Authors: Adolfo García Ortega
Fue en la nieve.
Mi experiencia de Berlín decía que cuando había un raro día de sol en febrero, a la mañana siguiente la ciudad amanecería cubierta de nieve. Y así ocurrió.
K. nos filmó a las dos, a mi madre y a mí, de pie en la nieve, por los alrededores de Prenzlauer Berg. Luego me vi en el portátil. Vi cómo yo le contaba a mi madre que estaba embarazada y vi cómo ella, sin variar el gesto adusto, me decía que se acordaba de cuando lo estaba de mí. Eran tiempos confusos, turbulentos para ella, para todos los comunistas de verdad. Y al cabo de un breve silencio volvió a repetir, como si estuviera sola, mirando a la lejanía por encima de mi cabeza, su célebre lamento por no haber tenido más hijos. Misteriosa observación para mí. ¿Significaba acaso que yo era poco para ella, o que habría deseado que yo fuera diferente, o que me consideraba más de la rama de Frédéric, el hombre de campo que quería borrar de su pasado?
Cuando se lo dije, no expresó ningún sentimiento. Volví una y otra vez la imagen hacia atrás en busca de una emoción en su rostro. Era un rostro frío, dispuesto más bien a preguntarme por algo pendiente con el viejo Lothar.
Pero de pronto me abrazó. ¿Te has hecho el test? ¿Has ido a un ginecólogo? ¿Has ido al más conveniente? ¿Te ha dado alguna medicina? Luego, todavía abrazada, añadió: Sé fuerte, Sid. Solo dijo eso.
Fue allí, en la nieve, cuando descubrí que ya no quería a mi madre, que había una extraña desafección entre nosotras. ¿Alguna vez dirá esto de mí mi hijo? Sentí lástima. La miré entornando los ojos como cuando se mira a un familiar que de pronto ha cambiado mucho, hasta ser más bien un extraño.
Luego, aunque sabía que K. nos estaba grabando, bajó la voz y me preguntó quién era el padre. ¿No sería ese hombre con el que viajaba, verdad? ¿Era mi novio? Mejor alguien más joven, etcétera. No, no era él. Pero no le dije quién era, mantuve la incógnita, cosa que a ella le reventaba especialmente. Preferiría que me inventase un padre, el que fuera, a que me quedara callada. Añadía que siempre la decepcionaba tanto, que siempre era tan poco cómplice suya.
No entré en su juego. Eso sí, le aclaré a mi madre, por si las dudas, que entre K. y yo había una diafanidad de amor imposible, algo que ella tal vez no comprendería, porque ella siempre pensaba en tener amores posibles, y la prueba era el bueno de Bohdan, su dentista, un hombre extremadamente corriente en todo, extremadamente posible. Traté de explicarle lo del amor imposible por la diferencia de edad, un salto entre K. y yo demasiado vertiginoso. Tan cierto como que dos planetas no se pueden unir jamás. Mamá no se inmutó al oírme. Había olvidado esa frase que ella misma me había enseñado, esa frase tan dura. En cambio, dijo:
Warum
?
Uno de esos días, K. tuvo conocimiento, a través de un link de mi web, de los detalles de un ataque con mortero al mercado de Merkale, en Sarajevo, el 28 de agosto de 1995. Lluvia de fuego y metralla. Ya había habido otro ataque similar el 5 de febrero de un año antes. En este primer ataque hubo 68 muertos, en el segundo, 43. Centenares de heridos en ambos casos. K. debió de ver a solas, en sus noches de insomnio, con turbadora parsimonia, las fotos de los cuerpos destrozados que yo había colgado en mi página.
No eran fotos agradables, precisamente. Eran fotos tomadas minutos después de las explosiones. No escatimaban crudeza.
En las primeras sesiones del juicio, frente a estos cargos, Karadzic, con los auriculares puestos, se había defendido diciendo que todo había sido una burda patraña, ya que él sabía muy bien que el mercado de Merkale estaba vacío y no se utilizaba desde hacía años. Llegó a decir que los musulmanes trasladaron hasta allí unos cadáveres que tal vez hubieran sido asesinados por ellos mismos en otro lugar, y que hasta la sangre era de mentira, tal vez del degüello de algunos animales, de vacas, corderos o cerdos, porque sería algo abominable malgastar sangre humana en ese macabro montaje. «Pero está en su naturaleza», añadió.
Para Karadzic todo lo había planeado su enemigo Alia Izetbegovic, el presidente de Bosnia, que habría ordenado matar a sus propios compatriotas para luego echarles la culpa a los serbios de SDS, el Partido Serbio Democrático creado por Karadzic. No cabía duda de que sería un sacrificio que valdría la pena hacer para cambiar el curso de la historia. Incluso en cierta ocasión, a propósito de otro ataque, Karadzic llegó a decir en la televisión de Pale que los muertos que se achacaban a los serbios eran, en realidad, «autoatentados de los musulmanes contra su propia gente para llamar la atención en el extranjero».
Aunque aquellas matanzas habían ocurrido quince años atrás, esta vez, en Berlín, hubo algo sutil que cayó como una bomba en el corazón de K. Y lo reventó.
Recordaba él vagamente las imágenes de la tele, ciertamente, pero en aquella época las sintió muy ajenas. En el 95, como no iban con él, no le afectaron. Para K., entonces esos hechos no tenían todavía un culpable. Ahora no había excusas. Las imágenes lo interpelaban. Parecía que solo él podía tener una respuesta, aunque fuese una venganza.
Lo comprendí cuando desapareció un día entero.
Lo que en agosto de 1995 sucedió en el mercado de Sarajevo dejó a K. bloqueado. Algo furioso se abría camino en él. Se sentía embrutecido, colérico. ¿Cómo era posible que Karadzic pudiera imaginar por un segundo que los bosnios vertían sangre de animales, «vacas, corderos o cerdos», sobre los cadáveres destrozados de su propia gente, en aquel mercado? ¿Y destrozados por quién?
Impresionado, vagó por Berlín como un zombi, no vino por la casa de mi madre, no me llamó, no dejó mensajes en el móvil, no dio ningún tipo de señales en todo el día. Si no fuera porque su equipaje aún seguía en el cuarto de invitados, habría creído que se había marchado para siempre, tirando por su camino, al fin y al cabo nada le obligaba a proseguir mi mismo viaje. No obstante, me preguntaba dónde pasaría la noche y qué estaría filmando. Pero no podía preocuparme por él, resultaba muy extraño que yo estuviera pendiente de un hombre de su edad. Además, si se había largado, era por propia iniciativa, ya era lo suficientemente adulto como para tomar sus propias decisiones.
Desapareció un día entero.
Ese día le robaron la cámara. ¿Quién o quiénes? ¿Los dos hombres del tren? Tal vez, no había prestado demasiada atención, un descuido y, ¡zas!, estaba hecho, la cámara había volado. Ni siquiera recordaba dónde había sido. Lo denunciará. Las amenazas cobran siempre formas nuevas, como la desolación o el odio.
Más tarde se dirigió a un café de la Wittenbergplatz, uno de estilo vienés, donde estuvo sentado durante horas con la mente en blanco. Caminó por la ciudad durante muchas más horas, también con la mente en blanco o a lo sumo admirado de que en Berlín ya no le dolieran los oídos. Apenas si comió algo en un Starbucks para todo el día, no tenía apetito.
Por casualidad bordeó el Märkisches Museum, donde se detuvo, pero no entró, solo compró un ticket en la taquilla y lo metió en su caja de los tickets. No necesitaba ver las salas de la historia de Berlín.
Entró, en cambio, en una casa de juegos y apuestas de los alrededores del Tiergarten, un local anticuado con mesas de billar americano,
pinballs
y tragaperras, ruidoso y con neones neoyorquinos. Vio al fondo a una joven prostituta que a su vez lo miraba a él con expectación desde el bar. Pero K. echó solo un vistazo a las máquinas y salió de nuevo.
En los cajeros automáticos de un Commerzbank (¿o era un Berliner Bank?) unos vagabundos hostiles trataron de amenazarlo con los puños, si lo que pretendía era pasar allí la noche. Lo habían confundido con otro como ellos y eso lo aturdió. Lo salvó la prostituta que había visto antes en el bar de la casa de juegos y que había salido detrás de él creyendo que sería un cliente seguro.
Lo fue, porque en el momento en que la prostituta lo tomaba del brazo para alejarlo de allí, empezó a nevar y ella le susurró algo al oído.
¿Había dormido con esa prostituta? Si me refería a si había dormido en su casa, sí, lo había hecho. Si al decir
con
me refería a haber tenido relaciones sexuales con ella, no, eso no había pasado. Era albanesa, rubia, delgada, con cara de un cuadro del Renacimiento, muy joven, más joven que yo. Su piel olía a nuez moscada y regaliz. Le pagó por toda una noche. No tenía un precio muy caro, según K., sino en realidad demasiado barato, unos 80 euros. Hablaba escasamente en inglés, así que apenas hablaron. Mientras ella dormía dándole la espalda, él estuvo todo el tiempo echado boca arriba sobre la cama, con la ropa puesta, mirando las imágenes parpadeantes de un televisor encendido y sin volumen que había sobre un taburete. La chica se llamaba Nur. Sus pechos eran pequeños. K. lo tenía todo anotado.
No era de mi incumbencia, por supuesto, solo que nunca habría imaginado que K. pudiera contarme aquello.
Hubo un tiempo en que me apiadaba de Berlín, de la historia de esta ciudad resistente y casi siempre derrotada. Quizá porque admiraba ingenuamente a Marlene Dietrich. Ahora era una ciudad alegre. Pero para K. no era más que una ciudad sospechosa y miserable, con personas sospechosas y miserables de todo el mundo. ¿Sabía yo que Nur fue violada por su padrastro, y por sus tíos, y luego por sus primos? ¿Y aquí?
La cólera es impronunciable, me dijo.
Pero yo necesitaba alejar los malos pensamientos, yo amaba la vida, y ahora que iba a tener un hijo, la amaba mucho más aún. Como seguramente la amaría Jergovic, ese Jergovic arrepentido que quería estar fuera del mundo. Amaba la vida, incluso gozaría de buen humor, hasta que se encontró en la encrucijada de la muerte, en Banja Luka, de donde procedía. Sin darse cuenta, estaba hasta el cuello de muertos, aunque solo los había visto a diario sin haber participado en los crímenes. O eso decía él. Se topaba con los cadáveres cuando las tropas hacían su trabajo amparadas por el alcohol y el espíritu de grupo. Durante un tiempo creyó que podía servir a Dios y al Diablo. Pero los cascos azules del general Morillon, que en 1993 lo contrataron como intérprete, no eran precisamente la parte de Dios.
Mientras estuve en Berlín, no alejé demasiado los malos pensamientos; por el contrario, recibí más llamadas del periodista español. Había hecho averiguaciones sobre Jergovic que podrían serme útiles. Llamé a otras colegas. Volví a hablar con el periodista de
El País
varias veces cada día. Me pasó el contacto de un agente retirado del Bundesnachrichtendienst (BND), el Servicio Federal de Inteligencia Exterior. Sería mi fuente más valiosa.
Hablé con él, se identificó con un nombre falso, Heinz.
Heinz había estado en Bosnia-Herzegovina durante la guerra. Fue él quien sacó a Jergovic de allí y lo llevó a Suiza, aunque luego le perdió la pista hasta que detuvieron a Karadzic. Entonces, Jergovic se puso de nuevo en contacto con él: necesitaba protección.
Aquel agente retirado que respondía por Heinz me dio un número de teléfono en Zurich, y un nombre de mujer: Zana.
También me dijo Heinz que, si quería, podía corroborar con otros periodistas berlineses algunas de las informaciones que él me suministraba. Hice esas llamadas por mi cuenta y algunos colegas del
Welt
y del
Tagesspiegel
me lo corroboraron. Obtuve todavía más información. Ahora solo me faltaba que Jergovic quisiera colaborar conmigo y revelarme lo que sabía.
K. me preguntaba qué esperaba encontrar en Zurich, después de que me reuniese con ese Jergovic. Cuando le dije que había sido intérprete de los cascos azules en lugares como Srebrenica, comprendió su importancia.
Al escueto apellido de Jergovic empezaron a añadirse ciertos datos, como por ejemplo el nombre: Goran, Goran Jergovic. Y un año de nacimiento: 1967. Y breves referencias de juventud. Pero ninguna foto.
Jergovic había empezado en el cine siendo un niño. Hizo papeles cortos y frecuentaba los rodajes siempre de la mano de su madre, sastra encargada del vestuario. Con diecinueve años, viajó a Londres para estudiar cine. Pero no debieron de salirle las cosas como quería. Muy joven aún, con apenas veinticinco años, estaba de vuelta en Bosnia en 1992. En el peor momento. Era serbio, no tenía trabajo y enseguida lo encontró. Sabía idiomas, lo que acarrearía para él consecuencias desastrosas.
En realidad, los hechos de su vida previos a ese trabajo no tenían ningún interés para mí. Quería conocer su biografía a partir de 1993, no antes, y quería averiguar qué revelaciones tan vitales para el juicio de Karadzic podría hacerme. Solo sabía que guardaban relación con la violación y ejecución de las ciento cincuenta mujeres de Pale. Nada más. Sin embargo, yo no recordaba que en 2005, cuando hice el reportaje sobre ellas, ninguna de las siete supervivientes me hubiese hablado jamás de ningún Jergovic o similar.
Lo sorprendente fue que Heinz, una de las veces, mencionó de nuevo la palabra clave: Buddenbrook. ¿Qué significaba? Heinz no lo sabía. Zana, por lo visto, la mujer a quien yo tenía que telefonear al llegar a Zurich, sí. ¿Quizá fuera un lugar? El agente retirado que respondía por Heinz dijo que tal vez.
Después del robo de la cámara, K. había hecho una falsa cámara con un tetrabrik de leche de soja. La había perforado con un cúter y se la acercaba a la cara como si mirase por el improvisado objetivo. Conservaba el gesto. Un día le hizo una foto de esa manera a un zapato de mujer desparejado en medio de la calle, un zapato rojo con tacón de aguja. Hizo el gesto con la caja de tetrabrik como si absorbiera la imagen. Dijo: ¿Ves? Las cámaras se lo tragan todo. Pensé que Nur podía tener zapatos rojos como aquel y que esa era la razón por la que K. imitaba el gesto de una foto.
Al día siguiente, fuimos a navegar por el Spree a primera hora de la tarde. El río que había arrastrado cadáveres humanos y de animales en otro tiempo fluía tranquilo y metálico bajo la barcaza en cuya proa le cogía la mano a mi madre, como hacíamos cuando yo era una niña. Dos horas antes, Bohdan había llegado a casa, irresistible, con los billetes para el crucero por sus aguas. Una invitación en honor de K., o una celebración diferente, como si los cuatro fuéramos una familia.