Pasajero K (20 page)

Read Pasajero K Online

Authors: Adolfo García Ortega

Finalmente se la dio. Era en Ringstrasse, por Allenmoos.

Fueron a Le-Chat-qui-Pelote. En taxi. No estaba cerca.

En el trayecto, tardó unos minutos en hablarle de Yuri. Al principio le atrajo su timidez inicial y su fragilidad exótica. Tenía el misterio de los hombres callados y no vestía muy bien. Pasaron unos meses juntos, primero en Berlín y luego en París, intentando una vida de pareja que no pudo ser, eran como la noche y el día. No sabía si fue amor, ahora ya creía que no, creía más bien que el sentimiento que la invadió fue el mismo que la invadía cuando veía los animales de Auvers seleccionados por Madi para ir al matadero. Lo que sentía por Yuri no era amor, sino una prolongación del sentimiento físico que la unía con todo ser viviente, con las vacas, con las mujeres de Pale, con su madre, con el hijo que crecía en su vientre, incluso con él, con Balmori. Sidonie, intuyó Balmori, aún no conocía el amor, no había llegado a la edad de conocerlo verdaderamente.

Ella y Yuri lo habían dejado hacía unos pocos meses. Era inevitable, había demasiada oscuridad entre ambos, faltaban palabras, ideas, sobre todo faltaban respuestas. ¿No era evidente que una pareja no existe sin respuestas? Balmori asintió después de pensar por un segundo en Lea y en las respuestas entre ellos, pero enseguida regresó de ese pensamiento fugaz. Sidonie, por su parte, estaba convencida de que, en realidad, solo le gustaba Yuri cuando su cuerpo se volcaba sobre el de ella y la poseía. Poco más.

Antes, mientras miraba por la ventanilla del taxi las mojadas calles de Zurich y las luces sucesivas se reflejaban en su rostro, había recordado los meses que pasaron juntos, los momentos en que hacían el amor, los momentos en que no se entendían, los que creían entenderse, la vez en que él le gustó a ella y la vez en que ella lo aceptó como era. Pero el hechizo no duró mucho. Además, en lo tocante al asunto de Bosnia en que trabajaba Sidonie, apareció la pura verdad: Yuri llevaba demasiado odio dentro, odiaba a los bosnios, apoyaba a los serbios radicales, enaltecía a Karadzic y pensaba que lo de las violaciones que tanto importaban a Sidonie era una patraña más de las muchas que fabricaba Europa contra los eslavos. Europa para él era un mundo de mentiras lleno de dinero, y para hacerse con ese dinero había venido desde Rusia. Los eslavos se comerán la tarta, solía decir. Su único interés era enriquecerse, o casi, sin escrúpulos. Comprendió Sidonie que el desprecio y la codicia habitaban la mente de Yuri y eso lo hacía miserable a sus ojos. Cuando se le reveló la evidencia, no dejó que permaneciera a su lado ni un minuto más: lo echó de su casa y de su vida. Jamás pensó que ahora tendría que pronunciar delante de él las palabras padre-de-mi-hijo, aunque solo fuera por esa vez en la vida. ¡Cómo pudo descuidarse, cómo pudo ocurrirle una cosa así!

En el taxi se sacudió esos sentimientos de encima. Los brillos hipnóticos de las calles de Zurich la ayudaban a vaciar su memoria.

El coche los dejó en Ringstrasse, bajo un antiguo puente de hierro, pero a una manzana del local. Tuvieron que caminar hasta el Le-Chat-qui-Pelote, iluminado hacia la mitad de la siguiente manzana. De pronto, Sidonie redujo el paso, se detuvo. Avistó unas sombras en la acera bajo la mordida luz de un letrero de neón. Era él, Yuri, ahí estaba. Balmori adivinó enseguida quién de los tres sería Yuri. Un individuo alto, vestido de traje negro y camisa negra, sin corbata, que estaba en la puerta con otros dos más altos y de similar aspecto. Al ver a Sidonie, el joven se separó unos metros del grupo y se dirigió hacia ellos. Ella esperó a que se acercara, mientras Balmori, sincronizadamente, retrocedía unos pasos y cruzaba la calzada para dejarlos solos. Una vez que Yuri se aproximó a ella, lo miró con detenimiento desde el otro lado de la calle. Era obvio que parecía un chulo, aunque la chaqueta le venía un poco grande. Balmori pensó que ser matón de un local de striptease no era un buen colofón para un soldado ruso que había servido en un submarino, si es que en realidad lo había hecho. Para él, Yuri no pasaba de un vulgar advenedizo que se ganaría la vida aceptando cualquier trabajo de dinero fácil, por sucio que fuese. Le costaba imaginarse a un tipo así viviendo con la Sidonie que él conocía.

No hubo ningún beso. Hablaron.

Enseguida la noticia paralizó a Yuri, que se puso serio y bajó la cabeza tratando de buscar un argumento de rechazo. No sentía ninguna alegría. Aquello tenía que ser un incómodo malentendido de esta francesa loca e insignificante.

Sidonie había querido darle una oportunidad, pero él no comprendía por qué estaba allí. Solo alcanzaba a entender que había venido a Zurich a joderlo, a reclamar algo, a quitarle su futuro. Reaccionó echándole en cara que hubiera pensado en él. Cómo se atrevía. A saber quién sería el verdadero padre, él desde luego que no.

¡Que no se pasara ni un pelo con ella, imbécil!

Se oyó la palabra puta y la palabra hombres. Dos, tres veces. Con desprecio.

¿Qué clase de tipo eres, niñato bravucón?

Las cosas claras, dijo Yuri: en su opinión, ella no hacía lo que debía, había métodos para acabar con eso.

¡Que se calle y afronte la verdad! Nunca logrará arrancar de ella ni una duda más. Ya no, cretino.

Esa frase de Sidonie era chocante en medio de la discusión. Parecía alterada; Balmori temió que volviera a desmayarse, pero se contuvo donde estaba hasta ver qué sucedía.

Sin duda, no era un diálogo nada cordial. De repente, Yuri la empujó con fuerza y Sidonie trastabilló pero no llegó a caer al suelo. La insultó, la volvió a llamar puta, pero en voz más alta, y le reprochó que se acostaba con cualquiera, maldita zorra que había ido a complicarle la vida.

Ella trató de decirle que no quería nada de él, qué se había creído, tan solo acudía a decírselo porque se lo debía a sí misma y a su bebé. Era una cuestión de honradez, pero él desconocía el fondo de esa palabra.

Yuri se mordió la mano de rabia, gesticuló con los brazos, golpeó con su puño la palma de la mano y luego dio un golpe con la palma abierta contra un contenedor de basura, que ocasionó un inesperado ruido metálico. Hizo todo eso mientras acomodaba en su cabeza la negativa a aceptar que aquella zorra periodista francesa le diese lecciones de honorabilidad, a la vez que espantaba la amenaza que se cernía sobre su futuro próspero, como se las prometía el suyo, ahora que había empezado a ganar dinero y a salir con una mujer que tenía las relaciones convenientes, una suiza bien situada. Instintivamente querría golpear a Sidonie, hacerle daño, tal vez provocar que allí mismo abortase y acabara todo ese cuento de un embarazo y una paternidad hostiles para él.

Balmori interpretaba todo eso cada vez que el brazo de Yuri iniciaba el movimiento para descargar un golpe, o el inicio de un golpe, que no se producía. Se figuró a Karadzic hablando así con la pobre y fea Delilija en algún momento de 1965. Pensó que debieron mantener una conversación como esa en un determinado lugar de Sarajevo, dondequiera que se acostaran, tal vez en la casa de su amigo Marko Vesovic.

Quizá fuera el tono de voz de Yuri, elevado por momentos hasta el punto de llamar la atención a los otros dos compañeros de la puerta del striptease, que miraban hacia donde él discutía con esa chica que parecía histérica. Quizá fuera porque en la mente de Balmori todo volvía a mezclarse, a sacarse de contexto, como sucedía con los objetos que extraía de su caja metálica, y veía en ese Yuri Sízov, ex tripulante de submarino, a Radovan Karadzic, y al querer pensar en Radovan Karadzic su cerebro decía Yuri Sízov, chulo de mierda.

Sea como fuera, Balmori se lanzó hasta donde estaba Sidonie y empujó con todas sus fuerzas a Yuri contra la pared. El golpe sorprendió al joven sin ocasión de oponer resistencia. Fue un impacto brutal. La sangre empezó a manar de la frente de Yuri, que quedó arrodillado, en una posición ridícula. Se llevó la mano a la cabeza, vio el líquido oscuro entre sus dedos y se puso de pie con prontitud. Aquello lo había enfurecido.

El primer puñetazo le alcanzó a Balmori en el rostro como un relámpago. Al poco tiempo, profiriendo gritos conminatorios, los dos individuos de la puerta, que en unas zancadas habían llegado hasta él, empezaron a patearlo en el suelo. Sidonie trató de apartarlos, pero Yuri la arrojó violentamente a un lado mientras volvía a descargar golpes sobre la espalda y el cuello de Balmori. ¡Así que este es el cabrón que te ha hecho un hijo y me lo quieres encasquetar a mí! ¡Un viejo, además, un hijoputa viejo! Lo iba a matar. Eran palabras similares a estas, pero en una lengua que Balmori no conocía, las que una voz dentro de un lóbulo de su cerebro traducía a toda velocidad. Estaba convencido de comprenderlas, aunque fuesen en otro idioma.

Los golpes de los tres hombres estaban moliéndolo en la acera, notaba que la visión de las cosas se entrecortaba, como si hubiese entrado en un tubo estroboscópico, pero en realidad eran sus brazos haciendo aspas para protegerse. Se concentraba en la boca de Sidonie, que gritaba y golpeaba la espalda de Yuri, pero no la oía desde que le patearon los oídos, solo sentía el golpeteo de algo duro contra su cuerpo y un dolor ascendente que no acabó de hacerse agudo hasta después de recobrar el conocimiento en el callejón donde lo habían tirado, entre bolsas amarillas de basura.

La sensación pringosa del sudor le cubría todo el cuerpo mientras la mano de Sidonie le acariciaba la barbilla, que él suponía totalmente desencajada, dado el inmenso dolor que notaba en ella al mínimo roce. Le habían dado una paliza y su boca sabía a barro y a sangre.

Era la segunda vez en su vida que peleaba de verdad, aunque ahora en inferioridad de condiciones. En el suelo, sucio y magullado, empezó a sufrir una taquicardia, la adrenalina se le había disparado y se le nubló la vista. Tiritaba. Era mejor no moverse, era mejor esperar a recuperarse, que la respiración se regule. Eso decía la presión de sus dedos sobre el antebrazo de Sidonie, cuyos labios pronunciaban sin que él pudiera oírlo: Hijo de puta, hijo de puta, hijo de puta.

Sí, ella estaba bien, no tenía ninguna herida ni ningún golpe.

Bien, bien.

Cuando se le fueron los temblores, después de adecentarse un poco y de cortar las pequeñas hemorragias de las heridas con unos kleenex, entraron en un café casi vacío y a punto de cerrar.

¿Dónde podría lavarse?

El camarero lo miró desde la barra fingiendo no percatarse de su estado. Le indicó una puerta al fondo con un movimiento de cabeza. Balmori no quería llamar demasiado la atención, pero su cara estaba hinchada y se movía con dificultad. Fue directamente al lavabo mientras ella pedía algo de beber, algo fuerte. Seguía sin oír muy bien.

¿Cómo sabía ella que el registro de su casa, semanas atrás, no era cosa de ese cretino?, le preguntó después. Tal vez pagara a unos matones para hacerlo, si no fue él mismo quien lo revolvió todo. Lo veía muy capaz. Solo por venganza, por hacer daño. Y eso que aún no sabía nada del niño. Pero Sidonie disintió: no, tenían que ser los serbios, lo de su casa patas arriba guardaba relación con su trabajo sobre Bosnia y sobre Karadzic, no con su vida personal. Para Sidonie estaba especialmente claro después de haber hablado con los dos tipos del tren. Yuri no tenía nada que ver.

Balmori no insistió. Consideró que la versión de ella era mucho más plausible. Se bebió de un trago el coñac que Sidonie le había pedido y le ardió la boca. Ella solo tomó un café. Necesitaba sentarse un rato. O mejor lo contrario, caminar, evitar que sus músculos se enfriasen. Notó que los oídos volvían a dolerle como jamás le habían dolido en su vida, un dolor taladrante. Sidonie le limpió la sangre seca que le salía de la oreja derecha, aún enrojecida.

Ella, sin querer, empezó a reírse. Balmori la imitó por puro nerviosismo.

La risa fue una válvula de escape para los dos. Les pareció que toda la peripecia había sido realmente cómica, si no fuera por lo dolorido que estaba el cuerpo de él y porque las palizas siempre traían graves consecuencias. Pero aquellos individuos del striptease no actuaban a ciegas, golpearon lo justo para escarmentarlo sin que se les fuera de las manos. Yuri podía estar contento, ya había encontrado un trabajo a su medida, ahora era un profesional. De eso también se reía Sidonie, porque se sentía libre: lo había intentado, pero ya no tendrá ante su hijo la responsabilidad de haberle ocultado a su padre, sencillamente este había dejado de existir. Balmori se había comportado como un caballero andante o como un cowboy crepuscular del cine y ella había parecido una doncella deshonrada. Eso les hizo reír. Era reconocerse dos idiotas ingenuos en medio de la solitaria noche zuriquesa, de la que habían huido las personas y solo los perros callejeros disputaban a los taxis el gobierno de las tinieblas.

Uno de esos taxis los llevó al hotel. La absurda aventura de esa noche tenía que acabar ya; como de costumbre, ni siquiera pensaron en acudir a la policía. Él tomó doble dosis de somníferos con doble dosis de calmantes. Quería dormir a toda costa, pero volvía a reírse y a quejarse al mismo tiempo. Dijo al final algo así como que los ciclistas resisten, siempre resisten, lo resisten todo.

Cuando hubo cerrado los ojos, Sidonie lo besó en la mejilla. No encontraba palabras para sus sentimientos.

Pasó la noche a su lado, en la misma cama, sin pegar ojo, casi sin moverse. Quizá él estuvo así en una cama con Nur cuando se perdió en Berlín. Tenía estos gestos gratuitos, desmesurados. Era un hombre extraño, pero lo admiraba con curiosidad y comprendía una vez más que lo necesitaba. Pasar la noche junto a él, atenta, era su manera de agradecerle lo que había hecho por ella. Se sentía culpable de haber llegado a esa desagradable situación apenas dos semanas después de haberlo conocido, pero parecían dos años en realidad. También, o sobre todo, se culpaba de haberlo intentado con Yuri, el ya lejano e inexistente Yuri. Se había comportado con él con la ingenuidad de una niña tonta. Pero era el veneno de esta ciudad, que tanto detestaba, se dijo.

En el sopor somnoliento de los calmantes, Balmori se representaba a su padre, el Kuiper ciego de La Casa Fantástica, en la precisa circunstancia en que Renata, su madre, le decía que estaba preñada de él. Era la misma circunstancia de Yuri, la misma circunstancia de Radovan. Durante todo el tiempo que convivió con su madre, solo a partir de que cumplió los quince años Balmori conoció el relato de la boda secreta de sus padres. Renata lo repetía a menudo, una y otra vez, en ocasiones con nuevos matices, casi siempre variando los detalles hasta parecer un relato distinto. Decidió ser indulgente con su madre, al fin y al cabo aquella era su historia favorita y la más importante de su vida, probablemente.

Other books

The Cornish Affair by Lockington, Laura
Her Heart's Desire by Ruth Ann Nordin
Wanted Dead by Kenneth Cook
Testament by Katie Ashley
Dark Aemilia by Sally O'Reilly
Recovering by J Bennett
Tallow by Karen Brooks
The Skirt by Gary Soto
The Night Crew by Brian Haig
The Diamond Affair by Carolyn Scott