Pasajero K (15 page)

Read Pasajero K Online

Authors: Adolfo García Ortega

En fin, cuando eso ocurrió, ya hacía tiempo que había roto con Lea.

K. se informaba sobre el juicio por su cuenta. Minuciosamente. Los dolores de oído le impedían dormir, así que, después de aplicarse las gotas habituales, se pasaba horas buscando en Internet datos sobre Karadzic. Aparte de visitar mi web, claro, donde estaban colgados mis artículos y prácticamente yo misma y mi corta vida. Poco a poco se empezaba a zambullir en un océano nuevo para él.

Quiso saber datos precisos sobre el juicio. Creo que empezó a hacerse avaro de esos datos a partir del día en que estuvimos en los establos y vio las vacas, el día en que se le saltaron aquellas lágrimas furtivas.

El juez presidente del Tribunal Penal era el surcoreano O-Gon Kwon.

El fiscal general se llamaba Serge Brammertz.

Estos nombres no significaban nada para él. Pero eran importantes, demostraban que había otro mundo.

Para el primer día de marzo de 2010 estaba prevista la reanudación del juicio. Faltaban pocas semanas y en dirección a ese evento se encaminaban mis pasos, en definitiva. El 31 de julio del año anterior había tenido lugar la primera comparecencia para la lectura de los cargos. Tres meses después, el 26 de octubre de 2009, había comenzado el juicio propiamente dicho. La expectación era máxima.

Karadzic y su abogado lograron un aplazamiento con la excusa de preparar adecuadamente la defensa, algo que el Tribunal no tuvo más remedio que aceptar. Karadzic se escudaba en su incapacidad material para leer en tan poco tiempo el millón y medio de papeles que le pasaron de la instrucción. La Sala de Apelaciones se lo concedió, dándole un generoso margen. ¿Y el abogado defensor? ¿Quién era? K. cuestionaba que fuera defendible un individuo como Karadzic, pero aun así, tenía derecho a un abogado. En realidad, le adscribieron uno de oficio, un inglés astuto y atildado, Richard Harvey, que Karadzic rechazó enseguida porque, según él, no conocía ni su lengua, ni su cultura, ni su religión, y para colmo había defendido a dos albanokosovares anteriormente. Para Karadzic, Harvey estaba claramente contaminado, así que optó por defenderse él mismo. Sin embargo, el Tribunal Penal rechazó sus pretensiones. No podían arriesgarse a que eso fuese un punto débil. Harvey continuaría, aunque solo como asesor legal. Y le asesoró en la estrategia del aplazamiento.

Por otro lado, el mismo día de su primera comparencia, Karadzic negó vehementemente su participación en el conflicto. Aquello parecía no ir con él. No admitió la más mínima responsabilidad. «Soy inocente», decía una y otra vez, desafiando al Tribunal Penal, amenazando incluso con deslegitimarlo, cosa que el abogado Harvey le desaconsejó. Luego se acogió a la idea de que su intención en el juicio no iba a ser otra que exponer la pura verdad. En su boca de artista de la mentira, como había sido toda su vida, la palabra verdad era un término obscenamente inconcebible. Como un objeto cuadrado dentro de un troquel circular. Antes de ser el Radovan Karadzic genocida había sido un hombre mentiroso; como presidente de la República Srpska durante toda la guerra había sido un hombre mentiroso; mientras tuvo que ocultarse durante trece años, había sido un hombre mentiroso. Incluso en el momento de su captura fue un hombre mentiroso.

La verdad que quería exponer se simplificaba en que no hubo guerra propiamente dicha, sino una lucha legítima por el territorio entre los tres pueblos: croatas, serbios y musulmanes.

Que los tres pueblos tenían que separarse.

Que todos mataban a todos, con mayor o menor justificación.

Que las matanzas que hacían los suyos tenían total justificación.

Que los musulmanes bosnios mataban a su propia gente para culpar luego a los suyos.

Que su causa fue bendecida como justa y sagrada.

Que su nación había sufrido durante quinientos años.

Que ellos, los serbobosnios, gracias a Dios, se habían salvado del fundamentalismo de los musulmanes, que querían todo el poder para ellos.

Etcétera, etcétera.

Puso vídeos, desplegó mapas, mostró documentos, pidió que se escucharan cintas grabadas con frases de políticos. Políticos como el propio Mitterrand, refiriéndose a él en calidad de mediador necesario, como Dumas, llamándolo para concertar una cita, como Holbrooke, dándole todo tipo de garantías, como Morillon, felicitándolo.

Todo esto impresionaba a K., lo sé.

Y sé que cuando al amanecer, después de no dormir durante toda la noche, K. abría los postigos del bungaló, veía el mismo paisaje que habría visto Van Gogh a esa misma hora, pero ciento veinte años antes. Al amanecer, lo que se veía eran las colonias de murciélagos que competían en el aire con los grajos.

Podría hablarle a K. durante horas acerca de la gran invención de Karadzic que fue Dragan Dabic. Bajo su disfraz de espesa barba blanca y largo pelo blanco, bajo su identidad de curandero experto en fitoterapia china, Karadzic vivió trece años en Belgrado pasando totalmente inadvertido. Luego salió a la luz pública que la policía y el ejército serbios no siempre lo buscaron con ahínco. Incluso alguien de muy arriba había dado orden de no buscarlo en absoluto. No fue sino hasta 2007, doce años después de su desaparición, cuando las cosas empezaron a cambiar en el país y se tomaron en serio las investigaciones. Un año más tarde, los servicios secretos daban sus frutos.

¿Qué hizo Karadzic durante los primeros años? Ayudado por un esbirro llamado Vlado Ilic, su temible guardaespaldas, estuvo vagando por las montañas de Serbia, que se conocía al detalle y donde era muy querido. Primero se escondió en la gran montaña Kopaonik, que amaba. Vivió en la incertidumbre por allí, casi al nivel de los animales del bosque. Durmió en grutas que fueron galerías mineras antaño. Pasó hambre. Su gente lo ocultaba orgullosamente pero con pocos medios, como después sucedería con Ratko Mladic, su lugarteniente.

Entonces se le ocurrió lo de los monasterios.

¿Qué lugar más insospechado podía haber para buscarlo que los herméticos monasterios ortodoxos? Toda su vida, desde niño, los visitó con frecuencia. Primero con sus padres, luego con sus novias, a veces solo. Como presidente de un país en guerra contra los musulmanes, pidió y obtuvo la bendición de los monasterios. Era tenido allí por un elegido de Dios. En santuarios como Trebinje, Ostrog, Studenica y Gora Fruska, Radovan Karadzic, el hijo del líder
chetnik
Vuko Karadzic, era alguien, y se le respetaba.

Se cree que allí permaneció oculto por un periodo de uno a dos años. Le ayudó mucho entre los frailes su famosa veneración por San Sava, el primer arzobispo de Serbia, del siglo
XII
, en realidad un príncipe, cuyo verdadero nombre era Rastko Nemanjić, un héroe iluminado. Quizá fuera durante esos largos meses monacales cuando Karadzic, pensando en San Sava, tuvo la idea de que también él podía ser otra persona con otro nombre.

No se volverá a saber nada de él durante varios años.

De algún modo, en ese tiempo descubrió a un individuo llamado Peter Glumac. Karadzic copió el aspecto de ese hombre que era físicamente como él cuando lo detuvieron, es decir, cuando en realidad ya era Dragan Dabic. Glumac era un curandero croata de setenta y ocho años que vivía en Voivodina, donde precisamente estaba el monasterio de Gora Fruska, uno de los cuatro sitios donde Karadzic se había refugiado. Al ver a Glumac, no lo dudó: se parecería a ese hombre sin ser ese hombre. Adoptaría un disfraz. El Carnicero de Sarajevo se convertiría así en Dragan Dabic.

Dragan Dabic, el hombre del autobús.

Según los datos de la inventada biografía de Dragan Dabic, detallada ante los agentes del BIA por su creador, Karadzic, tras su detención, Dabic habría tenido la siguiente vida:

Padre serbio, madre croata. Opción por esta nacionalidad.

Juventud en Belgrado.

Estudios en Moscú, psiquiatría (¿por qué dejó esta pista, como una puerta abierta a su verdadera identidad?) en la Universidad Estatal de Moscú, la Lomonosov, de la que sin duda alguien le facilitó el título falsificado, ya que siempre lo llevaba en su poder, y por tanto, también lo llevaba en su maletín abombado cuando lo desenmascararon en aquel autobús.

Posteriores viajes a la India y Japón.

Más tarde, larga estadía en China, donde se hizo un experto en herbología medicinal.

Pasada la guerra, regreso a Serbia en 1996 y establecimiento en Belgrado. Y allí, en Novi Beograd, vivirá con muchas precauciones, pero su nueva apariencia le va a permitir tomarse algunas libertades, descuidos.

Hasta su detención, fama de experto en bioenergía y en macrobiótica.

Obviamente, comisión de fraudes y engaños a todo el mundo.

Por otro lado, obran en poder del BIA, y así se recoge en la instrucción del sumario del Tribunal Penal, pruebas que demuestran que Karadzic, según varios testigos, fue visto públicamente al menos en dos ocasiones: una con su esposa en un paraje no mencionado del sureste de Bosnia, otra en Belgrado con su hermano Luka, cuando ambos se dirigieron a ver a su madre, que agonizaba de cáncer en Niksic (Montenegro). Si los testigos lo identificaron, es lógico pensar que no se dejó ver bajo la apariencia de Dragan Dabic, pues en este caso sería irreconocible. Llegados a este punto, a K. le surgían varias dudas: en esas contadas ocasiones, ¿conservaba la barba y el pelo, blancos y largos, de Dragan Dabic o se afeitaba para ser de nuevo Radovan Karadzic? Y si lo hacía, ¿se recluía luego en casa el tiempo suficiente hasta que le volvía a salir la barba otra vez, y mientras tanto fingía un largo viaje por Europa dando conferencias naturistas? ¿Usaba, acaso, pelucas y postizos para esas ocasiones? El BIA nunca llegó a detallarlo.

Todo esto penetraba en tropel en la cabeza de K. durante los días de febrero que estuvimos en la granja, dejando su huella. ¿Era el hombre más consecuente que he conocido? ¿O el más permeable?

En la granja, cada mañana nos levantábamos con el campo alfombrado de neblina y escarcha. Los cristales de las ventanas estaban empañados. La humedad nos helaba hasta los huesos. En la extensa pradera parcelada por muros de piedras de poca altura, la hierba era fría. Las baldosas de la casa eran frías. La ropa era fría.

Madi se presentó muy temprano en la puerta de la casa. Llevaba una gruesa pelliza de piel vuelta, guantes y un gorro de lana azul. Me miró a los ojos como si de pronto fuera el poseedor de todos mis secretos. Deseaba saber si querríamos acompañarlo de nuevo a los establos. Tenía que hacer algo y se preguntaba si nosotros podríamos estar interesados en verlo. Para ver la parte más oscura de la realidad, dijo enigmático.

Esa mañana les tocaba, a él y otros dos braceros, seleccionar algunos animales para llevarlos al matadero, tres vacas, tres terneras y un buey. Cuando llegamos a los establos, los dos braceros se calentaban con una botella de aguardiente. Madi, en cambio, nunca bebía alcohol. Después de unos tragos, empezaron a apartar el buey, que se resistía sin demasiada fuerza; luego Madi procedió a enfilar a las vacas mansas y a las terneras. Los metieron uno a uno en un camión Nissan prestado por el matadero de Méry-sur-Oise, uno de esos camiones especiales con compartimentos estancos y enrejados para transportar ganado.

¿Tenían también frío los animales?

Volví a pensar en la mirada de los animales, como la de la liebre que imaginé el día anterior. La mucosa en los ojos, en la mirada de un animal camino del matadero, nunca te deja indiferente.

K. hizo notar que el silencio de los animales era sobrecogedor. En ese momento me di cuenta de que tenía razón: el animal guarda un extraño silencio ante la muerte. Aunque sabe que es inminente, que va a suceder.

¿No lo entiendes? El animal sabe que va a morir.

Hizo fotos de aquellos animales. Eran el punto cero de la realidad, un inicio: venimos del animal, eso es lo que nos recuerda el animal cuando lo vemos, que venimos de él. Fue lo que dijo K. Y yo me pregunté lo contrario: «¿Es ahí adonde voy? ¿Voy a la animalidad de donde procedo? ¿Es eso lo que nos espera, a mi hijo y a mí?»

Madi también miraba los animales, le producían ternura, pero no era ingenuo. Un animal es un individuo. Sufre y goza. Está debajo, su papel es secundario, tiene que ganarse el sitio, nadie va a dar por él ni un céntimo, así de claro. Como por tantos humanos.

Por primera vez vi que K. filmaba y hacía fotos sin parar.

Madi sentía al animal. Y se sentía despojado como un animal. Experimentaba la animalidad, la dignidad animal, por así decir, la nobleza del instinto, la fatalidad de ser una parte cósmica, sin otro pensamiento que el instinto colectivo. Pero también un animal era un individuo. Seguro que en eso Madi y K. coincidirían. Incluso Frédéric estaría de acuerdo.

El hombre, en cierto modo, es antinatural. La frase de Madi retumbó en el más nuevo de los establos, uno con luces de fluorescente blancas que incrementaban la sensación de frío, mientras manejaba los mandos de una rampa elevadora que subía a la vaca hasta la entrada del cajón del Nissan.

El animal es benigno.

No sé en qué momento empezó K. a mezclar en su cabeza la historia de las mujeres violadas, la historia de Karadzic y la historia de aquellos animales de la granja Maudan. Tuvo que haber un instante de inflexión, quizá fue cuando hacía aquellas fotos, esa fría mañana. Parecía que Madi le había pasado sus sentimientos, porque asentía con la cabeza ante las palabras de Madi cuando nos empezó a contar un diálogo que había tenido con sus hijos.

Cuando contaba el bracero que sus hijos le preguntaban si los animales eran realmente animales, K., de pronto, asentía. Y cuando luego le decían que los animales eran muy generosos para ser solo animales, K. asentía otra vez. Madi les hablaba de que los animales tenían memoria, y sus hijos le preguntaban entonces si también tenían recuerdos, y K. asentía. Les gustaría haber sido un bonito animal, y K. asentía. Madi contó que al final sus hijos no sabían si querían ser un animal con recuerdos o sin recuerdos. Eso era ya ser hombre. K. asentía una vez más.

En la granja, a los animales se les quitaba de en medio por ese procedimiento una vez cada dos meses. Frédéric destinaba íntegramente a sus empleados el importe que pagaba el matadero de Méry por aquella carne; formaba parte de su sueldo, por eso lo hacían solos Madi y los demás esa mañana, sin que apareciera por allí Frédéric.

Other books

Larkspur Cove by Lisa Wingate
Apache Death by George G. Gilman
Pearl on Cherry by Chanse Lowell
Heart of Oak by Alexander Kent
Daughters of Iraq by Shiri-Horowitz, Revital
Thunder at Dawn by Alan Evans