. Los destrozos se produjeron en el Ministerio de Asuntos Interiores, en el edificio del Estado Mayor, en la RadioTelevisión de Serbia, en el Hotel Jugoslavija, en la Torre Ušc´e y en el edificio de la legación diplomática de China. ¿Por qué en la de China? Casualmente era allí donde Dragan Dabic iba a dar ese día su conferencia. Fue lo más cerca de China que había estado jamás.
Para ir a Berlín tuvimos que subir hasta París de nuevo. Había que tomar otro tren, también nocturno. Frédéric nos llevó hasta la estación del Este en la
pick-up
, muy estrechados los tres en la cabina, hombro con hombro, con
Sisi
entre mis piernas. El tren salía a las 20:20. Teníamos el tiempo justo. Era un TGV-hotel, pero en la ventanilla nos dijeron que ya solo quedaba un compartimento en primera, con dos camas. Lo compramos, iríamos en el mismo.
Luego Frédéric se quedó en el andén hasta que el tren partió. No quería volverse. Nos vimos alejarnos mutuamente. Él se hacía pequeño y yo me hacía pequeña. ¡Sidou, Sidou, adiós, Sidou! Le soplaba besos sobre la palma de mi mano y él simulaba que los cazaba al vuelo. Siempre fue así. Papá.
Los ojos de papá, los ojos de los animales, los ojos de Madi.
Había olvidado los ojos de Yuri. Porque Yuri entraba y salía de mi cabeza.
Regresé al estrecho compartimento al poco rato. K. ya había encendido el ordenador y enchufado a él la cámara. Lo miré de reojo, pensando por un minuto qué sucedería si me acostaba con él, si hacíamos el amor él y yo, allí, en ese tren. ¿Qué estaríamos pagando el uno al otro con ello, qué tipo de compensación sería el sexo entre él y yo? Pero se imponían enseguida la diferencia de edad y la vida futura: dos planetas no se pueden unir jamás, me decía mamá de niña, seguro que pensando en ella y Frédéric, en el Este y el Oeste, en los hombres y los animales. Pero el «hombre del tren» me gustaba. Y su mano era muy cálida. Aun así, fue la mía la que empezó a revolverle el pelo sensualmente. Él me la cogió para besarla y se quedó en eso. No pasó más. Me senté a su lado y le pedí que me dejara ver lo que salía en la pantalla en ese momento.
Y en ese momento eran locomotoras. Subió el volumen.
Parecían imágenes de un museo del ferrocarril, sin duda español. Alguien, un experto, estaba hablando a la cámara sobre la notación Whyte, la clasificación de las locomotoras según las ruedas de guía (2-…-2) y las ruedas tractoras, así: 2-8-8-8-2. Había otra manera de clasificarlas, pero esta era la más extendida: 1-D-D-D-1. La preferida de K. era la locomotora Mikado, muy famosa entre 1950 y 1970, una de las últimas de carbón y vapor, con adornos rojos en sus topes. Era la máquina de los recuerdos de niño, el símbolo del viejo tren. Ya no existía. Las locomotoras de vapor acabaron a mediados de los setenta, luego las locomotoras pasaron a ser diésel y diésel combinada con eléctrica. Las eléctricas eran las que precisaban de cables de alimentación durante todo el trayecto, dando ese paisaje tan lioso de postes, líneas y cables. Las nuevas máquinas modernas eran muy diferentes. Limpias, decía el experto. Todo aquello lo decía el experto.
Dios mío, de repente me vi prestándole toda mi atención a ese hombre, como si me interesaran sobremanera aquellas descripciones y aquellos datos. Y la verdad era que me cautivaba lo que el experto decía acerca de los trenes. Creo que K., en cambio, me miraba a mí. Increíble: seguía conmigo, no se había marchado, llevaba nueve días conmigo. Sus palabras, al constatarlo, eran de verdadero asombro.
Mientras, el limpio TGV-hotel pasaba por Lorena, Estrasburgo, Karlsruhe… Hacia el Este, indefectiblemente.
K. inspeccionó el compartimento y se detuvo en una palabra escrita a bolígrafo junto al interruptor, en la cabecera de la litera.
Warum
?, ponía; «por qué», en alemán. La fotografió desde varios ángulos. Algo avanzaba hacia alguna parte en K., porque hacía fotos de imágenes cada vez más extrañas: un fragmento de cable eléctrico, unas huellas de pisadas, un picaporte, partes de un rostro, una boca, una nariz…