Authors: Adolfo García Ortega
Desde la isla vieron el puente de hierro del ferrocarril que cruzaba el Oise formando una curva. Uno de los primeros trenes que hubo en la Historia pasaba por allí en 1846, el que iba de Pontoise a Creil. Más fotos. Exhaustos, regresaron por los bosquecillos de detrás de la ciénaga que estaba vallada de espino para que no entrase el ganado a beber esas aguas ponzoñosas. Tal vez fue eso lo que mató al caballo blanco moteado de gris.
Cuando llegaron, era exactamente la hora de comer.
Yendo por el campo, contó K., sacó de su caja-Europa algunos tickets de extravagantes museos que le remitían a lugares apartados en medio de la naturaleza, museos en los que había estado al menos una vez. El museo Pasternak, en la
dacha
donde el escritor vivió, que le llevó a K. a penetrar en el héroe Zhivago hasta identificarse con él. El museo del héroe Vassili Grossman (pongámonos de pie al oír su nombre), que le sugería campos nevados con cadáveres ocultos bajo la nieve, tiesos como témpanos. El aburrido museo Heidegger (démosle la espalda al oír su nombre) en las montañas de Todtnauberg, donde el filósofo repasaba sin arrepentimiento sus errores nazis. Museos, museos y más museos en medio del campo.
Obviamente, hizo fotos de esos tickets.
¿Y en Auvers también había museos?
Sí, había uno. No, dos. En realidad había tres, según Frédéric. No se acordaba del más importante (en espacio y número de visitas), el museo de la absenta. La fluida absenta de los impresionistas. K. quiso ver ese museo, para fotografiar su ticket alguna vez en cualquier otro contexto de Europa, quizá dentro de uno o dos años, quién sabe. Pero eso ya fue por la tarde, y yo lo acompañé.
Estaba cerrado en esa época.
Al anochecer veíamos películas de Sterling Hayden los tres juntos. Aquel fue un ritual que se repitió cada noche que pasamos en la granja Maudan. Mi padre coleccionaba algunas películas, otras las aportaba K., y la verdad es que fue difícil que uno de los dos no tuviera las del otro. Ganó mi padre, que tenía
Novecento
, pero solo veíamos la primera hora, en la que un ya viejo Sterling hace del imponente campesino Leo Dalcò. Antes, hablábamos un poco los tres del actor que tanto nos gustaba, de sus papeles y de sus películas. Nuestra conversación era un trepidar de escenas recordadas, de diálogos aprendidos. Los títulos brotaban de la memoria uno tras otro. Mi padre nos contó su vida, sus viajes en barco. Me sorprendió cuando dijo que Sterling Hayden había estado en Yugoslavia en el 45. ¡Yugoslavia! ¿De partisano? Ante K., mis ojos debieron de abrirse como platos. En esos momentos, muy animado, Frédéric solía fumar sus alargados Gauloises Blondes y descorchaba la botella de algún licor. Si bebía más de tres copas, cantaba. Si cantaba, no hablaba. No dijo más de Sterling Hayden.
Luego, cuando se prolongaba la velada, cogía en mis brazos a
Bovary
, la gata, y los escuchaba hablar de ciclistas y del Tour. Anhelaban y añoraban las mismas carreras y las mismas épocas. Se entusiasmaba cada cual con su relato. Brindaban por Tom Simpson, que se mató en el 67. Y por la última leyenda, que para ellos fue Indurain. Frédéric recordaba a Kuiper, pero no era de sus favoritos. Prefería a Zoetemelk, a Thévenet, a Van Impe o a Caritoux. Aunque adoraba a Fillon, y lo decía a su pesar, porque Fillon era un marciano para él, un ciclista con gafas y moderno en un mundo de toscos gladiadores, decía. Abominaba de Armstrong. Ahora estaba Contador. Profetizaron que hará historia. Pero Frédéric agregaba de inmediato que la nostalgia puede ser algo terrible, y que suele matar. Muchos mueren de nostalgia, si no se le pone remedio. Odiaba la nostalgia. Yo supuse que también la odiaba, aunque no la conocía aún, porque quién podía ser nostálgica cuando iba a ser madre.
Una noche en que se quedaron solos, instalados en la repulida cocina de Charlotte, Frédéric sacó una botella de sidra un poco ácida con dos vasos. Después de varios tragos y brindis, mi padre le confesó a K. que percibía desde hacía cierto tiempo un cambio en mí: me había vuelto huraña y distante, como si rumiara constantemente algo indefinido y opaco. Una nube en la mente, un dolor, cómo decirlo.
Una obsesión.
Frédéric no sabría mucho de mí, pero me conocía perfectamente. Y a mí me remordía la conciencia por no poder contárselo todo todavía.
K., claro, no le dijo nada.
Durante esa estancia empecé a fijarme más en Madi. Hasta entonces no le había prestado la debida atención. Nunca habíamos cruzado más de unas pocas frases cuando coincidíamos. Su silencio era tan delicado como sus movimientos.
Aquel sábado por la mañana, por ejemplo, lo había visto llegar conduciendo un camión volquete que recogía el estiércol de los establos. En vez de descansar con su familia, estaba trabajando para Frédéric.
Quizá la razón era que la crisis había colonizado las cabezas de todos. Era sabido que en el campo se vivía una época en la que no abundaban las expectativas de futuro: los jóvenes nos íbamos, los viejos se habían hecho escépticos, los mercados estaban a la baja, nunca se ganaba dinero si no era mediante subvenciones, y la carne o la leche eran productos inciertos sometidos a fluctuaciones bursátiles. La granja Maudan no era una excepción. El campo estaba mal, sin ilusión, esa era la frase común desde hacía más de quince años. La crisis económica no abría perspectivas halagüeñas.
Pero Frédéric, entusiasta en todo, no se lo debió de pensar mucho cuando contrató a aquel marroquí que se presentó en la puerta de la granja en un Citroën hasta los topes, con una mujer y dos chiquillos. Le había dicho que era campesino, que buscaba trabajo y que haría lo que fuera por un sueldo justo. A Frédéric le pareció el hombre más serio del mundo. Así pasó a ser uno más en la familia. El más joven de los braceros, aunque ya tendría unos treinta y cinco años y había vivido lo suyo en Rabat y en Marsella.
Madi se reveló de una gran ayuda para Frédéric. Hacía de todo, amaba los animales, le emocionaban las cosechas, le seguían los rebaños, sabía encontrar agua en los pedregales. Suponía aires nuevos en la granja Maudan. Se había instalado con su mujer y sus dos hijos en una casa de las afueras de Auvers, en el barrio de Cordeville. La mujer de Madi servía en las fiestas, cumpleaños, primeras comuniones, bautizos, bodas y demás fiestas cristianas. A veces Madi la ayudaba.
Me preguntaba ahora, cuando lo veía llegar con el volquete, qué pensará Madi de los musulmanes de Bosnia. Qué pensará de Karadzic. Qué pensará él de las violaciones. Qué pensará su mujer.
Madi era alto y delgado, con un rostro típicamente magrebí. No se relacionaba con demasiada gente. Nadie conocía sus opiniones sobre religión, ni sobre política, ni decía nunca lo que pensaba de los nativos del pueblo, ni siquiera hablaba de fútbol. Trabajaba sin parar. Sus hijos iban a la escuela. Muchas veces venían por la granja a pasar el día, invitados por Frédéric. Porque Frédéric siempre ha sido muy generoso. Charlotte aprendía platos marroquíes con la mujer de Madi (creo que se llama Sultana) y dejaba que los chicos jugasen con
Sisi
y
Kan
, los perros mimados, fuera de la casa. Frédéric estaba muy orgulloso de él, decía que en la granja era un modelo para todos, que le recordaba a él mismo hacía unos años y que en él se podía confiar. Iba para dos años que estaba entre nosotros.
En la granja Maudan había tres establos, de los cuales solo dos eran modernos. En ellos estaban las doscientas vacas de la granja. Daban miles de litros de leche al año. De los tres, el más antiguo, colindante a la casa, tenía toda la pinta de haberse construido en tiempos del viejo Maudan. Encima de ese primer establo era donde estaba el pajar.
El estiércol que producían todas esas vacas era vendido a un invernadero municipal cercano. El sábado Madi hizo varios viajes de la granja al vivero y del vivero a la granja para llevarles el estiércol. En el último viaje, bajó de la cabina, comprobó algo de la parte trasera, luego se subió de nuevo a la cabina y trató de maniobrar para meterlo marcha atrás en el cobertizo que hacía las veces de garaje de las máquinas, donde estaban los dos tractores John Deere, la sembradora y otros vehículos agrícolas. Pero no consiguió entrarlo. En ese momento se puso a llover. La lluvia limpió buena parte del volquete pero echó a perder el pelo rizado de Madi.
Entonces se le acercó K. Estuvieron charlando a las puertas del silo de grano. Le hizo una foto junto al camión y luego se dirigieron a los establos. Acudí allí a reunirme con ellos.
Dentro había mierda de vaca en abundancia y apestaba. Encontré a K. poniéndose los zuecos que estaban apilados en un lateral para caminar entre el estiércol. Me sonrió como un muchacho divirtiéndose.
Guardábamos muchos más animales en los establos, no solo vacas. Gallos, conejos, perros. Las terneras y los terneros. Caballos percherones que Maudan alquilaba a otros granjeros. Yeguas que montábamos por el placer de cabalgar. Anexo a los establos estaba el enorme galpón que hacía de taller de herramientas, en el que se entraba también por un lateral que lo unía al establo; allí se disponían las guadañas y las horcas y multitud de utensilios, viejos y nuevos, en dudoso orden.
En el galpón, entre varios modelos de Mobylette y la nueva
pick-up
Volvo diésel de Frédéric, también se hallaba un antiguo Peugeot de los años cuarenta, granate, cubierto por una funda impermeable que dejaba ver algunas partes brillantes y cuyo montaje entretenía a Frédéric algunas tardes ociosas. Me acerqué por allí imantada por un recuerdo.
Detrás del Peugeot estaba la caravana de remolque que compró cuando yo tenía doce años y que nunca llegamos a usar en unos viajes de los dos solos por Europa, imaginados por él y que jamás se hicieron. Tantas frustraciones en mi querido Frédéric.
Al volver a ver aquella caravana al fondo del galpón, junto al establo viejo, no pude evitar pensar que en la misma época en que mi padre la compró empezaron las violaciones en Bosnia. Sentí un escalofrío y una remota e injusta culpa.
Pero K. sintió algo similar en el establo, donde aún permanecía: al ver las hileras de vacas atadas a grandes argollas en la pared le vino a la cabeza una imagen innoble de las ciento cincuenta violadas de Pale. Las lágrimas le brotaron automáticamente. Me habría gustado decirle que sabía lo que sentía.
Los establos también son un museo. Lo dije como si tal cosa.
K. me miró al decirlo. El campo, los establos, eran el gran museo de Europa. ¿Cómo hacerle una foto o filmar
todo
el campo,
toda
la tierra de Europa,
todas
las vacas de Europa? Carne de Europa, ruega por nosotros. ¿Cómo hacerle una foto a una zona de marjales, húmeda, crujida por ráfagas de viento, por donde transitaban las liebres hacia ninguna parte?
Pensé en la mirada de los animales, al evocar de pronto a la liebre.
Mientras caminaba por el establo, K. chapoteaba en el estiércol como lo hacía Madi, quizá para sentir que aquello era real y que era, como él, un pueblerino de otro país.
Allí, más tarde, entre los olores y mugidos de las vacas, le pregunté por qué había tenido que dejar su trabajo en la tele, años atrás. ¿Por qué dejó de filmar? ¿Por qué lo despidieron? ¿Algo de faldas? ¿Algo de principios?
K. no era un hombre ingenioso. Sí, en cambio, era un hombre pertinente, lo que decía era correcto, pero carecía de ingenio. Según él, Lea siempre le echaba en cara que «no tenía ocurrencias». Aun así, tal vez podría calificarse como de un atrevido asunto de faldas el
affaire
por el que lo echaron, en cierto modo. Y eso causó sorpresa en muchos y un poco de envidia en otros.
Me lo contó como algo muy simple y universal. Lo despidieron porque se lió con la mujer de su jefe, eso fue lo que pasó. Se convirtió en el amante de una mujer hermosa, sexualmente insaciable, que se había casado con el todopoderoso director general de la cadena. Fue despedido cuando ella, por despecho u orgullo, quiso deshacerse de él. Nada más. K. nunca me llegó a decir su nombre. Ella le hizo el favor de abocarlo a una nueva vida, con el despido, porque él estaba harto de la televisión y no encontraba la manera de salir de esa profesión que le causaba ansiedad. Ella se lo facilitó: cierto día montó una escena delante de todo el mundo en la que trató de ridiculizarlo como amante. Tal vez ya tenía otro entonces. Allí había cámaras, técnicos, maquilladoras, presentadores, ejecutivos, incluido su marido. Todos miraban para otro lado. Esa misma tarde, con la excusa de que K. se había negado a ejecutar una arbitraria orden promulgada por el director general que iba a perjudicar a muchos empleados de la cadena, fue despedido. Pocos meses después, ella se divorció del director general y desapareció para siempre de la vida de K. A la mierda el director general. A la mierda la mujer hermosa. A la mierda la tele.
El mundo estaba saturado de imágenes y de mujeres hermosas. Eran la plaga de nuestro siglo. Imágenes que nunca serán vistas por nadie, y que no contaban nada, o siempre contaban lo mismo. Mujeres hechas para ser miradas. Sí, el mundo estaba lleno de fotos y de basura. Las mujeres hermosas eran basura.
Era obvio que K. se hallaba en un punto muerto de su propia historia. No sabía si había llegado a un final o a un comienzo. No conseguía ver lo que antes veía, ni como lo veía antes. Había tantas imágenes posibles en el mundo, había tanta incomunicación, que para él ya nada era real, ya todo era dudoso, y la realidad pasaba enseguida por irrealidad. Tampoco sabía si quería volver a ver lo que antes veía. Ni siquiera ver lo nuevo de hoy le interesaba. Solo esos tickets superpuestos a otra cosa, como una denuncia tan subjetiva y personal que no podía ser entendida por nadie.
Pero buscaba.
Siempre había sido un buscador, eso decía de él la prensa sobre su cine y sus películas, al hablar de sus trabajos para la televisión o de sus films. Un director testarudo, contradictorio, así lo definían. Un tipo esquivo.
El gran reto, en una época de mentiras superpuestas, era encontrar y reconocer la realidad, que equivalía a encontrar y reconocer la verdad. Algo muy difícil, pensaba, porque lo que parecía real no lo era, los programas de la tele, los
reality
que le pedía hacer aquella jefa sexualmente hiperactiva, hasta los informativos que mostraban las desgracias del mundo, todo era una variante del Gran Espectáculo, en mayor o menor medida, una versión de la mentira, o peor aún, una variante de la farsa. Como las mujeres hermosas. Una paradoja dentro de una paradoja dentro de una paradoja amén.