Tiempo de cenizas (35 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

Joan hacía ademán de volverse para ver qué ocurría cuando oyó que le ordenaban:

—Continúa disparando. —Era Vilamarí—. Tienes que derribar ese mástil.

Joan obedeció angustiado. Habían pasado de ser cazador a presa. La situación era desesperada. Él no lograba hacer caer aquella vela, el enemigo estaba abordando a la Santa Eulalia y el almirante, en lugar de dirigir la defensa desde la carroza, se encontraba en la proa concentrado en aquel mástil y en la captura de la carraca. Su codicia los conduciría al desastre.

Joan apenas se podía concentrar en su trabajo imaginando lo que ocurría a sus espaldas. Los de Vilamarí trataron de detener a los asaltantes disparando sus arcabuces y ballestas, protegidos detrás de la crujía. Pero después del primer disparo fueron incapaces de mantener su posición y se retiraron a proa y popa, dejando el centro de la nave al enemigo y a los galeotes, que, encadenados, trataban de cubrirse en el suelo de sus bancos.

Los corsarios habían perdido a varios hombres en la descarga, pero, sin detenerse, se dividieron en dos grupos y el mayor se dirigió a proa para tomar la artillería y detener así los disparos sobre la carraca. El otro fue al asalto de la carroza, donde se encontraba el timón, para capturar o matar a los oficiales. Sin oficiales, la galera se rendiría.

Joan trataba de poner toda su atención en derribar aquel maldito palo mayor, a pesar de la barahúnda de gritos y entrechocar de aceros que oía a sus espaldas. Los corsarios que se precipitaron hacia la proa se toparon con un nuevo parapeto tras el que les disparaban con ballestas y arcabuces. Consiguieron derribar la defensa y la lucha continuó cuerpo a cuerpo. Joan se esforzaba en mantener su concentración y la de sus hombres, disparando, enfriando y cargando de nuevo la artillería cuando un golpe fortísimo en su espalda le hizo caer de bruces encima de una culebrina cuyo bronce estaba ardiendo. Mantuvo los brazos separados del metal y cayó rodando al suelo. La armadura le había salvado de ser ensartado por la espalda con una azcona y de abrasarse el pecho con la culebrina. De un salto se incorporó al recordar que sus compañeros dependían de su tino. Afinó la puntería para aplicar después la mecha al cañón. ¡Otro tiro infructuoso!

—Ánimo, ¡derribaremos esa maldita vela! —gritó a sus hombres a pesar de su propio desánimo.

Sabía que el enemigo ganaba terreno a sus espaldas y notaba el vello erizado en la nuca esperando que en cualquier momento le hundieran una espada por el espacio entre la gorguera y el casco o en el hueco del sobaco. La vela mayor de la carraca continuaba a su alcance, y aquello significaba que los atacantes no habían tomado aún la carroza y el timón. Tenía poco tiempo. Con el timón en su poder, los corsarios variarían el rumbo de la nave impidiendo que su artillería, sin apenas movimiento horizontal, disparara a la carraca. Era cuestión de instantes que lo hicieran. Quizá aquella era su última oportunidad. Respiró hondo y aplicó la mecha a la culebrina, pero y cuando se disipó el humo la vela continuaba allí. Se mordió los labios y vio de reojo que los defensores habían retrocedido hasta casi tocarle. Estaba fracasando.

Desesperanzado, disparó de nuevo con la otra culebrina y de pronto vio vibrar el mástil. Joan contuvo la respiración. El palo se inclinó para después doblarse y romperse con un crujido. ¡Lo había conseguido! Lanzó un grito de triunfo coreado por sus hombres y sin perder tiempo tomó la azcona que le había golpeado en la espalda y que se encontraba a sus pies para girarse a toda prisa. Vio a Vilamarí, Miquel y Niccolò, uno al lado del otro, junto con los marinos y soldados supervivientes, luchando a brazo partido contra los asaltantes. Perdían terreno, y el peor parado era Vilamarí, que atraía a los enemigos a causa de su valiosa armadura, que le delataba como un oficial de alto rango. Se defendía de los golpes de dos hombres a la vez, resoplando, cubriéndose con la rodela y golpeando con su espada cuando encontraba la ocasión. Algunos sablazos le alcanzaban sin herirle gracias a su armadura, pero Joan se dijo que el almirante estaba a punto de desfallecer. Tomó impulso y lanzó su azcona con todas sus fuerzas y rabia contra uno de aquellos soldados. El arma le atravesó el coselete por el pecho y el corsario cayó de espaldas sobre la cubierta. Joan se preguntó por qué salvaba de nuevo a aquel individuo, causante de la muerte de su padre y la desdicha de su familia, cuando tantas veces había deseado matarle con sus propias manos. Pensó que quizá lo hacía por su propia supervivencia; si caía el almirante, era casi seguro que lo haría también la galera. No había tiempo para semejantes reflexiones, desenfundó su espada y se incorporó a la lucha peleando codo con codo entre Vilamarí y Miquel Corella. El tiempo se hizo eterno, llegaban más enemigos, los suyos iban cayendo y Joan pensó que la derrota era inevitable. Pero de repente, para su sorpresa, vio llegar por detrás de los corsarios a Pere Torrent, espada en mano, junto con los suyos. ¡Habían derrotado a los que pretendían tomar la carroza y acudían en su ayuda! En pocos instantes, los corsarios, rodeados, se rindieron. Joan, que ignoraba lo que había pasado en el otro extremo de la nave, se quedó mudo de asombro. Al sobreponerse se unió a los vivas y gritos de victoria aun sin poder creer aquel afortunado desenlace.

Pere Torrent, que gritaba órdenes sin cesar con un vozarrón capaz de imponerse al fragor de la batalla, no se detuvo ni un momento. Sus ojos azules se encontraron un breve instante con los de Joan y, una vez que vio que la proa y su almirante estaban a salvo, se puso a correr, aullando como un poseso, en dirección a la nave enemiga, que ya era abordada por sus hombres.

Cuando los enemigos comprendieron que ahora eran ellos los abordados, no tuvieron tiempo para cortar los cabos que unían ambas naves y escapar. Ni tampoco para cargar arcabuces y parapetarse. Los de Pere Torrent corrían ya por la crujía de la nave corsaria, gritando a todo pulmón, hacia la carroza, donde el combate fue sangriento pero breve. Pronto los supervivientes, tomados por sorpresa y superados en número, rindieron la galera.

En la Santa Eulalia, los corsarios que aún resistían tiraron sus armas y se rindieron. Vilamarí, que parecía haber recuperado sus fuerzas, levantó su espada y los tripulantes de la nave se le unieron en un grito de triunfo. De inmediato, el almirante ordenó que Genís Solsona, junto con un grupo de sus marinos, tomara el mando de la galera contraria, donde permanecerían Pere Torrent y los suyos, y que se encadenara a todos los prisioneros para evitar motines. Se cortaron las amarras que unían ambas galeras y Vilamarí ordenó a Joan que reanudara sus disparos sobre la carraca.

Mientras esto ocurría, las demás galeras se habían emparejado en un duelo en el que sin intentar abordarse maniobraban tratando de acertar al contrario con la artillería de proa. Y cada vez que se cruzaban intercambiaban disparos de falconetes, arcabuces y ballestas. En realidad, unas y otras aguardaban el resultado del abordaje a la Santa Eulalia, y cuando los capitanes contrarios vieron que habían perdido su propia galera capitana, huyeron tras la carraca que mantenía sus velas mayores intactas y que se había alejado ya un buen trecho hacia Livorno.

Joan no pudo disparar de nuevo, pues tan pronto como la carraca desarbolada se vio abandonada, sus tripulantes se apresuraron a colgar de las bordas sábanas blancas en señal de rendición. De nuevo hubo gritos de júbilo.

Vilamarí ordenó al capitán de su segunda galera que tomara el control de la carraca junto con su tropa de asalto. No perseguirían a los que huían, oscurecía y el botín prometía ser cuantioso.

Y con las dos galeras intactas arrastrando la carraca, donde los carpinteros trataban de habilitar una vela, la flotilla tomó rumbo a Pisa. Joan recibió un simple «buen trabajo» de Vilamarí, aunque sabía que el almirante era consciente de que la azcona que había matado a uno de los soldados que le atacaban procedía de su brazo. No importaba; ni necesitaba ni esperaba agradecimientos de aquel hombre, le conocía ya demasiado.

Recordando el impresionante despliegue de energía y fuerza de Pere Torrent, Joan se dijo que no, que él no había podido vencer en un duelo a espada a aquel, su maestro. Y pensó que el oficial de asalto de la Santa Eulalia, al que había considerado siempre un fanfarrón sin sentimientos, se había dejado vencer haciendo con ello posible que él tuviera a Anna. No había sido su espada, sino el sonido de la palabra
amor
, lo que le había rendido.

Joan se sentía feliz junto a sus amigos y hubo celebración y brindis en la carroza de la Santa Eulalia. Sin embargo, su euforia cambió a pesadumbre con la noticia que les esperaba al día siguiente.

52

Aquella fue una noche de cielo cubierto, oscura y destemplada, y el farolillo de la carroza de la Santa Eulalia guio a la flota. Vilamarí ordenó introducir los cuerpos de los galeotes muertos en un saco con una piedra y lanzarlos al mar después de que el cura de la galera rezase unas oraciones por los cristianos. Lo mismo hizo con los enemigos muertos, a excepción de los oficiales. De madrugada las embarcaciones arriaron las velas para no sobrepasar Porto Pisano. Con las luces del amanecer distinguieron la población y las naves se dirigieron a la desembocadura del Arno. Aquel había sido un puerto muy importante dos siglos antes, en la época dorada de la república de Pisa, que terminó con una derrota naval ante Génova y con su excelente puerto cegado con arena y cieno.

El puerto no tenía capacidad para acoger a la flota. Vilamarí la hizo fondear poco antes de entrar y llamó a consejo a sus capitanes. A Joan le sorprendió ver solo a Genís Solsona, que se aproximaba en la chalupa de la nave capturada. Su expresión era grave. El capitán esperó a encontrarse en la carroza frente a Vilamarí para dar la noticia:

—El oficial Pere Torrent murió en el asalto a la carroza de la galera enemiga. —Hizo una pausa, con los ojos acuosos, para tragar saliva—. Una flecha le entró por el ojo izquierdo y le atravesó los sesos. Fue en el último momento.

A Joan le golpeó la noticia como un bofetón. Había detestado a aquel hombre por mucho tiempo, le creía arrogante, carente de sentimientos y piedad. Sin embargo, al saber de su vida pasó a comprenderle y a sentir afecto por él. La bestia resultó ser humana. Miró al almirante, cuya faz, inexpresiva por lo general, parecía encajar un golpe. Apretó las mandíbulas y por unos instantes se mantuvo en silencio.

—Fue el mejor oficial de asalto que he conocido —dijo al rato con voz clara—. Y un gran camarada. Recibirá un entierro digno.

La Santa Eulalia y la carraca, las dos naves más afectadas en el combate, atracaron en el puerto, y se procedió al desembarco de muertos y heridos. La flota de Vilamarí había perdido, entre soldados y marinos, a treinta y cinco hombres, tenía cinco heridos graves y otros de diversa consideración. El almirante ordenó un funeral y con excepción de Pere Torrent todos los muertos fueron enterrados. La ciudad de Pisa se encontraba a siete millas del puerto de mar, y su principal comunicación con este era el río Arno. Vilamarí decidió que Pere Torrent tuviera un funeral solemne en la catedral y que su cuerpo reposase en el bellísimo camposanto de la ciudad, parte de cuya tierra provenía del Gólgota, en Jerusalén. Dispuso que se instalara una tienda en Porto Pisano para acoger el cuerpo del oficial durante el día y la noche anteriores al viaje. Allí sus camaradas podrían darle un último adiós.

Se encontró un lugar de convalecencia en el puerto donde los heridos de Vilamarí estarían bien atendidos a cambio de una buena suma de dinero. Solo embarcarían de vuelta los que estuvieran en condiciones de soportar el viaje de regreso a Roma. En cuanto a los prisioneros, se los clasificó según sus posibilidades económicas y se buscó un agente local que negociase el cobro de un rescate en su lugar de origen. El almirante dispuso que los que no tenían recursos y se encontraban en mejor estado físico remaran en las galeras sustituyendo a los galeotes fallecidos. La carraca llevaba un rico cargamento de trigo y telas.

—Una tercera parte de lo obtenido de la carraca es para su santidad, para quien me honra trabajar —le dijo Vilamarí a Miquel Corella una vez evaluado el botín—. Calculo que ascenderá a unos seis mil florines. ¿Creéis que será suficiente para el perdón de mis pecados?

—Contáis solo la carraca. No con el botín de la galera y los prisioneros.

—Descuento mis gastos. Arreglar los desperfectos será costoso y el resto del año le daré servicio a su santidad con cuatro galeras por el mismo precio que le cobro por tres.

Miquel se encogió de hombros. Apreciaba demasiado a Vilamarí para discutir por dinero. De eso se encargaría César Borgia.

Aquella noche, Joan quiso cenar a solas con Genís Solsona; continuaba sorprendido e intrigado por el resultado tan favorable del combate.

—Cayeron en la trampa favorita de Vilamarí —le dijo el capitán de la Santa Eulalia.

—¿Una trampa?

—Sí. Se arriesgó y le salió bien —repuso Genís—. Provocó a la galera capitana enemiga para que abordase a la Santa Eulalia.

—Y ¿cómo lo hizo?

—Pues mostrándose a la vez débil e incordiante.

—Explícate.

—Cuando nos cruzamos por primera vez con la flotilla enemiga, su galera capitana nos disparó con todo lo que tenía.

—Lo recuerdo.

—¿No apreciaste que nosotros respondimos con pocos efectivos? Usamos solo el veinte por ciento de nuestra capacidad de fuego.

—Estaba concentrado en la artillería y no me fijé en eso.

—Vilamarí hizo que la mayor parte de los hombres de Pere Torrent se escondieran en la bodega. Y nuestros enemigos pensaron que apenas teníamos infantería embarcada. Después la Santa Eulalia, con las otras dos galeras protegiéndola, se situó en la popa de la carraca y la cañoneó para desarbolarla. Sin velas y sin timón, la nave quedaba a nuestra merced. Las galeras enemigas trataron de evitarlo, pero las nuestras impedían que se acercaran a la Santa Eulalia, que disparaba a la carraca con toda comodidad. De pronto, su capitana vio que nuestras naves dejaban un hueco, entró a través de él y después de descargar su artillería en la Santa Eulalia, la abordó. Pensaba que superaba en número a nuestra infantería, supuso que sería una presa fácil y, como buena corsaria, no pudo resistir la tentación de capturar una galera al tiempo que impedía que inmovilizáramos su carraca.

»Pensaban que la metralla de su artillería iba a limpiar la cubierta de soldados, pero apenas mató a unos cuantos galeotes y partió unas maderas. Los nuestros sabían que llegarían por aquel lugar y los esperaban protegidos tras la crujía. Los corsarios picaron el anzuelo; hicieron lo que Vilamarí quería y en el lugar exacto donde quería que lo hiciesen. Muchos de ellos cayeron al abordar, pues donde esperaban encontrar cadáveres tendidos sobre cubierta toparon con ballesteros y arcabuceros bien parapetados. Después de la primera descarga, los nuestros se retiraron a proa y popa, donde se parapetaron de nuevo para volver a disparar. Y cuando ellos trataron de asaltar la carroza, se encontraron con la sorpresa de los infantes de marina de Torrent, que salían como una tromba de la bodega. Después, en un golpe rápido, Pere Torrent y sus infantes cayeron sobre la retaguardia de los que os atacaban a los que estabais en la proa, para abordar de inmediato a la galera enemiga antes de que esta pudiese reaccionar y cortara los cabos que unían las dos naves. Esa es la razón por la que Vilamarí embarca siempre bastantes más infantes en su galera que en las otras. La Santa Eulalia es el cebo.

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